El muchacho había llevado hasta entonces una vida apacible y satisfecha, pese a lo humilde que era, pero ahora le atormentaba la inquietud y se quedaba absorto en sus pensamientos, con la sensación de que no había nada en él que pudiera atraer a Hatsue. Estaba tan sano que nunca había padecido una enfermedad, aparte del sarampión. Era capaz de nadar alrededor del perímetro de Utajima hasta cinco veces seguidas. Y estaba seguro de que no quedaría por debajo de nadie ante cualquier demostración de fuerza física. Pero no podía creer que ninguna de esas cualidades impresionara a Hatsue.
No se presentaría otra oportunidad de encontrarse con ella. Cada vez que regresaba a la orilla, tras la jornada de pesca, su mirada recorría la playa de un extremo a otro, tratando de localizarla, pero en las pocas ocasiones en que la vio, la joven estaba atareada y no tuvo ocasión de hablar con ella.
No volvería a repetirse la ocasión en que la vio sola, apoyada en los «ábacos» y contemplando el mar. Además, cada vez que el muchacho se decía que estaba harto de la situación y decidía apartar por completo a Hatsue de su mente, con toda seguridad ese mismo día la divisaba entre la atareada multitud que se reunía en la playa cuando llegaban las embarcaciones.
Los jóvenes de la ciudad aprenden pronto las peculiaridades del amor gracias a las novelas, el cine y otros medios de información, pero en Utajima prácticamente no había modelos que seguir. Así pues, por mucho que meditara al respecto, Shinji no tenía la menor idea de lo que debería haber hecho durante los preciosos minutos transcurridos durante el trayecto entre la torre de observación y el faro, cuando estuvo a solas con ella. No le quedó más que un profundo remordimiento, la sensación de que había dejado de hacer algo importante.
Todos los meses, cada vez que se cumplía el día en que había fallecido el padre, toda la familia iba a visitar su tumba. Había llegado ese día, y, para no obstaculizar el trabajo de Shinji, eligieron una hora antes de que zarparan los barcos y antes de que su hermano partiera hacia la escuela.
Shinji y su hermano salieron de la casa con su madre, que llevaba varillas de incienso y flores funerarias. Dejaron la casa abierta, pues el robo era una actividad desconocida en la isla.
El cementerio estaba situado a cierta distancia del pueblo, en un acantilado bajo, por encima de la playa. Con la marea alta, el mar llegaba al pie del acantilado. La cuesta irregular estaba llena de lápidas, algunas de ellas ladeadas sobre la blanda base de arena.
Aún no había amanecido. El cielo empezaba a clarear en la dirección del faro, pero el pueblo y el puerto, encarados al noroeste, seguían sumidos en la noche.
Shinji iba delante, con un farolillo de papel. Hiroshi, el hermano, todavía soñoliento, tiró de la manga de su madre.
—¿Hoy podré comer cuatro ohagi? —le preguntó.
—¡Qué tontería! Te comerás dos. Con tres tendrías dolor de barriga.
—¡Por favor! ¡Quiero cuatro!
Las ohagi, bolas de arroz untadas con pasta de alubia roja dulce, que preparaban en la isla para celebrar el Día del Mono o las fechas en que se conmemoraba a los difuntos, eran casi tan grandes como las pequeñas almohadas que usaban para dormir.
Una fría brisa matutina soplaba a intervalos en el cementerio. La superficie del mar a sotavento de la isla aparecía negra, pero mar afuera las aguas estaban iluminadas por la luz del alba. Se veían claramente las montañas que rodeaban la bahía de Ise. A la pálida luz del amanecer, las lápidas parecían otras tantas velas blancas de barcos anclados en un activo puerto. Eran velas a las que nunca volvería a hinchar el viento, velas que, después de permanecer demasiado tiempo sin ser utilizadas y colgantes en exceso, se habían convertido en piedra. Las anclas de las embarcaciones habían penetrado tan profundamente en la oscura tierra que nunca sería posible volver a levarlas.
Llegaron a la tumba del padre; la madre dispuso las flores que había traído y, tras encender numerosos fósforos cuyas llamas apagó el viento una tras otra, por fin logró encender las varitas de incienso. Pidió entonces a sus hijos que se inclinaran ante la tumba, mientras ella lo hacía a espaldas de los chicos y lloraba.
En el pueblo se decía: «No lleves nunca a bordo a una mujer ni a un monje». El barco en el que murió el padre de Shinji había incumplido ese tabú. Hacia el final de la guerra una anciana falleció en la isla y se decidió que el barco de la Cooperativa trasladara su cadáver a Toshijima para practicarle la autopsia.
Cuando el barco se encontraba a unas tres millas de Utajima, lo avistó el piloto de un caza que había despegado de un portaaviones. El maquinista habitual de la embarcación no iba a bordo y su sustituto no estaba acostumbrado a la máquina. Fue el negro humo de la lenta máquina lo que proporcionó al piloto su blanco.
El avión dejó caer una bomba sobre el barco y luego lo atacó con fuego de ametralladora. La chimenea de la nave se partió y al padre de Shinji le voló parte de la cabeza, desde las orejas hacia arriba. Otro hombre también murió al instante, alcanzado en un ojo. Un proyectil alcanzó a un tercero en la espalda y se alojó en los pulmones, y otro resultó herido en las piernas. Y un marinero al que el ataque le había destrozado una nalga murió poco después a causa de la hemorragia.
Tanto la cubierta como el pantoque se convirtieron en un lago de sangre. Las balas perforaron el depósito de combustible y el queroseno se mezcló con la sangre. Algunos titubearon antes de tenderse boca abajo sobre aquel repugnante estropicio y fueron alcanzados en las caderas. Cuatro personas se salvaron al refugiarse en el depósito de hielo que estaba en la cámara de proa. Un hombre, presa del pánico, logró pasar por el portillo detrás del puente, pero, una vez en el puerto, y al intentar repetir la hazaña, sus esfuerzos fueron inútiles y no consiguió deslizarse a través del pequeño orificio por segunda vez.
Así pues, de once tripulantes, tres murieron y varios resultaron heridos, pero el cadáver de la anciana, tendido sobre la cubierta bajo una estera, no recibió un solo balazo…
—Cómo le entusiasmaba a papá pescar ikanago —le dijo Shinji a su madre, en un tono evocador—. Todos los días pescaba más que yo. No daba tiempo a los verdugones a secarse antes de que le salieran más.
El ikanago, un pez largo y delgado que se protege escondiéndose bajo la arena del fondo marino, abundaba en los bajíos de Yohiro, y era necesaria una habilidad especial para pescarlo. Se utilizaba una caña de bambú flexible, con plumas en el extremo, para imitar un ave marina que perseguía a un pez bajo el agua, y era esencial actuar en el momento preciso, ni una fracción de segundo antes o después.
—Sí, supongo que sí —replicó la madre—. Capturar ikanago es un trabajo muy difícil incluso para un pescador.
A Hiroshi no le interesaba la conversación entre su madre y su hermano, y soñaba con la excursión escolar que tendría lugar al cabo de diez días. Cuando Shinji tenía la edad de Hiroshi, había sido demasiado pobre para participar en las excursiones de la escuela, y por ello había destinado una parte de sus ingresos a costear los gastos de viaje de Hiroshi.
Cuando terminaron de rendir homenaje ante la tumba, Shinji se separó de sus familiares y fue solo a la playa para ayudar a poner la embarcación en condiciones de zarpar. Convinieron en que su madre regresaría a casa y le traería el almuerzo antes de que partieran los barcos.
Mientras se encaminaba apresuradamente hacia el Taihei-maru por la playa llena de ajetreo, una voz entre la multitud, transportada por el viento, llegó a su oído y fue como si le hubiera golpeado.
—Dicen que Yasuo Kawamoto va a casarse con Hatsue.
Al oír estas palabras, el ánimo de Shinji se ensombreció por completo.
Una vez más, los tripulantes del Taihei-maru pasaron la jornada pescando pulpos.
Durante las once horas que estuvo faenando, Shinji se concentró en la pesca y apenas abrió la boca, pero, como era de natural callado, su silencio no extrañó a los demás.
Al regresar a puerto atracaron como de costumbre junto al barco de la Cooperativa y descargaron los pulpos. Luego vendieron el resto de las capturas a un intermediario y las transfirieron a un «barco comprador» perteneciente a un comerciante particular de pescado al por mayor. Las doradas se agitaban dentro de los cestos metálicos utilizados para pesar el pescado, relucientes bajo la luz del sol poniente.
Los pescadores cobraban cada diez jornadas de trabajo, y aquél era día de paga, por lo que Shinji y Ryuji fueron con el patrón a la oficina de la Cooperativa. Durante aquellas diez jornadas habían capturado más de ciento ochenta kilos de pescado, y, tras deducir la comisión de ventas de la Cooperativa, el diez por ciento ingresado directamente en la cuenta de ahorro y los costes de mantenimiento, les quedaron 27.997 yenes netos. El patrón pagó cuatro mil a Shinji. Las capturas habían sido importantes, si se tenía en cuenta que la temporada de pesca casi había terminado.
El muchacho se humedeció los dedos con la lengua y contó los billetes que sostenía en su mano grande y áspera. Entonces los metió en el sobre con su nombre, que introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Saludó al patrón con una inclinación de cabeza y abandonó la oficina. El patrón se había acercado al brasero ante el que se sentaba el jefe de la Cooperativa, y le mostraba a éste con orgullo una boquilla de coral que él mismo había tallado.
Shinji se había propuesto regresar directamente a casa, pero, como si tuvieran voluntad propia, sus pies se encaminaron a la playa, que iba sumiéndose en la oscuridad.
En la orilla estaban sacando del agua la última embarcación para dejarla varada en la arena. Sólo había unos pocos hombres dando vueltas al torno y ayudando a tirar de la cuerda, por lo que las mujeres, que normalmente se limitaban a colocar los «ábacos» bajo la quilla, empujaban desde atrás. Era evidente que la tarea no avanzaba. La oscuridad iba en aumento y no se veía rastro de los escolares que solían acudir para echar una mano. Shinji decidió ayudarles.
En aquel momento una de las mujeres que empujaban la embarcación alzó la cabeza y miró en la dirección de Shinji. Era Hatsue. Él no deseaba ver el rostro de aquella chica, por la que había estado de tan mal talante durante todo el día, pero sus pies le llevaban hacia el barco contra su voluntad. El rostro de la joven brillaba en la penumbra, y Shinji vio la frente húmeda de sudor, las mejillas rosadas, los ojos brillantes fijos de nuevo en la dirección hacia la que empujaban el barco.
Sin decir palabra, Shinji aferró la cuerda.
—Muchas gracias —le dijeron los hombres que manejaban el torno.
Shinji tenía mucha fuerza en los brazos. Unos instantes después el barco se deslizó sobre la arena, y las mujeres corrieron atropelladamente tras él con los «ábacos».
Una vez varada la embarcación, Shinji se dio la vuelta y emprendió de nuevo el camino de regreso a casa, sin mirar atrás una sola vez. Sentía unos deseos enormes de volver la cabeza, pero refrenó el impulso.
Shinji abrió la puerta corredera de su casa y, a la luz mortecina de la lámpara, vio el familiar tatami, el suelo cubierto de esteras de paja entretejida a las que la edad y el uso habían dado una tonalidad pardo rojiza. Su hermano estaba tendido boca abajo y leía, sosteniendo un libro de texto bajo la luz. Su madre trajinaba en la cocina. Sin quitarse las botas de goma, Shinji se tendió boca arriba, la mitad superior del cuerpo sobre el tatami y los pies todavía en el minúsculo recibidor.
—Ah, ya estás aquí —le dijo su madre.
A Shinji le gustaba darle a su madre el sobre de la paga sin decir nada. Y ella, en su maternal fuero interno, le comprendía y siempre fingía haber olvidado que aquélla era la décima jornada, el día de la paga. Sabía que a su hijo le gustaba mucho contemplar su expresión de sorpresa.
Shinji se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. ¡El dinero no estaba allí! Buscó en el bolsillo del otro lado y en los bolsillos de los pantalones, e incluso deslizó las manos por su interior.
Debía de habérsele caído en la playa. Sin decir una sola palabra, salió de la casa.
Poco después de que el muchacho hubiese salido, alguien llamó a la puerta. La madre de Shinji abrió y encontró a una chica en la oscuridad del callejón.
—¿Está Shinji-san en casa?
—Llegó hace un rato, pero ha vuelto a salir.
—He encontrado esto en la playa. Y como tiene escrito el nombre de Shinji-san…
—Eres muy amable. Shinji debe de haber ido a buscarlo.
—¿Quiere que vaya a decírselo?
—Oh, ¿harías eso? Te lo agradezco muchísimo.
La oscuridad en la playa era total. Las escasas luces de Toshijima y Sugashijima brillaban al otro lado del mar. Como si estuvieran profundamente dormidos bajo la luz de las estrellas, numerosos pesqueros se alineaban en la orilla, con las proas apuntando al mar, en actitud dominante.
Hatsue atisbó la forma oscura de Shinji, pero en aquel instante el muchacho desapareció detrás de una embarcación. Se había agachado para buscar en la arena, y al parecer no había visto a Hatsue. Ésta se le acercó y permaneció ante él a la sombra de un barco, inmóvil y enojada.
Hatsue le contó lo que había ocurrido, y que había ido a decirle que el dinero ya estaba a salvo en manos de su madre. Siguió explicándole que había tenido que preguntar a dos o tres personas la dirección de su casa, pero que siempre había satisfecho la curiosidad de los demás mostrándoles el sobre que había encontrado, en el que estaba escrito el nombre de Shinji.
El muchacho exhaló un suspiro de alivio. Sonrió, y sus blancos dientes brillaron en la oscuridad. Hatsue había ido a la playa corriendo, y sus senos subían y bajaban con rapidez. A Shinji le recordaban las grandes olas azul oscuro de alta mar. Todos los suplicios de la jornada desaparecieron, y recobró el ánimo.
—He oído decir que vas a casarte con Yasuo Kawamoto —le dijo Shinji precipitadamente—. ¿Es eso cierto?
Esta pregunta provocó en ella una risa que fue en aumento, hasta que se desternilló.
Shinji quería detenerla, pero no sabía cómo hacerlo. Le puso una mano en el hombro.
El contacto fue ligero, pero Hatsue se dejó caer en la arena, todavía riendo. Shinji se acuclilló a su lado y le sacudió los hombros.
—¿Qué te pasa? ¿A qué viene esto?
Por fin cedió el acceso de risa y la muchacha le miró a la cara con una expresión seria. Entonces volvió a reírse. Shinji acercó el rostro al de Hatsue y le preguntó:
—¿Es eso cierto?
—¡No seas tonto! Es una gran mentira.
—Pero es lo que dice la gente.
—Te digo que es mentira.
Ambos rodeaban sus rodillas con las manos y estaban sentados a la sombra del barco.
—¡Uy, qué daño! —exclamó la muchacha—. Me he reído tanto que me duele… aquí. —Se puso la mano sobre el pecho.
Los tirantes de su descolorido mono de faena se agitaban en el lugar donde le cruzaban los senos.
—Aquí es donde duele —repitió Hatsue.
—¿Estás bien? —inquirió Shinji, y, sin pensarlo dos veces, depositó su mano en el lugar que ella indicaba.
—Cuando lo aprietas, me siento un poco mejor. Y de improviso, también el pecho de Shinji empezó a moverse con rapidez.
Sus mejillas estaban tan próximas que casi se tocaban. Cada uno aspiraba el olor del otro, una fragancia como la del agua salada. Ambos percibían el calor del otro.
Sus labios resecos y agrietados se tocaron. Los de Hatsue tenían un ligero sabor salado. «Son como las algas», pensó Shinji.
Entonces el hechizo se rompió. El muchacho se apartó de ella y se puso de pie, impulsado por el sentimiento de culpabilidad que le causaba aquella primera experiencia en su vida.
—Mañana, cuando regrese de pescar, llevaré pescado a la casa del farero.
Shinji, de cara al mar, había recobrado su dignidad y pudo decir estas palabras empleando un tono viril. Al igual que el muchacho, ella estaba mirando el mar.
—También yo iré allí mañana por la tarde —le dijo.
Los dos jóvenes se separaron y se alejaron caminando cada uno por un lado de la hilera de barcos. Shinji se dirigía a su casa, pero observó que la chica se había quedado atrás. Entonces vio su sombra proyectada sobre la arena, desde detrás de la última embarcación, y supo que se había ocultado allí.
—Tu sombra te delata —le dijo.
De repente, la figura de una muchacha vestida con un mono de trabajo de anchos tirantes echó a correr, como un animal silvestre, y se alejó a toda velocidad por la playa, sin mirar atrás.