Capítulo 4

Habían transcurrido cuatro o cinco días, y el viento soplaba con fuerza. Las altas olas rompían contra el malecón del puerto de Utajima y lo cubrían. El mar se mostraba agitado y lleno de cabrillas en toda su extensión.

Aunque el cielo estaba despejado, debido al fuerte viento ni un solo pesquero había salido a faenar.

La madre de Shinji le había pedido un favor. Las mujeres del pueblo recogían leña en la montaña y la almacenaban en la parte superior de una antigua torre de observación militar. La mujer había señalado su montón de leña con un trapo rojo. Puesto que a mediodía el muchacho había finalizado la tarea encargada por la Asociación de Jóvenes, consistente en acarrear piedras para reparar la carretera, su madre le pidió que recogiera la leña en la torre y la llevara a casa.

Shinji se echó al hombro el bastidor de madera que servía para cargar la leña y partió. El sendero pasaba junto al faro. Al doblar la Cuesta de la Mujer, el viento cesó completamente, como por arte de magia.

La residencia del farero estaba tan silenciosa como si durmiera profundamente la siesta. Shinji vio la espalda de un vigía que estaba sentado a la mesa de la caseta de vigilancia. Se oía la música que emitía una radio a todo volumen.

Mientras subía por la cuesta del pinar, detrás del faro, Shinji empezó a sudar.

Reinaba un silencio absoluto en el monte. No se veía un alma, y ni siquiera merodeaba un perro vagabundo. De hecho, y debido a un tabú de la deidad guardiana de la isla, no había en toda la extensión de ésta un solo perro vagabundo, y no digamos un perro doméstico. Y como en la isla todo eran cuestas y la tierra escaseaba, tampoco había caballos ni vacas que sirvieran como animales de tiro. Los únicos animales domésticos eran los gatos, que se acercaban arrastrando por el suelo las puntas de sus colas, a través de las sombras irregulares arrojadas con nítido relieve en las callejas escalonadas y pavimentadas con adoquines, siempre en pendiente, entre las hileras de casas del pueblo.

El muchacho subió a la cima de la colina. Aquél era el lugar más elevado de Utajima, pero estaba tan cubierto de vegetación, de sakaki, la planta utilizada en las ceremonias shintoístas, eleagno y altas hierbas, que el panorama quedaba oculto. No había más sonido que el del mar, el del rugido de las olas a través de la vegetación. En la vertiente meridional, el camino de descenso prácticamente había desaparecido bajo arbustos y hierbajos, y era preciso dar un rodeo considerable para llegar a la torre de observación.

Poco después, más allá de un pinar de suelo arenoso, apareció la torre, una construcción de cemento armado y tres pisos de altura. Las blancas ruinas tenían un aspecto misterioso en aquel escenario desierto donde reinaba el silencio.

En el pasado, los soldados se habían situado en el balcón del segundo piso, para mirar a través de prismáticos y verificar la puntería de los cañones instalados en el monte Konaka, en el extremo del cabo Irako, que hacían prácticas de tiro. Los oficiales daban voces dentro de la torre para saber dónde habían caído los obuses, y los soldados les respondían informándoles de las distancias. Este sistema se prolongó hasta mediada la guerra, y los soldados siempre culparon a cierto castor fantasmal de la misteriosa escasez de provisiones.

El muchacho llegó a la planta baja de la torre y echó un vistazo al interior. Había allí una montaña de hojarasca y ramas de pino secas atadas en haces. Era evidente que aquel espacio había sido usado como almacén, y sus ventanas eran muy pequeñas. Algunas incluso conservaban los cristales intactos. El muchacho entró y, a la débil luz que penetraba por las ventanas, no tardó en descubrir el distintivo de su madre, unos trapos rojos atados a varios haces y el nombre «Tomi Kubo» escrito en ellos con ideogramas de trazo infantil.

Shinji se quitó el bastidor de la espalda y ató en él los haces de hojarasca y ramas secas. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que visitara la torre, y ahora se sentía reacio a marcharse tan pronto. Dejó la carga en el suelo y se dispuso a subir los escalones de hormigón.

En aquel momento oyó un débil sonido procedente de arriba, como de piedra que golpeara madera. El chico aguzó el oído, pero el sonido cesó. Debía de haber sido su imaginación.

Subió la escalera y allí, en el segundo piso de la torre, apareció el mar, de aspecto desolado a través de las anchas ventanas, que carecían tanto de vidrios como de marco. Incluso la barandilla de hierro del balcón había desaparecido. Aún se veían en las paredes grises vestigios de los garabatos trazados con tiza.

Shinji reanudó el ascenso por la escalera. Se detuvo para mirar el fragmento de asta de bandera que sobresalía de una ventana del tercer piso, y esta vez tuvo la seguridad de haber oído los sollozos de alguien. Sobresaltado, se apresuró a subir hasta la azotea. Sus pies, calzados con zapatos de suela de goma, no producían ruido alguno.

Quien se sobresaltó de veras fue la muchacha que estaba en la azotea cuando vio al joven ante ella, como salido de la nada y sin que le hubiera precedido el sonido de sus pasos. La chica, que calzaba geta, estaba llorando, pero sus sollozos cesaron y permaneció inmóvil, atemorizada. Era Hatsue.

En cuanto al muchacho, no se le había pasado por la imaginación la posibilidad de un encuentro tan afortunado, y no podía dar crédito a sus ojos.

Ambos permanecieron en pie, sorprendidos, como animales que de improviso se encuentran cara a cara en el bosque, mirándose mutuamente a los ojos, y sus emociones oscilaban entre la cautela y la curiosidad. Finalmente, Shinji se dirigió a ella.

—Eres Hatsue-san, ¿no es cierto?

Hatsue asintió de manera automática, y entonces pareció sorprendida de que él supiera su nombre. Pero los ojos negros y de expresión seria de aquel muchacho que tanto se esforzaba por parecer audaz le recordaban un rostro juvenil que, días atrás, le miró fijamente en la playa.

—Eras tú quien lloraba, ¿verdad?

—Sí, era yo.

—¿Por qué llorabas? —le preguntó Shinji, en el tono inquisitivo de un policía.

La rapidez con que ella le respondió fue inesperada. La señora del faro daba clases de etiqueta y labores domésticas a las chicas del pueblo que estaban interesadas, y aquel día Hatsue iba a asistir por primera vez. Pero como había llegado demasiado pronto, decidió subir al monte que se alzaba detrás del faro y se había perdido.

En aquel momento la sombra de un ave se deslizó sobre sus cabezas. Era un halcón peregrino, y Shinji lo consideró un buen augurio. Entonces se le soltó la lengua, que hasta aquel momento había tenido trabada, y, recuperando su habitual porte viril, dijo a la muchacha que, para ir a su casa, tenía que pasar junto al faro, y que él la acompañaría hasta allí.

Hatsue sonrió, sin hacer el menor esfuerzo por enjugarse las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Era como si hubiera salido el sol y brillara a través de la lluvia. La muchacha llevaba un jersey rojo, pantalones holgados de sarga azul y calcetines de color rojo terciopelo, de ésos con una ranura entre el dedo gordo y los dedos restantes en la que se inserta la tira de la geta.

Hatsue se inclinó sobre el parapeto de cemento armado en el borde de la azotea y contempló el mar.

—¿Qué es este edificio? —inquirió.

—Fue una torre de observación de blancos de artillería —respondió él—. Observaban desde aquí para ver dónde caían los obuses de los cañones.

Allí, en el lado meridional de la isla, protegido por el monte, no soplaba el viento. Las aguas del Pacífico, iluminadas por el sol, se extendían bajo sus ojos. El acantilado revestido de pinos, penetraba bruscamente en el mar, con sus rocas sobresalientes teñidas de blanco por las deposiciones de los cormoranes, y el agua que circundaba la base del acantilado tenía un color pardo negruzco debido a las algas que crecían en el fondo del océano.

Shinji señaló una alta roca a poca distancia de la orilla, en la que rompían las olas alzando nubes de rocío.

—Es el islote Negro —le explicó a Hatsue—. Ahí estaba pescando el agente de policía Suzuki cuando las olas lo arrastraron y se ahogó.

La felicidad embargaba por completo a Shinji, pero se acercaba el momento de que Hatsue se presentase en el faro. Se apartó del parapeto de cemento armado y se volvió hacia Shinji.

—Tengo que marcharme —le dijo.

Shinji no le respondió, y en su semblante apareció una expresión de sorpresa. Había visto una franja negra que cruzaba toda la parte delantera del jersey rojo de la muchacha.

Hatsue siguió su mirada y vio la línea de suciedad en el lugar en que había apoyado el pecho contra el parapeto de la azotea. Inclinó la cabeza y empezó a darse palmadas en el pecho. Debajo del jersey, el brioso movimiento de sus manos hizo que temblaran muy ligeramente dos suaves protuberancias.

Shinji la contempló asombrado. Golpeados por las manos de la chica, los senos más bien parecían dos animalitos juguetones. El muchacho se sentía intensamente excitado por la elástica suavidad de su movimiento. Finalmente la franja de suciedad desapareció.

Shinji bajó primero los escalones de cemento armado, y Hatsue le siguió, produciendo con sus geta unos sonidos muy claros y ligeros que resonaban en las cuatro paredes de las ruinas. Pero los sonidos a espaldas de Shinji se detuvieron cuando estaban llegando a la planta baja. Shinji miró atrás. La chica estaba allí, riéndose.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Yo también estoy morena, pero tú… tienes la piel prácticamente negra.

—¿Qué?

—Hay que ver cómo te ha quemado el sol.

El joven se rió, a modo de respuesta carente de significado, y siguió bajando los escalones. Estaban a punto de abandonar la torre cuando él se detuvo de repente y regresó corriendo al interior. Casi se había olvidado de los haces de leña de su madre. Durante el trayecto de regreso al faro, Shinji caminó por delante de ella, portando a la espalda la montaña de ramitas de pino. Mientras caminaban, Hatsue le preguntó cómo se llamaba, y entonces él se presentó. Pero acto seguido le pidió que no mencionara su nombre a nadie ni dijera nada acerca de su encuentro en la torre: Shinji sabía muy bien lo afiladas que podían ser las lenguas de los lugareños. La muchacha le prometió que no lo diría. Así pues, su bien fundado temor a la pasión por el chismorreo que existía en el pueblo transformó lo que había sido un encuentro inocente en un secreto entre los dos.

Shinji siguió caminando en silencio, sin tener la menor idea de cómo podrían volver a verse, y pronto llegaron al lugar desde donde se divisaba el faro, allá abajo. Le señaló el atajo que conducía a la parte trasera de la residencia del farero y se despidió de ella. Luego emprendió a propósito la ruta que le llevaría al pueblo dando un rodeo.