Capítulo 1

La isla de Utajima sólo tiene unos mil cuatrocientos habitantes, y el perímetro de su costa no llega a los cinco kilómetros.

En dos lugares de la isla los paisajes son de belleza insuperable. Uno es el santuario de Yashiro, que está encarado al noroeste y se alza cerca del punto más elevado de la isla. Desde el santuario se abarca un panorama ininterrumpido de la amplia bahía de Ise, y la isla se encuentra en el estrecho que enlaza la bahía con el océano Pacífico. La península de Chita avanza desde el norte, mientras que la península de Atsumi se extiende al nordeste. Al oeste se atisba la línea costera de Tsu, entre los puertos de Uji-Yamada y Yokkaichi.

Si uno sube los doscientos escalones de piedra que conducen al santuario y mira hacia atrás desde el torii[1], con un león guardián de piedra a cada lado, tiene una visión privilegiada de la bahía de Ise y las costas lejanas que la rodean. En el pasado se alzaban ahí dos pinos cuyas ramas habían sido dobladas y entrelazadas hasta darles la forma de un torii y proporcionaban al paisaje un curioso marco, pero los árboles murieron hace unos años.

En estos momentos el color de las agujas de los pinos circundantes es aún el verde apagado del invierno, pero ya las algas primaverales tiñen de color rojo las aguas cercanas a la orilla del mar. El monzón del noroeste sopla continuamente procedente de Tsu, por lo que todavía hace demasiado frío para disfrutar del panorama.

El santuario de Yashiro está consagrado a Watatsumino-Mikoto, el dios del mar. Es ésta una isla de pescadores, y nada más natural que sus habitantes sean fieles devotos de ese dios. Siempre le rezan para que el mar esté sereno, y cuando se salvan de algún peligro en el mar lo primero que hacen una vez en tierra es una ofrenda votiva en el santuario del dios marino.

El santuario posee un tesoro formado por sesenta y seis espejos de bronce. Uno de ellos, del siglo VIII, está decorado con un grabado de granos de uva. Otro es una copia antigua de un espejo chino del período de las Seis Dinastías, de los que no existen más de quince o dieciséis ejemplares en todo Japón; los ciervos y ardillas grabados en el reverso debieron de surgir hace siglos de algún bosque persa, y recorrieron la mitad de la tierra, a través de anchos continentes y mares interminables, hasta que finalmente llegaron aquí, a Utajima, y se quedaron para siempre.

El segundo paisaje más hermoso de la isla es el que se abarca desde el faro, cerca de la cima del monte Higashi, que forma un acantilado en cuya base la corriente del canal de Iroko produce un estrépito incesante. En los días de viento, estos estrechos canales que enlazan la bahía de Ise con el Pacífico están llenos de remolinos. El extremo de la península de Atsumi se proyecta a través del canal, y en su costa rocosa y desolada se alza el pequeño faro, deshabitado, del cabo Irako. Desde el faro de Utajima, en dirección sudeste, se ve el Pacífico, y al nordeste, al otro lado de la bahía de Atsumi y más allá de las cadenas montañosas, a veces se vislumbra el monte Fuji, por ejemplo al amanecer, cuando el viento del oeste sopla con fuerza.

Cuando un vapor procedente de Nagoya o Yokkaichi, o con rumbo a esas poblaciones, navegaba por el canal de Irako, abriéndose paso entre los innumerables pesqueros diseminados a lo largo del canal entre la bahía y el mar abierto, el farero podía leer fácilmente su nombre valiéndose de los prismáticos. El Tokachi-maru[2], un carguero de la Línea Mitsui, de mil novecientas toneladas, acababa de entrar en su campo visual. El farero veía dos marineros vestidos con mono de faena gris, que hablaban y pisoteaban la cubierta. Poco después, un carguero inglés, el Talismán, apareció en el canal, rumbo a puerto. El farero veía a los diminutos marineros con claridad, mientras jugaban al tejo en la cubierta.

El farero se sentó ante la mesa en la caseta de vigilancia y, en un libro con una etiqueta en la tapa que decía «Registro de movimientos marítimos», anotó los nombres de los barcos, sus distintivos, los derroteros y la hora. Entonces envió esta información por telégrafo, advirtiendo a los propietarios de la carga en los puertos de destino para que iniciaran sus preparativos.

Al atardecer, el sol se había ocultado tras el monte Higashi y la zona que circundaba el faro estaba sumida en las sombras. Un halcón trazaba círculos en el cielo brillante por encima del mar. Allá en lo alto, el halcón inclinaba un ala y luego la otra, como si las pusiera a prueba, y, en el preciso momento en que parecía a punto de lanzarse hacia abajo, de repente retrocedía en el aire y entonces volvía a ascender con las alas inmóviles.

El sol se había puesto por completo cuando un joven pescador subía apresuradamente por el sendero de montaña que conducía desde la aldea hasta más allá del faro. De una mano le pendía un pescado de gran tamaño.

El muchacho sólo tenía dieciocho años, y el año anterior había terminado la enseñanza secundaria. Era alto y fornido para su edad, y únicamente sus facciones revelaban su juventud. Su piel estaba tan tostada como sólo el sol es capaz de tostar una epidermis, tenía esa nariz bien formada tan característica de los habitantes de su isla y los labios resecos y agrietados. Sus ojos azules eran muy claros, pero no era la suya la claridad del intelecto, sino ese don que el mar concede a quienes se ganan en él su sustento. A decir verdad, sus calificaciones escolares habían dejado mucho que desear. Aún llevaba la misma ropa con la que salía de pesca a diario, unos pantalones heredados de su difunto padre y una camiseta de lienzo basto.

El joven cruzó el campo de juegos de la escuela elemental, ya desierto, y ascendió a la colina que se alzaba junto al molino de agua. Subió los escalones de piedra y siguió avanzando por detrás del santuario de Yashiro. Los melocotoneros florecían en el jardín del santuario, penumbroso a la luz del crepúsculo. Desde allí no había más que una subida de diez minutos hasta el faro.

El sendero que conducía al faro era peligrosamente empinado y serpenteante, hasta tal punto que quien no lo conociera bien sin duda habría perdido pie incluso en pleno día. Pero aunque el muchacho cerrara los ojos, sus pies habrían avanzado sin equivocarse entre las piedras y las raíces de pino sobresalientes. Ni siquiera ahora, sumido como estaba en sus pensamientos, tropezó una sola vez.

Poco antes, cuando aún quedaba un resto de luz, el barco en el que el joven trabajaba había regresado a su puerto base de Utajima. Como todos los días, el muchacho había salido a pescar en el Taihei-maru, un pequeño barco a motor, junto con su propietario y otro joven. Al regresar a puerto transportaron sus capturas al barco de la cooperativa y acto seguido tiraron de su embarcación hasta dejarla varada en la playa. Entonces el muchacho se encaminó a su casa, con el mero que poco después llevaría al faro. Mientras caminaba por la playa, en la atmósfera crepuscular vibraban todavía los gritos de los pescadores que tiraban de sus embarcaciones hasta sacarlas del agua.

Apoyada en un rimero de pesados bastidores de madera, a los que por su forma llamaban «ábacos» y que estaban sobre la arena, había una joven desconocida. Por medio de un torno tiraban de los pesqueros, con la proa hacia delante, hasta la playa, y colocaban aquellos bastidores bajo las quillas para que los barcos se deslizaran con suavidad encima de ellos. Al parecer, la joven acababa de echar una mano para transportar los bastidores, y se había detenido allí a descansar. Tenía la frente húmeda de sudor y le brillaban las mejillas. Soplaba un viento del oeste recio y frío, pero a la chica parecía agradarle, pues volvía la cara enrojecida por el esfuerzo hacia el viento y dejaba que éste ondease su cabello. Llevaba una chaqueta sin mangas con acolchado de algodón, pantalones de faena femeninos ceñidos a los tobillos y unos sucios guantes. El saludable color de su piel no se diferenciaba del de las demás muchachas de la isla, pero sus ojos tenían una expresión de euforia y el dibujo de sus cejas reflejaba serenidad. Miraba fijamente el cielo por encima del mar, hacia el oeste, donde un fragmento de sol carmesí se hundía entre densas nubes negras.

El muchacho no recordaba haber visto nunca a aquella chica hasta entonces, y no había una sola cara en Utajima que no hubiera reconocido. A primera vista la tomó por una forastera, aunque en cualquier caso el atuendo de la chica no era el que llevaban las gentes procedentes de otros lugares. Sólo en su manera de mantenerse apartada, contemplando el mar, se diferenciaba de las vivaces jóvenes isleñas.

El muchacho pasó a propósito por delante de ella, y de la misma manera en que los niños se quedan mirando un objeto extraño, se detuvo y la miró a la cara.

La chica juntó ligeramente las cejas, pero siguió contemplando el mar sin volver los ojos hacia el pescador.

Él finalizó su silencioso examen y se apresuró a proseguir su camino.

En aquel momento tan sólo experimentó el vago placer de la curiosidad satisfecha, y ahora, transcurrido un buen rato, cuando subía por el sendero que llevaba al faro, se dio cuenta de lo grosera que había sido su inspección. La vergüenza le coloreó las mejillas.

El muchacho miró el mar allá abajo, entre los pinos a lo largo del sendero. Rugían las aguas de la marea entrante, que ahora, antes de que saliera la luna, eran totalmente negras. Al tomar la curva alrededor de la llamada Pendiente de la Mujer, donde decían que a veces se aparecía el fantasma de una mujer de elevada estatura, tuvo el primer atisbo de las ventanas brillantemente iluminadas del faro, todavía a considerable altura. La intensidad de la luz le deslumbró por un instante, pues el generador de la aldea llevaba largo tiempo averiado y el muchacho estaba acostumbrado a la luz mortecina de las lámparas de petróleo con que se alumbraban los lugareños.

A menudo el joven llevaba pescado al faro, pues se sentía en deuda de gratitud con el farero. El curso anterior había suspendido los exámenes finales, y en principio su graduación debería haberse retrasado un año, pero su madre, que pasaba con frecuencia ante el faro cuando iba a recoger leña al monte que se alzaba más allá, había trabado amistad con la señora del farero y le pidió ayuda, explicándole que no le sería posible seguir manteniendo a la familia si la graduación de su hijo se retrasaba. Así pues, la esposa del farero habló con su marido, y éste visitó a su buen amigo, el director de la escuela. Gracias a esta intervención amistosa, el muchacho pudo por fin graduarse sin repetir el curso.

En cuanto finalizó los estudios de secundaria, el chico se hizo pescador, y desde entonces de vez en cuando llegaba al faro una porción de la captura del día. También realizaba pequeños recados para el matrimonio, y tanto del farero como su esposa le tenían en alta estima.

La vivienda del farero se hallaba al lado de un tramo de escalones de cemento armado que conducían al faro propiamente dicho, y contaba con un pequeño huerto. Al aproximarse, el muchacho distinguió la sombra de la mujer que se movía en la puerta de vidrio de la cocina. Era evidente que estaba preparando la cena.

El muchacho anunció su llegada desde el exterior, y la esposa abrió la puerta.

—Ah, eres tú, Shinji-san —le dijo.

El joven le ofreció el pescado sin decirle una sola palabra.

La mujer aceptó el presente y, volviendo la cabeza por encima del hombro, hacia el interior de la casa, dijo:

Otoosan[3], Kubo-san nos ha traído un pescado.

Se había referido al chico por su apellido. Desde otra habitación, la voz del farero respondió en un tono bonachón y familiar:

—Gracias, muchas gracias. Anda, Shinji, muchacho, pasa un momento.

El joven seguía en pie, vacilante, en la entrada de la cocina. La mujer ya había depositado el mero en una bandeja esmaltada de blanco, donde yacía boqueando débilmente, con la sangre rezumándole de las agallas y deslizándose por la piel suave y blanca.