PRAGA

Se quedó en Prípiat unos meses más, para asegurarse de que nadie más fuera a buscarlo. El trabajo que había realizado con su última víctima había sido largo y absorbente. No había sido como los otros, que después de algunas horas de tortura se lo decían todo. Había empleado varios días para obligarlo a hablar y que le contara todo de sí mismo, de modo que pudiera aprender a convertirse en él. Lo más extraño fue lo difícil que le resultó que le dijera su nombre.

El transformista se miró al espejo.

—Marcus —dijo. Le gustaba.

Hacía tres días que había llegado a la ciudad, había ocupado una habitación en un hotel. El edificio era antiguo y, por la ventana, podía admirar los tejados negros de Praga.

Llevaba mucho dinero consigo, sustraído durante años a los hombres que le habían cedido la existencia. Y un pasaporte diplomático del Vaticano, robado a su última víctima y al cual había cambiado la foto. La identidad del documento ya era falsa, porque no coincidía con la que había suplantado. La explicación era sencilla.

El cazador no existía.

Era la condición ideal para el transformista. Convertirse en un hombre al que nadie conocía lo ponía definitivamente a salvo del riesgo de ser descubierto. Pero todavía no podía estar seguro de ello. Debía esperar, por eso estaba allí.

Estaba repasando los apuntes que había tomado en Prípiat: una sumaria biografía de su nueva identidad. Sólo las noticias esenciales, porque el resto se lo había aprendido de memoria.

En ese momento la puerta de la habitación se abrió.

En el umbral apareció un viejo con el rostro demacrado y aire cansado, vestido de oscuro. Empuñaba una pistola. No disparó en seguida. Entró y cerró la puerta. Parecía tranquilo y decidido.

—Te he encontrado —dijo—. Cometí un error y he venido a repararlo.

El transformista se quedó callado. No se alteró. Dejó con calma las hojas que estaba leyendo sobre una mesilla y adoptó una expresión imperturbable. No tenía miedo —él no sabía qué era, no se lo habían enseñado—, sólo sentía curiosidad. ¿Por qué ese viejo tenía lágrimas en los ojos?

—Le pedí a mi alumno más capacitado que te diera caza. Pero si tú estás aquí, entonces Marcus está muerto. Y es culpa mía.

Vio que apuntaba el arma hacia él. El transformista nunca se había encontrado tan cerca de la muerte. Siempre había luchado por sobrevivir a su misma naturaleza. Ahora no tenía ganas de que le mataran.

—Espera —dijo—. No puedes hacerlo. No es justo, Devok.

El viejo se quedó paralizado. En su rostro sólo se veía estupor. No fue la frase lo que lo detuvo, ni el hecho de que conociera su nombre. Sino más bien el tono en el que habían sido formuladas las palabras.

El transformista había hablado con la voz de Marcus.

El viejo ahora estaba desorientado.

—¿Quién eres? —preguntó asustado.

—¿Cómo que quién soy? ¿No me reconoces? —Lo dijo casi implorándolo. Porque el arma del transformista, la única que necesitaba, la más eficaz, era la ilusión.

Ante los ojos del viejo estaba sucediendo algo incomprensible. Estaba asistiendo a una especie de transformación.

—No es cierto. Tú no eres él.

Por mucho que estuviera seguro de tener razón, algo lo paralizaba. Era el afecto que sentía por su alumno. Por eso ya no tenía la fuerza que necesitaba para apretar el gatillo.

—Has sido mi maestro, mi mentor. Lo que soy, te lo debo sólo a ti. Y ahora, ¿quieres matarme? —Seguía hablando, pero al mismo tiempo iba acercándose. Un paso cada vez.

—Yo no te conozco.

—Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas —repitió de memoria—. Es allí donde todo sucede: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto. Nosotros somos los guardianes que defienden esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar. Yo tengo que devolverlo a la oscuridad.

El viejo tembló, estaba cediendo. El transformista se había puesto a su lado, podía arrancarle el arma de la mano, y entonces vio la primera gota que se precipitaba en la moqueta. Se dio cuenta de que le salía sangre de la nariz. La epistaxis era lo único que no podía cambiar. La única cualidad original, el resto lo tomaba prestado. Su verdadera identidad, sepultada bajo decenas de otras distintas, estaba encerrada en ese signo particular.

La ilusión se rompió y el viejo comprendió el engaño.

—Maldito.

El transformista se arrojó sobre la mano que empuñaba la pistola, la aferró justo a tiempo. El viejo cayó hacia atrás y él lo encañonó.

Tumbado sobre la moqueta, el viejo se puso a reír, secándose la palma de la mano salpicada de sangre en la camisa. El transformista tenía la cara manchada.

—¿Por qué te ríes? ¿No tienes miedo ahora?

—Antes de venir aquí, he confesado mis pecados. Soy libre y estoy preparado para morir. Y, además, me divierte que pienses que será suficiente con matarme para resolver tus problemas cuando, en cambio, sólo acaban de comenzar.

El transformista pensó que estaba tendiéndole una trampa, no iba a caer en ella.

—Tal vez sea mejor permanecer en silencio, ¿qué te parece? Es más apropiado irse sin últimas palabras. Sería más digno, ¿no crees? Todos los hombres que he matado al final ensuciaban su muerte con frases insulsas, banales. Pedían piedad, me suplicaban. Sin saber que para mí aquélla era la confirmación de que no tenían nada más que decirme.

El viejo sacudió la cabeza.

—Pobre tonto. Un cura mejor que yo ya está dándote caza. Él posee tu mismo talento: puede convertirse en quien quiera. Pero él no es transformista y no mata a la gente. Es bueno adoptando la identidad de personas desaparecidas. En este momento es un funcionario de la Interpol y puede tener acceso a todas las investigaciones de la policía. Pronto dará contigo.

—Bien, ahora me dirás cómo se llama.

El viejo volvió a reírse, escandalosamente.

—Aunque me torturaras, no te serviría de nada. Los penitenciarios no tienen nombre. No existen, deberías saberlo.

Mientras el transformista valoraba si lo estaba engañando, el viejo aprovechó su distracción y encontró fuerzas para dar un salto hacia él. Agarró la pistola y la empujó hacia abajo, demostrando una insospechada agilidad. Empezaron a forcejear. Pero esta vez el viejo no quería soltar la presa.

Se escapó un disparo hacia el espejo y el transformista vio su propia imagen hacerse pedazos. Consiguió orientar el arma hacia su adversario y apretó el gatillo. El viejo se paralizó con una mueca desmadejada, los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta de par en par. El proyectil le había perforado el corazón. Pero, en vez de desplomarse hacia atrás, cayó hacia adelante, precipitándose al suelo junto con su asesino. La caída hizo que la pistola despidiera un tercer disparo. El transformista tuvo la sensación de ver la bala pasar como una sombra fugaz por delante de sus ojos, antes de introducirse en su sien.

Tendido en la moqueta, a la espera de que llegara el final, observaba su propia imagen reflejada en los miles de fragmentos del espejo que había quedado hecho añicos. Estaban todas sus identidades, los rostros que había robado. Como si la herida de la sien las hubiera liberado de la prisión de su mente.

Lo miraban. Segundo a segundo, empezó a olvidarse de ellas.

Y, antes de morir, ya no sabía quién era.