PRÍPIAT

El cazador no estaba solo. Había otro habitante en la ciudad fantasma.

Está aquí.

El transformista había elegido el lugar más inhóspito de la tierra para esconderse. Donde ningún hombre habría ido a buscarlo.

Ha vuelto a casa.

El cazador notaba su presencia. Las gotas de sangre en el suelo no se habían coagulado del todo aún.

Está cerca.

Tenía que pensar de prisa. En el comedor, junto a la lámpara, se encontraba la bolsa con la pistola narcotizante. Pero no tenía tiempo de cogerla.

Ha estado observándome.

Sólo quería escapar del piso de Anatoli Petrov. Su única salvación era llegar hasta el Volvo que había aparcado delante de los bloques de cemento situados en medio de la calle para impedir el acceso de vehículos a la ciudad. Había un buen recorrido hasta allí. Al diablo con los lobos, iría corriendo. No había tiempo para estrategias. Lo único que podía hacer era escapar.

Se lanzó hacia la puerta de entrada y empezó a bajar rápidamente los escalones. No los sentía bajo sus pies, sólo los rozaba. En la oscuridad, no veía dónde pisaba. Si se caía, sería el final. La idea de quedarse paralizado en el vientre del edificio con una pierna rota, a la espera de que apareciera su enemigo, en vez de incitarlo a ser prudente le hacía correr todavía más riesgos. De vez en cuando saltaba algunos tramos, sorteando montones de residuos. Jadeaba y el sudor le helaba la espalda. Sus pasos retumbaban en el hueco de la escalera.

Once plantas a toda velocidad y luego la calle.

Sólo había sombras a su alrededor. Edificios que lo miraban con sus mil ojos vacíos, coches como sarcófagos listos para acogerlo, árboles que inclinaban sus frágiles huesos leñosos para aferrarlo. El asfalto se desmenuzaba en contacto con sus zapatos, como si el mundo estuviera derrumbándose debajo de él. Notaba crecer un sentimiento de angustia en su pecho, los pulmones empezaban a quemarle. Cada inspiración era una punzada en el tórax. «De modo que así es como se siente uno al huir de alguien que quiere hacerle daño».

El cazador se había convertido en la presa.

¿Dónde estás? Sé que estás aquí y estás mirándome. Ahora te ríes de mi desesperación. Y, mientras, te preparas para aparecer.

Torció la esquina y se encontró delante de una avenida. De repente se dio cuenta de que no recordaba por dónde había ido hasta allí. Estaba desorientado. Se detuvo a pensar, doblado por la mitad a causa del esfuerzo. Luego vio las carcasas oxidadas de los tiovivos y se dio cuenta de que iba en dirección al parque de atracciones. El Volvo se encontraba a menos de medio kilómetro de allí. Iba a conseguirlo.

Lo conseguiré.

Se dio más impulso, ignorando el dolor y el cansancio, el frío y el miedo. Pero con el rabillo del ojo vio al primer lobo.

El animal lo había alcanzado y corría junto a él. Al poco rato apareció el segundo. Y el tercero. Lo escoltaban, manteniéndose a distancia. El cazador sabía que si disminuía la velocidad lo atacarían.

De modo que no aflojó. Si por lo menos me hubiera dado tiempo a coger la pistola narcotizante que llevaba en la bolsa

Vio el Volvo en el mismo lugar en que lo había dejado. Un pequeño alivio, pero no sabía si habría sido manipulado. En ese caso, sería la última burla. Pero no podía abandonar ahora. Le faltaban pocos metros para llegar cuando uno de los lobos decidió intentar un asalto. Le asestó una patada y, a pesar de no acertarle de lleno, lo persuadió para que se mantuviera a distancia.

El coche no era sólo un espejismo. Era real.

Empezó a pensar que, si lo conseguía, iban a cambiar muchas cosas. De repente se dio cuenta de lo mucho que le importaba su propia vida. No le daba miedo la muerte, sino más bien la idea de morir en ese lugar, y de un modo que ni siquiera podía imaginar.

No, así no, te lo ruego.

Cuando alcanzó el vehículo, no podía creérselo. Abrió la puerta y vio que los lobos se detenían. Habían comprendido que no iban a conseguirlo y se disponían a retirarse al abrigo de las tinieblas. Buscó febrilmente las llaves que había dejado en el salpicadero. Cuando las encontró tuvo miedo de que el coche no arrancara. Pero se puso en marcha. Se rió, incrédulo. Giró rápidamente para invertir el sentido de la marcha. Todo funcionaba a la perfección. La adrenalina todavía estaba a flor de piel, pero comenzaba a notar los signos del cansancio. El ácido láctico fermentaba y le dolían las articulaciones. Tal vez estaba empezando a relajarse.

Una última mirada por el retrovisor: vio sus ojos todavía asustados y la ciudad fantasma alejándose. Y la sombra de un hombre que emergía del asiento de atrás.

Antes de que el cazador pudiera completar un pensamiento, una dolorosa oscuridad se cernió sobre él.

Lo despertó el ruido del agua. Pequeñas gotas que manaban de la roca. Podía imaginar el lugar sin necesidad de abrir los ojos. No quería mirar. Pero al final lo hizo.

Estaba tendido sobre una mesa de madera. La luz era débil y provenía de tres bombillas colgadas del techo. Los hilos incandescentes temblaban con las variaciones de tensión. Podía oír el zumbido del grupo electrógeno que las mantenía con vida.

No podía moverse, lo tenía atado. Pero de todos modos tampoco lo habría intentado. Estaba bien así.

¿Se encontraba en una caverna? No, en un sótano. Vaharadas de moho impregnaban la estancia. Pero había algo más. Era un olor metálico, de soldadura. Cinc. Y los miasmas inconfundibles de la muerte.

Volvió con esfuerzo la cabeza y lo vio mejor. Estaba en una cripta. Las paredes eran un mosaico ordenado. Había algo bonito y, al mismo tiempo, maldito en aquella visión.

Eran huesos.

Amontonados o encajados los unos en los otros. Fémures, cúbitos, omoplatos. Fundidos con el cinc que revestía los ataúdes y protegía el lugar de la contaminación.

No podría haber utilizado otra cosa para construir su nido. Había sido astuto. En el lugar en que cualquier objeto llevaba consigo el contagio de las radiaciones, lo único que no estaba envenenado eran los muertos. Debía de haberlos desenterrado del cementerio y usado para construirse un refugio.

Reconoció tres calaveras oscurecidas por el tiempo que lo observaban veladas por las sombras. Dos adultos y un niño. «El verdadero Dima y sus padres», pensó.

Lo oyó acercarse. No hacía falta que se volviera. Lo sabía.

Notó su respiración calmada, rítmica. Él le pasó una mano por la frente para apartarle el pelo pegajoso de sudor. Una caricia. A continuación, dio la vuelta en torno a él hasta encontrar su mirada. Llevaba un chándal militar y un andrajoso jersey rojo de cuello alto. Tenía el rostro cubierto por un pasamontañas por el que sólo asomaban unos ojos inexpresivos y mechones de barba descuidada.

En aquella porción de cara no se traslucía ninguna emoción. Sólo parecía curioso. Inclinó la cabeza como hacen los niños cuando quieren entender algo. Había un interrogante en su mirada. Al observarlo, se dio cuenta de que no tenía escapatoria.

Él no conocía la piedad. No porque fuera malvado, sino porque nadie se había preocupado de enseñársela.

Apretaba entre las manos el conejito de trapo. Le acariciaba la cabecita, despreocupado. Después se alejó. Lo siguió con la mirada. En un rincón había un jergón con mantas y andrajos. Puso el conejo en él, se sentó con las piernas cruzadas y siguió mirándolo.

Le hubiera gustado preguntarle muchas cosas. Podía imaginar su destino: no saldría vivo de allí. Pero lo que más lo amargaba era no llegar a saber las respuestas. Había invertido tanta energía en la caza que se las merecía. Era una especie de medalla al honor.

¿Cómo se producía la metamorfosis? ¿Por qué el transformista necesitaba dejar unas gotas de su sangre —una especie de firma— cada vez que robaba la identidad de alguien?

—Por favor, háblame.

—Por favor, háblame —repitió.

—Di algo.

—Di algo.

El cazador se puso a reír. Él también se rió.

—No juegues conmigo.

—No juegues conmigo.

Y entonces lo comprendió. No estaba jugando. Se estaba entrenando.

Lo vio levantarse y, al mismo tiempo, sacar algo del bolsillo del chándal. Un objeto largo y brillante. Al principio no interpretó de qué se trataba. Mientras se acercaba notó la lama afilada.

Apoyó el bisturí en su mejilla, trazando lentamente las líneas que después recorrería más a fondo. Un peligroso cosquilleo sobre su piel. Placentero y escalofriante.

«Existe sólo el infierno —pensó—. Y está aquí».

El transformista no quería simplemente matarlo: pronto la presa iba a convertirse en cazador.

Pero antes de que esto tuviera lugar, ocurrió algo. Una respuesta. Se quitó el pasamontañas y, por primera vez, le vio bien la cara. Nunca habían estado tan cerca. En el fondo, podía decir que lo había conseguido. El cazador había logrado su objetivo.

Pero había algo en el rostro del transformista, algo de lo que ni siquiera parecía darse cuenta.

Al final comprendió el origen de lo que creía que era una firma.

Era el síntoma de su fragilidad. El cazador comprendió que enfrente no tenía a un monstruo, sino a un ser humano. Y como todos los seres humanos, el transformista también tenía una señal distintiva, algo que lo hacía único a pesar de ser especialista en esconderse en múltiples identidades.

El cazador pronto estaría muerto, pero en ese momento se sintió aliviado.

Su enemigo todavía podía ser detenido.