PRÍPIAT

Los lobos se llamaban por las calles desiertas, aullando su nombre al cielo negro. Ellos eran ahora los amos de Prípiat.

El cazador podía oírlos mientras, en el rellano de la undécima planta del edificio 109, intentaba echar abajo la puerta de casa de Anatoli Petrov.

Los lobos sabían que el intruso no había dejado la ciudad y ahora estaban buscándolo.

No podría marcharse antes de la salida del sol. Las manos le dolían por el frío y no conseguía vencer la resistencia de la cerradura. Pero al final la abrió.

El piso era de las mismas dimensiones que el de al lado. Todo estaba intacto.

Habían precintado las ventanas con trapos y cinta aislante, para protegerse de las corrientes. Anatoli debió de tomar esa precaución inmediatamente después del accidente nuclear, para impedir que entrara la radiación.

El cazador vio el cartelito con su foto en el uniforme de la central que estaba colgado en la entrada. Tendría unos treinta y cinco años. Cabello liso y rubio, con un flequillo que le cubría la frente.

Gafas de miope con montura gruesa bajo las que se adivinaban unos vacíos ojos azules. Labios delgados solapados por una pelusa clara. Su puesto en el trabajo era «técnico de turbinas».

El cazador miró a su alrededor. La decoración era modesta. En el comedor podía verse un sofá de terciopelo estampado con flores y un televisor. En un rincón había dos urnas de cristal, vacías. Una librería recubría parte de una pared. El cazador se acercó para leer el lomo de los volúmenes. Había textos de zoología, antropología y muchos de etología. Había autores como Darwin, Lorenz, Morris o Dawkins. Estudios sobre el aprendizaje animal, sobre las condiciones ambientales de las especies y tratados sobre la relación entre el instinto y los estímulos externos. Lecturas que no tenían nada que ver con el trabajo de técnico de turbinas. Más abajo había unos cuadernos bien colocados, unos veinte, todos numerados.

El cazador no sabía qué pensar. Pero la conclusión más importante era que Anatoli Petrov vivía solo. No se adivinaban signos de la presencia de una familia. Ni de un niño.

Fue presa de una momentánea desazón. Ahora estaba obligado a quedarse toda la noche. No podía encender un fuego, porque la combustión amplificaría los efectos de la radiación. No llevaba comida, sólo agua. Tendría que encontrar mantas y alguna lata de conserva. Mientras llevaba a cabo la búsqueda, se dio cuenta de que faltaba ropa en el armario del dormitorio y de que las repisas de la despensa estaban vacías. Todo hacía pensar que Anatoli había sido tan previsor que salió de Prípiat inmediatamente después del accidente en el reactor de Chernóbil, antes de la evacuación masiva. No lo había abandonado todo de prisa y corriendo como los demás. Probablemente no se había creído los mensajes de tranquilidad de las autoridades que, nada más ocurrir el desastre, repetían a la población que permaneciera en sus casas.

El cazador se preparó una cama improvisada en el comedor, usando los cojines del sofá y algún edredón. Pensó emplear un poco del agua que llevaba para lavarse la cara y las manos y quitarse al menos un poco de polvo radiactivo. Sacó la cantimplora de la bolsa y, junto a ella, también salió el conejito de trapo que había pertenecido al falso Dima. Lo puso al lado del contador Geiger y la linterna, de manera que le hiciera compañía en aquella situación absurda. Sonrió.

—Tal vez tú puedas echarme una mano, viejo amigo.

El muñeco se limitó a mirarlo con su único ojo. Y el cazador se sintió estúpido.

Casualmente dirigió la mirada a la fila de los cuadernos de la librería. Escogió uno al azar —el número seis— y se lo llevó a la improvisada cama con la intención de hojearlo.

No tenía título y estaba escrito a mano. Los caracteres en cirílico presentaban una grafía concisa y ordenada. Leyó la primera página. Era un diario.

14 de febrero

Tengo intención de repetir el experimento número 68, pero esta vez cambiaré sensiblemente el método de aproximación. El objetivo es el de demostrar que el condicionamiento ambiental actúa sobre el comportamiento, invirtiendo la dinámica de impresión. Con esta finalidad, hoy he comprado en el mercado dos ejemplares de conejo blanco…

El cazador levantó de repente la mirada hacia el conejito de trapo. Era una extraña coincidencia. Y a él nunca le habían gustado las coincidencias.

22 de febrero

Los dos ejemplares se han criado por separado y han alcanzado la madurez suficiente. Hoy empezaré a cambiar las costumbres de uno de los dos…

El cazador miró las urnas que descansaban en la habitación. Era allí donde Anatoli Petrov tenía a sus cobayas. El comedor era una especie de laboratorio.

5 de marzo

La falta de comida y el uso de electrodos han hecho que uno de los conejos sea más agresivo. Su índole pacífica se está transformando gradualmente en un instinto primario…

El cazador no entendía nada. ¿Qué intentaba demostrar Anatoli? ¿Por qué se dedicaba con tanta abnegación a aquella actividad?

12 de marzo

e reunido a los dos ejemplares en una sola vitrina. El hambre y la agresividad inducida han producido sus frutos. Uno ha atacado al otro, hiriéndolo mortalmente…

Horrorizado, el cazador se levantó del sofá y fue a la librería a coger más cuadernos. En algunos incluso había fotos con sucintos comentarios al pie. Las cobayas se veían obligadas a adoptar comportamientos que no formaban parte de su naturaleza. Todo ello lo provocaba dejándolas en ayunas y sin agua durante bastante tiempo, manteniéndolas a oscuras o a plena luz, aplicándoles pequeñas descargas eléctricas o suministrándoles fármacos psicóticos. En sus ojos se podía adivinar el terror mezclado con la locura. El experimento siempre terminaba de manera violenta, porque uno de los ejemplares mataba al otro, o bien era el mismo Anatoli quien los eliminaba a ambos.

El cazador se fijó en que en el último cuaderno —el noveno— se refería a otros posteriores que, sin embargo, no estaban en la librería. Probablemente, Anatoli Petrov se los había llevado consigo, abandonando los que consideraba de menos valor.

Fue una anotación en lápiz en la última página lo que lo impresionó especialmente.

… Todos los seres vivos en la naturaleza matan. Sin embargo, sólo el hombre lo hace más allá de la necesidad, por puro sadismo, que es el placer de infligir sufrimiento. La bondad o la maldad no son categorías morales. En estos años he demostrado que se puede instilar una rabia homicida en cualquier animal, anulando el legado de su especie. ¿Por qué el hombre tendría que ser la excepción?…

Al leer aquellas palabras, el cazador sintió un escalofrío. De repente la mirada insistente del conejito de peluche lo molestó. Alargó la mano para cambiarlo de sitio e, involuntariamente, golpeó la cantimplora, que al caer deslizó un chorrito de agua en el suelo. Cuando fue a recogerla, advirtió que el rodapié de debajo de la librería había absorbido parte del líquido. El cazador derramó un poco más de agua. También desapareció.

Observó la pared y valoró las proporciones de la habitación, hasta que intuyó que detrás del mueble había algo, tal vez un doble fondo.

Además descubrió que en las baldosas de delante de la librería había una raspadura circular. Se agachó para poder examinarla de cerca. Apoyándose en las manos, sopló a lo largo del surco para quitarle el polvo que lo había llenado durante los años. Cuando terminó, se puso de pie y lo observó. Describía un perfecto arco de ciento ochenta grados.

La librería era una puerta, y el uso continuo había provocado aquella marca en el suelo.

Aferró uno de los estantes y tiró de él hacia sí para abrirla. Pesaba demasiado. Decidió sacar los libros. Empleó varios minutos en dejarlos en el suelo. A continuación volvió a intentarlo y empezó a notar que la librería se deslizaba por unas guías. Un momento después, consiguió abrirla.

Detrás se encontró con una segunda puerta, cerrada con dos pestillos.

En el centro había una mirilla y al lado un interruptor que sin electricidad servía de poco. El cazador intentó de todos modos echar un vistazo dentro, sin éxito. Decidió abrir también ese vano. Tardó un poco en hacer girar los pestillos porque el metal se había oxidado con el paso del tiempo.

Cuando lo consiguió, se encontró delante de una oscura boca. El hedor lo obligó a retirarse. Luego, con una mano en la boca, recobró la linterna y la enfocó hacia el cuchitril.

Medía un par de metros cuadrados, el techo tenía apenas un metro y medio de altura.

La parte interior de la pequeña puerta y las paredes estaba recubierta de un material blando de color oscuro, parecido a las esponjas que se usan para insonorizar espacios. Había una bombilla de bajo voltaje protegida por una reja metálica. En una esquina se podían ver dos cuencos. El revestimiento de las paredes estaba sembrado de arañazos, como si hubiera habido un animal encerrado.

El foco de la linterna iluminó algo brillante al fondo de aquella celda. El cazador se acercó, recogió un pequeño objeto y lo examinó.

Una pulsera de plástico azul.

«No, aquí no había un animal», pensó con horror.

Y, además, llevaba inscrito en cirílico:

«Hospital Estatal de Kiev. Unidad de Maternidad».

El cazador se puso de pie, incapaz de permanecer en la habitación. Sacudido por arcadas de vómito, se precipitó hacia el pasillo. En la oscuridad, se apoyó en una de las paredes, temiendo desmayarse. Intentó calmarse y, al final, consiguió recuperar el aliento. Mientras tanto, en su mente iba tomando forma una explicación. Le disgustaba que hubiera una motivación lúcida y racional para todo aquello. Y, sin embargo, sabía cuál era.

Anatoli Petrov no era un científico. Era un sádico enfermo, un psicópata. En su experimento se escondía una obsesión, como la de los niños que matan una lagartija con una piedra. En realidad no se trata sólo de un juego. Hay una extraña curiosidad que los empuja hacia la muerte violenta. No lo saben, pero están experimentando por primera vez el placer de la crueldad. Son conscientes de que han quitado la vida a un ser inútil y de que nadie los reñirá por ello. Pero Anatoli Petrov debió de cansarse pronto de los conejos.

Por eso raptó a un recién nacido.

Lo crió en cautividad y lo usó como cobaya. Durante años lo sometió a todo tipo de pruebas con el objeto de condicionar su naturaleza. Provocó en él un instinto homicida. ¿Naces o te haces bueno o malo? Ésta era la pregunta que pretendía responder.

Eso es lo que era el transformista: el fruto de un experimento.

Con la explosión del reactor de la central, Anatoli se apresuró a abandonar la ciudad. Él era técnico de turbinas, sabía lo grave que era la situación. Pero no podía llevarse al niño con él.

«Tal vez pensó en matarlo —consideró el cazador—. Pero luego algo debió de hacerle cambiar de plan. Probablemente la idea de que su criatura, a partir de ese momento, pudiera medirse con el mundo». Si sobrevivía, ése iba a ser su verdadero éxito.

De modo que decidió dejar libre a la cobaya que ya se había convertido en un niño de ocho años. El pequeño estuvo vagando por la casa, a continuación encontró refugio en casa de los vecinos, que no sabían quién era. Porque había una cosa de la que Anatoli Petrov no se había ocupado: había olvidado proporcionarle una identidad. La tarea del transformista de descubrir quién era en realidad empezó con Dima y todavía seguía.

El cazador notó que lo invadía un sentimiento de opresión. Su presa había sido privada de cualquier empatía, le habían extirpado las más elementales emociones humanas. Su capacidad de aprendizaje era extraordinaria. Pero, en el fondo, sólo era una hoja en blanco, una vaina vacía, un inútil espejo. Su única guía era el instinto.

La prisión de detrás de la librería, de la cual nadie se había dado nunca cuenta, en un piso rodeado por otros iguales, en un edificio lleno de gente, fue su primer nido.

Mientras pensaba en ello, el cazador miró hacia abajo. Había acostumbrado la vista a la penumbra del pasillo y ahora podía vislumbrar las manchas oscuras que había en el suelo, junto a la puerta de entrada.

Esta vez también se trataba de sangre. Pequeñas gotas. El cazador se agachó para tocarlas, como en el orfanato de Kiev o en París.

Pero esta vez la sangre era fresca.