KIEV

—El gran sueño terminó cuando cambiamos nuestra integridad por un poco de consenso, nos fuimos a dormir con una esperanza y nos levantamos al lado de una puta cuyo nombre ni siquiera recordábamos.

Con esa única frase, el doctor Norienko había sintetizado la Perestroika, la caída del Muro, el desmembramiento de las repúblicas e incluso la aparición de los ricos señores del petróleo y del gas, nueva oligarquía indiscutible de la economía y de la política. En total, veinte años de historia soviética.

—Y mire esto… —dijo golpeando con el índice en la primera página del Khar’kovskii Kurier—. Todo se desmorona, y ellos ¿qué dicen? Nada. Y, entonces, ¿de qué nos ha servido la libertad?

Nikolai Norienko miró de soslayo a su invitado, que asentía. Parecía interesado, pero no tan partícipe de aquella invectiva como al psicólogo le hubiera gustado. En ese momento observó su mano vendada.

—¿Ha dicho que era americano, doctor Foster?

—En realidad soy inglés —respondió el cazador, intentando apartar la atención del hombre de la herida que le había provocado el mordisco de la joven Angelina en el hospital psiquiátrico de Ciudad de México.

El despacho en el que se encontraba estaba en la segunda planta del palacete que albergaba la Dirección del Centro Estatal para la Asistencia a la Infancia, al oeste de Kiev. Desde un amplio ventanal se podía disfrutar de la vista de un parque de abedules que presentaba los colores de un otoño precoz. En la decoración imperaba la formica: todo estaba revestido de ella, desde el escritorio hasta las paredes. En una de ellas todavía eran muy visibles tres sombras rectangulares alineadas. En su lugar, tiempo atrás, debían de colgar los retratos de Lenin y Stalin —los padres de la patria— y el del secretario del PCUS en el cargo. En la habitación se percibía un olor penetrante a tabaco; el cenicero que Norienko tenía enfrente estaba repleto de colillas. A pesar de que tenía poco más de cincuenta años, el aspecto dejado y la tos malsana que entrecortaba sus frases lo hacían parecer mucho más viejo. Además del catarro, incubaba una mezcla de rencor y humillación. El marco sin foto en una mesilla y las cortinas recogidas en la punta de un sofá de piel daban la impresión de que un matrimonio hubiera acabado mal. En la época del régimen debía de haber sido un hombre respetado. Ahora era la melancólica parodia de un funcionario estatal con el salario de un barrendero.

El psicólogo cogió la hoja con las falsas referencias que el cazador le había mostrado cuando se presentaron poco antes y volvió a observarla.

—Aquí dice que usted es el director de la revista de psicología forense de la Universidad de Cambridge. Es admirable a su edad, doctor Foster, enhorabuena.

El cazador sabía que ese detalle llamaría su atención, quería adular el ego herido de Norienko y lo estaba consiguiendo. Éste, satisfecho, volvió a dejar el papel.

—¿Sabe?, es extraño… Nadie hasta hoy había venido a preguntarme por Dima.

Había llegado a Norienko gracias a la doctora Florinda Valdés, que en México le mostró un artículo publicado en 1989 en una revista menor de psicología. Trataba el caso de un niño: Dimitri Karoliszyn Dima. Quizá el psicólogo ucraniano había esperado que ese estudio le abriera las puertas de una nueva carrera en un momento en el que todo se desintegraba inexorablemente a su alrededor. No fue así, y aquella historia permaneció enterrada junto a sus esperanzas y ambiciones, hasta ese momento.

Ya era hora de volver a sacarla a la luz.

—Dígame, doctor Norienko, ¿usted conoció a Dima personalmente?

—Por supuesto. —El psicólogo juntó las manos en una pirámide, levantando los ojos en busca de un recuerdo—. Al principio parecía un niño como los demás, tal vez más agudo y mucho más silencioso.

—¿Qué año era?

—La primavera de 1986. En esa época, aquí, en el centro, estábamos en la vanguardia de la educación infantil de Ucrania, y quizá de toda la Unión Soviética. —se complació Norienko—. Asegurábamos un futuro específico a los niños que estaban solos en el mundo, no nos limitábamos a ocuparnos de ellos como hacían en los orfanatos de Occidente.

—Tenían noticia de todos sus métodos, les sirvieron de ejemplo.

Norienko encajó satisfecho el cumplido.

—Después del desastre de Chernóbil, el gobierno de Kiev nos pidió que nos hiciéramos cargo de los niños que habían perdido a sus padres a causa de las enfermedades generadas por la radiación. Era muy probable que ellos también desarrollaran patologías. Nuestra tarea era asistirlos temporalmente y buscar a familiares que pudieran acogerlos.

—¿Dima llegó con ellos?

—Seis meses después del accidente, si no recuerdo mal. Era de Prípiat. Evacuaron su cuidad, que estaba en la zona de exclusión en torno a la central. Tenía ocho años.

—¿Permaneció mucho tiempo con ustedes?

—Veintiún meses. —Norienko hizo una pausa, frunció el ceño, a continuación se levantó y se dirigió hacia un archivador. Tras una breve búsqueda, volvió a la mesa con un expediente con una portada beige. Empezó a hojearlo—. Como todos los niños de Prípiat, Dimitri Karoliszyn sufría enuresis nocturna y cambios de humor, consecuencia del estado de shock y del alejamiento forzado. Por ese motivo un equipo de psicólogos le hacía un seguimiento. Durante las entrevistas, hablaba de su familia: de su madre, Ania, ama de casa, y de su padre, Konstantin, que trabajaba como técnico en la central nuclear. Describía momentos de su vida juntos… con detalles que luego resultaron ser exactos. —Quiso subrayar esta última frase.

—¿Qué sucedió?

Antes de contestar, Norienko cogió un cigarrillo del paquete que asomaba por el bolsillo de su camisa y lo encendió.

—Dima sólo tenía un familiar que todavía estuviera con vida, un hermano de su padre: Oleg Karoliszyn. Tras varias averiguaciones, conseguimos dar con él en Canadá: el hombre estaba contento de poder ocuparse de su sobrino. Sólo conocía a Dima por haberlo visto en las fotos que le enviaba Konstantin. Así que, cuando le remitimos una imagen reciente para que pudiera reconocerlo, no imaginábamos lo que iba a ocurrir. Para nosotros era poco más que una formalidad.

—Pero Oleg afirmó que ese niño no era su sobrino.

—Así es… Y, sin embargo, Dima, a pesar de no haberlo visto nunca, sabía muchas cosas del tío, anécdotas de su infancia con el padre, y recordaba los regalos que le enviaba cada año por su cumpleaños.

—Y, entonces, ¿qué pensaron?

—Al principio, que Oleg había cambiado de idea y ya no quería ocuparse de su sobrino. Pero cuando nos envió como prueba las fotos del niño que le había ido enviando su hermano con los años, no podíamos creerlo… Estábamos tratando con un individuo distinto.

Un incómodo silencio se cernió unos instantes en la habitación. Norienko analizó la expresión imperturbable de su interlocutor para saber si lo consideraba un loco. Afortunadamente, éste habló.

—No se dieron cuenta antes…

—No había imágenes de Dima anteriores a su llegada al Centro —afirmó el psicólogo, levantando los brazos—. Se obligó a la población de Prípiat a abandonar rápidamente sus casas y sólo pudieron llevarse lo indispensable. El niño llegó aquí únicamente con la ropa que traía puesta.

—¿Y luego?

Norienko aspiró una profunda bocanada de humo.

—Sólo había una explicación: ese niño llegado de la nada había ocupado el lugar del verdadero Dima. Pero todavía hay más… No se trataba de la simple suplantación de una persona.

Al cazador le brillaron los ojos y un fulgor pasó también por la mirada de Norienko. Habría apostado a que se trataba de miedo.

—Esos dos niños no eran simplemente «parecidos» —puntualizó el psicólogo—. El verdadero Dima era miope, el otro también. Ambos eran alérgicos a la lactosa. Oleg nos dijo que su sobrino tenía una insuficiencia en el oído derecho a causa de una otitis mal curada. Sometimos a nuestro niño a un examen audiométrico, sin que supiera nada sobre ese particular. Resultó tener el mismo déficit auditivo.

—Podía fingir; en el fondo, los exámenes audiométricos se basan en respuestas que proporciona espontáneamente el paciente. Tal vez vuestro Dima sabía algo.

—Tal vez… —El resto de la frase se apagó en los labios de Norienko, se sentía incómodo—. Un mes después de nuestro descubrimiento, el niño desapareció.

—¿Huyó?

—Más bien diría que… se esfumó. —La expresión del psicólogo se volvió más sombría—. Estuvimos buscándolo durante semanas con la ayuda de la policía.

—¿Y el verdadero Dima?

—De él no había rastro, ni tampoco de sus padres: sólo sabíamos que habían muerto porque nos lo había dicho nuestro Dima. En el caos de aquellos meses era imposible comprobar las noticias: toda la información que tenía relación con Chernóbil estaba reservada, incluso la más insignificante.

—Usted en seguida escribió el artículo sobre esta historia.

—Pero nadie le dio crédito. —Norienko sacudió la cabeza con amargura, apartando la vista de su interlocutor, como si se avergonzara de sí mismo. Después recuperó un semblante decidido y, mirándolo, le dijo—: Ese niño no estaba simplemente intentando hacerse pasar por otra persona, créame: a esa edad la mente no es capaz de estructurar una mentira tan articulada. No, en su psique él era realmente Dima.

—Cuando desapareció, ¿no se llevó nada?

—No, pero dejó algo…

Norienko se agachó para abrir uno de los cajones del escritorio. Después de hurgar un poco, sacó un pequeño muñeco y lo dejó en la mesa frente a su huésped.

Un conejito de trapo.

Era azul, estaba sucio y en pésimo estado. Alguien le había remendado la cola y le faltaba un ojo. Sonreía, feliz y siniestro.

El cazador lo observó.

—No me parece nada del otro mundo como pista.

—Estoy de acuerdo con usted, doctor Foster —admitió Norienko, y sus ojos se iluminaron como si tuviera algo guardado en la recámara—: Pero no sabe dónde lo encontramos.

Después de doblar una esquina del parque cuando ya empezaba a anochecer, Norienko guió a su colega hasta el interior de otro palacete del Centro.

—Antes esto era el dormitorio principal.

No se dirigieron a las plantas superiores, sino al sótano. Norienko accionó una serie de interruptores: los fluorescentes iluminaron una amplia sala. Las paredes estaban oscuras a causa de la humedad y en el techo discurrían tubos de todos los tamaños, muchos de los cuales estaban deteriorados y habían sido reparados de cualquier manera.

—Poco después de la desaparición del niño, un empleado de la limpieza hizo el descubrimiento. —No anticipaba nada, como si quisiera disfrutar del estupor de su joven colega cuando llegaran allí—. Quise conservar este lugar tal y como está ahora. No me pregunte por qué, simplemente pensé que algún día nos ayudaría a comprender. Y, además, aquí abajo nunca viene nadie.

Pasaron por un largo pasillo, alto y estrecho, con puertas de acero, de donde procedía el ruido sordo de las calderas. A continuación, llegaron a una segunda sala que se utilizaba como almacén de muebles viejos, con camas y colchones que estaban pudriéndose. Norienko se abrió paso e invitó a su colega a hacer lo mismo.

—Casi hemos llegado —anunció.

Doblaron la esquina y se encontraron en un angosto y mal ventilado hueco debajo de la escalera. Estaba oscuro, pero Norienko se encargó de iluminar el lugar con un mechero de gasolina que usaba para encender los cigarrillos.

Bajo la luz ámbar de la llama, su huésped dio un paso adelante, sin poder creer lo que estaba viendo.

Parecía un gigantesco nido de insecto.

El cazador tuvo un asomo de repulsión, pero luego, al acercarse, vio el espeso entramado de pequeños trozos de madera, unidos entre sí por jirones de ropa de diversos colores, cuerdas, pinzas y chinchetas, hojas de periódico empastadas con agua y utilizadas como engrudo. Todo estaba ensamblado con extrema meticulosidad.

Era el refugio de trapo de un niño.

Él también había construido alguno cuando era pequeño. Pero en aquél había algo distinto.

—El muñeco estaba dentro —dijo Norienko, y vio que su huésped se agachaba hacia la estrecha abertura y tocaba algo del suelo. Se situó detrás de su espalda y lo sorprendió examinando una corona de manchas oscuras.

Para el cazador era una revelación sensacional.

Sangre seca. El mismo rastro que encontró en París, en la casa de Jean Duez.

El falso Dima era el transformista.

Pero no debía mostrarse demasiado excitado, así que preguntó, evasivo:

—¿Tienen alguna idea de la procedencia de esas manchas?

—La verdad es que no…

—¿Le molestaría que recogiera una muestra?

—Adelante.

—Y también querría el conejito de trapo, podría estar relacionado con el pasado del falso Dima.

Norienko titubeó: intentaba saber si su colega estaba realmente interesado en la historia, probablemente era la última oportunidad que tenía de rescatar su propia existencia.

—Considero que el caso todavía tiene vigencia científica, valdría la pena profundizar un poco más —añadió el cazador para convencerlo.

Al oír esas palabras, en los ojos del psicólogo brilló una ingenua esperanza, pero también una muda petición de ayuda.

—Entonces, qué me dice: ¿podríamos escribir un nuevo artículo, quizá los dos juntos?

En ese momento Norienko no podía imaginar en absoluto que, probablemente, transcurriría el resto de sus días en aquella institución.

El cazador se volvió y le sonrió.

—Naturalmente, doctor Norienko. Regresaré a Inglaterra esta misma tarde y le haré llegar noticias lo antes posible.

En realidad tenía en mente otro destino. Iría al lugar donde todo había empezado. A Prípiat, tras la pista de Dima.