CIUDAD DE MÉXICO

El taxi avanzaba lentamente entre el tráfico congestionado de la hora punta. La música latina que transmitía la radio se mezclaba con la que provenía de otros coches de la cola, todos con las ventanillas bajadas por el calor. El resultado era una cacofonía insoportable, pero el cazador advirtió que cada uno conseguía distinguir, de todos modos, su propio estribillo. Pidió al taxista que encendiera el aire acondicionado, pero él le contestó que estaba estropeado.

Había treinta grados en Ciudad de México y estaba previsto que el índice de humedad aumentara aquella noche. Todo ello se agravaba por culpa de la capa de contaminación que recubría la metrópoli. Por eso no tenía ganas de prolongar su estancia. Llevaría a cabo el trabajo y regresaría en seguida. A pesar de las molestias, se sentía excitado por el hecho de estar allí.

Tenía que verlo con sus propios ojos.

En París, la presa se le había escapado por muy poco y luego, como era previsible, había borrado cualquier rastro. Pero en aquella ciudad el cazador tenía una esperanza. Si quería volver a empezar la cacería, necesitaba estudiar mejor a quién se enfrentaba.

El taxi lo dejó delante de la entrada principal del Hospicio de Santa Lucía. El cazador levantó la cabeza hacia el edificio de cinco plantas, blanco y ruinoso. A pesar de su bonita arquitectura colonial, las rejas de las ventanas no dejaban ninguna duda sobre el uso de aquel lugar.

En el fondo, aquélla era precisamente la función de los hospitales psiquiátricos, pensó. Quien entraba allí ya no volvía a salir, nunca más.

La doctora Florinda Valdés fue a recibirlo al mostrador de la entrada. Se habían intercambiado algunos mails en los que él utilizó por primera vez la falsa identidad de un profesor de psicología forense de Cambridge.

—Hola, doctor Foster. —Sonreía y le tendía la mano.

—Buenos días, Florinda… Pero ¿no nos tuteábamos?

El cazador vio en seguida que aquella mujer rolliza, de unos cuarenta años, se dejaría seducir por las maneras elegantes y afables del doctor Foster. Aunque sólo fuera porque todavía no había encontrado marido. Estuvo haciendo minuciosas indagaciones antes de ponerse en contacto con ella.

—Y bien, ¿has tenido buen viaje?

—Siempre había deseado conocer Ciudad de México.

—Ah, por eso no te preocupes: he pensado en un itinerario perfecto para nuestro fin de semana.

—Bien —exclamó él fingiendo entusiasmo—. Entonces será mejor que nos pongamos a trabajar, así tendremos más tiempo para lo demás.

—¡Oh, sí, por supuesto! —trinó, ignorando la verdad—. Sígueme, por aquí.

El cazador se había puesto en contacto con Florinda Valdés después de ver su intervención en un congreso de psiquiatría de Miami en YouTube. Se tropezó con ella mientras buscaba información sobre trastornos de personalidad. Había sido uno de esos golpes de suerte que le hacían creer que al final conseguiría su objetivo y que compensaban tanta dedicación.

La ponencia de Valdés en el congreso llevaba el título de El caso de la chica en el espejo.

—Naturalmente, no permitimos verla a cualquiera —quiso precisar mientras recorrían los pasillos del hospital, dejándole entender que tal vez esperaba una compensación del mismo nivel por su parte.

—¿Sabes? Mi curiosidad de estudioso ha podido conmigo: he dejado las maletas en el hotel y he venido corriendo. Si no te molesta, más tarde podríamos volver allí juntos antes de ir a cenar.

—¡Oh, claro! —Se sonrojó, presagiando cómo podría acabar la velada. Pero él no tenía ninguna habitación de hotel. Su vuelo partía a las ocho.

La alegría de la mujer desentonaba con los lamentos que provenían de las habitaciones del hospital. Al pasar por delante, el cazador tuvo ocasión de mirar hacia su interior. Quienes las habitaban ya no eran personas. Blancos de cara como la ropa con la que iban vestidos, el cráneo rapado por culpa de los piojos, a merced del efecto de los sedantes: vagaban descalzos, chocando los unos contra los otros, como desechos a la deriva, cada uno cargado con sus propias angustias y venenos farmacéuticos. Otros estaban atados con correas de cuero a sucias camas. Se revolvían, dando alaridos con la voz de los demonios. O permanecían inmóviles, esperando una muerte que, sin piedad, se hacía esperar. Había viejos que parecían niños, o quizá eran niños que habían envejecido demasiado de prisa.

Mientras el cazador cruzaba aquel infierno, el mal oscuro que los mantenía encerrados en sí mismos lo escrutaba a través de sus ojos en blanco.

Llegaron a la que Valdés definió como «sección especial». Era un ala aislada de las demás, donde como máximo había dos pacientes por habitación.

—Aquí tenemos a los sujetos violentos, pero también a los casos clínicos más interesantes… Angelina es uno de ellos —añadió la psiquiatra con orgullo.

Una vez delante de la puerta de hierro, que se parecía a la de una celda, Valdés hizo una señal a un enfermero para que abriera. Dentro estaba oscuro, la poca luz se filtraba por una pequeña ventana situada en lo alto, y el cazador tardó un poco en distinguir aquel cuerpo, delgado como un palo, acurrucado en un rincón entre la pared y la cama. La chica tendría unos veinte años como mucho. En los rasgos endurecidos por el sufrimiento todavía podía adivinarse una cierta gracia.

—Aquí es, ésta es Angelina —anunció la doctora, señalándola con gesto teatral como si estuviera presentando un fenómeno de feria.

El cazador dio algunos pasos, ansioso por encontrarse cara a cara con el motivo que lo había empujado hasta allí. Pero la paciente parecía no darse cuenta de su presencia.

—La descubrió la policía al irrumpir en un burdel de un pueblo cerca de Tijuana. Buscaban a un narcotraficante y, en cambio, la encontraron a ella. Sus padres eran alcohólicos, y su padre la vendió a la mafia de la prostitución cuando apenas tenía cinco años.

«Al principio debió de ser un artículo reservado a los clientes dispuestos a pagar mucho dinero por satisfacer su vicio», pensó el cazador.

—Al crecer fue perdiendo su valor y los hombres podían tenerla por pocos pesos. Los del burdel la reservaban para los campesinos borrachos y los camioneros. Podía llegar a tener decenas de relaciones en un día.

—Una esclava.

—Nunca salió de ese lugar, siempre estuvo recluida. Una mujer se ocupaba de ella, la maltrataba. No ha hablado nunca, dudo que entienda realmente lo que ocurre a su alrededor. Es como si estuviera en estado catatónico.

Perfecta para desahogar los peores instintos de esos depravados, estaba a punto de comentar el cazador, pero se contuvo. Tenía que parecer que su interés era meramente profesional.

—Cuéntame cuándo os disteis cuenta de su… talento.

—Cuando la trajeron aquí, compartía habitación con una paciente anciana. Pensamos ponerlas juntas porque ambas estaban desconectadas del mundo. De hecho, ni siquiera se comunicaban entre ellas.

El cazador apartó la mirada de la chica para cruzarla con la de Valdés.

—Y después, ¿qué ocurrió?

—Al principio Angelina desarrolló extraños síntomas motores. Sus articulaciones estaban rígidas y desencajadas, se movía con dificultad. Creímos que se trataba de una forma de artritis. Pero después empezó a perder los dientes.

—¿Los dientes?

—Y no sólo eso: la sometimos a exámenes y descubrimos un grave debilitamiento de los órganos internos.

—¿Y cuándo supisteis realmente lo que estaba ocurriendo?

Una sombra pasó por el rostro de Florinda Valdés.

—Cuando empezaron a salirle canas.

El cazador se volvió de nuevo hacia la paciente. Por lo que podía distinguir, el pelo, que llevaba casi completamente rasurado, tenía un inconfundible color azabache.

—Para que los síntomas desaparecieran bastó con sacarla de la habitación de la mujer anciana.

El cazador observaba a la chica tratando de adivinar si todavía había algo humano escondido en la profundidad de sus ojos inexpresivos.

—Síndrome del camaleón o del espejo —concluyó.

Durante mucho tiempo, Angelina estuvo obligada a ser lo que los hombres que la violaban querían que fuera. Su objeto de placer, nada más. Así que se adaptó. Como resultado, se perdió a sí misma en aquellos encuentros. Un trocito cada vez, habían ido llevándosela. Años y años de abusos extirparon de aquella criatura cualquier rastro de identidad. Por eso la tomaba prestada de las personas que la rodeaban.

—Aquí no estamos frente a un caso de personalidad múltiple o ante un enfermo mental que cree ser Napoleón o la reina de Inglaterra, como sucede en los tebeos —rió Valdés—. Los sujetos aquejados de síndrome del camaleón tienden a imitar perfectamente a quienquiera que esté a su lado. Con un médico se convierten en médicos, con un cocinero afirman que saben cocinar. Si se les pregunta por su profesión, responden de manera genérica pero apropiada.

El cazador recordaba a un paciente que se identificaba con el cardiólogo con el que estaba dialogando y, a la pregunta trampa de éste sobre el diagnóstico de una anomalía cardíaca concreta, rebatió que no podía pronunciarse sin realizar exámenes médicos exhaustivos.

—Pero en Angelina no se trata de un simple comportamiento de emulación —quiso puntualizar la doctora—. Mientras estuvo con la mujer anciana, comenzó en ella un proceso de envejecimiento tangible. Su mente operó un cambio real de su físico.

«Una transformista», se dijo el cazador, que conocía la definición exacta.

—¿Ha habido otras manifestaciones?

—Algunas, pero insignificantes y de pocos minutos de duración. Los sujetos aquejados de este síndrome lo tienen porque han sufrido un daño cerebral o, como en el caso de Angelina, algún tipo de shock, que produce los mismos efectos.

El cazador estaba sobrecogido, pero a la vez innegablemente fascinado por la capacidad de la chica. Aquélla era la prueba suprema que buscaba para demostrarse a sí mismo que durante todo ese tiempo no había estado engañándose. Las teorías que había formulado sobre su presa se veían ahora confirmadas.

El cazador sabía que todos los asesinos en serie actúan movidos por una crisis de identidad: en el momento en que matan, se reflejan en la víctima y se reconocen, ya no necesitan fingir. Durante el tiempo que dura el homicidio, el monstruo que habita en lo más profundo de su ser aflora en su rostro. El hombre al que daba caza, su presa, era mucho más que eso. Su verdadera identidad estaba ausente, por eso tenía que tomarla prestada continuamente de otra persona. Era un ejemplar único, un caso rarísimo en psiquiatría.

Un asesino en serie transformista.

No se limitaba a imitar una serie de comportamientos, sino que todo él se transformaba. Por ello nadie, aparte del cazador, lo había identificado nunca. La finalidad última de su naturaleza no era ocupar el sitio de nadie, sino convertirse en aquella persona.

Era imposible prever sus movimientos. El transformista tenía una extraordinaria capacidad de aprendizaje, especialmente de los idiomas y los acentos. Con los años había perfeccionado su método. Lo primero que hacía era escoger al individuo adecuado. Un hombre que tuviera un aspecto similar al suyo: rasgos poco marcados, misma altura, particularidades fácilmente reproducibles. Precisamente como Jean Duez en París. Y, sobre todo, era necesario que no tuviera pasado ni ataduras, que siguiera una rutina lineal y ordinaria, preferiblemente que trabajara en casa.

El transformista se encarnaba en su vida.

El modus operandi era siempre idéntico. Lo mataba y le borraba la cara, como si quisiera arrancar para siempre su identidad, aplicando la regla elemental del más fuerte.

Él sólo seleccionaba la especie.

Sin embargo, Angelina no representaba únicamente una confirmación. Era un segundo ejemplar. Mirándola, el cazador comprendió que no había estado engañándose durante todo ese tiempo. Pero todavía necesitaba una demostración, porque el reto más difícil era otro.

Intentar imaginar un talento ele este tipo combinado con un instinto asesino.

El móvil de Florinda Valdés empezó a vibrar. Ella se disculpó y salió para atender la llamada. Era la oportunidad que el cazador estaba esperando.

Antes de ir allí estuvo investigando. Angelina tenía un hermano más pequeño. Habían vivido juntos poco tiempo, ya que la vendieron a los cinco años. Pero tal vez había sido suficiente para que quedara en ella un resto de aquel afecto.

Para el cazador era la clave para entrar en la cárcel de su mente.

Estaba solo con la chica. Se situó frente a ella y se puso en cuclillas para que pudiera verle bien la cara. Después empezó a hablar en voz baja.

—Angelina, quiero que me escuches con atención. He cogido a tu hermano. El pequeño Pedro, ¿recuerdas? Es muy guapo, pero ahora lo mataré.

La chica no tuvo ninguna reacción.

—¿Has oído lo que he dicho? Lo mataré, Angelina. Le arrancaré el corazón del pecho y lo dejaré latir en mi mano hasta que ya no palpite. —El cazador alargó la palma abierta hacia ella—. ¿Oyes cómo late? Pedro está a punto de morir. Y nadie lo salvará. Y le haré mucho daño, lo juro. Morirá, pero antes tendrá que sufrir de la peor de las maneras.

Inesperadamente, la chica dio un respingo hacia adelante y de un mordisco aferró la mano que el cazador tendía hacia ella. Él, cogido por sorpresa, perdió el equilibrio. Angelina se le echó encima, comprimiéndole el pecho. No pesaba, le dio un empujón y consiguió liberarse del mordisco. La vio apartarse a su rincón, arrastrándose. En su boca impregnada de sangre entrevió las encías puntiagudas que se le habían clavado en la carne. A pesar de no tener dientes, la chica consiguió provocarle una profunda herida.

La doctora Valdés volvió a entrar y se encontró ante la escena. Angelina parecía tranquila, mientras que su invitado intentaba taponar con la camisa la hemorragia de la mano.

—¿Qué ha pasado? —gritó alarmada.

—Me ha agredido —se apresuró a decir el cazador—. Pero no es grave, sólo necesitaré algunos puntos de sutura.

—No lo había hecho nunca antes.

—No sé qué decir. Simplemente me he acercado para hablar.

Florinda Valdés se conformó con aquella explicación, sin profundizar, tal vez temiendo perder su oportunidad amorosa con el doctor Foster. En cuanto al cazador, ya no tenía ningún motivo para quedarse allí: al provocar a la chica, había obtenido la respuesta que buscaba.

—Tal vez sea mejor que me lo vea un médico —dijo exagerando una mueca de dolor.

La doctora estaba desconcertada, no quería que se marchara así, pero no sabía cómo retenerlo. Se ofreció a acompañarlo a urgencias, pero él declinó amablemente el ofrecimiento. Acuciada por una repentina desesperación, le dijo:

—Todavía tengo que hablarte del otro caso…

La frase suscitó el efecto esperado, porque el cazador se detuvo en la puerta.

—¿Qué otro caso?

La doctora Valdés contestó, pero fue deliberadamente vaga.

—Uno que ocurrió hace muchos años, en Ucrania. Un niño llamado Dima.