20.38 h

Debía apresurarse. No tenía tiempo para llegar al lugar tomando el transporte público, de modo que paró un taxi. Hizo que se detuviera a cierta distancia de la pequeña casa del Nuovo Salario y continuó a pie.

Mientras se acercaba, pensaba en las palabras de la mujer policía, en la intuición que le había permitido encontrar la solución. Aunque esperaba que no estuviera en lo cierto, en el fondo estaba convencido de que las cosas habían ido justo como se lo imaginaba.

El viento hacía revolotear papeles y bolsas de plástico que se exhibían alrededor de Marcus, acompañándolo a su destino.

Frente a la vivienda de Federico Noni no había nadie. Las luces del interior estaban apagadas. Esperó unos minutos, se ciñó el impermeable; después se introdujo en la casa.

Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.

Decidió no encender la linterna y se adentró en las habitaciones.

No se oía ningún ruido, no percibía sonidos.

Marcus llegó al comedor. Las persianas estaban bajadas. Encendió la lámpara que había junto al sofá y lo primero que vio fue la silla de ruedas, abandonada en medio de la sala.

Ahora podía imaginar exactamente cómo habían ido las cosas. Su talento era entrar en los objetos, identificarse con su alma muda y mirar el pasado con sus ojos invisibles. Aquella escena le devolvió el significado de una frase del correo anónimo que Zini había recibido.

Él no es como tú.

Se refería a Federico. Quería decir que la discapacidad no les había afectado de la misma manera. La minusvalía del chico era un engaño.

Pero ¿dónde estaba Fígaro?

Si Federico vivía como un recluso, no podía haber dejado la casa por la puerta principal. Los vecinos podrían haberlo visto. ¿Cómo conseguía salir sin llamar la atención para ir a agredir a sus víctimas?

Marcus continuó el registro acercándose a los peldaños que conducían al piso superior. Se detuvo delante de la puerta entreabierta que había debajo de la escalera. La abrió. El interior era un cuarto oscuro. Superó el umbral y chocó con algo que colgaba del bajo techo. Una bombilla. Alargó la mano y tiró de la cuerda que la encendía.

Se trataba de un angosto trastero que apestaba a naftalina. Había ropa vieja guardada, dividida en dos hileras. A la izquierda estaba colgada la de hombre, en el otro lado, la de mujer. Un lúgubre desfile de vainas vacías. Marcus pensó que probablemente pertenecieran a los difuntos padres del chico. También había un zapatero y cajas amontonadas en repisas situadas en lo alto.

En el suelo vio un vestido azul y otro de flores rojas que se habían deslizado de sus respectivas perchas. Tal vez alguien los había hecho caer. Marcus metió un brazo entre los colgadores y los separó, descubriendo una puerta.

Dedujo que en principio el trastero era un simple paso.

La abrió. Recuperó la linterna del bolsillo y la encendió, iluminando un breve pasillo con la pintura desconchada y manchas de humedad. Avanzó por la única dirección posible hasta llegar a un espacio donde había cajas y muebles amontonados que ya no servían. El haz de luz cayó sobre un objeto que reposaba en una mesa.

Un cuaderno.

Lo cogió y empezó a hojearlo. Los dibujos de las primeras páginas eran obra de un niño. En las escenas representadas, siempre aparecían los mismos elementos.

Figuras femeninas, heridas, sangre. Y tijeras.

Faltaba una hoja, que había sido claramente arrancada. Marcus sabía que una de las macabras obras infantiles estaba colgada en la pared del desván de Jeremiah Smith. El círculo se cerraba.

Sin embargo, las siguientes páginas de la libreta reflejaban que aquella afición no había terminado con la niñez. Continuaba con dibujos de trazo maduro y preciso, que habían ido evolucionando y perfeccionándose a lo largo del tiempo. Las mujeres eran mucho más definidas, y las lesiones, más realistas y crueles. Era la señal que indicaba que la fantasía distorsionada y enferma había crecido a la vez que el monstruo.

Federico Noni siempre cultivó el sueño de la muerte. Pero nunca lo había puesto en práctica. Probablemente, lo que le frenaba era el miedo. De acabar en la cárcel, o de que todos lo señalaran como un monstruo. Se inventó el disfraz del falso atleta, del buen chico y del buen hermano. Le iba bien así.

Entonces tuvo el accidente de moto.

Ese suceso lo desencadenó todo. Poco antes, la mujer policía le había contado que oyó decir claramente a Federico Noni que los médicos confiaban en sus posibilidades de recuperación. Pero luego él rehusó continuar con la fisioterapia.

Su incapacidad era un escondite perfecto. Por fin podía hacer emerger su verdadera condición.

Al llegar a la última página del cuaderno, Marcus descubrió que contenía un recorte de un viejo periódico. Lo desplegó. Era una noticia de hacía más de un año y relataba la tercera agresión de Fígaro. En el artículo, alguien había escrito con un rotulador negro: «Lo sé todo».

«Giorgia», pensó Marcus en seguida. Por eso la mató. Y fue entonces cuando Federico descubrió que el nuevo juego todavía le gustaba más.

Las agresiones habían empezado inmediatamente después del accidente. Las tres primeras le sirvieron de preparación. Representaban un ejercicio, un entrenamiento. Pero Federico no era consciente de ello. Lo esperaba otro tipo de satisfacción, mucho más placentera. El homicidio.

El asesinato de su hermana fue imprevisto pero necesario. Giorgia se había percatado de todo y se convirtió en un obstáculo, además de en un peligro. Federico no podía permitirle que ensuciara su limpia imagen, ni que pusiera en entredicho su excelente disfraz. Por eso la mató. Pero también le sirvió para comprender.

Quitarle la vida a alguien era mucho más gratificante que perpetrar una simple agresión.

Por eso no supo contenerse. El cadáver del parque de Villa Glori lo demostraba. Pero fue más prudente, había aprendido de la experiencia, y la enterró.

Federico Noni había engañado a todo el mundo, empezando por el viejo policía que estaba quedándose ciego. Tuvo suficiente con avalar la confesión de un mitómano para salir airoso, de lo demás se encargó una investigación llena de fallos, basada en la presunción de que el culpable siempre tiene que ser un monstruo.

Marcus dejó el cuaderno porque le pareció ver algo detrás de un aparador. Había un portón de hierro. Se acercó y lo abrió.

Un viento rabioso irrumpió en el cuarto. Él se asomó al exterior y vio que se trataba de una entrada que daba a una callejuela lateral completamente desierta. Nadie podía notar si alguien entraba o salía. Seguramente, durante los años fue perdiendo su utilidad, pero Federico Noni había aprendido a sacarle partido.

«¿Dónde está ahora? ¿Adónde ha ido?». La pregunta resonó de nuevo en la cabeza de Marcus.

Cerró la puerta y regresó rápidamente sobre sus pasos. Una vez en el comedor, se puso a hurgar por todas partes. No le importaba dejar huellas, sólo temía no llegar a tiempo.

Se fijó en la silla de ruedas. En un lado había un bolsillo para guardar objetos. Metió la mano y encontró el móvil.

«Es listo —se dijo—. Lo ha dejado aquí porque sabe que, aunque esté apagado, podría servir para que la policía lo localizara».

Eso significaba que Federico Noni había salido de casa para entrar en acción.

Marcus controló las últimas llamadas. Había una de entrada, de una hora y media antes. Reconoció el número porque lo había marcado aquella misma tarde.

«Zini», se dijo.

Pulsó la tecla de rellamada, esperando que el policía ciego respondiera. Sin embargo, nada: sonaba en vano. Marcus colgó y, con un sobrecogedor presentimiento, se precipitó fuera de la casa.