14.12 h

En los meses transcurridos desde la muerte de David, la soledad había sido un preciado caparazón. No era un estado, era un lugar. El sitio donde poder seguir hablando con él sin sentirse una pobre loca por ello. Sandra se había encerrado herméticamente en aquella especie de burbuja invisible de tristeza, contra la que rebotaban las cosas que le caían encima. Nada ni nadie podía tocarla mientras estuviera allí. Paradójicamente, el dolor tenía el poder de protegerla.

Así fue hasta que unos disparos la rozaron aquella mañana en la capilla de San Raimundo de Peñafort.

Tuvo miedo de morir. Desde ese momento, la burbuja había desaparecido. Quería vivir. Y era el motivo por el que se sentía culpable con respecto a David. Durante cinco meses su existencia había permanecido suspendida. El tiempo pasaba, pero ella no se movía. Sin embargo, ahora se preguntaba hasta qué punto una esposa tenía que ser solidaria con su marido. ¿Era un error tener ganas de vivir cuando él estaba muerto? ¿Podía considerarse como una especie de traición? Se trataba de un pensamiento estúpido, lo sabía. Pero, por primera vez, se había alejado de David.

—Muy interesante.

La voz de Shalber tuvo el poder de romper el hechizo del silencio en el que se había refugiado con aquellos pensamientos. Se encontraban en la habitación del hotel de Sandra. El funcionario de la Interpol estaba sentado en la cama y tenía en las manos las fotos que se habían hecho con la Leica. Las había mirado y remirado varias veces.

—¿Son sólo cuatro? ¿No había más?

Sandra temió que hubiera intuido su pequeño engaño: había decidido no mostrarle aquella en la que salía el cura con la cicatriz en la sien. Shalber no dejaba de ser un policía, y ella sabía cómo razonaban los de su gremio. Nunca se concedían el beneficio de la duda.

«Aunque pueda parecerte algo bueno, lo que hacen los penitenciarios es ilegal. Su actividad no tiene fronteras ni reglas», afirmó cuando le explicó quiénes eran. Por eso, para Shalber ese hombre era responsable de una conducta ilícita. Nada habría hecho que cambiara de opinión.

En la Academia le enseñaron que todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario, y no viceversa. Además, nunca había que creerse a nadie. Por ejemplo, durante un interrogatorio, un excelente policía debe poner en duda cada palabra. En una ocasión sometió a un duro interrogatorio a un excursionista que había descubierto el cadáver de una mujer en una zanja. Era evidente que el hombre no tenía nada que ver, que sólo dio la voz de alarma. Pero ella lo acribilló con preguntas insignificantes. Le hacía repetir las respuestas, fingiendo no haberlo entendido, con la intención de hacer que se contradijera. El pobre chico se sometió al suplicio pensando ingenuamente que podía servir para aclarar aquella muerte, sin saber que a la mínima evidencia acabaría quedándose allí dentro.

«Sé lo que estás pensando, Shalber. Y no dejaré que lo hagas. Al menos hasta que haya visto que puedo fiarme completamente de ti».

—Sólo cuatro fotos —confirmó Sandra.

El funcionario la miró durante un largo momento, sopesando la respuesta o esperando que se delatara. Consiguió aguantar la mirada con desenvoltura. Después de eso, él volvió a concentrarse en las imágenes. Creía que había superado el examen, pero se equivocaba.

—Antes has dicho que ayer por la noche conociste a uno de ellos. Me pregunto cómo pudiste reconocerlo si nunca lo habías visto.

Sandra se dio cuenta de que había cometido una equivocación. Se reprendió a sí misma por haberle dado esa información cuando estaban en la vivienda temporal de la Interpol, pero lo había dicho de manera espontánea.

—Fui a San Luigi dei Francesi para comprobar la foto de David en la que aparece el detalle del cuadro de Caravaggio.

—Eso ya me lo has dicho.

—Vi a ese hombre allí delante, no sabía quién era. Fue él quien me reconoció a mí y se alejó en seguida —mintió—. Yo me limité a seguirlo y a apuntarle con la pistola, hasta que me dijo que era cura.

—¿Quieres decir que él sabía quién eras?

—No sé cómo lo hizo, pero me dio la impresión de que me conocía. De modo que sí, creo que lo sabía.

Shalber asintió.

—Comprendo.

No se lo había tragado, Sandra habría apostado por ello. Pero por el momento prefirió dejarlo correr. En cualquier caso, estaba bien: así se vería obligado a no dejarla fuera de la investigación. Intentó cambiar de tema:

—La foto oscura, a tu parecer, ¿qué significa?

Él se había distraído un momento, pero se centró rápidamente.

—No lo sé. Por ahora no me dice nada.

Sandra se levantó de la cama.

—Muy bien, y ahora ¿qué vamos a hacer?

Shalber le devolvió las fotos.

—Fígaro —fue su respuesta—. Lo capturaron. Pero si el caso interesa a los penitenciarios, a la fuerza tiene que haber un motivo.

—¿Qué quieres hacer?

—El agresor se convirtió en asesino: su última víctima murió.

—¿Quieres empezar por ella?

—Por su hermano: estaba presente mientras la mataba.

—Los médicos estaban convencidos de que pronto volvería a caminar.

Federico Noni tenía las manos apoyadas sobre los muslos, la mirada baja. Hacía tiempo que no se afeitaba y además llevaba el pelo largo. Bajo la camiseta verde todavía se veían los músculos del atleta que había sido. Pero las piernas estaban delgadas e inmóviles en los pantalones del chándal, levantadas sobre el reposapiés de la silla de ruedas. Llevaba unas Nike con la suela limpia.

Observándolo, Sandra catalogaba aquellos detalles. Pero en esas zapatillas de deporte estaba toda la historia de su drama. Parecían nuevas, pero a saber desde cuándo las tenía.

Ella y Shalber se habían presentado en la puerta de la pequeña casa del barrio Nuovo Salario unos minutos atrás. Llamaron al timbre e insistieron bastante antes de que alguien abriera. Federico Noni vivía como un recluso y no quería ver a nadie. Para convencerlo, Shalber hizo que Sandra le diera su distintivo de la policía italiana y se lo mostró a través de la cámara del portero automático. Se hizo pasar por inspector. Aunque a regañadientes, ella también había mentido. Detestaba los métodos de ese hombre, su arrogancia y su modo de utilizar a los demás para sus propios intereses.

La casa del joven estaba desordenada. Olía a cerrado y hacía tiempo que nadie subía las persianas. Los muebles estaban colocados de manera que creaban caminos para la silla de ruedas. En el suelo podían verse las rodaduras que dejaba su paso.

Sandra y Shalber estaban sentados en el sofá. Federico se encontraba frente a ellos. A su espalda estaba la escalera que conducía a la planta superior. Giorgia Noni había sido asesinada allí arriba. Pero el hermano, obviamente, ya no podía subir. Había una cama plegable para él en el comedor.

—La operación salió bien. Me aseguraron que con la fisioterapia tendría suficiente para recuperarme. Resultaría duro, pero podía conseguirlo. Estaba acostumbrado al esfuerzo físico, no me asustaba. Sin embargo…

Federico intentaba contestar a una antipática pregunta de Shalber sobre las causas de su paraplejia. El funcionario de la Interpol había empezado intencionadamente por el tema más incómodo. Sandra conocía aquella técnica, era la misma que aplicaban algunos compañeros cuando escuchaban a las víctimas de un crimen. La compasión solía hacer que se encerraran en sí mismas, mientras que para obtener respuestas útiles era necesario mostrarse indiferente.

—En el momento del accidente, ¿iba de prisa con la moto?

—En absoluto. Fue una caída ridícula. Recuerdo que al principio, a pesar de las fracturas, podía mover las piernas. Unas horas más tarde, ya no las sentía.

Sobre un mueble había una foto de Federico Noni vestido de motorista al lado de una flamante Ducati roja. Sostenía un casco integral y sonreía al objetivo. «Un chico guapo, joven y feliz, con la cara limpia. De los que hacen perder la cabeza a las mujeres», pensó Sandra.

—Así que era usted atleta. ¿De qué especialidad?

—Salto de longitud.

—¿Y era bueno?

Federico se limitó a señalar la vitrina con los trofeos que había ganado.

—Juzguen ustedes.

Obviamente, los habían visto al entrar. Pero Shalber se servía del tema para ganar tiempo. Quería hostigar al chico. Tenía un plan, pero Sandra todavía no acababa de vislumbrar adónde quería llegar.

—Giorgia debía de estar orgullosa de usted.

Con sólo pronunciar el nombre de la hermana, Federico se puso rígido.

—Ella era todo lo que me quedaba.

—¿Y sus padres?

El chico era reacio a hablar de aquello, liquidó rápidamente la cuestión.

—Mi madre se fue de casa cuando todavía éramos pequeños. Mi padre fue quien nos crió. Pero no lo soportó, la quería demasiado. Murió cuando yo tenía quince años.

—¿Cómo era su hermana?

—La persona más alegre que haya conocido: nada podía herirla y tenía un humor contagioso. Después del accidente se propuso cuidar de mí. Yo sabía que me convertiría en una carga para ella y que no era justo que se responsabilizara de mí, pero ella insistió. Renunció a todo.

—Era veterinaria…

—Sí, y además tenía novio. La dejó cuando descubrió qué clase de compromiso había asumido. Les parecerá una tontería y lo habrán oído decir muchas veces, pero Giorgia no merecía morir.

Sandra se preguntó qué designio divino podía haber detrás de la cadena de acontecimientos trágicos que habían destrozado la vida de dos buenos chicos. Abandonados por su madre, huérfanos de padre, él atado a una silla de ruedas, ella brutalmente asesinada. Sin saber por qué, acudió a su mente la comparación con la chica de la playa de David. Aquel encuentro al final de una serie de aventuras —maleta perdida, sobrevenía de billetes, coche de alquiler averiado a pocos kilómetros de la meta— tendría que haber acabado de otro modo. Si la desconocida que hacía footing hubiera encontrado a David mínimamente interesante o de su gusto, ellos dos no se habrían conocido. Y tal vez ahora sería otra la que llorase por él. También se podía admitir que a veces el destino se muestra especialmente cruel y suele ser por una causa. Pero en el caso de Federico y Giorgia Noni esa razón se le escapaba.

El chico intentó desviar la conversación de unos recuerdos que lo herían demasiado.

—No acabo de entender el motivo de su visita.

—El asesino de su hermana podría obtener una considerable reducción de la pena.

—Pensaba que había confesado. —La noticia pareció desconcertarle.

—Sí, pero se ve que ahora Nicola Costa tiene intención de alegar enfermedad mental —mintió Shalber, cargando las tintas—. Por ese motivo necesitamos probar que siempre actuó con plena y total lucidez. Durante las tres agresiones y, sobre todo, en el asesinato.

El chico sacudió la cabeza y apretó los puños. Sandra sintió pena por él e indignación por la manera en que lo estaban engañando. Todavía no había dicho una palabra, pero su simple presencia en ese lugar respaldaba todas las mentiras de Shalber; por eso se sentía su cómplice.

Federico levantó los ojos, brillantes de rabia, hacia ellos.

—¿Cómo puedo ayudarlos?

—Contándonos lo que ocurrió.

—¿Otra vez? El tiempo podría haber modificado mis recuerdos.

—Somos conscientes de ello. Pero no tenemos elección, señor Noni. Ese cabrón de Costa intentará cambiar los hechos, no podemos permitírselo. Está preso gracias a usted.

—Llevaba un pasamontañas, sólo reconocí su voz.

—Eso lo convierte en el único testigo que tenemos. ¿Se da cuenta? —Shalber sacó un bloc de notas y un lápiz, fingiendo disponerse a transcribir sus palabras.

Federico se acarició el rostro, pasándose una mano por la barba hirsuta. Inspiró un par de veces, profundamente. El pecho se alzaba y descendía, parecía que estaba hiperventilando. Empezó a reconstruir lo ocurrido.

—Eran las siete de la tarde, Giorgia siempre volvía a casa a esa hora. Había ido a hacer la compra: traía ingredientes para preparar un pastel. Me gustan los dulces —se disculpó, como si de ese detalle dependiera lo que había ocurrido después—. Estaba escuchando música con los auriculares. No le hice caso. Ella decía que estaba en mi época de oso, que me iba a dar un poco más de tiempo, pero que luego pondría fin a mi letargo por las buenas o por las malas… El hecho es que me negaba a hacer fisioterapia y había perdido la esperanza de volver a caminar —se justificó el chico.

—Luego, ¿qué ocurrió?

—Sólo recuerdo el golpe contra el suelo, que me hizo perder el sentido. Ese cabrón me cogió por la espalda y volcó la silla de ruedas.

—¿No se dio cuenta de que alguien había entrado en la casa?

—No —dijo escuetamente. Había llegado a un punto crítico de la narración. A partir de ahí se hacía más difícil seguir adelante.

—Se lo ruego, continúe.

—Cuando recuperé el sentido, estaba aturdido. No podía mantener los ojos abiertos y me dolía la espalda. No me di cuenta en seguida de lo que ocurría, hasta que oí los gritos que procedían del piso de arriba… —Una lágrima consiguió cruzar la coraza de rabia, resbalándole por la cara, hasta que desapareció en la barba—. Estaba en el suelo, tenía la silla de ruedas a un par de metros, pero estaba rota. Intenté alcanzar el teléfono, pero estaba encima de un mueble, demasiado alto para mí. —Se miró las piernas, inmóviles—:

En estas condiciones, incluso las cosas más sencillas se hacen imposibles.

Pero Shalber no se dejó enternecer.

—¿Y el móvil?

—No sabía dónde lo había dejado, y además estaba aterrorizado. —Federico se volvió para mirar hacia la escalera—. Giorgia gritaba, gritaba, gritaba… Pedía ayuda y compasión, como si ese cabrón pudiera darle lo uno o lo otro.

—Y usted, ¿qué hizo?

—Me arrastré hasta los escalones, intenté subir con la fuerza de los brazos, pero mis músculos estaban agotados.

—¿Cómo es posible? —Shalber dejó escapar una sonrisa de suficiencia—. Usted era deportista y, además, entrenado. Me cuesta trabajo creer que fuera tan duro trepar hasta arriba.

Sandra se volvió para fulminarlo con la mirada, pero él la ignoró.

—No se imagina cómo me encontraba después de golpearme la cabeza contra el suelo —rebatió Federico Noni, con aspereza.

—Claro, perdóneme.

Shalber lo dijo sin convicción, dejando transparentar a propósito su escepticismo. Agachó la mirada hacia el bloc de notas y escribió algo, pero en realidad esperaba que el chico picara el anzuelo que le había tendido.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Nada, prosiga —dijo con un movimiento irritante de la mano.

—El asesino escapó por la puerta trasera cuando oyó que llegaba la policía.

—Usted reconoció a Nicola Costa por la voz, ¿no es así?

—Así es.

—Declaró que el asesino tenía una dificultad en el habla, lo cual era perfectamente compatible con la malformación de su paladar.

—¿Y qué?

—Sin embargo, al principio interpretó el efecto del labio leporino como un acento eslavo.

—El error fue de ustedes, de la policía, ¿qué tengo yo que ver?

Federico Noni ahora actuaba a la defensiva.

—Esto es todo, adiós.

Desconcertándolos a todos, Shalber tendió la mano al chico y se dispuso a marcharse.

—Espere un momento.

—Señor Noni, no tengo tiempo que perder. No tiene sentido estar aquí si no nos dice la verdad.

—¿Y cuál es?

Sandra vio que el chico estaba desencajado. No sabía a qué estaba jugando el funcionario de la Interpol, pero se expuso a pagar el pato.

—Tal vez será mejor que nos vayamos.

Shalber de nuevo la ignoró, se colocó delante de Noni y empezó a señalarlo con el dedo.

—La verdad es que usted únicamente oyó la voz de Giorgia, no la del asesino. Por tanto, no había tal acento eslavo o defecto de pronunciación.

—No es verdad.

—La verdad es que, cuando volvió en sí, podría haber intentado salvarla trepando hasta allí arriba: es un atleta, lo habría conseguido.

—No es verdad.

—La verdad es que, en vez de eso, se quedó aquí abajo mientras ese monstruo terminaba su tarea a su antojo.

—¡No es verdad! —gritó Federico Noni, llorando.

Sandra se levantó, cogió a Shalber por el brazo e intentó llevárselo.

—Ya basta, déjalo en paz.

Pero él no cejaba.

—¿Por qué no nos dice cómo fueron realmente las cosas? ¿Por qué no intervino para ayudar a Giorgia?

—Yo, yo…

—¿Qué? Adelante, compórtese como un hombre esta vez.

—Yo… —Federico Noni balbucía entre lágrimas—. Yo no… Yo no quería…

Shalber se ensañaba con él, sin ninguna piedad.

—Demuestre que tiene huevos, no como hizo aquella noche.

—Por favor, Shalber —intentó hacerlo razonar Sandra.

—Yo… Tuve miedo.

En la habitación cayó un silencio que sólo rompían los sollozos del chico. Shalber, al final, dejó de atormentarlo. Le dio la espalda y se dispuso a salir. Antes de seguirlo, Sandra permaneció todavía un momento observando a Federico Noni sacudido por el llanto, con los ojos bajos sobre las piernas inútiles. Le habría gustado consolarlo, pero fue incapaz de hablar.

—Lamento lo que le ha ocurrido, señor Noni —dijo el funcionario al cruzar la puerta—. Buenos días.

Mientras Shalber se apresuraba hacia el coche, Sandra corrió tras él y lo obligó a detenerse.

—Pero ¿cómo se te ocurre? No era necesario tratarlo de ese modo.

—Si no te parecen bien mis métodos, siempre puedes dejarme trabajar en paz.

Era ofensivo incluso con ella, no podía permitirlo.

—¡No puedes tratarme así!

—Ya te lo dije: mi especialidad son los mentirosos. No puedo evitarlo, los detesto.

—¿Y tú has sido honesto allí dentro? —preguntó, señalando la casa a sus espaldas—. ¿Cuántas mentiras has dicho desde que hemos llegado? ¿O ya has perdido la cuenta?

—¿Nunca has oído hablar de que el fin justifica los medios? —Shalber se metió una mano en el bolsillo, cogió un paquete de chicles y se introdujo uno en la boca.

—¿Y cuál era el fin, humillar a un chico parapléjico?

Estiró los brazos.

—Oye, lo siento si el destino se ha ensañado con Federico Noni, probablemente no se lo merezca. Pero a todos nos suceden cosas malas, eso no debería exonerarnos de nuestras responsabilidades. Tú, más que nadie, deberías saberlo.

—¿Por lo que le ocurrió a David, quieres decir?

—Eso es: tú no utilizas su muerte como una coartada.

Mascaba el chicle con la boca abierta, le alteraba los nervios.

—¿Y tú qué sabes?

—Podrías dedicarte a llorar todo el tiempo, nadie te diría nada si lo hicieras, y en cambio estás luchando. Matan a tu marido, te disparan y no retrocedes ni un centímetro.

Le volvió la espada para llegar al coche, y también porque estaba empezando a llover otra vez.

Sin que le preocupara mojarse, Sandra esperó antes de rebatir:

—Eres realmente desagradable.

Shalber se detuvo, volvió sobre sus pasos.

—Con su falso testimonio, ese capullo de Federico Noni mandó a la cárcel a un inocente, sólo por no querer admitir que era un cagado. ¿Eso no te desagrada?

—Ya lo entiendo: tú eres el que determina quién es culpable y quién no. ¿Y desde cuándo funciona así, Shalber?

Él resopló, agitando los brazos.

—Mira, no me apetece discutir en medio de la calle. Lamento ser tan duro, pero yo soy así. ¿Crees que la muerte de David no me hace sentir mal? ¿Crees que en parte no me siento responsable por no haberla impedido?

Sandra se calló. No había considerado ese aspecto. Tal vez ella también había juzgado a Shalber demasiado a la ligera.

—No éramos amigos, pero se fiaba de mí, y eso me basta para sentirme culpable —concluyó él.

Sandra se sosegó. Su tono se volvió razonable.

—¿Qué hacemos con lo del chico? ¿Tenemos que informar a alguien?

—Ahora no. Todavía tenemos muchas cosas que hacer: de momentó podemos suponer con cierta seguridad que los penitenciarios están buscando al verdadero Fígaro. Tenemos que adelantarnos a ellos.