Esta historia nació a raíz de dos encuentros extraordinarios que me resultará difícil olvidar.
El primero tuvo lugar en Roma, una tarde de mayo, con un singular sacerdote. La cita con el padre Jonathan era en la piazza delle Cinque Lune al ponerse el sol. No hace falta que diga que fue él quien me dio las indicaciones del lugar y la hora, y cuando le pedí que fuera un poco más concreto respecto a lo de «al ponerse el sol», plácidamente me respondió: «Antes de que caiga la noche». Al no saber qué replicar, decidí presentarme con bastante anticipación.
Él ya estaba allí.
Durante las dos horas siguientes, el padre Jonathan me habló de la Penitenciaría, del archivo de los pecados y del papel de los penitenciarios en el mundo. Durante todo el tiempo pensé que era increíble que nadie hubiera contado aquella historia. Nuestro paseo por las callejuelas de Roma terminó en San Luigi dei Francesi, delante del Martirio de san Mateo de Caravaggio, que representa el primer banco de pruebas de la instrucción de los curas que se ocupaban de trazar perfiles personalizados.
En muchos casos, los sacerdotes colaboraban con las fuerzas del orden. En Italia, desde 1999 existe un grupo antisectas, la S.A.S., que trabaja al lado de la policía del Estado para comprender mejor los llamados «delitos satánicos». No porque haya un demonio al que desenmascarar, sino por el especial significado demoníaco que algunos criminales, sobre todo asesinos, atribuyen a su propia gesta. Explicarlo significa aclarar el móvil de crímenes terribles y crear una casuística útil a las investigaciones.
Durante los dos meses que siguieron a nuestro primer encuentro, el padre Jonathan me instruyó, ilustrándome sobre la función de su singular ministerio y revelándome los secretos de los lugares mágicos de Roma que visitábamos juntos (a veces dejándome sin aliento) y que se describen en la novela. Me dio lecciones de todo tipo, su conocimiento iba desde los casos criminales, pasando por el arte, la arquitectura, la historia, hasta llegar al origen de las pinturas fosforescentes.
En cuanto a las cuestiones de fe y religión, toleró buenamente mi perplejidad y aceptó enfrentarse abiertamente a mis críticas. Al final de todo, me di cuenta de que había cumplido un involuntario recorrido espiritual que me ayudó a comprender mejor el tipo de historia que debía contar.
En la sociedad moderna, a menudo se toma a broma la espiritualidad o se considera alimento para masas incultas, o incluso se ha convertido en una práctica new age. Los individuos han perdido la distinción elemental entre el bien y el mal. El resultado ha sido regalar a Dios a los integristas, a los extremistas y a los dibujantes de viñetas (porque los fanáticos del ateísmo tampoco son tan distintos de los fanáticos religiosos).
Todo esto ha provocado una incapacidad para mirar dentro de nosotros mismos, más allá de las categorías de la ética y la moral —así como de la completamente aleatoria condición de lo «políticamente correcto»—, para encontrar la dicotomía esencial que permite discernir y valorar cada comportamiento humano.
Bien y mal, yin y yang.
Un día, el padre Jonathan me comunicó que estaba preparado para contar mi historia, me deseó que permaneciera «siempre en la luz» y se despidió con la promesa de que volveríamos a vernos. Desde entonces todavía no ha ocurrido. Lo he buscado sin éxito y espero que esta novela haga que nos encontremos pronto. A pesar de que una parte de mí sospecha que no sucederá, porque todo lo que teníamos que decirnos ya nos los dijimos.
El segundo encuentro fue con N. N., que vivió entre el siglo XIX y principios del XX.
El primer (y hasta ahora único) asesino en serie transformista de la historia representa uno de los casos más interesantes de la criminología.
N. N. no son las iniciales de su nombre, sino el acrónimo de la expresión latina Nomen nescio que, convencionalmente, se refiere a los individuos sin identidad (del mismo modo que se utiliza el nombre ficticio John Doe en el mundo anglosajón).
En 1916, se encontró el cadáver de un hombre de unos treinta y cinco años en una playa de Ostende, en el norte de Bélgica. Había muerto ahogado. Por la ropa y la documentación que llevaba parecía ser un oficinista que había desaparecido dos años antes en Liverpool sin dejar rastro. Cuando las autoridades mostraron el cuerpo a los familiares llegados expresamente desde Inglaterra, éstos no lo reconocieron e insistieron en que se trataba de otra persona.
Sin embargo, en las fotos hechas por los familiares se advertía un singular parecido entre N. N. y el oficinista inglés. Y no era la única afinidad. Los dos tenían en común la pasión por el pudding y las prostitutas pelirrojas. Ambos tomaban un preparado para el dolor de hígado y, algo más importante, presentaban una leve cojera en la pierna derecha (en el caso del ahogado, el médico forense lo dedujo por el desgaste anómalo de la suela del zapato y por la presencia de una formación callosa en un lado del pie derecho, señal de que el peso del cuerpo se concentraba allí a causa de la postura incorrecta).
Además de las pruebas que constituían estas similitudes, en el último domicilio de N. N. la policía encontró una colección de documentos y objetos pertenecientes a diversos individuos de distintos países europeos. Por investigaciones posteriores, resultó que todos habían desaparecido de repente y sin dejar rastro. Y, sobre todo, que las desapariciones podían ordenarse a partir de la edad de las víctimas, que era constantemente creciente.
De aquí se dedujo que N. N. las escogía con el objetivo de ocupar su lugar.
No se encontraron los cadáveres, pero fue fácil presumir que N. N. había matado a aquellos hombres antes de apropiarse de su identidad.
El caso, poco sostenido por pruebas científicas a causa del atraso de las técnicas de investigación de la época, se dejó a un lado para luego reaparecer con fuerza alrededor de los años treinta, cuando Courbon y Fail hicieron públicos los primeros estudios psiquiátricos sobre el síndrome de Frégoli —por el nombre del famoso artista transformista italiano— y aparecieron artículos sobre el trastorno neurológico conocido como síndrome de Capgras. Ambas patologías retratan un fenómeno inverso respecto al caso de N. N.: quien lo padece está convencido de ver una transformación en los demás. Pero su descripción dio pie a una serie de estudios científicos que llevaron a identificar otros síndromes, como el del Camaleón, que se parecía mucho al caso belga (y que inspiró Zelig, una magnífica película de Woody Allen).
El caso de N. N. es el baluarte de una nueva rama de las ciencias jurídicas: la «neurociencia forense», que estudia los delitos partiendo de una matriz genética o fisiológica. Esta técnica ha permitido comprender o cualificar de distinta manera algunos delitos. Un ejemplo es la rebaja de pena concedida a un homicida con problemas en el lóbulo frontal y un mapa genético que indicaba una predisposición a la violencia, o la demostración de que una carencia de vitamina B12 provocada por la dieta vegetariana que seguía desde hacía veinticinco años había favorecido el delito de un hombre que mató a cuchilladas a su novia.
De todos modos, el talento de N. N. se quedó en un unicum que hasta hoy ha tenido un solo referente en el caso de la «chica en el espejo» que he contado en la novela. La joven mexicana existió realmente, aunque, a diferencia de N. N., nunca mató a nadie. He creído más conveniente cambiarle el nombre y llamarla Angelina.
N. N. sigue enterrado en un pequeño cementerio cerca del mar. En su lápida se puede leer el siguiente epitafio: «Cuerpo de ahogado sin identidad. Ostende - 1916».
DONATO CARRISI