Mientras en el hotel terminaba de hacer las maletas que no había acabado de preparar el día anterior, Sandra rememoraba la noche que había pasado junto al hombre que la había convencido de que era Thomas Shalber en la casa que creía que era una vivienda temporal de la Interpol. En la cena que le preparó, en las confidencias que habían intercambiado. Incluida la foto de la niña que él aseguraba que era su hija María, a la que no podía ver tan a menudo como le hubiera gustado.
Le había parecido… auténtico.
Ante la presencia de los dos verdaderos agentes de la Interpol se planteó la pregunta sobre con quién había estado en realidad aquellos días. Pero el interrogante que bullía en su cabeza en ese momento era distinto.
«¿Con quién hice el amor aquella noche?».
Era desagradable no tener una respuesta. Aquel hombre había conseguido inmiscuirse en su vida interpretando varios papeles. Al principio, sólo era una irritante voz telefónica que quería convencerla de que dudara de su marido. Luego interpretó el papel del héroe que le salva la vida, apartándola en el último momento de la línea de fuego de un francotirador. Después la complació en todo e intentó seducirla para ganarse su confianza. A continuación la engañó quedándose con las fotos de la Leica.
Jeremiah Smith afirmó que David consiguió encontrar el archivo secreto de la Penitenciaría. Por eso tuvo que matarlo.
¿El falso Shalber también estaba buscando el archivo? Tal vez había tenido que rendirse ante la última foto, que probablemente contenía la solución, porque la imagen había salido oscura.
En ese punto, como Sandra temía, se dedicó a perseguir a Marcus, también por el hecho de que la foto que David había sacado del penitenciario era el único asidero que le quedaba.
Pero después reapareció en Santa Maria sopra Minerva, delante de la capilla de San Raimundo de Peñafort, sólo para darle una explicación del motivo por el que estaba actuando de ese modo, y seguidamente volvió a desaparecer. En el fondo, también podría no haberlo hecho.
Y, entonces, ¿qué motivo tenía?
Cuanto más se esforzaba en encontrar un nexo lógico que relacionara aquellos episodios, más se le escapaba el significado de cada acción. No sabía si considerarlo un amigo o un enemigo.
¿Bueno o malo?
«David», se dijo. ¿Se dio cuenta él de con quién estaba tratando? Poseía su número de teléfono, fue él quien le proporcionó las cifras que le faltaban a través de la foto que se había hecho con la Leica delante del espejo del baño en aquella misma habitación. Su marido no se fiaba lo suficiente de él para entregarle los indicios que tenía, pero había querido que lo conociera. ¿Por qué?
Mientras razonaba le asaltaban otras incertidumbres. Sandra dejó la maleta por un momento y se sentó en la cama a pensar. «¿Dónde me estoy equivocando?». Quería olvidar rápidamente toda aquella historia, y tenía que hacerlo si no quería comprometer el proyecto de empezar una nueva vida que tenía en mente. Pero sabía que no conseguiría convivir con aquellos interrogantes. Corría el riesgo de volverse loca.
David era la respuesta, estaba segura. ¿Por qué su marido se había lanzado a aquella empresa? Era un buen reportero gráfico y, aparentemente, aquella historia no tenía nada que ver con él. Era judío y, a diferencia de ella, casi nunca hablaba de Dios. Su abuelo había sobrevivido a los campos de concentración nazis y David opinaba que aquellos horrores no habían sido concebidos para destruir a su pueblo, sino para que perdieran la fe. De ese modo los judíos tendrían la prueba de que Dios no existía, eso sería suficiente para anularlos.
La única vez que hablaron del tema religioso algo más en serio fue un tiempo después de la boda.
Un día, mientras estaba duchándose, Sandra se descubrió un nódulo. La reacción de David fue típicamente judía: empezó a bromear sobre ello.
Ella consideraba que su comportamiento se debía a una especie de debilidad de carácter, de modo que sus problemas de salud eran ridiculizados y convertidos en juego sólo porque David se sentía culpable de no ser capaz de resolverlos. Todo eso era muy tierno, pero no ayudaba en absoluto. De modo que la acompañó a hacerse las revisiones, bromeando con ella todo el tiempo. Sandra le hizo creer que con aquellas bromas, en efecto, estaba consiguiendo rebajar la tensión. Sin embargo, por dentro se encontraba fatal y sólo quería que él parara. Pero era su manera de afrontar las cosas, y ella no estaba segura de que le hiciera bien. Antes o después tendrían que hablar y ya preveía una pelea sobre el tema.
Durante la semana que estuvieron esperando el resultado de las pruebas, David continuó con el mismo comportamiento insoportable. Sandra pensaba adelantarse a lo previsto y exponer inmediatamente la cuestión, pero temía estallar.
La noche anterior a conocer los resultados, se despertó y buscó a David en la cama tendiendo una mano hacia él. Pero no estaba. Entonces se levantó y constató que no había ninguna luz encendida. Mientras se preguntaba dónde estaba, llegó a la puerta de la cocina y lo vio. Estaba sentado de espaldas, encorvado. Se balanceaba pronunciando en voz baja palabras incomprensibles. No se había dado cuenta de su presencia, en otro caso habría dejado de rezar. Ella volvió a la cama y se puso a llorar.
Afortunadamente, al final el nódulo resultó ser benigno. Pero Sandra necesitaba aclarar aquella historia con David. Seguramente les tocaría vivir otras situaciones difíciles en su matrimonio, por lo que iban a necesitar algo más que la ironía para seguir adelante. Le habló de la noche de la plegaria y David, con cierto incomodo, tuvo que admitir lo asustado que estaba por la idea de perderla. No le daba miedo su propia muerte, su trabajo en primera línea lo obligaba a apartar automáticamente la idea de que existían posibilidades de morir. Pero, al tratarse de Sandra, no había sabido qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue recurrir a un Dios al que siempre había evitado.
—Cuando no tienes más recursos a los que apelar, lo último que te queda es la fe en un Dios en el que no crees.
Para Sandra tenía el valor de una declaración de amor absoluto. Pero ahora, en aquella habitación de hotel, sentada en la cama junto a una maleta medio hecha, se preguntaba cómo era posible que, si su marido tenía el presentimiento de que iba a morir en Roma, decidiera enviarle como mensaje de despedida los indicios de una investigación. Más concretamente unas fotos, porque —a causa del oficio que desempeñaban— ése era su lenguaje. Pero ¿por qué, por ejemplo, no le preparó un vídeo para que supiera lo importante que era para él? No le escribió ninguna carta, ni una nota, nada. Si tanto la quería, ¿por qué su último pensamiento no había sido para ella?
—Porque David no quería que me quedara ligada a él en caso de que muriera —se dijo a sí misma. Y fue una revelación.
«Él me ha regalado el resto de mi vida. La posibilidad de volver a enamorarme, de tener una familia, hijos. Una existencia distinta a la de una viuda. Pero no dentro de unos años. Desde ahora mismo».
Tenía que encontrar un modo de decirle adiós. Cuando volviera a su casa en Milán tendría que deshacerse de los recuerdos, sacar su ropa del armario, hacer desaparecer su olor de la casa, cigarrillos aromatizados de anís y loción de afeitado barata.
Pero podía comenzar en seguida. Por el último mensaje de David que conservaba en el buzón del móvil y que la había llevado hasta Roma. Pero antes quiso volver a escucharlo. Ya no volvería a oír el sonido de la voz de su marido.
—Hola, te he llamado varias veces pero siempre sale el contestador… No tengo mucho tiempo, así que te hago una lista de las cosas que echo de menos… Echo de menos tus pies fríos buscándome bajo las sábanas cuando vienes a la cama. Echo de menos cuando haces que pruebe las cosas de la nevera para asegurarte de que no se han estropeado. O cuando me despiertas gritando a las tres de la madrugada porque te ha dado un calambre. Y, no lo creerás, incluso echo de menos cuando usas mi maquinilla de afeitar para depilarte las piernas y luego no me dices nada… Total, aquí en Oslo hace un frío que pela y no veo la hora de volver. ¡Te quiero, Ginger!
En el teclado, Sandra pulsó la tecla de borrar sin dudarlo.
—Amor mío, te echaré de menos.
Las lágrimas resbalaban copiosas por su rostro. Era la primera vez después de tanto tiempo que no lo llamaba Fred.
Luego recogió las copias de las fotos de la Leica, ya que las originales todavía las tenía el falso Shalber. Las apiló, poniendo la oscura encima de las demás. Estaba a punto de rasgarlas y empezar a olvidar, pero se detuvo.
Entre las fotos de David no había ninguna de la capilla de San Raimundo de Peñafort. Y, sin embargo, el fraile dominico había sido penitenciario. En cambio, fue Shalber quien la condujo a la basílica al pasarle una estampa del santo por debajo de la puerta de su habitación del hotel. Hasta ahora, Sandra no había tenido en cuenta ese detalle. ¿Por qué quiso que conociera ese lugar sirviéndose de un engaño?
La foto oscura.
«Si él creía que en aquella toma se hallaba la respuesta al enigma del archivo de los penitenciarios, entonces era que se ocultaba en aquella miserable capilla», se dijo Sandra. Pero Shalber no era capaz de identificar el acceso.
Volvió a observar la foto. La imagen no era fruto de una equivocación, como siempre había creído. David había querido expresamente que saliera oscura.
Cuando no tienes más recursos a los que apelar, lo último que te queda es la fe en un Dios en el que no crees.
Antes de regresar a Milán, tenía que volver a Santa Maria sopra Minerva.
El último indicio de David era una prueba de fe.