23.59 h
Hacia adelante. Pausa. Vuelta atrás. Un vez más. Hacia adelante, pausa, vuelta atrás.
En la sala de espera azul de cuidados intensivos sólo se oía aquel sonido obsesivo y continuo. Marcus miró a su alrededor. Estaba desierta. Avanzó con cautela hacia la fuente del ruido.
La puerta corredera de seguridad que conducía a la unidad hacía su recorrido se paraba de golpe y volvía hacia atrás. Repitiendo diligentemente el mismo movimiento sin poder completarlo. Algo bloqueaba el mecanismo de cierre. Marcus se acercó para ver qué era. Era un pie.
El agente de policía de guardia estaba tendido en el suelo, boca abajo. Observó el cuerpo —las manos, el uniforme azul, los zapatos de suela de goma— y se dio cuenta de que le faltaba algo. La cabeza. Ya no tenía cabeza. El cráneo había estallado a causa de un disparo ejecutado de cerca.
«Es sólo el primero», se dijo.
Se agachó sobre él y vio que la funda que llevaba en el cinturón estaba vacía. Le impartió una rápida bendición y se levantó. Caminaba sobre el linóleo regulando sus pasos y mirando a derecha e izquierda hacia las salas de reanimación que se asomaban al pasillo. Los pacientes dormían boca arriba, en un sueño imperturbable y desinteresado. Las máquinas respiraban por ellos. Todo parecía inmutable.
Marcus atravesaba aquella calma irreal. «El infierno debe de ser así», pensó. Un lugar inestable, donde la vida ya no es vida pero tampoco muerte. Sólo la esperanza lo mantenía en equilibrio. Parecía el truco de un prestidigitador. La esencia de la ilusión era la pregunta que te planteabas al mirar a esos individuos. ¿Dónde estaban? ¿Por qué estaban allí y, al mismo tiempo, no estaban?
Al llegar junto al despacho del personal, vio que tres de ellos no habían tenido la misma suerte que los pacientes a los que cuidaban. O tal vez sí, dependía del punto de vista.
La primera enfermera había caído de espaldas sobre el panel de control. Los monitores estaban salpicados de su sangre y la mujer presentaba una profunda herida en la garganta. La segunda yacía en el suelo, junto a la puerta. Había intentado escapar, sin éxito: un proyectil la había alcanzado en el pecho, haciéndola caer hacia atrás. En el fondo de la pequeña sala, un hombre con bata blanca estaba desplomado en la silla, con los brazos colgando, la cabeza hacia atrás y los ojos mirando hacia un punto indeterminado del techo.
La sala que albergaba a Jeremiah Smith era la última del fondo. Se dirigió hacia allí, seguro de encontrar la cama vacía.
—Sigue avanzando. —La voz que lo había llamado era ronca y profunda, como la de alguien que ha estado intubado durante tres días—. Eres un penitenciario, ¿verdad?
Durante unos instantes, Marcus fue incapaz de moverse. Luego avanzó lentamente hasta la puerta abierta que lo esperaba. Al pasar por el cristal divisorio, vio que habían corrido las cortinas. Aun así, vislumbró una sombra en el centro de la habitación. Entonces se apostó junto a la puerta, al amparo de la pared.
—Entra. No tengas miedo.
—Vas armado —le dijo Marcus como respuesta—. Lo sé, he controlado al policía.
Silencio. Después vio que algo resbalaba a sus pies a través del quicio de la puerta. Era una pistola.
—Compruébalo: está cargada.
Desorientado, Marcus no sabía cómo comportarse. ¿Por qué se la había entregado? No parecía ser una rendición. «Éste es su juego —recordó—. Y yo no tengo elección, debo jugar».
—¿Significa que estás desarmado?
El disparo del arma de fuego fue ensordecedor. La respuesta, elocuente. Él también estaba armado.
—¿Quién me dice que no me dispararás en cuanto ponga un pie en la puerta?
—Es el único modo si quieres salvarla.
—Dime dónde está Lara.
Soltó una carcajada.
—La verdad es que no me refería a ella.
Marcus se quedó helado. ¿Quién estaba con él? Decidió asomar un instante la cabeza para comprobarlo. Y luego permaneció allí.
Jeremiah Smith estaba sentado en la cama, llevaba una bata de hospital demasiado corta. Tenía despeinado y levantado sobre la cabeza el poco pelo que le quedaba. Reflejaba el aspecto grotesco de alguien que acaba de despertarse. Con una mano se rascaba el muslo, mientras que con la otra encañonaba con pistola la nuca de la mujer que estaba arrodillada frente a él.
La mujer policía estaba allí.
Una vez aclarada la procedencia de la segunda arma, Marcus entró.
Sandra llevaba en las muñecas las esposas que Jeremiah le había cogido al agente que estaba de guardia, después de dispararle. Se había quedado dormida como una estúpida. La despertaron tres detonaciones en una rápida secuencia. Abrió los ojos al reconocer los disparos. Buscó en seguida la pistola en la funda, pero no estaba.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la cama estaba vacía.
Al cuarto disparo se le apareció toda la escena delante de los ojos, como si estuviera fotografiándola con su réflex. Jeremiah se levanta, le roba la pistola. Pasa por delante del despacho y mata a las enfermeras y al médico del turno de noche. El policía de la entrada oye los disparos. En el tiempo que tarda en accionar la cerradura de seguridad, Jeremiah ya está delante de la puerta. En cuanto se abre, le dispara a quemarropa.
Echó a correr para alcanzarlo, pensando que conseguiría detenerlo a pesar de ir desarmada. Si bien no tenía ningún sentido, en cierto modo se sentía responsable por haberse abandonado al cansancio y no haber permanecido despierta. Pero tal vez había algo más.
«¿Por qué me ha dejado con vida?».
Salió al pasillo y no lo vio. Se precipitó a la salida, pero al pasar por delante de la sala de los fármacos lo vislumbró. Estaba allí y la observaba con una sonrisa desagradable. Se quedó consternada. Entonces él la apuntó con la pistola y le lanzó las esposas.
—Póntelas, dentro de un rato nos divertiremos.
Hizo lo que le decía y empezó la espera.
Ahora, desde el suelo de la habitación, Sandra miraba al cura de la cicatriz en la sien para comunicarle que estaba bien y que no debía preocuparse. Él asintió para hacerle entender que había captado el mensaje.
Jeremiah soltó otra carcajada.
—Y bien, ¿estás contento de verme? He estado deseando conocer a otro penitenciario durante mucho tiempo. Siempre pensé que estaba solo. Estoy seguro de que a ti te ha ocurrido lo mismo. ¿Cómo te llamas?
Pero Marcus no tenía ganas de hacer concesiones.
—Adelante —insistió Jeremiah—. Tú sabes mi nombre. Es justo que yo conozca el de la persona que ha sido tan hábil como para desenmascararme.
—Marcus —dijo, y en seguida se arrepintió—. Suelta a la mujer.
Jeremiah se puso serio.
—Lo lamento, Marcus, amigo mío. Ella forma parte del plan.
—¿Qué plan?
—La verdad es que ha sido una agradable sorpresa recibir su visita. Había previsto tomar como rehén a una de las enfermeras, pero visto que ella estaba aquí… ¿Cómo lo llamamos nosotros? —Se llevó el índice al labio, fingiendo no acordarse—. Ah, sí: anomalías.
Marcus no le siguió la corriente y permaneció en silencio.
—La presencia de esta jovencita es la confirmación de que la teoría es correcta.
—¿Qué teoría?
—«El mal generado genera otros males». ¿Nadie te ha hablado de ello? —Hizo una mueca de desaprobación—. ¿Lo ves? Yo ya no esperaba encontrármela. Pero hace tiempo conocí a su marido.
Sandra levantó los ojos hacia él.
Jeremiah prosiguió:
—David Leoni era un excelente reportero, no se puede decir otra cosa. Descubrió la historia de los penitenciarios. Lo seguí a distancia y aprendí mucho de él. Fue… instructivo llegar a conocer todos esos detalles de su vida privada. —Después, mirando a la policía añadió—: Mientras tu marido estaba en Roma, fui a Milán para conocerte: entré en vuestra casa, hurgué en vuestras cosas, y no te diste cuenta de nada.
Sandra se acordó de la cancioncita de la grabadora de David con la voz de su asesino. Cheek to Cheek. Se había preguntado cómo era posible que ese monstruo conociera una información tan íntima.
Intuyendo lo que estaba pensando, Jeremiah le confesó:
—Sí, querida. Fui yo quien citó a tu marido en aquellas obras abandonadas. Aquel estúpido tomó precauciones pero, aunque no quisiera reconocerlo, se fiaba de mí porque creía que los curas, en el fondo, son todos buenos. Me parece que cambió de idea poco antes de estrellarse contra el suelo.
Sandra sospechaba de Shalber: la verdad la perturbó. Al escuchar cómo liquidaba la muerte de David con aquella inapropiada ironía, sintió que le bullía la sangre. Poco antes, había confiado su más íntimo secreto al asesino de su marido. Él no estaba en coma y había oído la historia del aborto y sus remordimientos de conciencia. Y ahora poseía otra parte de ella y de David, tras haberle quitado todo lo demás.
—Descubrió el archivo de la Penitenciaría. Tú lo comprendes, Marcus, no podía dejarlo con vida —se justificó Jeremiah.
Ahora Sandra sabía cuál había sido el móvil, y si el hombre que le apuntaba a la nuca con una pistola era un penitenciario, entonces Shalber tenía razón: había sido uno de ellos quien mató a David, y ella no le había creído. Con el tiempo, el mal los había corrompido.
—En cualquier caso, su esposa ha venido a Roma para vengarlo. Pero nunca lo admitirá. ¿No es así, Sandra?
Ella lo miró con todo su odio.
—Podría haber dejado que pensaras que fue un accidente —le dijo Jeremiah—. Sin embargo, te di la posibilidad de que conocieras la verdad y me encontraras.
—¿Dónde está Lara? —lo interrumpió Marcus—. ¿Está bien? ¿Todavía está viva?
—Cuando lo planifiqué todo pensé que en cuanto encontraras el escondite de mi casa vendrías aquí para preguntármelo. —Hizo una pausa y lo miró con una sonrisa—. Porque yo sé dónde está la chica.
—Entonces, dímelo.
—Todo a su tiempo, amigo mío. Si, por el contrario, no hubieras descubierto mi plan antes de esta noche, me habría sentido autorizado para levantarme de esta cama y desaparecer para siempre.
—He entendido tu plan, he estado a la altura. De modo que ¿por qué no dejas marchar a esta mujer y me entregas a Lara?
—Porque no es tan fácil: tendrás que elegir.
—¿Cómo?
—Yo tengo una pistola, tú tienes una pistola. Deberás decidir quién morirá esta noche. —Con el cañón acarició la cabeza de la mujer—. Yo dispararé a la policía. Si me lo permites, después te diré dónde está Lara. Sin embargo, si me matas le salvarás la vida a la policía, pero nunca sabrás qué le ha pasado a la chica.
—¿Por qué quieres que te mate?
—¿Todavía no lo has entendido, Marcus?
El tono y la mirada mientras le hacía aquella pregunta le transmitieron un inesperado sufrimiento. Era como si Jeremiah estuviera diciéndole que él debería saberlo perfectamente.
—Dímelo tú —replicó Marcus.
—El padre Devok, ese viejo loco, hizo suya la lección de los penitenciarios: creía que el único modo de detener el mal era con el mismo mal. ¿No te das cuenta de su presunción? Para conocerlo teníamos que adentrarnos en su territorio oscuro, explorarlo desde dentro, confundirnos con él. Pero algunos de los nuestros perdieron el camino y volvieron atrás.
—Es lo que te ha sucedido a ti.
—Y a otros antes que a mí —añadió Jeremiah—. Todavía recuerdo cuando Devok me reclutó. Mis padres eran muy religiosos, de ellos heredé la vocación. Tenía dieciocho años, iba al seminario. El padre Devok se ocupó de mí, me enseñó a ver el mundo con los ojos del mal. Después borró mi pasado, mi identidad, me relegó para siempre a este océano de sombras. —Una lágrima resbaló por su rostro.
—¿Por qué empezaste a matar?
—Siempre pensé que formaba parte del grupo de los buenos y que eso hacía de mí una persona mejor que las demás. —Lo dijo en un tono sarcástico—. Pero llegó un momento en que necesité tener la seguridad de que no sólo era una idea mía. La única manera era ponerme a prueba. Rapté a la primera chica y la llevé al escondite. Tú ya lo has visto: no hay instrumentos de tortura, porque no encontraba placer en lo que estaba haciendo. No soy un sádico. —Se defendía de manera apesadumbrada—. La mantuve con vida, buscando un buen motivo para soltarla. Pero cada día lo posponía. Ella lloraba, se desesperaba, suplicándome que la liberara. Me di un mes de plazo para decidirme. Al final comprendí que no sentía ninguna compasión. Y la maté.
Era Teresa. Sandra recordó el nombre de la hermana de Monica, la doctora que, sin embargo, a él le había salvado la vida.
—Pero todavía no estaba satisfecho. Seguía realizando mi trabajo en la Penitenciaría, identificando a criminales y más criminales sin que Devok sospechara nada. Yo era dos cosas a la vez, estaba con la justicia y con el pecado. Poco después repetí la prueba con otra chica. Y luego con una tercera y una cuarta. Les quitaba un objeto, una especie de souvenir, esperando que el tiempo me ayudara a procesar la culpa por lo que había hecho. Pero siempre obtenía el mismo resultado: no sentía piedad. Estaba tan acostumbrado al mal que no conseguía ver la diferencia entre lo que me encontraba cuando investigaba y lo que yo mismo hacía. ¿Y quieres saber la absurda conclusión de esta historia? Cuanto más daño hacía, más fácil me resultaba después desenmascarar el mal. Desde ese momento salvé decenas de vidas, impedí numerosos crímenes. —Rió amargamente.
—Es decir que, si ahora te mato, salvaré la vida de esta mujer y perderé a Lara. —Marcus empezaba a comprender—. Si no lo hago, tú me dirás dónde está la chica, pero dispararás a la policía. En cualquier caso, estoy perdido. Yo soy tu verdadera víctima. En realidad, las dos opciones son equivalentes: quieres demostrar que sólo haciendo el mal se puede hacer el bien.
—El bien siempre tiene un precio, Marcus. El mal es gratis.
Sandra estaba conmocionada. Pero no tenía ganas de hacer de simple espectadora en aquella absurda situación.
—Deja que este imbécil me mate —dijo—. Y que te diga dónde está Lara. Está embarazada.
Jeremiah la golpeó con la culata de la pistola.
—No la toques —lo amenazó Marcus.
—Muy bien, así me gusta. Quiero verte combativo. La rabia es el primer paso.
Marcus no sabía que Lara estuviera embarazada. La revelación lo turbó.
Jeremiah se percató de ello.
—¿Es más doloroso ver cómo matan a alguien delante de tus ojos, o saber que alguien se está muriendo lejos de aquí? ¿La mujer policía o Lara y el hijo que lleva en las entrañas? Decide.
Marcus necesitaba ganar tiempo. No sabía si confiar en la llegada de la policía. ¿Qué ocurriría en ese caso? Porque Jeremiah no tenía nada que perder.
—Si dejo que dispares a esta mujer, ¿quién me asegura que después me dirás dónde está Lara? En realidad, también podrías matarlas a ambas. Tal vez confías en que en ese caso suscitarás mi cólera y me veré obligado a vengarme. Tú serías el ganador.
Jeremiah le guiñó el ojo.
—Realmente he hecho un buen trabajo contigo, no se puede negar.
Marcus no lo entendía.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo, Marcus: ¿cómo has llegado hasta mí?
—Por la succinilcolina que Alberto Canestrari se inyectó: te inspiraste en el último caso.
—¿Sólo por eso? ¿Estás seguro?
Marcus tuvo que reflexionar.
—Adelante, no me decepciones. Piensa en lo que llevo escrito en el pecho.
Mátame. ¿Qué intentaba decirle?
—Te daré una pequeña ayuda: hace algún tiempo decidí desvelar los secretos de nuestro archivo a familiares o conocidos de las víctimas de los casos que oficialmente habían quedado sin resolver. Sin embargo, yo los había resuelto. Pero hice desaparecer de la Penitenciaría el resultado de las averiguaciones y se lo entregué a ellos. Pensé que, dado que yo también era culpable, debía conceder la misma oportunidad a los que había hecho sufrir. Ése es el motivo de la puesta en escena de la ambulancia y la simulación del infarto. Si en vez de socorrerme la joven doctora me hubiera dejado morir, habría pagado mi deuda. En cambio, la hermana de Teresa escogió que siguiera con vida.
No había sido una buena elección, se dijo Sandra. El mal que Monica había evitado había encontrado otro modo de manifestarse. Por eso estaban allí, porque aquella chica había sido buena. Era absurdo.
—Y, sin embargo, resultaba evidente que lo había organizado todo. Incluso me lo escribí en el pecho, para evitar equívocos… Pero nadie supo leer la palabra. ¿A qué te recuerda eso?
Marcus se concentró.
—Al homicidio de Valeria Altieri. La palabra escrita con sangre detrás de la cama. «Evil».
—Muy bien —se complació Jeremiah—. Todos leían «Evil», el mal, pero era «Live». Buscaban una secta, una razón del símbolo triangular trazado con la sangre de las víctimas en la moqueta, y nadie pensó en una videocámara. Las respuestas siempre están delante de los ojos. Mátame. Y nunca las ve nadie. Nadie quiere verlas.
Marcus intuía las razones en que se basaba aquel plan inaudito.
—Como en el caso de Federico Noni. Todos veían a un chico en una silla de ruedas, nadie podía imaginar que fuera el asesino de su hermana, ni siquiera que pudiera caminar. Es lo mismo que has hecho tú: un hombre en coma, aparentemente inofensivo. Sólo hay un policía montando guardia. Después de descartar el infarto, ningún médico consigue averiguar qué tiene. Sin embargo, se encuentra bajo los efectos de la succinilcolina, que desaparecen al cabo de poco tiempo.
—La piedad es lo que nos ofusca, Marcus. Si Pietro Zini no se hubiera apiadado de Federico Noni, lo habría capturado en seguida. Si esta mujer no hubiera sentido piedad por mí, no me habría contado que abortó. Y ahora se preocupa porque Lara está embarazada. —Se rió con desprecio.
—Cabrón. Yo no he sentido ninguna piedad por ti. —En aquella posición, a Sandra le dolía la espalda. Pero seguía pensando en cómo escabullirse. Podía aprovechar un momento en que Jeremiah estuviera distraído e intentar abalanzarse sobre él. En ese instante, Marcus, era así como se llamaba el penitenciario, ahora lo sabía, podría desarmarlo. Después, la emprendería a patadas contra ese monstruo hasta que le revelara dónde tenía recluida a Lara.
—No he aprendido nada de ti —le respondió Marcus.
—Inconscientemente has hecho tuyas esas lecciones y has llegado hasta aquí. Ahora te toca a ti decidir si quieres ir más allá. —Se quedó mirándolo con seriedad—. Mátame.
—No soy un asesino.
—¿Estás seguro? Para reconocer el mal es necesario tenerlo dentro. Tú eres como yo. Por eso, mira en tu interior y lo entenderás. —Jeremiah colocó mejor el cañón en la cabeza de Sandra, poniéndose el otro brazo detrás de la espalda y adoptando una posición marcial. Como un verdugo listo para la ejecución—. Ahora contaré hasta tres. No te queda mucho tiempo.
Marcus alzó la pistola hacia Jeremiah: era un blanco perfecto, desde esa distancia podía acertarle fácilmente. Pero antes miró de nuevo a la mujer: vio que estaba a punto de hacer algo para liberarse. Sólo tenía que esperar a que hiciera un movimiento, después heriría a Jeremiah sin matarlo.
—Uno.
Sandra no le dio tiempo de contar: se levantó de repente, consiguiendo golpear con el hombro la pistola que Jeremiah tenía en la mano. Pero en cuanto dio el primer paso hacia Marcus, notó un espasmo en la espalda. Creyó que había recibido un disparo, pero igualmente consiguió llegar hasta él y protegerse detrás. En ese momento advirtió que no había oído la detonación. Se llevó en seguida una mano a la espalda y palpó un objeto clavado entre las vértebras. Lo reconoció.
—Dios mío.
Era una jeringuilla.
Jeremiah se reía con ganas, balanceándose en el extremo de la cama.
—Succinilcolina —exclamó.
Marcus miraba la mano que el hombre había sacado por sorpresa de detrás de la espalda. También había previsto la reacción de la mujer.
—Es increíble lo que se puede encontrar en un hospital, ¿verdad? —dijo él.
La había preparado después de disparar al agente de guardia, ése era el motivo de que se encontrara delante de la sala de fármacos. Sandra lo comprendió demasiado tarde. Primero notó un entorpecimiento de las articulaciones, que pronto se extendió hasta la garganta. No podía mover la cabeza y las piernas cedieron. Estaba en el suelo. Su cuerpo se movía a espasmos, sin que pudiera controlarlo. Después sintió que le faltaba el aliento. Era como si en la habitación ya no hubiera aire. «Como en un verdadero acuario», pensó recordando la comparación que había hecho al entrar en aquel lugar. Pero a su alrededor no había agua. Era ella la que no podía hacer acopio de oxígeno.
Marcus se abalanzó sobre la mujer: forcejeaba y estaba poniéndose azul. No sabía cómo ayudarla.
Jeremiah le mostró el tubo de goma que había al lado de la cama.
—Para salvarla tendrías que meterle esto en la garganta. O si no dar la alarma, pero primero tendrás que matarme, en otro caso no te lo permitiré.
Marcus miró la pistola que había dejado en el suelo.
—Le quedan apenas cuatro minutos, tal vez cinco. Una vez transcurridos los tres primeros, los daños cerebrales serán irreversibles. Recuerda, Marcus: en la frontera entre el bien y el mal hay un espejo. Si miras en él, descubrirás la verdad. Porque tú también…
El disparo interrumpió la frase. Jeremiah cayó hacia atrás con los brazos abiertos y la cabeza vuelta hacia el otro lado de la cama.
Marcus se desinteresó de él y de la pistola que todavía tenía en la mano después de apretar el gatillo y se concentró en la mujer.
—Te lo ruego, aguanta.
Después se dirigió a la puerta y bajó la palanca de la alarma contra incendios. Era el modo más rápido de pedir ayuda.
Sandra no comprendía lo que estaba ocurriendo. Sentía que estaba a punto de perder el sentido. Tenía fuego en los pulmones y no podía moverse, no podía gritar. Todo sucedía dentro de ella.
Marcus se arrodilló y le cogió la mano. Asistía, impotente, a la batalla silenciosa de la mujer.
—Apártese.
La voz perentoria procedía de su espalda. Hizo lo que le ordenaban y vio a una chica menuda con bata blanca que sujetaba a Sandra por los brazos, arrastrándola hacia la cama vacía más cercana. La ayudó cogiéndola de los pies. La acomodaron.
La chica tomó un laringoscopio del carrito de las emergencias. Lo introdujo en la garganta de la mujer y, con calma, hizo pasar un tubo que luego conectó a la máquina de respiración artificial. Con el estetoscopio le auscultó el tórax.
—Las pulsaciones están volviendo a la normalidad —dijo—. Tal vez hayamos llegado a tiempo.
Luego se volvió hacia el cuerpo exánime de Jeremiah Smith. Miró el agujero de bala que tenía en la sien. A continuación, la cicatriz en la de Marcus, asombrada por aquella singular analogía.
Entonces la reconoció. Era Monica, la hermana de Teresa. Esta vez le había salvado la vida a la mujer policía.
—Márchese de aquí —le dijo la joven doctora.
Pero él no la comprendió en seguida.
—Váyase —repitió ella—. Nadie entendería por qué le ha disparado.
Marcus dudaba.
—Yo sí lo sé —añadió ella.
Él se volvió hacia la mujer policía que, mientras tanto, había recuperado el color. Atisbo un resplandor en sus ojos abiertos de par en par. Estaba de acuerdo. Le hizo una caricia y se alejó hacia una salida de servicio.