22.17 h
Después de haber asistido al gesto de Camilla que, de manera completamente imprevisible, había puesto la mano en el pecho del chico que había heredado el corazón de su hijo, Marcus, por primera vez, adivinaba una interferencia invisible y piadosa en su existencia. «Somos tan insignificantes en la inmensidad del universo que parecemos no merecer el privilegio de un Dios que se interese por nosotros», se repetía. Pero estaba cambiando de idea.
Nos encontraremos donde todo empezó.
Iba a conocer a su antagonista. Iba a recibir el premio de la salvación de Lara.
Y el lugar donde todo había empezado era la villa de Jeremiah Smith.
Detuvo el Panda frente a la reja principal. La patrulla ya no estaba de guardia y hacía tiempo que la Policía Científica se había retirado. El lugar se encontraba desolado y melancólico, como debía de estar antes de desvelar su secreto. Marcus se encaminó hacia la casa. Sólo la luna llena se oponía al poder de la oscuridad.
Los árboles del acceso principal ondeaban a causa de la fresca brisa nocturna. Las hojas se movían con risas fugaces, que corrían por su lado, burlonas, para luego apagarse a su espalda. Las estatuas que adornaban el jardín abandonado lo miraban con sus ojos vacíos.
Llegó a la casa. Habían precintado puertas y ventanas. En realidad, no esperaba que el penitenciario estuviera esperándolo allí. El dictado del mensaje era claro.
Y esta vez busca al diablo.
Aquélla era su última prueba. Sin embargo, iba a obtener las respuestas.
¿El sentido del desafío era que tenía que buscar un signo sobrenatural? Pero se repitió que los penitenciarios no estaban interesados en la existencia del demonio, es más, eran los únicos de la Iglesia que dudaban de su existencia. Siempre lo habían considerado un cómodo pretexto inventado por los seres humanos para esquivar la responsabilidad de sus propias culpas y para absolver los defectos de su naturaleza.
El diablo sólo existe porque los hombres son malvados.
Quitó los precintos de la puerta y entró en la vivienda. La luz de la luna no lo siguió al interior, se detuvo en el umbral. No había ruidos ni presencias.
Cogió la linterna de su bolsillo y con ella se abrió camino por el pasillo de paredes oscuras. Se acordó de la primera visita, cuando estuvo siguiendo la cébala de los números de detrás de los cuadros. Y, sin embargo, si el penitenciario había querido que volviera, era porque algo se le había escapado. Avanzó hasta la habitación donde habían encontrado a Jeremiah Smith agonizando.
«El diablo ya no vive aquí», se dijo.
Faltaba algo desde la vez anterior. La Policía Científica había retirado la mesilla tumbada, los añicos del vaso de leche y las migas de las tostadas. Al igual que los materiales —guantes estériles, trozos de gasa, jeringuillas y cánulas— utilizados por el equipo de la ambulancia en su intento por reanimarlo. No estaban los fetiches —la cinta para el pelo, la pulsera de coral, la bufanda rosa y el patín— con los que el monstruo evocaba a los fantasmas de sus jóvenes víctimas para que le hicieran compañía durante las largas noches de soledad.
Pero en el lugar de los objetos todavía se cernían las preguntas.
¿Qué hizo Jeremiah Smith —un hombre limitado, asocial, sin ningún atractivo— para ganarse la confianza de aquellas chicas? ¿Dónde las mantenía prisioneras durante un mes, antes de matarlas? ¿Dónde estaba Lara?
Marcus evitó preguntarse si todavía estaba viva. Había llevado a cabo su tarea con la máxima dedicación, por lo que no iba a aceptar un epílogo distinto.
Miró a su alrededor. Anomalías. «La señal no es sobrenatural —se dijo—, sino algo que sólo un hombre de fe podría reconocer». Esta vez debía invocar un talento que temía no poseer.
Su mirada se paseó por la habitación en busca de algo que interrumpiera la normalidad. Una pequeña grieta hacia otra dimensión. El paso utilizado por el mal para extenderse.
Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas… Yo soy el guardián que defiende esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar.
Sus ojos se detuvieron en la ventana. Al otro lado del cristal, la luna le indicaba algo.
Desplegaba las alas y miraba en su dirección. El ángel de piedra estaba convocándolo.
Se encontraba en medio del jardín, junto a las otras estatuas. Las Escrituras narraban que Lucifer había sido un ángel antes de su caída. El predilecto del Señor. La idea acudió a su mente, y salió corriendo al jardín.
Se detuvo delante de la alta figura, que permanecía iluminada por un lívido resplandor.
«La policía no se ha dado cuenta de nada —se dijo observando el suelo a los pies del ángel—. Si aquí debajo hay algo, los perros de la unidad canina tendrían que haberlo olfateado». Pero a causa de las persistentes lluvias de los últimos días los olores generados por la tierra debían de haber confundido el olfato de los animales.
Marcus apoyó las manos en la base de la estatua, la empujó y el ángel se movió, descubriendo bajo él una trampilla de hierro. No estaba cerrada con llave. Únicamente tuvo que levantar la argolla.
En la oscuridad, un fuerte olor a humedad emanó del agujero como un fétido aliento. Marcus enfocó la linterna: seis escalones conducían al abismo. Pero no se oía ninguna voz, ningún ruido.
—Lara —llamó.
Lo repitió tres veces. Una vez más. Pero no obtuvo respuesta.
Aferrándose a la escalerilla, empezó a descender.
El haz de luz recorrió aquel espacio angosto, de techo bajo y pavimento de baldosas, que en un punto se hacía más profundo. Tiempo atrás debía de haber sido una piscina, pero alguien la había transformado en una estancia secreta.
La linterna iba en busca de una presencia humana. Marcus temía encontrar solamente un cuerpo mudo. Pero Lara no estaba.
Sólo había una silla.
También era éste el motivo por el cual los perros no habían olido nada. Pero era allí donde Jeremiah las llevaba. Aquél era el escondite donde las tenía prisioneras durante un mes y al final las mataba. No había cadenas colgadas de la pared para deleitarse con juegos de tortura, ni aparatos para desahogar su sadismo o alcobas donde consumar actos sexuales. No les aplicaba tortura, ni violencia, se recordó Marcus a sí mismo: Jeremiah no las tocaba. Todo se reducía a aquella silla, junto a la cual estaba la cuerda con la que las ataba y una bandeja con un cuchillo de unos veinte centímetros con el que después les cortaba el cuello. Ésa era toda la perversa fantasía de aquel monstruo.
Marcus se acercó a la silla y vio que sobre ella había un sobre cerrado. Lo cogió y lo abrió. Dentro estaban los planos originales del apartamento de Lara, con la ubicación de la trampilla oculta en el baño. Había una lista de los movimientos y horarios de la chica. Apuntes en los que se indicaba el plan para esconder el narcótico en el azúcar. Al final, una foto de la estudiante sonriendo. En su cara había un interrogante pintado en rojo. «Estás jugando conmigo», se dijo Marcus dirigiéndose al penitenciario. En el sobre estaban las pruebas de que Jeremiah realmente había secuestrado a la chica.
Pero no había rastro de Lara. Así como tampoco del misterioso compañero que lo había conducido hasta allí.
Marcus bullía de rabia. El penitenciario no había cumplido su palabra. Lo maldijo, se maldijo a sí mismo. La burla era insoportable. No quería permanecer en aquel lugar. Se dio la vuelta para salir, pero la linterna le resbaló de las manos y, mientras caía, iluminó algo detrás de él.
En la esquina, a su espalda, había alguien.
Estaba observando la escena. Y no se movía. En el haz de luz se podía adivinar sólo el perfil de un brazo. Iba vestido de negro. Marcus se agachó para recoger la linterna y, lentamente, la levantó hacia el desconocido.
No era una persona, sino sólo un traje de cura colgado de una percha.
De repente, empezó a verlo todo con claridad. Era así como Jeremiah Smith se acercaba a sus víctimas. Las chicas no lo temían porque veían al hombre de Iglesia, no al monstruo.
Uno de los bolsillos de la sotana estaba abultado. Marcus se acercó e introdujo la mano. Extrajo una ampolla de un fármaco y una jeringa hipodérmica: succinilcolina.
No se había equivocado. Sin embargo, los objetos del bolsillo narraban una historia distinta.
Jeremiah lo hizo todo él solo.
Sabía que aquella noche la hermana de una de sus víctimas era la doctora de guardia asignada a las ambulancias en caso de código rojo. Así que llamó al número de urgencias describiendo los síntomas de un ataque al corazón. Esperó hasta su llegada para inyectarse la sustancia venenosa. Incluso podía haber tirado la jeringuilla en un rincón de la habitación o debajo de un mueble: el personal de la ambulancia, con el nerviosismo, no se daría cuenta, y la Policía Científica la habría confundido con el material dejado por la doctora o el enfermero al terminar su intervención.
No se disfrazaba de cura. Él es cura.
El inicio de su plan debía de remontarse aproximadamente a una semana antes, cuando envió las notas anónimas a todos los implicados en el asesinato de Valeria Altieri. Después procedió a enviar el mail que había puesto al corriente a Pietro Zini sobre el caso Fígaro. A continuación, llamó a Camilla Rocca para anticiparle que Astor Goyash iba a estar en el hotel Exedra unos días más tarde.
Él es el penitenciario.
«Durante todo este tiempo lo hemos tenido delante de los ojos sin saber quién era realmente». Como el cirujano Alberto Canestrari, Jeremiah había simulado una muerte natural con la succinilcolina. Ningún examen toxicológico la habría identificado. Era suficiente una dosis de un miligramo para bloquear los músculos de la respiración. En pocos minutos moriría ahogado, tal como le había ocurrido a Canestrari. El fármaco provocaba la inmediata parálisis del cuerpo, sin dar lugar a ningún arrepentimiento.
Pero Canestrari no previó que una ambulancia lo socorrería. Él, en cambio, sí.
¿Qué ve la policía? Un asesino en serie que ya no representa ningún peligro. ¿Qué ven los doctores? Un paciente en coma. ¿Qué veía Marcus? Anomalías.
Antes o después, el efecto de la succinilcolina cesaría. De un momento a otro, Jeremiah Smith iba a despertarse.