22.07 h
Cogió el 52 en su inicio, en la piazza San Silvestro, y dejó luego el autobús a la altura de la via Paisiello. Desde allí, con el 911 llegó a la piazza Euclide. Bajó en la estación subterránea y tomó el tren que desde Viterbo llegaba hasta Roma y que en el último tramo se sumergía en el subsuelo, conectando la zona norte de la ciudad con el centro. Única parada, piazzale Flaminio. Allí enlazó con el metro y prosiguió en dirección a Anagnina. Una vez en la parada de Furio Camillo, volvió a salir a la superficie y paró un taxi.
Empleó pocos segundos en hacer cada transbordo, siguiendo un recorrido dictado por la casualidad, sólo para despistar en caso de que estuvieran siguiéndola.
Sandra no se fiaba de Shalber. El funcionario de la Interpol había demostrado cierta destreza a la hora de prever sus movimientos. Por mucho que hubiera podido escapársele a la salida de Santa María sopra Minerva, estaba segura de que se había quedado agazapado en los alrededores, intentando volver a seguirle los pasos. Pero las precauciones que había tomado debían ser suficientes para que perdiera su rastro. Porque todavía tenía algo que hacer esa noche, antes de regresar al hotel.
Visitar a un nuevo conocido.
El taxi la dejó delante de la entrada principal del gran centro sanitario. Sandra recorrió a pie el último tramo, siguiendo las indicaciones de los letreros. Hasta que llegó al edificio que albergaba la Unidad Operativa Compleja.
Aunque, entre los trabajadores del Gemelli, se conocía como la frontera.
Cruzó una primera puerta corredera y se encontró en una sala de espera con cuatro filas de sillas de plástico, una pegada a la otra, azules, como las paredes que las circundaban. Los radiadores eran del mismo color, así como las batas de los médicos y los enfermeros, e incluso el expendedor de agua potable. El efecto era una incomprensible monotonía cromática.
La segunda puerta tenía el acceso restringido. Para llegar al corazón de la instalación, cuidados intensivos, era necesario disponer del correspondiente distintivo que accionaba electrónicamente la cerradura. Además, había un policía de guardia. Una presencia formal para recordar que un sujeto peligroso, aunque ahora imposibilitado para hacer daño a nadie, estaba ingresado en la unidad. Sandra mostró su placa al agente, y una enfermera le indicó el procedimiento preliminar para la visita. Hizo que se pusiera cubre-zapatos, bata estéril y cofia para el pelo. Después accionó el resorte de la puerta para que pudiera entrar.
El largo pasillo que se encontró delante le recordaba un acuario. Como el que había visitado un par de veces con David en Génova. A ella le encantaban los peces, se dejaba hipnotizar por su movimiento, podía mirarlos durante horas. Ahora tenía ante sí una sucesión de peceras, que en realidad eran los cristales divisorios de las salas de reanimación. Las luces estaban bajas y dominaba un silencio extraño. Sin embargo, si uno lo escuchaba con atención, descubría que estaba formado de sonidos. Bajos y débiles como respiraciones, rítmicos y constantes como un latido profundo.
Parecía que el lugar estuviera durmiendo.
Avanzó por el suelo de linóleo, pasando junto a la zona reservada donde se encontraban dos enfermeras sentadas en la penumbra ante un panel de control: en sus rostros se reflejaba el resplandor de los monitores que reportaban los parámetros vitales de los pacientes ingresados en la unidad. A su espalda, un joven médico estaba escribiendo sentado a una mesa de acero inoxidable.
Dos enfermeras y un médico: era el personal necesario para ocuparse de la unidad por la noche. Sandra se presentó, pidió indicaciones y ellos se las dieron.
Al pasar por delante de los acuarios de los hombres-pez, los observó inmóviles en las camas, mientras nadaban en ese mar de silencio.
Se dirigió a la última cristalera. Mientras se acercaba, notó que alguien la miraba desde el otro lado. Era una chica menuda que llevaba una bata blanca, podían ser de la misma edad. Se puso a su lado. En la habitación había seis camas. Pero sólo una estaba ocupada. Por Jeremiah Smith. Estaba intubado y su pecho se movía arriba y abajo, siempre con la misma cadencia. Aparentaba más de los cincuenta años que tenía.
En ese momento la chica se volvió a mirarla. Al ver su rostro, Sandra tuvo una sensación de déjà vu. Un instante después se acordó de dónde la había visto, y el recuerdo le provocó un escalofrío. A la cabecera de ese monstruo estaba el fantasma de una de sus víctimas.
—Teresa —dijo.
Ella sonrió.
—Soy Monica, su hermana gemela.
La chica que tenía enfrente no sólo era la hermana de una de las pobres inocentes asesinadas por Jeremiah, también era la doctora que le había salvado la vida al acudir con la ambulancia después de que el hombre se sintiera mal.
—Me llamo Sandra Vega, soy de la policía. —Le tendió la mano para presentarse.
La chica se la estrechó.
—¿Es la primera vez que vienes aquí?
—¿Por qué se nota?
—Por la manera en que lo estabas mirando.
Sandra volvió a observar a Jeremiah Smith.
—¿Por qué, cómo lo miraba?
—No lo sé. Pero diría que del mismo modo en que se observa a un pez rojo dentro de un acuario.
Sandra sacudió la cabeza, divertida.
—¿He dicho algo inconveniente?
—No, nada. No te preocupes.
—Yo, en cambio, vengo todas las tardes. Antes de empezar la guardia de la noche o cuando termino la de día. Me quedo aquí durante quince minutos y después me voy. No sé por qué lo hago. Lo hago sin más.
Sandra admiraba el coraje de Monica.
—¿Por qué lo salvaste?
—¿Y por qué todo el mundo me pregunta lo mismo? —La chica, sin embargo, no estaba molesta—. La pregunta correcta sería: ¿por qué no lo dejé morir? Son dos cosas distintas, ¿no crees?
Sí, no lo había pensado.
—Si ahora me preguntaras si me gustaría matarlo, te contestaría que lo haría si no temiera las consecuencias. Pero ¿qué sentido tenía dejarlo morir sin intervenir? Como si fuera una persona normal que llega al final de su vida y se apaga de manera natural. Él no es como los demás. Él no se lo merece. Mi hermana no tuvo esa posibilidad.
Sandra tenía que reflexionar. Ella buscaba al asesino de David y seguía repitiéndose que era para saber la verdad, para dar sentido a la muerte de su marido. Para hacer justicia. Si se hubiera encontrado en el lugar de Monica, ¿cómo se habría comportado?
La chica continuó:
—No, mi venganza más despiadada es verlo en esta cama. Sin juicio, sin tribunal. Sin leyes, sin estrategias. Sin informes psiquiátricos, sin atenuantes. La verdadera revancha es saber que se quedará así, prisionero de sí mismo, de esa oscura cárcel de la que no saldrá. Y yo podré venir a verlo todas las tardes, mirarlo a la cara y decirme que se ha hecho justicia. —Se dirigió a Sandra—. ¿Cuántos de los que han perdido a un ser querido por la maldad de otra persona pueden gozar del mismo privilegio?
—En efecto, así es.
—Fui yo quien le practicó el masaje cardíaco, poniéndole las manos en el pecho, sobre aquel tatuaje… «Mátame». —Sofocó la repugnancia—. Tenía en mi ropa el olor de sus heces, de su orina, su saliva entre mis dedos. —Hizo una pausa—. En mi trabajo se ven muchas cosas. La enfermedad pone a cada uno en su lugar. Pero la verdad es que los médicos no salvamos a nadie. Porque cada uno se salva por sí mismo. Escogiendo la vida más justa, el mejor camino. A todos nos llega el momento de llenarnos de heces y de orina. Y es triste no descubrir quién eres hasta ese día.
Sandra se admiró por su sabiduría. Y, sin embargo, la chica tenía más o menos su edad y parecía frágil. Quería seguir escuchándola un rato más.
Monica miró el reloj.
—Lamento haberte entretenido. Es mejor que me vaya, está a punto de empezar mi guardia.
—Ha sido un placer conocerte. He aprendido mucho de ti esta noche.
La chica sonrió.
—También se crece a fuerza de bofetadas, mi padre siempre lo dice.
La miró mientras se alejaba por el pasillo desierto. Una idea volvió a materializarse en su cabeza. Pero seguía apartándola hacia atrás. Estaba convencida de que Shalber había matado a su marido. Y ella se había acostado con él. Pero necesitaba aquellas caricias. David lo habría entendido.
Se acercó a la puerta de la sala de reanimación. Cogió una mascarilla de un contenedor estéril y se la puso. A continuación cruzó el umbral de ese pequeño infierno con un único condenado.
Contó los pasos mientras se acercaba a la cama de Jeremiah Smith. Seis. No, siete. Empezó a mirarlo. El pez rojo estaba al alcance de la mano. Con los ojos cerrados, rodeado de una gélida indiferencia. Ese hombre ya no era capaz de inspirar nada de nada. Ni miedo ni compasión.
Había una butaca al lado. Sandra se sentó. Apoyó los codos sobre las rodillas, entrelazó los dedos y se inclinó hacia él. Le habría gustado leer en su interior, entender qué lo había impulsado a hacer daño. En el fondo, era la misma labor que llevaban a cabo los penitenciarios, escrutar el alma humana en busca de las motivaciones profundas de cada acción. Ella, en cambio, como fotógrafa, observaba las señales de fuera, las heridas que el mal dejaba en el mundo.
Acudió a su cabeza la foto oscura del carrete de la Leica.
«Ése es mi límite», se dijo. Sin la imagen, perdida irremediablemente tal vez por un error a la hora de disparar, no era capaz de proseguir por el camino que David le había marcado.
A saber si había algo en aquella foto.
Todo lo exterior era su fuente de detalles, pero también su barrera. Entendió lo bien que le iría por una vez mirar hacia su interior y después sacarlo todo, intentar buscar el camino del perdón. Una confesión por lo menos resultaría liberadora. Por eso, de repente, empezó a hablar con Jeremiah Smith.
—Quiero contarte la historia de una corbata verde rana.
No sabía por qué lo había dicho, pero le salió así.
—Los hechos se remontan a unas semanas antes de que alguien matara a mi marido. David había regresado de un largo viaje de trabajo. Aquella noche parecía como todas las otras veces que nos veíamos después de tanto tiempo. Era una fiesta, sólo para nosotros. El resto del mundo estaba encerrado fuera de casa y nos sentíamos como si fuéramos los únicos que formásemos parte del género humano. ¿Sabes a lo que me refiero, te ha ocurrido alguna vez? —Sacudió la cabeza, divertida—. No, claro que no. Pues bien, aquella noche, por primera vez desde que nos conocíamos, tuve que fingir que lo amaba. David me hizo una pregunta de rutina. «¿Cómo estás, va todo bien?». Cuántas veces nos lo habíamos preguntado a lo largo del día, y nunca esperábamos recibir una respuesta sincera. Pero cuando le dije que todo iba bien, no se trataba de una frase de circunstancias: era una mentira… Unos días antes, había estado en el hospital para abortar. —Sandra sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero las frenó—. Teníamos todos los papeles en regla para ser unos padres fantásticos: nos queríamos, estábamos seguros el uno del otro. Pero él era reportero y siempre estaba de viaje para fotografiar guerras, revoluciones o desastres. Y yo, una policía a las órdenes de la Científica. No puedes dar a luz a un hijo si tu trabajo hace que arriesgues la vida, como sucedía con David. Y tampoco puedes hacerlo si ves todo lo que tengo que ver yo, cada día, en las escenas del crimen. Demasiada violencia, demasiado miedo: no era adecuado para un niño.
Lo dijo con convicción, sin dejar traslucir ningún arrepentimiento.
—Y éste es mi pecado. Lo llevaré encima mientras viva. Pero lo que no consigo perdonarme es no haber dado a David ni voz ni voto en todo esto. Aproveché que estaba fuera para tomar la decisión. —Sandra dejó escapar una triste sonrisa—. Cuando volví a casa después de abortar, encontré en el baño el test de embarazo que me había hecho sola. Mi hijo, o lo que fuera que me habían sacado de dentro, no sé lo que era con apenas un mes, se quedó en aquel hospital. Lo sentí morir dentro de mí, y después lo dejé solo. Es terrible, ¿no crees? En cualquier caso, pensé que aquella criatura al menos se merecía un funeral. Así que cogí una caja y puse dentro el test de embarazo y una serie de objetos pertenecientes a su madre y a su padre. Entre ellos, la única corbata de David. Verde rana. Después me fui en coche de Milán a Tellaro, el pueblo de Liguria donde pasábamos las vacaciones. Y lo tiré todo al mar. —Recuperó el aliento—. Nunca se lo he dicho a nadie. Y me parece absurdo estar contándotelo precisamente a ti. Pero lo bueno viene ahora. Porque estaba segura de que sería la única que pagaría las consecuencias de mi gesto. En cambio, sin saberlo, organicé un desastre irremediable. Me di cuenta después, y ya era demasiado tarde. Junto al amor que podría haber sentido por mi hijo, también tiré el que sentía por David. —Se secó una lágrima—. No había manera: lo besaba, lo acariciaba, hacía el amor con él y no sentía nada. El refugio que ese niño había empezado a excavar dentro de mí para sobrevivir se había convertido en un vacío. No empecé a amar de nuevo a mi marido hasta que murió.
Cruzó los brazos en el pecho, con los hombros caídos. Abandonándose en aquella incómoda posición, empezó a sollozar. El llanto le salió a chorro, sin tregua, con un efecto liberador. No podía parar. Duró unos minutos y luego, mientras se sonaba la nariz e intentaba recuperar la compostura, se rió de sí misma. Estaba exhausta. Pero, incomprensiblemente, se sentía bien allí. «Cinco minutos más —se dijo—. Sólo cinco». Los pitidos regulares del cardiógrafo conectado en el pecho de Jeremiah Smith, la cadencia del respirador automático que lo mantenía con vida, actuaron sobre ella con un efecto hipnótico y relajante. Cerró los ojos por un momento y, sin darse cuenta, se durmió. Vio a David. Su sonrisa. Su pelo alborotado. Su mirada limpia. Aquella mueca que hacía cada vez que la encontraba un poco triste o pensativa, adelantando el labio inferior e inclinando la cabeza hacia un lado. David la cogió de las mejillas y la atrajo hacia él para darle uno de sus larguísimos besos en los labios. «Está todo bien, Ginger». Ella se sintió aliviada, en paz. Luego su marido la saludó con la mano y se alejó bailando claqué y entonando su canción. Cheek to Cheek. A pesar de que la voz le parecía la de David, en su sueño Sandra no podía saber que, sin embargo, pertenecía a otra persona. Y era del todo real.
En la sala, alguien canturreaba.