20.34 h
Fue suficiente con una llamada para motivar a Camilla Rocca. Sin ninguna prueba, sin ninguna evidencia.
Por fin tenía un nombre, Astor Goyash, y eso le bastaba.
El hotel Exedra se encontraba en la que una vez fue la piazza dell’Esedra —por haber surgido manteniendo la forma del hemiciclo de las vastas Termas de Diocleciano, cuyas ruinas todavía podían admirarse a poca distancia— y que, desde los años cincuenta, había cambiado su nombre por el de piazza della Repubblica. Pero los romanos nunca se acostumbraron al cambio y, a pesar del tiempo transcurrido, seguían usando su anterior denominación.
El hotel de lujo estaba situado delante de la gran Fontana delle Naiadi, al lado izquierdo de la plaza. Desde la autopista, Marcus empleó media hora en llegar a su destino, con la esperanza de interceptar a Camilla antes de que hiciera algo irremediable.
Todavía no sabía lo que le aguardaba. No había podido descubrir la razón de la muerte del pequeño Filippo. En esta ocasión, la verdad sugerida por el otro penitenciario no era tan clara. «Tú eres tan bueno como él. Tú eres como él», le había dicho Clemente. Pero no era cierto. Nunca se había planteado la cuestión de averiguar dónde se escondía en esos momentos su predecesor. Pero estaba seguro de que estaba observándolo, juzgando todos sus movimientos a distancia. «Aparecerá», se dijo. Estaba convencido de que, al final, iban a encontrarse. Y se lo explicaría todo.
Entró en el hotel pasando por delante de un portero con sombrero de copa y librea. La luz de las lámparas de cristal se reflejaba en los ricos mármoles, la decoración era suntuosa. Se detuvo en el vestíbulo como un cliente cualquiera, preguntándose cómo conseguiría dar con Camilla.
Desde donde se encontraba, vio llegar a muchos jóvenes vestidos de etiqueta. Marcus se escurrió entre ellos. En ese instante, un mozo que llevaba un gran paquete con un lazo rojo se acercó a recepción.
—Es para Astor Goyash.
El conserje le indicó el fondo de la sala.
—La fiesta de cumpleaños es en la terraza.
Marcus finalmente entendió el sentido del regalo que había visto en casa de Camilla Rocca, así como que se hubiera comprado un vestido nuevo: eran subterfugios para introducirse en el Exedra sin llamar la atención.
Vio que el mozo se ponía en la cola junto a los otros invitados delante del ascensor que llevaba directamente al ático. Controlando quién subía estaban los dos gorilas que lo habían perseguido después de su visita a la consulta del cirujano Canestrari y posteriormente en la clínica.
Astor Goyash iba a estar allí esa noche. Sin embargo, con aquellas medidas de seguridad, sería imposible acercarse a él. Pero el misterioso penitenciario le había ofrecido a Camilla una opción.
Marcus debía llegar a la habitación 303 antes de que lo hiciera la mujer.
Las puertas del hotel se abrieron y un nutrido grupo de guardaespaldas hizo su entrada: rodeaban a un hombre no demasiado alto, de unos setenta años, con el pelo rizado, el rostro bronceado y esculpido de arrugas, y los ojos de hielo.
Astor Goyash.
Marcus miró a su alrededor, temiendo ver aparecer a Camilla de un momento a otro. Pero no sucedió. Escoltaron a Goyash hasta otro ascensor. Cuando las puertas se cerraron, Marcus vio que tenía que actuar de prisa. En poco tiempo, su presencia sería advertida por las cámaras de vigilancia, y el personal de seguridad del hotel se acercaría discretamente para averiguar los motivos por los cuales se encontraba allí. Se dirigió al conserje para pedir la llave de la habitación que había reservado un rato antes utilizando el móvil de Bruno Martini. Le pidió un documento de identidad, y Marcus le mostró el falso pasaporte diplomático con el escudo del Vaticano que Clemente le proporcionó al principio de su instrucción.
—¿Ya ha llegado la señora Camilla Rocca?
El conserje lo miró, dudando si darle esa información. Marcus sostuvo su mirada y, al final, el hombre se limitó a admitir que la señora había ocupado su habitación una hora antes. Para Marcus era suficiente. Le dio las gracias y le entregaron una llave electrónica: su habitación estaba en la segunda planta. Se dirigió a otra fila de ascensores, no vigilados por los hombres de Goyash. Una vez en la cabina, apretó el tercer pulsador.
Las puertas se abrieron en un largo pasillo. Miró a los lados, no había guardaespaldas a la vista. Al momento le pareció extraño. Leyendo los números de las habitaciones, se dirigió a la 303. Torció la esquina y recorrió unos diez metros hasta que se la encontró de frente. No había nadie de guardia, y eso también le pareció anómalo. Tal vez estaba dentro con Goyash. En la cerradura electrónica estaba encendido el indicador de «no molestar». Marcus, indeciso sobre lo que tenía que hacer, llamó. Esperó unos veinte segundos antes de que una voz de mujer le preguntara quién era.
—Servicio de seguridad del hotel. Lamento molestarla, pero el detector de humos de su habitación ha hecho saltar una alarma.
La cerradura giró y se abrió la puerta. Con gran sorpresa, se encontró delante a una chica rubia que apenas contaba catorce años. Estaba semidesnuda, envuelta en una sábana, con la mirada empañada de quien ha consumido drogas.
—He encendido un cigarrillo, no creía que estuviera haciendo nada grave —se justificó.
—Esté tranquila, pero tengo que comprobarlo.
Sin esperar una invitación, la apartó y entró.
Era una suite. La primera habitación era una sala con el suelo de parquet oscuro. Había un pequeño salón delante de un gigantesco televisor de plasma y un mueble bar. En una esquina había paquetes de regalo apilados. Marcus echó un vistazo por la habitación: aparte de la chica, no parecía que hubiera nadie.
—¿El señor Goyash está aquí?
—Está en el baño, si quiere voy a llamarlo.
Marcus ignoró el ofrecimiento y se dirigió a la habitación de al lado.
La chica lo siguió contrariada, olvidando cerrar la puerta.
—Eh, ¿adónde va?
Había una gran cama deshecha. En una mesilla vislumbró un espejo con rayas de cocaína y un billete enrollado. El televisor estaba encendido y en la pantalla aparecían vídeos musicales; el volumen estaba alto.
—Salga en seguida —lo conminó la chica.
Marcus le puso una mano en la boca y la miró fijamente para que entendiera que no era el momento de protestar. Ella pareció calmarse, pero estaba asustada. Marcus se acercó a la puerta del baño y se la señaló a la chica. Ella asintió: Goyash estaba allí dentro. El volumen del televisor le impedía oír lo que sucedía al otro lado.
—¿Está armado?
La chica negó con la cabeza. Marcus comprendió que la menor que tenía delante era la razón por la cual el anciano malhechor búlgaro se había librado temporalmente de su escolta. Un pequeño regalito a base de sexo y cocaína antes de la fiesta de cumpleaños.
Iba a decirle a la chica que se fuera cuando se volvió y vio a Camilla Rocca quieta en la puerta. Junto a sus pies tenía la caja de un regalo abierta. Entre sus manos, una pistola. En sus ojos, el oscuro resplandor del odio.
Instintivamente, levantó una mano, como para detenerla. La chica lanzó un grito que se perdió entre las notas ensordecedoras de una canción rock. Marcus la apartó de un empujón, y la niña de catorce años fue a esconderse tras la cama, aterrorizada.
Camilla respiraba profundamente para infundirse valor.
—¿Astor Goyash?
Obviamente sabía que tenía que encontrarse frente a un hombre de setenta años.
Marcus intentó mantener la calma y quiso hacerla razonar.
—Conozco tu historia, pero no resolverás nada de este modo.
La mujer advirtió la luz que se filtraba por debajo de la puerta del baño.
—¿Quién hay ahí dentro?
Levantó la pistola en aquella dirección.
Marcus era consciente de que, en cuanto se abriera, dispararía.
—Escúchame. Piensa en tu nuevo hijo. ¿Cómo se llama? —Intentaba ganar tiempo, desviar la atención hacia algo que generara en ella un titubeo, al menos que vacilara. Pero Camilla no le contestaba y no apartaba la mirada de la puerta. Volvió a intentarlo—: Piensa en tu marido. No puedes dejarlos solos tú también.
En los ojos de Camilla empezaron a aflorar las primeras lágrimas.
—Filippo era un niño muy dulce.
Marcus decidió ser duro:
—¿Qué crees que sucederá cuando hayas apretado el gatillo? ¿Cómo crees que te sentirás después? Yo te lo diré: no cambiará nada, todo continuará como ahora. No te espera ningún consuelo. Seguirá siendo difícil. ¿Y qué habrás obtenido?
—No existe otro modo de hacer justicia.
Marcus sabía que la mujer tenía razón. No había pruebas que relacionaran a Astor Goyash y a Canestrari con Filippo. La única, el hueso que encontró en la clínica, se la habían arrebatado los hombres del búlgaro.
—Nunca se hará justicia —dijo con tono firme pero comprensivo, bajo el que afloraba una vena de resignación, porque temía que no podría evitar lo peor—. La venganza no es la única opción que te queda.
Reconoció en ella la misma mirada de Raffaele Altieri antes de que disparara a su padre, después de haber sospechado siempre de él. La misma determinación de Pietro Zini cuando ajustició a Federico Noni en vez de denunciarlo. Por eso, esta vez también era todo inútil, la puerta del baño se abriría y Camilla apretaría el gatillo.
Vieron bajar la manija. La luz del interior se apagó y la puerta se abrió. La chiquilla gritó desde la cama. El objetivo apareció en el marco de la puerta. Llevaba un albornoz blanco, miró el cañón de la pistola con repentina perplejidad y sus ojos de hielo se derritieron en un instante. Pero no era un viejo de setenta años.
Era un chico de quince.
En la habitación todos se quedaron igual de confusos y desorientados. Marcus observó a Camilla, que se quedó mirando al joven.
—¿Dónde está Astor Goyash?
Él contestó con un hilo de voz, pero nadie consiguió oírlo.
—¿Dónde está Astor Goyash? —repitió Camilla con cólera, blandiendo el arma en su dirección.
El chico sólo acertó a decir:
—Soy yo.
—No, no eres tú —replicó ella, como si no quisiera creer en la evidencia.
—Entonces… tal vez mi abuelo… Arriba se celebra la fiesta de mi cumpleaños, él está allí ahora.
Camilla se dio cuenta de su error y vaciló. Marcus lo aprovechó para acercarse y poner una mano sobre la pistola, hasta que hizo que la bajara lentamente. Los ojos transidos de dolor se plegaron a la vez que el arma.
—Vámonos —le dijo—. No hay nada más que hacer aquí. No querrás matar al chico sólo porque su abuelo, por algún oscuro motivo, está implicado en la muerte de tu hijo, ¿verdad? Ni siquiera serviría como venganza, sería crueldad gratuita. Y yo sé que no eres capaz de hacerlo.
Camilla lo pensó. Estaba haciéndole caso cuando se paró de repente. Había notado algo.
Marcus siguió la dirección de su mirada y vio que observaba de nuevo al chico. Miraba hacia la abertura de su albornoz, exactamente a la altura del pecho. Se acercó y él retrocedió, hasta que quedó con la espalda pegada a la pared. Camilla apartó con dulzura los bordes de rizo, descubriendo la larga cicatriz que tenía en el esternón.
Un escalofrío recorrió a Marcus, dejándolo sin respiración durante un largo instante. «Dios mío, qué han hecho».
Tres años antes, el nieto de Astor Goyash tenía la misma edad que Filippo Rocca. Alberto Canestrari era cirujano. Había matado por encargo para obtener un corazón.
Pero Camilla no podía conocer esa verdad, se dijo Marcus. Sin embargo, algo, un presentimiento, el instinto maternal, un sexto sentido, la había empujado a hacer ese gesto, a pesar de que la mujer no parecía comprender del todo la razón.
Posó una mano en el pecho del chico, que la dejó hacer. Se quedó escuchando el compás del latido de aquel órgano ajeno. Un sonido procedente de otro lugar, de otra vida.
Camilla y el chico se miraron. En el fondo de sus ojos, ¿aquella madre buscaba una luz que le dijera que allí estaba también su hijo? ¿O tal vez la revelación de que Filippo, de algún modo, también podía verla en ese momento?
Marcus no lo sabía, pero se dio cuenta de que la única prueba que había para relacionar al viejo Astor Goyash con la muerte del niño se encerraba en el pecho de su nieto. Habría bastado una biopsia del corazón y la comparación del ADN con la de los familiares de Filippo para incriminarlo. Pero Marcus no estaba seguro de que la justicia esta vez cumpliera la función de consuelo para aquella pobre y apenada madre. El dolor habría sido desgarrador, así que decidió mantenerse en silencio. Sólo quería llevarse a Camilla de aquella habitación, la mujer tenía otro niño en el que pensar.
Encontró el valor de interrumpir el contacto entre ella y el joven Goyash. La cogió de los hombros con la intención de conducirla a la salida.
Camilla se despidió separando dulcemente la palma de la mano del pecho del chico, como en una última caricia de adiós.
Después se encaminó hacia la puerta junto a Marcus. Recorrieron el pasillo del hotel, directos al ascensor. Inesperadamente, Camilla se volvió hacia su salvador y pareció que lo veía por primera vez.
—Yo te conozco. Tú eres cura, ¿no es cierto?
Marcus estaba perplejo y no fue capaz de contradecirla. Solamente asintió, esperando el resto.
—Él me ha hablado de ti —continuó la mujer.
Marcus entendió que se refería al misterioso penitenciario, y la dejó proseguir.
—Hace una semana me avisó por teléfono de que te encontraría aquí. —Camilla agachó la cabeza y lo miró con una extraña expresión: parecía tener miedo de él—. Me pidió que te dijera que os encontraréis donde todo empezó. Pero que esta vez tendrás que buscar al diablo.