20.00 h

La temperatura había descendido varios grados, la oscilación térmica respecto a la mañana había dejado una ligera neblina que las farolas teñían de naranja. Era como ir en busca de un incendio. Sandra esperaba ver las llamas de un momento a otro.

En la plaza del obelisco y el elefante, los fieles se entretenían hablando después de la misa. Pasó entre ellos y entró en Santa María sopra Minerva. A diferencia de la primera vez que estuvo allí, la iglesia no estaba desierta. Turistas, o simples creyentes, deambulaban por la basílica. Sandra se sintió aliviada por su presencia. Se dirigió rápidamente hacia la capilla de San Raimundo de Peñafort. Quería saber.

En cuanto estuvo ante el mísero altar, se encontró de nuevo frente al retrato del santo. A su derecha, el fresco del Cristo juez entre dos ángeles, asediado de cirios votivos y velas. A saber por qué plegarias estarían ardiendo o qué pecados se expiaban en aquellas llamas. Esta vez, Sandra comprendió el sentido de los símbolos que tenía a su alrededor. Era la síntesis de un lugar de justicia.

«El Tribunal de las Almas», pensó.

La sencillez de la capilla respecto a las otras que ornaban la basílica confería la justa austeridad al lugar. La iconografía describía un verdadero proceso: Cristo era el único juez, asistido por sus ángeles, mientras que san Raimundo —el penitenciario— le exponía el caso.

Sandra sonrió para sí misma. Tenía la confirmación de que la primera vez no la habían conducido allí por casualidad. No era una experta en balística, pero con la mente fría pudo reconstruir el tiroteo de la mañana anterior. El eco de los disparos se había perdido en la iglesia, impidiéndole adivinar dónde se encontraba el francotirador. Pero, después de lo que había ocurrido en la galería de debajo de la casa de Lara, alimentaba dudas sobre el hecho de que realmente alguien quisiera matarla. En el túnel hubiera sido la ocasión perfecta para un francotirador, pero no la había aprovechado. Algo en su interior le decía que no se trataba de dos personas distintas.

Quien la había atraído a la basílica quería comprobar lo que sabía. Porque David debía de haber descubierto algo de ese lugar. Una información que le faltaba a alguien y que, sin embargo, quería conocer a toda costa. Alguien que primero la había utilizado, aprovechando la falsa amenaza que se cernía sobre su vida y, al mismo tiempo, alardeando de su amistad con su marido. Después la traicionó con un objetivo: convertirla en un señuelo para capturar al penitenciario. Ése era el motivo por el cual había bajado a la galería con ella. Sandra se volvió y lo vio, rodeado de un grupo de fieles.

Shalber estaba mirándola mientras se mantenía a distancia. Ya no había motivo para seguir escondido.

Ella puso la mano en la funda oculta bajo la sudadera, para hacerle entender que no iba a tolerar ningún movimiento imprudente. Él extendió los brazos y se acercó lentamente, sin hostilidad.

—¿Qué quieres?

—Me imagino que, en estos momentos, ya lo sabes todo.

—¿Qué quieres? —insistió ella, con fuerza.

Shalber le indicó con la mirada al Cristo juez.

—Defenderme.

—Fuiste tú quien me disparó.

—Te pasé la estampa del santo por debajo de la puerta de la habitación del hotel y te atraje hasta aquí porque quería tener las fotos de David. Pero cuando hiciste sonar mi móvil comprendí que tenía que actuar o lo habría perdido todo. Improvisé.

—¿Qué descubrió mi marido en relación con este lugar?

—Nada.

—De modo que hiciste como si me hubieras salvado la vida, traicionaste mi confianza, mentiste sobre la relación entre tú y mi marido. —«Me llevaste a la cama, me hiciste creer que tu afecto era sincero», le hubiera gustado añadir, pero no lo hizo—. Todo eso sólo para apoderarte de las imágenes del cura de la cicatriz en la sien.

—He interpretado un papel, sí, igual que tú. Me di cuenta de que estabas mintiéndome, de que no me habías enseñado todas las fotos. Soy bueno con los mentirosos, ¿recuerdas? Hay algún tipo de pacto entre tú y el sacerdote, ¿no es así? Esperas que te ayude a obtener la verdad respecto al asesino de David.

Sandra estaba furiosa.

—Por eso me has seguido: para ver si volvía a verlo.

—También te he seguido para protegerte.

—Ya basta. —El tono de Sandra fue agrio, su rostro traslucía repugnancia además de resentimiento—. No quiero oír más mentiras.

—Pero tendrás que escuchar una cosa. —Shalber fue igual de duro con ella—. Quien mató a tu marido fue un penitenciario.

Estaba turbada, pero no quería que él lo advirtiera.

—Y ahora me sales con esto. ¿Esperas que te crea?

—¿No te has preguntado por qué el Vaticano, en un momento dado, decidió abolir la orden de los penitenciarios? Algo muy grave debió de impulsar al papa a tomar una decisión como ésa, ¿no crees? Algo que nunca ha sido revelado. Una especie de… efecto colateral de sus actividades.

Sandra no dijo nada, pero esperaba que Shalber prosiguiera.

—El archivo de la Paenitentiaria Apostólica es un lugar donde desde siempre se estudia, disecciona y analiza el mal. Pero existe una regla por la cual cada penitenciario tiene acceso sólo a una parte de la documentación. Sirve para preservar su secreto, pero también para que nadie tenga conocimiento de demasiada maldad. —Consciente de tener toda la atención de Sandra, continuó—: Se engañaron al pensar que, recogiendo el mayor número de casos posible de todas las culpas, podrían comprender las manifestaciones del mal en la historia de la humanidad. Y por mucho que se esforzaban en clasificarlo, en contenerlo en categorías específicas, el mal conseguía encontrar la manera de romper todos los esquemas, cualquier posibilidad de preverlo. Siempre había anomalías: pequeñas imperfecciones que, sin embargo, podían corregirse. De este modo, los penitenciarios pasaron de ser simples estudiosos y archiveros a convertirse en investigadores, tomando parte directamente en el proceso de justicia. La lección más importante del archivo, que esos sacerdotes convirtieron en un tesoro, es que el mal generado genera otros males. A veces se comporta como un contagio imparable, que corrompe a los hombres sin hacer distinciones. Pero los penitenciarios no tuvieron en cuenta que, al tratarse de seres humanos, ese proceso también podía afectarles a ellos.

—¿Quieres decir que el mal, con el tiempo, los ha apartado del camino?

Shalber asintió.

—No se puede vivir en estrecho contacto con una fuerza tan oscura sin sufrir su influencia. Si a los penitenciarios se les impedía conocer demasiadas cosas del archivo, era por una razón que, sin embargo, se fue perdiendo con el paso de los siglos. —Shalber pasó a un tono más amistoso—. Piénsalo, Sandra, tú eres policía. ¿Siempre consigues apartar de tu vida lo que ves en la escena del crimen que examinas con tu cámara fotográfica? ¿O algo de ese dolor, de ese sufrimiento, de esa maldad te sigue hasta tu casa?

Acudió a su mente la corbata verde rana de David. Se dio cuenta de que Shalber podía tener razón.

—¿A cuántos compañeros has visto abandonar por este motivo? ¿Cuántos han pasado al otro lado de la barricada? Agentes con una carrera impecable que de repente se dejan comprar por un traficante. Policías a los que confiarías tu vida y que, olvidando su función, pegan salvajemente a un sospechoso con la excusa de hacerlo hablar. Abusos de poder, corrupción: son hombres que se han rendido, que han entendido que no se podía hacer nada. Por mucho que intentaran remediar las culpas, el mal siempre ganaba.

—Se trata de excepciones.

—Lo sé, yo también soy policía. Pero eso no significa que no pueda ocurrir.

—¿Y les ha sucedido a los penitenciarios?

—El padre Devok no quería resignarse a esa idea. Siguió reclutando a los sacerdotes en secreto. Estaba convencido de poder controlar la situación, pero pagó con su vida tanta ingenuidad.

—Por tanto, no sabes con seguridad quién podría haber matado a David. También podría haber sido el cura de la cicatriz en la sien.

—Podría decirte que sí, pero la verdad es que no sé la respuesta.

Sandra lo escrutó, intentando adivinar si era sincero. Después sacudió la cabeza, divertida.

—Qué estúpida, estaba a punto de volver a caer.

—¿No me crees?

Lo miró con odio.

—Por lo que a mí respecta, podrías haber sido tú quien mató a mi marido.

Lo dijo subrayando las palabras «mi marido», como si quisiera remarcar la diferencia entre él y David, así como la poca importancia que para ella había tenido la noche que habían pasado juntos.

—¿Qué puedo hacer para convencerte de lo contrario? ¿Quieres que te ayude a encontrar al asesino?

—Ya no quiero hacer más tratos. Además, hay una manera más sencilla.

—Muy bien, dímela.

—Ven conmigo, hay un comisario en el que confío, se llama Camusso. Se lo explicaremos todo, dejaremos que nos eche una mano.

Shalber no manifestó ninguna reacción, pero se tomó una pausa para pensar.

—Claro, ¿por qué no? ¿Vamos ahora?

—¿Por qué perder tiempo? Pero camina delante de mí mientras salimos de aquí.

—Si te hace sentir más tranquila. —Y avanzó a través de la nave.

La basílica estaba a punto de cerrar y los fieles se apelotonaban en la salida central. Sandra seguía al funcionario de la Interpol manteniéndose a un par de metros de distancia. Él se volvía de vez en cuando para ver dónde estaba. Caminaba lentamente para permitirle ir detrás. En seguida quedó rodeado por la pequeña multitud que se había formado alrededor del portal. Con todo, Sandra seguía sin perderlo de vista. Shalber se volvió de nuevo hacia ella y le hizo un gesto dando a entender que no era cosa suya. Sandra también se introdujo en el flujo. Veía la cabeza de Shalber emerger entre las otras. Entonces alguien se cayó al suelo delante de ella. Se alzaron voces de protesta hacia quien había dado el empujón. Sandra comprendió lo que había sucedido y se abrió paso con esfuerzo. Ya no podía distinguir la nuca del funcionario. A codazos, con insistencia, consiguió pasar. Cuando llegó a la salida miró a su alrededor.

Shalber se había evaporado.