14.03 h
Se habían dirigido a una de las casas «estafeta» que poseía la Penitenciaría, la cual formaba parte de las numerosas propiedades vaticanas diseminadas por la ciudad de Roma. En el piso disponían de un botiquín de primeros auxilios y de un ordenador para conectarse a internet.
Clemente había llevado ropa de recambio y sándwiches para recobrar fuerzas. Mientras tanto, Marcus, con el torso desnudo delante del espejo del baño, se cosía la herida con aguja e hilo de sutura, otra capacidad que no sabía que poseía, y, como siempre, evitaba cruzarse con el reflejo de su rostro concentrándose en lo que estaba haciendo.
De todos modos, aquella cicatriz no iba a ser la segunda después de la de la sien.
Tenía otras marcas en la carne. Como la amnesia le impedía encontrar recuerdos en su interior, los había buscado en su cuerpo. Rastros de pequeños traumas del pasado, como la cicatriz rosácea que tenía en el tobillo, o el corte en el hueco del codo. Tal vez eran la secuela de una caída en bicicleta ocurrida durante su infancia, o de un accidente doméstico sin importancia cuando era más mayor. En cualquier caso, no le habían ayudado a recordar. Era triste no tener pasado. Sin embargo, el niño cuyo hueso había encontrado no tendría futuro. De todos modos, ambos estaban muertos. Sólo que para Marcus la muerte había actuado de manera caprichosa, yendo hacia atrás.
En el trayecto entre la clínica de Canestrari y la casa segura, Clemente lo puso al corriente sobre Astor Goyash.
Era un embaucador búlgaro que tenía setenta años y desde hacía veinte residía en Roma. Sus negocios iban de la construcción a la prostitución. No era un personaje recomendable: era un referente del crimen organizado y blanqueaba dinero sucio.
—¿Qué tiene que ver un tipo como ése con Alberto Canestrari? —preguntó una vez más Marcus que, después de escuchar la narración de Clemente, no acababa de encontrar una explicación satisfactoria.
Su amigo, mientras le sostenía el algodón hidrófilo y el desinfectante, intentó razonar:
—Primero deberíamos saber quién fue el que dejó ese hueso allí, ¿no crees?
—Fue el misterioso penitenciario —afirmó Marcus con seguridad—. Cuando se ocupó del caso, después de la confesión de Canestrari, encontró los restos del chiquillo en el almacén de desechos especiales. Tal vez el cirujano, afligido por sentimientos de culpa, dudaba si desembarazarse de ellos o no. Afortunadamente, el penitenciario escondió el húmero para que lo encontrásemos y grabó el nombre de Astor Goyash. De otro modo, se habría destruido en el incendio de la clínica.
—Intentemos poner en orden los acontecimientos —propuso Clemente.
—Bien… Canestrari mata a un niño. En el homicidio también está implicado un criminal de peso: Astor Goyash. Pero todavía no sabemos por qué.
—El búlgaro no se fía de Canestrari: el médico se encuentra en un estado de convulsión psíquica y podría dar un paso en falso. Así que Goyash hace que lo vigilen: nos lo demuestran las microcámaras colocadas en su consulta.
—Para el búlgaro, el suicidio del cirujano debió de sonar como un timbre de alarma.
—Por eso, inmediatamente después, sus hombres incendiaron la clínica: tenía la esperanza de borrar definitivamente posibles pruebas del homicidio del niño. De todos modos, ya habían hecho desaparecer de la consulta la jeringuilla con la que Canestrari se inyectó la sustancia que lo mató, para evitar que se iniciara una investigación.
—Sí —convino Marcus—. Pero queda un punto fundamental: ¿qué tienen en común un benefactor reconocido por todos y un criminal?
Clemente fue bastante impreciso.
—Honestamente, no veo la conexión. Tú lo has dicho: pertenecían a mundos distintos.
—Y, sin embargo, existe un hilo que los une, estoy seguro.
Clemente mostró su tono persuasivo.
—Escucha, Marcus: a Lara se le está acabando el tiempo. Tal vez deberías dejar de lado esta historia y concentrarte en buscar a la chica.
A Marcus la invitación le sonó extraña. Por un instante, fingió dedicarse a curarse la herida, a la vez que estudiaba la expresión de Clemente a través del espejo.
—Tal vez tengas razón, hoy me he dado cuenta. Menos mal que has venido a la clínica: si no me hubieras recogido, esos dos me habrían matado.
Mientras lo decía, su amigo bajó la mirada.
—Me estabas vigilando, ¿verdad?
—Pero ¿qué dices? —intentó indignarse Clemente.
Marcus no le creyó y se volvió a mirarlo.
—¿Qué ocurre? ¿Qué me estás escondiendo?
—Nada.
Clemente estaba a la defensiva. Marcus intentó imaginar la causa.
—Don Michele Fuente recibe la confesión del aspirante a suicida Alberto Canestrari pero, por sugerencia del obispo, omite el nombre del penitente. ¿Qué intentáis salvaguardar? ¿Quién, por encima de nosotros, quiere silenciar este asunto?
Clemente calló.
—Lo sabía —dijo Marcus—. El vínculo entre Canestrari y Astor Goyash es el dinero, ¿verdad?
—No parecía que el cirujano necesitara dinero —objetó el otro, pero sin ninguna convicción.
Marcus se dio cuenta de su apuro.
—Lo que más le importaba al médico era su nombre. —Pero luego añadió—: Se consideraba un hombre bueno.
Clemente vio que no podía continuar por más tiempo aquella farsa.
—El hospital que construyó Canestrari en Angola es una obra grandiosa. Ahora nos arriesgamos a destruirla.
Marcus asintió.
—¿Con qué dinero lo levantó? Con el de Goyash, ¿no es cierto?
—No lo sabemos.
—Pero es probable. —Marcus estaba turbado y furioso—. La vida de un niño a cambio de miles de vidas.
Clemente no tuvo que añadir nada más: el alumno ya lo había comprendido todo.
—Escogemos el mal menor. Pero de este modo apoyamos la lógica que indujo al cirujano a aceptar un pacto tan descabellado.
—Esa lógica no tiene nada que ver con nosotros. En cambio, la vida de miles de personas sí.
—¿Y ese niño? ¿Su vida no valía nada? —Hizo una pausa para controlar la rabia—. ¿Cómo juzgaría todo esto el Dios en cuyo nombre actuamos? —Luego miró a Clemente a los ojos—. Alguien vengará esa única vida, como ha previsto el misterioso penitenciario. Podemos decidir quedarnos con los brazos cruzados mientras sucede o intentar hacer algo. En el primer caso, no seríamos distintos de un cómplice de asesinato cualquiera.
Clemente sabía que Marcus tenía razón, pero vacilaba. Poco después, rompió el silencio.
—Si Astor Goyash siente que debe vigilar el consultorio de Canestrari tres años después de los hechos es porque teme que lo impliquen —afirmó. A continuación añadió—: Significa que existe una prueba que todavía puede condenarlo por ese homicidio.
Marcus sonrió: su amigo estaba de su parte, no iba a abandonarlo.
—Tenemos que descubrir la identidad del chico asesinado —dijo rápidamente—. Y creo que sé cómo hacerlo.
Se dirigieron a la habitación de al lado, donde estaba el ordenador. Después de conectarse a internet, Marcus fue a la web de la policía del Estado.
—¿Dónde quieres buscarlo? —preguntó Clemente a su espalda.
—El misterioso penitenciario ofrece la oportunidad de vengarse, por tanto la joven víctima seguramente es de Roma.
Abrió la página dedicada a personas desaparecidas y se dirigió a la sección de menores. Aparecieron rostros de niños y adolescentes. La cantidad era impresionante. Muy a menudo se trataba de hijos cuya custodia se disputaban los padres y que uno de ellos se llevaba, por tanto la solución del misterio era sencilla y su nombre desaparecería pronto del listado. También eran frecuentes las fugas de casa que concluían a los pocos días con un reencuentro familiar y una regañina. Pero hacía años que algunos de aquellos menores se habían desvanecido y permanecerían en esa página hasta que se supiera lo que les había ocurrido. Sonreían en fotos desenfocadas o muy antiguas. En sus miradas, una inocencia violada. En algunos casos, la policía creaba un retrato robot de la imagen para simular los cambios que podía haber experimentado el rostro al crecer. Sin embargo, las esperanzas de que esos niños todavía siguieran con vida eran mínimas. La foto que aparecía en la web hacía las veces de lápida, un modo de no olvidarse de ellos.
Marcus y Clemente empezaron a descartar y se concentraron en los menores desaparecidos en Roma tres años atrás. Encontraron a dos. Un niño y una niña. Leyeron sus fichas.
Filippo Rocca se esfumó una tarde al salir de la escuela. Los compañeros que estaban con él no se dieron cuenta de nada. Tenía doce años y una sonrisa alegre en la que faltaba un incisivo superior. Llevaba la bata del colegio religioso al que iba encima de los vaqueros, un jersey naranja con un polo azul y zapatillas de deporte. En su mochila había enganchado las insignias de los exploradores y pegado el escudo de su equipo de fútbol favorito.
Alice Martini tenía diez años y unas largas trenzas rubias. Llevaba unas gafas graduadas de montura rosa. Desapareció mientras estaba en el parque con su familia: el padre, la madre y un hermano más pequeño. Vestía una sudadera blanca con la cara de Bugs Bunny, pantalones cortos y zapatos de tela. La última persona que reparó en ella fue un vendedor de globos: la vio al lado de los servicios mientras hablaba con un hombre de mediana edad. Pero fue sólo un instante y no supo dar una descripción a la policía.
Marcus recogió otras informaciones navegando por las páginas de los periódicos que se ocuparon de las dos desapariciones. Tanto los padres de Alice como los de Filippo lanzaron avisos, participaron en programas televisivos y ofrecieron entrevistas para mantener vivo el interés de los dos casos. Pero las investigaciones no dieron ningún resultado.
—¿Crees que uno de esos niños es el que estamos buscando? —preguntó Clemente.
—Es probable, pero habría preferido que sólo fuera uno. El tiempo no corre a nuestro favor. Hasta ahora el penitenciario lo ha calculado todo, haciendo que cada día se consume una venganza. Primero la hermana de una de las víctimas de Jeremiah Smith lo encuentra agonizando en su casa y descubre la verdad. La noche siguiente, Raffaele Altieri mata a su padre, quien veinte años antes había encargado el homicidio de su madre. Ayer Pietro Zini mata a Federico Noni, culpable de ser un agresor en serie y de haber matado primero a su hermana Giorgia para hacerla callar, y luego a una chica enterrada en Villa Glori. ¿Te has fijado en que, en estos dos últimos casos, los mensajes del penitenciario a los vengadores han llegado con una increíble rapidez? Siempre nos ha dejado pocas horas para descubrir y detener el mecanismo que ha puesto en marcha. No creo que esta vez sea distinta de las demás. Por tanto, tenemos que darnos prisa: alguien intentará asesinar a Astor Goyash esta noche.
—No será tan fácil acercarse a él. Ya has visto los guardaespaldas que lleva, y siempre se mueve escoltado.
—De todos modos, necesito tu ayuda, Clemente.
—¿Mi ayuda? —dijo éste sorprendido.
—No puedo vigilar a las dos familias de los niños desaparecidos, es necesario que nos dividamos la tarea. Usaremos el buzón de voz para comunicarnos: en cuanto uno de los dos descubra algo, que deje un mensaje.
—¿Qué quieres que haga?
—Busca a los Martini, yo me encargaré de los padres de Filippo Rocca.
Ettore y Camilla Rocca vivían en la playa, en Ostia, en una pequeña casa de una planta que se asomaba al mar. Era una vivienda sin lujos, adquirida con sus ahorros.
Podrían definirse como una familia normal.
Muchas veces, Marcus había intentado dar un sentido más amplio a ese adjetivo. Podía significar un conjunto de pequeños sueños y expectativas cimentados en el tiempo, que constituían una coraza contra las probables asperezas de la vida, y también un verdadero proyecto de felicidad. Para algunos, la mayor aspiración era repetir una existencia tranquila y sin demasiados sobresaltos, siempre igual a sí misma. Era la condición de un tácito pacto con el destino, renovado día a día.
Ettore Rocca era representante de comercio y solía estar fuera de casa. Su mujer, Camilla, era asistente social y trabajaba en un consultorio que ayudaba a familias desfavorecidas y a jóvenes con problemas. Se desvivía por los demás, cuando ella también formaba parte de aquellos que necesitaban ayuda.
El matrimonio decidió vivir en la costa porque Ostia era más tranquila y también resultaba más económica. Cada día se desplazaban a Roma para trabajar, pero era un sacrificio tolerable.
Cuando se introdujo en su casa, Marcus tuvo por primera vez la sensación de ser un intruso. Aunque había rejas en puertas y ventanas, no tuvo dificultad en abrir la cerradura principal. Volvió a cerrarla una vez que estuvo en el interior. Le recibió una cocina que era a la vez comedor. Los colores dominantes eran el blanco y el azul. Había pocos muebles, todos de estilo marinero. La mesa parecía estar hecha con las tablas de una embarcación y sobre ella colgaba una lámpara de pesca. Fijado en la pared se veía un timón en el que habían insertado un reloj, y sobre una repisa descansaba una colección de conchas.
La arena conseguía colarse por las rendijas y crujía bajo los zapatos. Marcus se adentró intentando descubrir signos que lo llevaran al penitenciario. Lo primero que hizo fue revisar la nevera en la que había distinguido un papel fijado con un imán con forma de cangrejo. Era un mensaje de Ettore Rocca a su esposa.
Nos vemos dentro de diez días. Te quiero.
El hombre estaba de viaje de negocios, aunque también podía tratarse de una mentira para tranquilizar a su mujer. Tal vez estaba preparándose para matar a Goyash. Considerando el peligro, querría dejarla fuera de esa historia, para mantenerla a salvo. Una semana para prepararse, encerrado en un motel de las afueras de la ciudad. Pero Marcus no podía abandonarse a las conjeturas. Necesitaba pruebas. Siguió inspeccionando la primera sala y, a medida que procedía, notaba que faltaba algo.
No había dolor entre aquellas cosas.
Tal vez, de manera ingenua, se esperaba que la desaparición de Filippo hubiera creado una especie de fractura en la existencia de los padres. Como una herida que, en vez de verse en la carne, se ve en los objetos y sólo hay que acariciarlos para que sangren. Y, sin embargo, aquel niño de doce años había desaparecido de allí. No había fotografías, ni ningún recuerdo de él. Pero tal vez el dolor estuviera precisamente en ese vacío. Marcus no era capaz de percibirlo, porque sólo una madre y un padre podían verlo. Entonces lo entendió. Cuando observó el rostro del pequeño Filippo, junto a los de los demás menores en la página de la policía del Estado, se preguntó cómo podían seguir adelante sus familias. Era diferente de la muerte de un hijo. En los casos de desaparición, había que canalizar la duda. Podía insinuarse por todas partes, corroyéndolo todo desde dentro, sin que se dieran cuenta. Consumía los días, las horas. Los años pasaban sin respuestas. Marcus había pensado que, en comparación, es mucho mejor saber que un hijo ha sido asesinado.
La muerte se adueñaba de los recuerdos, incluso de los más bonitos, y los inseminaba con el dolor, convirtiendo la memoria en insoportable. La muerte se convertía en propietaria del pasado. La duda era peor, porque se adueñaba del futuro.
Entró en la habitación de Ettore y Camilla. Sobre las almohadas de la cama de matrimonio descansaban sus respectivos pijamas. El edredón no tenía ni una arruga, las zapatillas estaban emparejadas. Cada cosa en su sitio. Como si con el orden se pudiera hacer frente al dolor, al desconcierto generado por un drama. Domesticando todo lo que nos rodea. Amaestrando los objetos en la farsa de la normalidad, para que nos repitan siempre la reconfortante noticia de que todo va bien.
Y en aquel escenario idílico, al final encontró a Filippo.
Sonreía en un marco, junto a sus padres. No lo habían olvidado. Pero él también tenía su sitio: sobre una cómoda, bajo un espejo. Marcus estaba a punto de salir de la habitación cuando su mirada tropezó con un objeto y vio que se había equivocado.
Sobre la mesilla de noche del lado en que dormía Camilla había un vigilabebés.
Sólo podía haber una razón para explicar la presencia de ese objeto. Servía para velar el sueño de un niño.
Impresionado por el descubrimiento, Marcus prosiguió hacia la habitación contigua. La puerta estaba cerrada. Al abrirla, descubrió que en el que tiempo atrás había sido el dormitorio de Filippo, ahora había una cuna junto a la cama. El espacio estaba dividido equitativamente. Había pósteres de su equipo favorito, un escritorio para hacer los deberes, pero también un cambiador, una trona y una montaña de juguetes de la primera infancia. Y un carillón con pequeñas abejas que formaban un carrusel.
Filippo todavía no lo sabía, pero había tenido un hermanito o una hermanita.
«La vida es el único antídoto contra el dolor», se dijo Marcus, y comprendió lo que había hecho el matrimonio Rocca para encontrar un motivo para recuperar el futuro, arrancándolo de las tinieblas de la duda. A pesar de ello, no acababa de convencerse. ¿De verdad aquella familia iba a poner en peligro su intento de tener un poco de serenidad a cambio de consumar una venganza? ¿Cómo reaccionarían si supieran que su primogénito estaba muerto? «Siempre y cuando Filippo fuera la víctima de Canestrari», se recordó a sí mismo.
Iba ya a abandonar la casa, con la intención de interceptar a Camilla Rocca en el consultorio donde trabajaba y seguirla durante el resto de la jornada, cuando notó las vibraciones de un motor. Apartó la cortina de una ventana y vio un utilitario que acababa de aparcar en la calle. Al volante estaba la asistente social.
Cogido por sorpresa y ante la imposibilidad de salir, buscó desesperadamente un lugar donde esconderse. Encontró una habitación que utilizaban para la plancha y que también hacía las veces de trastero. Se situó en la esquina de detrás de la puerta y esperó. Oyó abrirse la cerradura. Luego a Camilla, que entraba y cerraba la puerta. El sonido de las llaves dejadas sobre una mesa. Los tacones repiqueteando en el suelo. La mujer se quitó los zapatos y los dejó caer, uno tras otro. Marcus la entrevió a través del resquicio de la puerta. Caminaba descalza y llevaba consigo unas bolsas de papel. Había ido de compras y había regresado a casa antes de lo previsto. Pero su hijo, o su hija, no estaba con ella. Entró en la habitación de la plancha para colgar un vestido nuevo en una percha. Realizó la operación sin darse la vuelta. Sólo los separaba la fina capa de madera de la puerta. Si la mujer la hubiera cerrado, se lo habría encontrado de frente. Pero no lo hizo. Se dirigió al baño y cerró la puerta.
Marcus oyó caer el agua de la ducha y salió de su refugio. Pasó por delante de la puerta cerrada y, de nuevo en el comedor, vio que sobre la mesa se hallaba un paquete envuelto en papel de regalo.
De alguna manera, en aquella casa la vida había vuelto a empezar.
En vez de consolarlo, ese pensamiento lo sobresaltó. Le invadió un sentimiento de angustia y de pánico.
—Clemente —murmuró, consciente de que probablemente la familia que buscaban le había tocado en suerte a su amigo.
Aprovechando el hecho de que Camilla Rocca estaba debajo de la ducha, cogió el teléfono que estaba colgado en la pared de la cocina y marcó el número del buzón de voz. Había un mensaje de Clemente. El tono era agitado.
—Tienes que venir en seguida: el padre de Alice Martini está metiendo las maletas en el coche y me temo que se prepara para salir de la ciudad. Y hay otra cosa: el hombre posee una pistola de manera ilegal.