13.39 h

La primera lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas nunca mienten.

Por eso decidió inspeccionar el apartamento de Lara en la via dei Coronari. Esperaba restablecer el contacto con el penitenciario de la cicatriz en la sien, porque quería saber si la chica era verdaderamente la quinta víctima de Jeremiah Smith.

Todavía podría estar viva, se decía. Pero no tenía valor para imaginar lo que podía estar ocurriendo en esos momentos. Así que se impuso mantener la más completa distancia.

Llevaría a cabo un análisis fotográfico.

Lástima de no tener la réflex consigo. Una vez más, tendría que conformarse con la cámara del móvil. Pero, más que una necesidad, era una cuestión de mentalización.

«Yo veo lo que ve mi cámara».

Pensó en hacer espacio en la memoria del teléfono borrando las fotos que había sacado en la capilla de San Raimundo de Peñafort. Era inútil guardarlas, ya que aquel lugar no tenía nada que ver con el caso. Pero luego lo pensó mejor: eran un útil recordatorio del día en que la muerte la había rozado. Atesoraría aquella experiencia para no volver a caer en una trampa.

Cuando cruzó el umbral de la via dei Coronari la recibió un olor a cerrado y a humedad. Ese lugar necesitaba una buena renovación de aire. No había necesitado llave para entrar. La policía desquició la puerta cuando los familiares de la chica denunciaron su desaparición. Los agentes no apreciaron nada insólito en lo que era oficialmente el último sitio que había sido testigo de la presencia de Lara antes de que desapareciera en la nada. Al menos eso era lo que atestiguaban los amigos que la acompañaron la noche de la desaparición, y el registro de llamadas según el cual la estudiante se había comunicado en dos ocasiones desde esa casa antes de las once de la noche.

Sandra grabó en su mente ese detalle: si la habían secuestrado, había sido en las horas siguientes, por tanto, con la oscuridad. Y eso se contradecía con la costumbre de Jeremiah Smith de actuar siempre de día. «Cambió de modus operandi por ella —se dijo—. Debía de tener un buen motivo para hacerlo».

Dejó el bolso en el suelo y cogió el móvil. Activó la pantalla y se dispuso a sacar fotografías. Iba a seguir el manual al pie de la letra, por eso lo primero que hizo fue verbalizar su identidad como si llevara la grabadora con los auriculares y el micrófono. A continuación pasó a referir la fecha y el lugar en que se encontraba. Haría una descripción puntual de todo lo que veía mientras lo inmortalizaba.

—El piso está dividido en dos niveles. En la primera planta hay un comedor con cocina. La decoración es modesta pero digna. La típica casa de un estudiante que vive lejos de su hogar. Con la diferencia de que ésta está muy ordenada.

«Incluso demasiado», pensó.

Hizo una serie de fotos a su alrededor. Cuando se volvió para encuadrar la puerta de entrada se quedó petrificada por un detalle.

—Hay dos cerraduras. Una es la cadena, y puede abrirse y cerrarse sólo desde dentro. Pero también está arrancada.

¿Cómo no se habían dado cuenta sus compañeros? Lara se encontraba en casa cuando desapareció. No tenía sentido.

Estaba ansiosa por desentrañar el misterio, pero aquel descubrimiento amenazaba con distraerla. Registró la incongruencia y prefirió dar prioridad a la planta de arriba.

La segunda lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas también mueren, como las personas.

«Pero Lara no está muerta», se dijo para convencerse.

Sandra advirtió de repente que, si habían raptado a la estudiante mientras dormía, Jeremiah se había tomado la molestia de hacer la cama y de llevarse una mochila y ropa, además de su móvil. Tenía que parecer un alejamiento voluntario. Pero la cerradura lo desmentía. Sin embargo, había tenido todo el tiempo del mundo para hacer desaparecer el rastro de su presencia. Pero ¿cómo había podido entrar y salir si la puerta estaba cerrada por dentro? Aquella duda la acuciaba.

Pasó a inmortalizar en una rápida secuencia el oso de peluche entre los almohadones, la mesilla de noche con la foto de sus padres, la mesa de estudio que tenía encima el proyecto inacabado de un puente, y los tomos de arquitectura colocados en la librería.

Había una anómala simetría en aquel dormitorio. «Será típico de los arquitectos —pensó—. Sé que me escondes algo, si ese monstruo te eligió era porque te conocía. Dime que en alguna parte conservas una pista que me llevará hasta él. Confírmame que tengo razón y te juro que moveré cielo y tierra para encontrarte».

Mientras invocaba una señal de Lara, Sandra siguió describiendo en voz alta todo lo que veía. No notó nada de particular, aparte del escrupuloso orden. Entonces repasó las últimas fotografías que había tomado con el teléfono, esperando que un detalle le saltara a la vista.

Debajo del escritorio había una papelera llena de pañuelos de papel usados.

La manera en que Lara tenía arreglada la casa le había hecho presumir que era una persona bastante puntillosa. Compulsiva, fue la palabra que acudió a su cabeza. Su hermana era idéntica. Había cosas que amenazaban con volverla loca: por ejemplo, el dibujo del cigarrillo en el encendedor de su coche tenía que estar siempre en posición horizontal, los adornos de los muebles tenían que estar colocados en orden creciente de altura. Por el ahínco que ponía en ciertas manías, parecía que el destino de la humanidad estuviera en juego. Lara también era así, la simetría que Sandra había percibido antes no era casual. Por eso, el hecho de que no hubiera vaciado la papelera repleta le pareció extraño. Sandra dejó el móvil y se agachó para ver mejor el contenido. En medio de los pañuelos usados y viejos apuntes, encontró un papel arrugado. Lo abrió. Se trataba del ticket de una farmacia.

—Quince euros con noventa —leyó, pero sin que en él se indicara el artículo. Por la fecha, era de un par de semanas antes de que Lara desapareciera.

Por un momento, Sandra abandonó el reportaje fotográfico. Empezó a examinar los cajones, buscando el fármaco que pudiera corresponderse con aquella compra. No encontró medicamentos. Entonces, asiendo el trozo de papel, descendió a la planta inferior y se dirigió al baño.

Era un pequeño espacio, que también albergaba un armario para escobas y productos de limpieza. Sobre el espejo había un mueble auxiliar. Sandra lo abrió: los medicamentos estaban separados de los productos cosméticos. Empezó a sacarlos y a comprobar el precio que aparecía en los envases. A medida que lo hacía, volvía a ponerlos en su sitio.

No había nada que costara quince euros con noventa céntimos.

Pero Sandra sabía que aquella información era importante. Aceleró la operación, más por nerviosismo que por necesidad. Cuando hubo terminado, se apoyó con ambas manos en el borde de cerámica, tomándose unos segundos para aplacar la ansiedad. Respiró profundamente, pero se vio obligada a espirar el aire porque allí dentro el olor a humedad era más fuerte que en el resto de la casa. A pesar de que el váter parecía limpio, tiró de la cadena para descargar el agua estancada y se volvió para dirigirse de nuevo a la planta superior. Entonces se fijó en el calendario que colgaba de detrás de la puerta.

«Sólo una mujer puede entender por qué otra mujer necesita tener un calendario en el baño», se dijo.

Lo sacó de la alcayata en la que estaba colgado y empezó a hojearlo, yendo hacia atrás en el tiempo. En todas las páginas estaban marcados con un círculo rojo unos días consecutivos. Más o menos, coincidían cada mes con una cierta regularidad.

Pero, en el último, esos días no estaban marcados.

—Mierda —exclamó.

Lo adivinó desde el primer momento. Aquella confirmación no le hacía falta. Lara tiró el ticket de la farmacia a la papelera, pero luego no tuvo fuerzas para vaciarla en la basura. Porque además del recibo y los «kleenes» había algo más. Algo que tenía un significado especial para la estudiante y de lo que era difícil separarse.

Un test de embarazo.

«Pero Jeremiah se lo llevó junto con Lara», se dijo Sandra.

Después de la cinta para el pelo, la pulsera de coral, la bufanda rosa y el patín de cuatro ruedas, ¿se trataba del enésimo fetiche del monstruo?

Sandra paseaba por el comedor con el móvil en la mano: estaba a punto de avisar al comisario Camusso del descubrimiento, tal vez la noticia de que Lara estaba embarazada daría un nuevo impulso a las investigaciones. Pero se retuvo, preguntándose qué más se le había pasado por alto.

«La puerta cerrada desde el interior», fue la respuesta.

Ése era el único obstáculo a la teoría de que alguien se había llevado a Lara de su piso. Si consiguiera demostrar con certeza que la estudiante no se había ido por su voluntad, ya no habría más dudas para otorgarle el título de quinta víctima de Jeremiah Smith.

«¿Qué se me está escapando?».

La tercera lección que había aprendido era que las casas tienen su olor.

¿A qué olía esa casa? «A humedad», se dijo en seguida Sandra, acordándose de lo que había notado al entrar en el piso. Pero, poniendo más atención, recordó haberlo sentido sobre todo en el cuarto de baño. Podía proceder de las aguas residuales. No se veía ninguna fuga evidente y, sin embargo, era demasiado penetrante. Volvió al pequeño baño, encendió la luz y miró a su alrededor. Comprobó la descarga de la ducha, del lavabo, volvió a tirar de la cadena. Parecían funcionar perfectamente.

Se agachó porque el olor procedía de abajo. Observó atentamente el mosaico de baldosas bajo sus pies y se fijó en que una tenía el borde desportillado, como si hubieran introducido algo para hacer palanca. Miró a su alrededor y cogió unas tijeras que descansaban en una repisa. Introdujo la punta en la hendidura. Para su sorpresa, consiguió levantar una parte del pavimento. Lo apartó a un lado y vio lo que ocultaba.

Debajo de ella había una trampilla de piedra que alguien había dejado abierta.

El hedor procedía de allí. Unos escalones de travertino conducían a una galería subterránea. No era suficiente para demostrar que Jeremiah había pasado por allí. Necesitaba más pruebas. Y sólo había un modo de obtenerlas.

Sandra se infundió ánimos y bajó.

Al llegar al final de la escalera, cogió el móvil del bolsillo con la intención de utilizar la luz de la pantalla para orientarse. Iluminó ambos lados del túnel, pero le dio la impresión de que por la derecha se percibía corriente de aire. Además, de allí también procedía un ruido sordo y atronador.

Se encaminó hacia allí poniendo atención en dónde ponía los pies. Estaba resbaladizo y, si se caía, podría hacerse mucho daño. «Nadie me encontraría aquí abajo», se dijo para conjurar esa eventualidad.

Después de recorrer unos veinte metros, vislumbró un resplandor que presagiaba la salida. Daba directamente al Tíber. Bajaba crecido por las precipitaciones de los días anteriores y el agua fangosa arrastraba con furia detritos de toda clase. Desde allí no era posible ir más lejos por culpa de una gruesa verja metálica. «Demasiado complicado para Jeremiah», pensó. Por tanto, la dirección correcta era la opuesta. Siempre sirviéndose de la luz del móvil, volvió atrás, rebasó la escalera de piedra que conducía al baño de Lara y en seguida descubrió que en la otra dirección la galería se perdía en un laberinto de túneles.

Sandra comprobó que hubiera cobertura y usó el teléfono para contactar con comisaría. Pocos minutos después, pasaron la llamada al teléfono del comisario Camusso.

—Estoy en casa de la chica. Es lo que nos temíamos: Jeremiah la secuestró.

—¿Qué pruebas tiene?

—He encontrado el paso que le sirvió para llevársela sin que nadie se diera cuenta. Estaba escondido bajo una trampilla en el baño.

—Esta vez nuestro monstruo ha estudiado bien su plan de acción —pareció celebrar el policía. Pero por el escaso entusiasmo de Sandra comprendió que no había terminado—: ¿Hay algo más?

—Lara está embarazada.

Camusso se quedó callado. Sandra podía leerle el pensamiento. Su responsabilidad aumentaba: ahora tenían dos vidas que salvar.

—Escúcheme, comisario, envíe a alguien inmediatamente.

—Voy yo —se propuso el hombre—. Llegaremos en seguida.

Sandra cortó la llamada y se dispuso a volver atrás. Enfocaba la luz del móvil hacia el suelo resbaladizo, tal como había hecho a la ida. Pero posiblemente porque estaba tan concentrada, no se dio cuenta hasta entonces de que había una segunda hilera de pasos impresos en el limo.

Había alguien con ella allí abajo.

Quienquiera que fuese, ahora se escondía en el entresijo de túneles que se extendía frente a ella. Sandra estaba helada de miedo. Su respiración se condensaba en el aire frío de la galería. Se llevó la mano a la pistola, pero se dio cuenta en seguida de que, en el punto en el que se encontraba, era un blanco demasiado fácil en caso de que la persona que la seguía estuviera armada.

«Lo está». Estaba segura de que lo estaba, sobre todo después de la experiencia con el francotirador. «Es él».

Podía volverse y echar a correr hacia la escalera de piedra o bien disparar a ciegas en la oscuridad, esperando ser la primera. Sin embargo, ambas soluciones eran arriesgadas. Mientras tanto, percibía intensamente dos ojos que la observaban. No había nada en esa mirada. Era la misma sensación que notó al escuchar la voz grabada del asesino de David cantando Cheek to Cheek.

Se acabó.

—Agente Vega, ¿está ahí abajo? —El eco de la llamada procedía de su espalda.

—¡Sí, estoy aquí! —gritó Sandra con voz estridente. Era el terror lo que modificaba su tono, haciéndola parecer ridícula.

—Soy policía: estábamos de patrulla aquí cerca, nos envía el comisario Camusso.

—Vengan a buscarme, por favor. —Sin que se diera cuenta, le salió un tono implorante.

—Estamos en el baño, ahora bajamos.

Fue entonces cuando Sandra oyó claramente los pasos de alguien que se alejaba por la galería en dirección opuesta.

La mirada invisible que la había aterrorizado estaba escapando.