11.26 h
El lago de Nemi tenía una superficie que no llegaba a los mil quinientos metros cuadrados y estaba en los montes Albanos, al sur de Roma.
La cuenca, en realidad, era un cráter volcánico. Durante muchos siglos, una leyenda había narrado que sus profundidades custodiaban los restos de dos gigantescas naves, ricamente decoradas, que hizo construir el emperador Calígula: unos verdaderos palacios flotantes. Los pescadores de la zona, a lo largo de los años, fueron sacando los restos a la superficie. Después de varios intentos, no fue posible recuperar los bajeles extrayendo parcialmente el agua hasta el siglo XX. Sin embargo, se incendiaron en el museo que los albergaba durante la segunda guerra mundial. Se atribuyó la culpa a los soldados alemanes, pero nunca se encontró una prueba definitiva.
Esas noticias se incluían en un folleto turístico que Clemente le había dejado en el buzón que solían utilizar para intercambiarse documentos. Entre sus páginas, había introducido un breve archivo sobre el cirujano Alberto Canestrari. No había nada especialmente relevante, aparte de una noticia que había impulsado a Marcus a realizar una breve excursión a las afueras de la ciudad. Mientras bordeaba el lago sentado en un autobús de línea, reflexionaba sobre la singular relación que había entre aquellos lugares y el fuego.
Como evocando un trágico legado, un incendio provocado destruyó la clínica que Canestrari poseía en Nemi. Nunca se identificó a los responsables.
El autobús ascendía por la estrecha carretera panorámica, tosiendo y dejando tras de sí una breve estela de humo negro. Desde la ventanilla, Marcus reconoció el edificio ennegrecido por las llamas, que todavía gozaba de una vista envidiable del paisaje.
Cuando llegaron a un terraplén, bajó del transporte público para proseguir a pie. Traspasó una verja junto a la que todavía destacaba un letrero con el nombre de la clínica, ilegible a causa de la hiedra que lo cubría. Embocó un camino que atravesaba un pequeño bosque. La vegetación había crecido sin impedimentos y había invadido todos los rincones. La clínica se componía de dos plantas más un sótano: en el pasado, debía de haber sido una casa de veraneo, transformada más tarde en numerosas dependencias.
Ése era el pequeño reino de Alberto Canestrari, pensó Marcus observando el edificio, irreconocible a causa del hollín. Allí, el hombre que se creía bueno regalaba la vida.
Marcus se introdujo en el vestíbulo, atravesando lo que quedaba de una gran puerta de hierro. El interior era tan espectral como el exterior. Las columnas que rodeaban el atrio, devorado por las llamas, eran tan delgadas que resultaba difícil creer que todavía pudieran sostener el peso de la bóveda. El suelo se había levantado en varios puntos y la hierba crecía en los intersticios. En el techo había una oquedad por la que se podía observar la planta superior. Frente a él, una escalera imponente subía, bifurcándose.
Marcus dio una vuelta por las estancias; empezó por la segunda planta. Aquel lugar parecía un hotel: eran habitaciones individuales dotadas de todas las comodidades. Por lo que quedaba de la decoración, se podía deducir un cierto lujo. La clínica de Canestrari debía de ser muy rentable. Pasó a través de tres salas de operaciones. Allí el fuego había dado lo mejor de sí: concentrándose como en un horno avivado por la instalación del oxígeno, lo había fundido todo. Quedaba un conjunto de instrumentos quirúrgicos y otros objetos metálicos que habían opuesto resistencia. La planta baja se encontraba en el mismo estado que la superior. Las llamas habían pasado de una habitación a otra: podía distinguirse su sombra fugaz dibujada en las paredes.
La clínica se encontraba vacía en el momento del incendio. Tras la muerte de Canestrari, los pacientes fueron desapareciendo. En el fondo, lo que los llevaba allí era una esperanza y la fe absoluta en las dotes del cirujano.
Marcus dio cuerpo a una idea que se había abierto paso en él durante la última hora. Si alguien había destruido la clínica después del suicidio del médico, tal vez tenía miedo de que allí se escondiera algo comprometedor. Y podía ser la misma razón por la que habían colocado microcámaras en su consulta y por lo que esa mañana dos gorilas la habían tomado con él. No parecían simples delincuentes: llevaban elegantes trajes oscuros, parecían profesionales. Seguramente, alguien los había reclutado.
Marcus esperaba que el fuego hubiera dejado algo. Un presentimiento le decía que debía de ser así, de otro modo la investigación del penitenciario que lo había precedido también se habría interrumpido.
«Si él ha averiguado la verdad, yo también puedo».
En la planta del sótano, Marcus se encontró frente a una habitación donde, según el cartel de la puerta, se almacenaban los residuos hospitalarios. Se imaginó que posteriormente se enviaban a las instalaciones externas correspondientes y allí se ocupaban de eliminarlos. Entró en una sala donde todavía podían verse algunos bidones, en parte derretidos por el calor. El suelo estaba formado por pequeñas mayólicas decoradas en azul, muchas de las cuales habían saltado a causa del calor. Las demás estaban ennegrecidas.
Excepto una.
Marcus se agachó para observarla mejor. Parecía que alguien la hubiera sacado, limpiado y vuelto a colocar en su sitio original, en una esquina de la habitación. Se dio cuenta de que no estaba pegada y no le costó mucho levantarla con los dedos.
Escondía una cavidad poco profunda, que se insinuaba debajo de la pared. Metió la mano y, después de palpar un poco, extrajo del hueco una cajita de metal. El lado más ancho medía unos treinta centímetros.
No había candado, ni cerradura. Levantó la tapa. No comprendió en seguida lo que tenía delante, tardó un rato en adivinar que el objeto alargado y blanquecino que contenía la caja era un hueso.
Por el estado de las calcificaciones, la víctima todavía no había alcanzado la pubertad.
Entonces, ¿la muerte que Alberto Canestrari tenía en la conciencia era la de un niño? El horror se apoderó de Marcus, dejándolo sin aliento y haciendo que le temblaran las manos. No tenía fuerzas para soportarlo. Cualquiera que fuera la prueba a la que Dios lo estaba sometiendo, él no lo merecía. Iba a santiguarse cuando se percató de un detalle.
Un minúsculo escrito grabado en el hueso con un instrumento punzante. Un nombre. Astor Goyash.
—Lo siento, pero esto me lo quedo yo.
Marcus se volvió y vio la pistola en la mano del hombre. Lo reconoció: era el gorila con americana y corbata que había intentado agredirlo en la consulta de Canestrari unas horas antes.
No había previsto que volvería a encontrárselo. La situación en que se encontraban —a kilómetros del centro de la población, en medio de un bosque y en un lugar abandonado— hacía que pareciera claramente en desventaja. Iba a morir allí, estaba seguro.
Pero no quería morir otra vez.
La escena le pareció repentinamente familiar. Ya había sentido ese miedo ante una pistola. Sucedió en la habitación del hotel de Praga, el día en que Devok fue asesinado. De pronto, junto a esa emoción, Marcus recuperó parte de la memoria de cómo se habían desarrollado los hechos.
Él y su maestro no habían actuado como simples espectadores. Se produjo un altercado. Y él se enfrentó al tercer hombre, el sicario zurdo.
Así que, mientras tendía el húmero al gorila, Marcus se levantó de un salto y se abalanzó sobre él. Éste no pudo oponer ninguna resistencia, ya que no se esperaba una reacción tan repentina. Retrocedió instintivamente y tropezó con uno de los bidones. Se desmoronó sobre el suelo, perdiendo la pistola.
Marcus recuperó el arma y se puso frente a él. Le invadía una sensación nueva, que nunca antes había sentido. No conseguía controlarla. Era odio. Apuntó el cañón contra la cabeza del hombre. No se reconocía, sólo tenía ganas de apretar el gatillo. Fueron las palabras del otro lo que le impidió disparar.
—¡Abajo! —gritó el hombre.
Marcus comprendió que arriba estaba el compinche que había visto por la mañana. Miró hacia la escalera: sólo disponía de algunos segundos. El húmero estaba en el suelo, demasiado cerca del hombre. Resultaba arriesgado recuperarlo, podría intentar desarmarlo. Y Marcus ya no tenía valor para dispararle. Huyó.
Subió los tramos de escalera sin encontrar obstáculos. Se dirigió hacia la parte de atrás del edificio. Cuando estuvo fuera, miró por un instante el arma que empuñaba. La tiró.
La única vía de escape era la ladera de la colina. Empezó a trepar, esperando que los árboles dificultaran la persecución. Sólo oía su respiración jadeante. Un rato después, se dio cuenta de que nadie lo estaba siguiendo. No tuvo tiempo de comprender por qué: un proyectil impactó en una rama, a pocos centímetros de su cabeza.
Se había convertido en una diana.
Empezó a correr de nuevo, buscando refugio detrás de los arbustos. Los pies se le hundían en la tierra y corría el peligro de resbalar hacia atrás.
Faltaban un par de metros para alcanzar el arcén de una carretera. Caminaba a duras penas apoyándose con las manos en la tierra. Más disparos. Casi había llegado. Agarró una raíz para darse impulso y se encontró en una pequeña carretera asfaltada. Permaneció tendido boca abajo, pensando que así no lo verían. Reparó en que sangraba por el costado derecho, pero el proyectil debía de haber salido y no sentía escozor. Si no se iba lo antes posible de allí, darían con él.
Una luz lo deslumbró. Era el reflejo del sol en el parabrisas de un vehículo que se dirigía hacia él. Reconoció un rostro familiar al volante.
Era Clemente con su viejo Panda. Se arrimó:
—Sube, de prisa.
Marcus entró en el habitáculo.
—¿Qué haces aquí?
—Después de que me contaras el intento de agresión en la consulta, he decidido venir a comprobar que todo iba bien —le dijo Clemente mientras aceleraba—. He visto un coche sospechoso en la clínica, estaba a punto de llamar a la policía.
Reparó en la herida que Marcus tenía en el costado.
—Estoy bien.
—¿Seguro?
—Sí —mintió. Porque no estaba bien en absoluto. Pero no era por culpa del disparo que había recibido. Había conseguido sobrevivir una vez más a su cita con la muerte. Pero lamentó no sufrir otra amnesia, porque ahora sabía algo de sí mismo que no le gustaba: él también habría sido capaz de matar. En seguida cambió de tema—: He encontrado un húmero en la clínica. Presumo que pertenecía a un niño.
Clemente no dijo nada, pero parecía turbado.
—He tenido que salir corriendo y lo he dejado allí.
—No te preocupes, ante todo tenías que pensar en salvarte.
—Había un nombre grabado en el hueso —dijo Marcus—. Astor Goyash. Tenemos que averiguar quién era.
Clemente lo miró.
—Quién es, querrás decir. Todavía está vivo, y la verdad es que ya no es un niño.