11.00 h

Se presentó a la patrulla de guardia que estaba delante de la verja de la casa de Jeremiah Smith con el distintivo colgando del cuello y mostrando la orden de servicio que le había enviado De Michelis. Los agentes comprobaron sus credenciales intercambiándose divertidas miradas de complicidad. Sandra tenía la impresión de que, de repente, el género masculino había empezado a interesarse de nuevo por ella. Y también sabía por qué. Era la noche que había pasado con Shalber lo que le había quitado de encima el mal olor a tristeza. Soportó el trámite con recelosa resignación y seguidamente los agentes la dejaron pasar, disculpándose por haberla entretenido.

Avanzó por el camino de acceso a la vivienda de los Smith. El jardín se encontraba en estado de abandono. La hierba había crecido hasta recubrir las grandes jardineras de piedra. Estatuas de ninfas y venus destacaban aquí y allá, algunas sin extremidades. La saludaban con gestos incompletos, pero todavía llenos de gracia. La hiedra había asaltado una fuente, el agua se estancaba en la pila con un color verdoso. El paso del tiempo había convertido la casa en un monolito grisáceo. Se accedía a ella por una escalera de base ancha, que luego se estrechaba a medida que se ascendía. En vez de alzarse hacia la fachada, parecía que la sostuviera como un pedestal.

Sandra subió, algunos escalones estaban rotos. Cuando llegó a la entrada, la luz del día desapareció de repente, absorbida por las paredes oscuras de un largo pasillo. Fue una sensación extraña, como si un agujero negro lo succionara todo, como si todo lo que allí entraba ya no pudiera volver a salir.

La Científica seguía recabando muestras, pero la mayor parte del trabajo ya estaba hecho. Los colegas estaban concentrados en examinar los muebles. Sacaban los cajones y los volcaban en el suelo, a continuación revisaban el contenido. Quitaban las fundas de los sofás, vaciaban los almohadones y alguno auscultaba las paredes con un fonendoscopio en busca de espacios huecos que pudieran servir de escondrijo.

Un hombre alto y delgado, con un traje llamativo, daba instrucciones a los agentes de la unidad canina y los dirigía al jardín. Advirtió su presencia y le indicó que lo esperara. Sandra asintió y se quedó en la entrada. Los policías salieron de la casa con los perros, que tiraban hacia el jardín. En ese momento el hombre fue a su encuentro.

—Soy el comisario Camusso. —Le tendió la mano. Llevaba un traje encarnado y una camisa a rayas del mismo color, además de una corbata amarilla como toque final. Un perfecto dandi.

Sandra no dejó que la excéntrica indumentaria de su colega la distrajera, si bien era un alivio para los ojos, y para el humor, en medio del negro que los rodeaba.

—Vega.

—Ya sé quién es, me han avisado. Bienvenida.

—No quiero ser un estorbo para ustedes.

—No se preocupe. Ya casi hemos terminado. El circo desmonta la carpa esta tarde: me parece que ha llegado un poco tarde para el espectáculo.

—Tienen a Jeremiah Smith y las pruebas que lo implican en los cuatro homicidios, ¿qué están buscando?

—No sabemos cuál era su «sala de juegos». No mató a ninguna de las chicas aquí. Las tenía prisioneras durante un mes. Ni rastro de violencia sexual. Las ataba, pero no había señales de tortura en los cadáveres: treinta días después, las degollaba y punto. Pero aun así necesitaba algún lugar tranquilo para poder actuar en paz. Esperábamos encontrar algo que nos llevara al lugar en cuestión, pero no hemos tenido suerte. Y usted, ¿qué busca?

—Mi jefe, el inspector De Michelis, quiere que elabore un informe detallado sobre el asesino en serie. ¿Sabe?, no suelen llegarnos casos como éste. Para los de la Científica representa una buena oportunidad para adquirir experiencia.

—Entiendo —dijo el otro, sin ningún interés en comprobar si le decía la verdad.

—¿Qué hace aquí todavía la unidad canina?

—Los perros especializados en recuperación de cadáveres darán otra vuelta por el jardín: podrían localizar algún cuerpo, no es la primera vez que sucede. Con toda la lluvia que ha caído en los últimos días no ha sido posible hacerlo. De todos modos, dudo que consigan olfatear nada: la tierra está húmeda y emana demasiados olores. Los animales quedan embriagados y pierden la capacidad de orientarse. —El comisario hizo una señal a uno de sus subordinados, que se acercó con una carpeta en las manos—. Tenga, esto es para usted. Contiene los resultados del caso de Jeremiah Smith. Encontrará informes, los perfiles del asesino y de las cuatro víctimas y, obviamente, toda la documentación fotográfica. Si quiere una copia, tendrá que solicitársela al juez que lleva el caso, así que ésta tendrá que devolvérmela cuando haya terminado.

—De acuerdo, se la devolveré en seguida —respondió Sandra, haciéndose cargo de la documentación.

—Me parece que esto es todo, ¿no? Puede moverse por donde quiera, no creo que necesite un guía.

—No hace falta, gracias.

El comisario le tendió unos cubre-zapatos y guantes de látex.

—Bien, pues que se divierta.

—De hecho, estar en este sitio hace que te pongas de buen humor.

—Sí, es alegre como unos niños jugando al escondite en un cementerio.

Sandra esperó a que Camusso se alejara y a continuación cogió el móvil con la intención de hacer unas fotos en la casa. Abrió el expediente y leyó rápidamente el último informe. Se refería a los procedimientos que habían permitido identificar al asesino en serie. Mientras lo leía, le costaba creer que las cosas hubieran ido tal como estaban descritas.

Se dirigió a la habitación donde el equipo de la ambulancia había encontrado a Jeremiah Smith agonizante.

En el comedor, los técnicos de la Policía Científica habían terminado su trabajo hacía tiempo. Sandra estaba allí completamente sola. Mirando a su alrededor, intentó imaginarse la escena. Los del servicio de urgencias llegan y encuentran al hombre tendido en el suelo. Intentan reanimarlo, pero está muy grave. Empiezan a estabilizarlo para llevárselo, sin embargo uno de ellos —la doctora de la dotación de la ambulancia— se fija en un objeto presente en la habitación.

Un patín de cuatro ruedas rojo con las hebillas doradas.

Se llama Monica y es la hermana de una de las víctimas de un asesino en serie que rapta y asesina a chicas desde hace seis años. Los patines pertenecían a su hermana gemela. El otro estaba en el pie de su cadáver. Monica comprende que se halla ante su asesino. El enfermero que tiene a su lado está al corriente de la historia, como todo el mundo en el hospital. Sandra sabía cómo funcionaban ese tipo de cosas, en la policía sucedía lo mismo: tus compañeros de trabajo se convierten en una especie de segunda familia, porque es la única manera de enfrentarte al dolor y a la injusticia a los que te ves sometido todos los días. De ese vínculo nacen nuevas reglas y una especie de pacto solemne.

Por tanto, en ese momento, Monica y el enfermero podían haber dejado morir a Jeremiah Smith como seguro que se merecía. Se encuentra prácticamente desahuciado, nadie podría acusarlos de negligencia. Sin embargo, deciden mantenerlo con vida. Es más, ella decide salvarlo.

Sandra estaba segura de que las cosas sucedieron de esa manera, al igual que lo sabían los policías que se encontraban en la casa en ese momento, a pesar de que nadie hablara de ello.

El destino había jugado un extraño papel en aquella casa. La casualidad era tan perfecta que le resultaba imposible imaginar una dinámica distinta. «Una cosa así no se organiza», se dijo. Pero había aspectos del caso que no le cuadraban.

El tatuaje de Jeremiah Smith.

Llevaba grabada en el pecho la palabra «Mátame». En el expediente, junto a la foto del texto, había una prueba caligráfica que confirmaba que se lo había hecho él. Aunque fuera el emblema de una perversión sadomasoquista, llamaba la atención que esa invitación correspondiera a la elección ante la cual Monica se había encontrado.

Sandra sacó unas cuantas fotos de la habitación. A la butaca de Jeremiah Smith, a una taza de leche hecha añicos en el suelo, a un modelo anticuado de televisor. Cuando hubo terminado, notó una sensación de repentina claustrofobia. Por muy acostumbrada que estuviera a la visión de escenas violentas, la muerte le parecía más palpable e indecente entre aquellos objetos familiares.

Era tan insoportable que sintió la necesidad de salir de la casa.

Hay objetos que mantienen a los muertos ligados al mundo de los vivos. Hay que encontrarlos y liberarlos.

Una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda… Y un patín de cuatro ruedas.

Sandra hizo un repaso de la breve lista de fetiches que la policía había hallado en casa de Jeremiah Smith y que lo relacionaban con las víctimas. Es más, se podía afirmar que las cuatro chicas asesinadas, de algún modo, se identificaban con esos objetos.

Se había sentado en un banco de piedra del jardín de la casa para recobrar el aliento. Un momento antes, pasó corriendo por delante de sus compañeros y se refugió en el exterior para evitar sus miradas. Era agradable estar allí, acariciada por el sol de la mañana, con los árboles dejándose hacer cosquillas por las rápidas ráfagas de viento y el crujido de las hojas que recordaba una risa.

«Cuatro víctimas en seis años», se repitió Sandra. En común, un corte limpio en la yugular. Una especie de sonrisa forzada con el cuchillo en la garganta.

La hermana de Monica se llamaba Teresa. Tenía veintiún años y le encantaba patinar. Un domingo por la tarde, como tantos otros, desapareció. En realidad, el patinaje era una excusa: le gustaba un chico y quería encontrarse con él. Era imposible saber el tiempo que Teresa estuvo esperándolo en la pista, porque aquel día él no se presentó. Tal vez Jeremiah se había fijado en ella en esas circunstancias, mientras estaba sola en la mesa de un quiosco de bebidas. Se acercó a ella con una excusa, le ofreció algo de beber. La Científica había encontrado restos de GHB, el tristemente célebre Rufis, en un vaso de zumo de naranja. Un mes más tarde, Jeremiah devolvió el cuerpo depositándolo en la orilla del río, con la misma ropa que llevaba el día en que desapareció.

En el restaurante de comida rápida, todos recordaban la cinta de raso azul con la que Melania, de veintitrés años, recogía su cabellera rubia. El uniforme de las camareras no era nada del otro mundo; sin embargo, a ella le gustaba destacar. Lo animaba con ese toque años cincuenta, declaradamente vintage. La tarde en que fue secuestrada se dirigía al trabajo. La última vez que alguien la vio estaba esperando el autobús. Su cuerpo reapareció treinta días después en un aparcamiento. Asesinada y vestida. Pero la cinta había desaparecido de su pelo.

Vanessa, a sus diecisiete años, estaba obsesionada con el gimnasio. Iba todos los días a hacer spinning. No faltaba a ninguna clase, incluso si no se encontraba demasiado bien. Cuando desapareció, estaba resfriada. Su madre le echó un sermón para convencerla de que se saltara la clase ese día. Al ver que no lograba hacerla cambiar de opinión, le dio una bufanda de lana para que, por lo menos, fuera un poco más abrigada. Para contentarla, Vanessa se la puso. La madre no podía saber que la bufanda rosa no sería suficiente para protegerla del peligro que la acechaba. Esta vez, el narcótico estaba escondido en la botellita de suplemento de sales minerales.

Cristina detestaba su pulsera de coral. Pero sólo se lo había contado a su hermana. Fue ella quien la echó en falta en su muñeca al reconocer el cadáver en el depósito. Se la había regalado su novio, y Cristina se la ponía de todos modos. Ambos tenían veintiocho años y estaban planeando casarse. Tal vez fuera por eso por lo que estaba algo tensa. Tenía que pensar en los preparativos y disponía de poco tiempo, así que últimamente había empezado a buscar sistemas rápidos para relajar los nervios. Beber alcohol la ayudaba. Comenzaba por la mañana y continuaba hasta la noche, un poco cada vez, sin emborracharse nunca del todo. Nadie se dio cuenta de que estaba convirtiéndose en un problema para ella. Pero Jeremiah Smith sí lo advirtió. Fue suficiente con que la siguiera a algún bar para comprender que con ella iba a resultarle más fácil que con las otras.

Cristina fue la última víctima del asesino en serie.

Aquellos retratos eran el resultado de los testimonios de familiares, amigos y novios. Cada uno había añadido un detalle íntimo, que daba color a la fría crónica de los hechos para que aquellas chicas se mostraran como realmente eran.

«Personas, no objetos», se dijo Sandra. Y objetos como personas. Porque una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda y un patín habían sustituido a las chicas desaparecidas en el imaginario de quienes las habían querido.

Pero de la lectura de aquellos perfiles también surgía un dato contradictorio. Las cuatro chicas no eran ingenuas. Tenían una familia, amigos, normas de conducta, ejemplos a seguir. Y, a pesar de ello, se dejaron embaucar por un hombre insignificante como Jeremiah Smith. Un cincuentón nada atractivo que consiguió invitarlas a tomar algo y subyugarlas. ¿Por qué aceptaron sus atenciones? Actuaba a la luz del día y se ganaba su confianza. ¿Cómo lo hacía?

Sandra estaba convencida de que la respuesta no se encontraba entre aquellos fetiches. Cerró el expediente, levantó la cabeza y se dejó acariciar por la brisa. Durante mucho tiempo, ella también había identificado a David con un objeto.

Una horrible corbata verde rana.

Sonrió al recordarla. Era todavía más fea que la amarilla que llevaba el comisario que la había recibido un rato antes. David nunca se ponía trajes elegantes, le molestaba ir ataviado como un figurín.

—Deberías hacerte un frac —le pinchaba ella—. Todos los bailarines de claqué tienen uno.

Por eso tenía sólo aquella corbata. Cuando los empleados de las pompas fúnebres le pidieron ropa para ponerle en el ataúd, se quedó de piedra. Nunca se habría imaginado que a los veintinueve años tendría que tomar una decisión así. Tenía que elegir algo que se correspondiera con David. Empezó a rebuscar desesperadamente entre su ropa. Seleccionó una sahariana, una camisa azul, unos pantalones de color caqui y unas zapatillas de deporte. Así era como lo recordaban todos. Pero fue justo en tales circunstancias cuando se dio cuenta de que la corbata verde rana había desaparecido. No conseguía encontrarla en ninguna parte y no se daba por vencida. Puso la casa patas arriba, se convirtió en una especie de obsesión. Podía parecer una locura, pero ya había perdido a David y no podía soportar la idea de renunciar a nada más. Ni siquiera a una horrible corbata verde rana.

Después, un día, recordó exactamente adónde había ido a parar. Acudió a su cabeza de repente, sin que tuviera que pararse a pensarlo. ¿Cómo había podido olvidarlo?

La corbata era la única prueba existente de la vez que mintió a su marido.

A pocos pasos de la casa de Jeremiah Smith, Sandra pensó que no se merecía el calor del sol y la caricia del viento. Abrió los ojos, que había entrecerrado, e intuyó sobre ella la mirada de un ángel de piedra. Con su inmóvil silencio, la estatua le recordaba que tenía algo que hacerse perdonar. Y que el tiempo no siempre nos ofrece la oportunidad de remediar los errores.

¿Qué habría ocurrido si el francotirador que le había disparado en la capilla de San Raimundo de Peñafort hubiera logrado matarla? Se habría ido con ese peso en la conciencia. ¿Qué objeto les quedaría a su familia y a sus amigos para recordarla? Fuera lo que fuese, les ocultaría la verdad. Es decir, que no merecía el amor de David porque le había sido infiel.

«Las chicas que Jeremiah Smith raptó se sentían seguras —se dijo—. Al igual que yo antes de entrar en aquella iglesia. Por eso murieron. Pudo matarlas gracias a las ganas de vivir que tenían, que les impedían entender lo que iba a sucederles».

A la espalda del ángel de piedra, Sandra distinguió a los policías de la unidad canina enfrascados en registrar con los perros una porción del jardín. Era como había dicho Camusso: los animales parecían desorientados por los olores que desprendía la tierra. Poco antes, el comisario lo había presentado como una exploración rutinaria, un último escrúpulo para no dejar nada sin intentar. «Podrían localizar algún cuerpo, no es la primera vez que sucede», había dicho. Pero a estas alturas era capaz de intuir cuándo un compañero intentaba despistarla. Era una actitud cautelosa que los policías adoptaban cuando temían ser cazados en una distracción, antes de que ésta les estallara encima.

En ese momento se acercó por su espalda precisamente el comisario Camusso.

—¿Todo bien? —le preguntó—. He visto que antes ha salido corriendo de la casa y…

—Necesitaba un poco de aire —lo interrumpió Sandra.

—¿Ha descubierto algo interesante? No me gustaría que se presentara ante su superior con las manos vacías.

Era evidente que el policía sólo intentaba ser amable. Pero Sandra quiso aprovechar la ocasión.

—Puede que haya una cosa. Y es un poco extraña. Tal vez usted pueda ayudarme a entender…

El comisario se la quedó mirando, estupefacto.

—Dígame.

Sandra adivinó una sombra de preocupación en sus ojos. Abrió el expediente y le mostró los perfiles de las cuatro víctimas de Jeremiah Smith.

—He notado que el asesino actuaba de media cada dieciocho meses. Dado que cuando lo encontraron ya casi habían transcurrido y que tienen la seguridad de que llevaba a las chicas a otro lugar, me preguntaba si por casualidad no estaba preparándose para volver a atacar. —Se puso seria—. Como seguramente sabrá, en los casos de asesinos en serie los intervalos de tiempo son cruciales. Si cada período se divide en tres fases: incubación, programación y acción, entonces diría que cuando se sintió mal, Jeremiah debía de encontrarse de lleno en la tercera.

El comisario no abrió la boca.

Sandra lo acosó.

—De modo que me pregunto si en alguna parte hay una chica prisionera que espera nuestra ayuda.

Dejó que Camusso interpretara aquella frase como propia. Y así fue, su rostro se puso serio.

—Puede ser —dijo el comisario haciendo bastante esfuerzo.

Sandra intuyó que no era la única que había formulado una conjetura parecida.

—¿Ha desaparecido otra chica?

Camusso se puso tenso.

—Ya sabe cómo son estas cosas, agente Vega: se corre el riesgo de que circulen informaciones reservadas que pueden comprometer el resultado de la investigación.

—¿Qué es lo que teme? ¿La presión de los periódicos? ¿La opinión pública? ¿A sus superiores?

El comisario se tomó su tiempo. Al darse cuenta de que su compañera no iba a abandonar fácilmente la presa, acabó por admitirlo:

—Una estudiante de arquitectura desapareció hace casi un mes. Al principio las pistas hacían pensar que se trataba de un alejamiento voluntario.

—Dios mío. —Sandra no podía creer que lo hubiera acertado.

—Es como usted decía: los períodos coinciden. Pero no hay pruebas, sólo sospechas. E imagínese el alboroto si se supiera que no lo hemos considerado hasta que no se ha descubierto lo de Jeremiah Smith.

Sandra no se veía con ánimos de criticar a sus compañeros. A veces, los policías actuaban bajo presión y cometían equivocaciones. Pero a ellos no se les perdonaban. Y era lo justo, porque era lo que la gente esperaba: respuestas seguras, una base sólida para hacer justicia.

—La estamos buscando —dijo Camusso en seguida.

«Y no estáis solos», pensó Sandra, que por fin había comprendido cuál era el papel de los penitenciarios en toda aquella historia.

La estatua del ángel de piedra proyectaba su sombra sobre el comisario.

—¿Cómo se llama la estudiante?

—Lara.