06.33 h

El cadáver dijo:

—¡No!

Aquella exclamación se quedó suspendida entre el sueño y la vigilia. Procedía del pasado, pero había conseguido transitar por el presente un segundo antes de que el portal que conectaba los dos mundos volviera a cerrarse y Marcus estuviera nuevamente despierto.

Pronunció aquella negación con firmeza, pero también con miedo, ante la boca impasible de una pistola, sabiendo ya que no iba a servir de nada, como hace cualquiera a quien estén encañonando. Esa palabra es la última, una inútil barrera frente a lo inevitable. La invocación de alguien que está seguro de no tener escapatoria.

Marcus no buscó en seguida el rotulador con el que apuntaba los flecos del sueño en la pared de al lado del camastro. Se quedó pensando en ello, con el corazón saliéndosele del pecho y la respiración agitada, porque esta vez no iba a olvidar lo que había visto.

Todavía tenía clara ante sus ojos la imagen del hombre sin rostro que les había disparado a Devok y a él. En las versiones anteriores del sueño, era una sombra de vapor que se esfumaba cada vez que se esforzaba en enfocarla. Pero ahora había obtenido un detalle importante del aspecto del asesino. Había visto la mano con la que empuñaba la pistola.

Era zurdo.

No era mucho, pero para Marcus representaba una esperanza. Tal vez un día consiguiera subir por aquel brazo tendido y lograra mirar a los ojos al hombre que lo había condenado a vagar por sí mismo, en busca de su propia identidad. Porque lo que le quedaba era la consciencia de estar vivo. Nada más.

Se acordó de Federico Noni y de los dibujos del cuaderno que encontró en su casa. Narraban la génesis de un monstruo. El hecho de que las fantasías violentas se remontaran a la infancia lo turbaba. En el ovillo que intentaba desmadejar se encontraba el hilo rojo de la duda. Buenos o malos, malvados o compasivos, ¿se nace o se hace? ¿Cómo podía el corazón de un niño cultivar tan lúcidamente el mal y dejarse invadir por él?

Alguien podría atribuir la responsabilidad a una serie de acontecimientos que habían dejado surcos en la psique de Federico, como el abandono por parte de su madre o la muerte prematura de su padre. Pero era una explicación débil y simplista. Muchos niños vivían dramas peores y no por ello se convertían en asesinos al madurar.

Además, Marcus era consciente de que ese interrogante le afectaba directamente. La amnesia había eliminado los recuerdos, pero no su pasado. ¿Qué había sido antes de ese momento? Tal vez el cuaderno de Federico recogiera algún atisbo de la respuesta. En cada persona hay algo innato, que va más allá de la consciencia de uno mismo, de la experiencia acumulada y de la educación recibida. Un destello que identifica a cada hombre más que su nombre o su aspecto.

Uno de los primeros pasos de su instrucción consistía en liberarse de los engaños que provoca la apariencia. Clemente le hizo examinar el caso de Ted Bundy, un asesino en serie con cara de buen chico. Tenía novia, y sus amigos lo describían como una persona afable y generosa. Sin embargo, mató en veintiocho ocasiones. Pero antes de que se lo reconociera como un despiadado homicida, a Bundy le concedieron una medalla por haber salvado a una niña que estaba ahogándose en un estanque.

«Siempre estamos en medio de una batalla», se dijo Marcus. Dedujo que la elección del equipo en el que alinearse nunca era exacta. Y que, al final, el único árbitro era precisamente el hombre, el cual decidía, en cada ocasión, si seguía su propia intuición, ya fuera positiva o negativa, o bien si la ignoraba.

Esto era válido para los culpables, pero también para las víctimas.

Los tres últimos días habían sido muy instructivos desde ese punto de vista. Monica, la hermana de una de las chicas asesinadas por Jeremiah Smith, Raffaele Altieri y Pietro Zini se habían encontrado ante una disyuntiva e hicieron su elección. Se les había ofrecido la verdad, pero también la oportunidad de decidir entre el perdón y la venganza. Monica escogió lo primero; los otros dos optaron por lo segundo.

Y, además, estaba la mujer policía que investigaba para averiguar quién había asesinado a su marido. ¿Qué buscaba, una verdad liberadora o la oportunidad de aplicar un castigo? Marcus nunca había oído el nombre de David Leoni a quien, según la mujer, habían asesinado mientras indagaba sobre los penitenciarios. Le prometió que la ayudaría a resolver el misterio. ¿Por qué lo había hecho? Temía que ella también formara parte de aquel plan de venganza, aunque todavía no sabía cómo. Había sido un modo de ganar tiempo. Y sentía que existía cierta conexión entre ella y todo lo demás.

Todas las personas implicadas hasta ese momento habían sufrido un daño que había modificado su vida para siempre. El mal no se había limitado a atacarlas, sino que a su paso había ido diseminando esporas. Como un parásito silencioso, el mal había crecido en la metástasis del odio y del rencor, transfigurando al huésped. Era así como llevaba a cabo su metamorfosis. Se castigaba a individuos que nunca habían pensado en quitar la vida a otro ser humano con un luto violento, y eso, con el tiempo, los transformaba a su vez en dispensadores de muerte.

Sin embargo, una parte de Marcus no se veía capaz de condenar a quienes, en lugar de conformarse con la verdad y seguir adelante, habían elegido aplicar un castigo. Porque él mismo tenía mucho en común con aquellas personas.

Se volvió hacia la pared que se encontraba junto a la cama y releyó los dos últimos detalles de la escena del hotel de Praga que había apuntado.

«Cristales rotos», «Tres disparos». Luego añadió: «Zurdo».

¿Qué haría si se encontrara frente al asesino de Devok, el hombre que había intentado matarlo y lo había privado de la memoria? No se consideraba una persona justa. ¿Se puede perdonar a aquellos que no han pagado por sus errores? Por eso no se sentía con ánimo de condenar completamente a quienes, para poner remedio a una atrocidad, se habían manchado a su vez con un crimen.

Esos hombres habían recibido un poder inmenso. Y quien se lo dio fue un penitenciario.

Después de este descubrimiento, Marcus tuvo sentimientos contrapuestos. Lo entendió como una traición, pero también sintió un enorme alivio al descubrir que no era el único que poseía ese talento oscuro. Si bien todavía no conocía el motivo que movía a actuar a su compañero penitenciario, el hecho de que detrás de todas las revelaciones hubiera un hombre de Dios le infundía una esperanza por Lara.

«No la dejará morir», se dijo.

Sin embargo, Marcus sentía que los hilos de la investigación estaban escapándosele de las manos. Su prioridad debía ser la estudiante a la que Jeremiah Smith había raptado y, en cambio, casi había caído en el olvido. Se había dejado llevar por los acontecimientos, confiando en que la trama de aquel plan contuviera también una salida para la chica. Pero en ese momento le resonaron en la cabeza las palabras del último mensaje del misterioso penitenciario, contenidas en el mail que envió a Pietro Zini.

Ya ha ocurrido. Volverá a ocurrir.

¿Y si, en cambio, lo hubiera urdido todo para que él estuviera cerca de liberar a Lara y fallara? Entonces tendría que vivir con ese remordimiento. Definitivamente, sería demasiado para su joven memoria.

«Tengo que llegar hasta el fondo, no hay otro camino. Pero tengo que llegar un segundo antes de que todo se cumpla. Sólo así le salvaré la vida».

Por el momento rechazó cualquier mal presagio. Había un peligro más inminente en el que pensar.

«C. g. 925-31-073».

El código que cerraba el correo electrónico anunciaba otro crimen que había quedado impune. Se había derramado sangre sin que nadie hubiera pagado por ello. En alguna parte, allí fuera, alguien se preparaba para escoger entre seguir siendo una víctima o convertirse en un carnicero.

Dos meses antes de iniciar su instrucción, Marcus preguntó a Clemente por el archivo. Después de haber oído hablar tanto de él, tenía curiosidad por saber cuándo podría visitarlo. Una noche, muy tarde, su amigo se presentó en la puerta de la buhardilla de la via dei Serpenti y le anunció:

—Es el momento.

Marcus se dejó conducir por Roma sin hacer preguntas. Hicieron una parte del trayecto en coche y prosiguieron a pie. Un rato después llegaron a un antiguo edificio del centro. Clemente lo invitó a descender al sótano. Luego le abrió camino a través de un pasillo decorado con frescos, hasta llegar a una puertecita de madera. Mientras la abría con la llave que llevaba consigo, Marcus lo observaba con disgusto. No se sentía preparado para traspasar aquella última frontera. Además, no creía que fuera tan sencillo llegar hasta allí. Y algo más, desde que había oído hablar de él por primera vez, el archivo le infundía cierto temor. Con el transcurso de los siglos, aquel lugar había recibido varias denominaciones sugestivas e inquietantes: la biblioteca del mal, la memoria del diablo. Marcus se la había imaginado como un entramado de corredores atestados de estantes repletos de tomos ordenados. Un laberinto en el que sería fácil perderse, o perder la razón, a causa de lo que contenía. Sin embargo, cuando Clemente abrió la puerta, Marcus miró hacia dentro sin entender.

Se trataba de una pequeña estancia de paredes desnudas y sin ventanas, con una silla y una mesa en el centro. Sobre ésta había un expediente.

Clemente lo invitó a sentarse y a leerlo. Era la confesión de un hombre que había matado en once ocasiones. Todas las víctimas eran niñas. Cometió el primer homicidio a los veinte años, desde entonces no había podido dejarlo. No sabía justificar qué fuerza oscura guiaba sus manos mientras repartía muerte. Existía en él una inexplicable compulsión de repetir ese terrible comportamiento.

Marcus pensó en seguida en un asesino en serie y le preguntó a Clemente si, al final, lo habían detenido.

—Sí —lo tranquilizó su amigo. Sólo que los hechos se remontaban a más de mil años atrás.

Marcus siempre había creído que los asesinos en serie eran un producto de la era moderna. En el último siglo, la humanidad había conseguido enormes resultados en el campo ético y moral. Para Marcus, la existencia de los asesinos en serie podía catalogarse dentro del precio que había que pagar al progreso. Pero leyendo aquella confesión tuvo que cambiar de opinión.

Después de aquella vez, todas las noches siguientes Clemente lo llevó al cuarto y le presentó un nuevo caso. Muy pronto, Marcus llegó a preguntarse por qué lo llevaba precisamente a ese lugar. ¿No podría haberle llevado los expedientes a su buhardilla? Pero la respuesta era simple. Para que Marcus comprendiera por sí mismo una importante lección era necesario el aislamiento.

—El archivo soy yo —le dijo un día a Clemente.

Y éste le confirmó que, además del lugar secreto donde estaban custodiados materialmente los testimonios del mal, el archivo eran los mismos penitenciarios. Cada uno conocía una parte distinta, preservaba esa experiencia y la llevaba por el mundo.

Pero después de la muerte de Devok y hasta el suceso de la noche anterior en casa de Zini, Marcus siempre había pensado que estaba solo.

Esa idea no le daba paz mientras caminaba por las callejuelas del gueto judío en dirección al portico d’Ottavia, situado a la espalda de la gran sinagoga. En la Roma antigua había albergado el templo de Juno Regina y luego el de Júpiter Stator. Se pasaba por encima de las ruinas a través de un moderno puente de acero y madera, que servía de mirador sobre el Circo Flaminio.

Clemente se sostenía a la balaustrada con ambas manos. Ya lo sabía todo.

—¿Cómo se llama?

El joven sacerdote no se volvió, atenazado por la pregunta.

—No lo sabemos.

Marcus, esta vez, no podía conformarse con una respuesta tan escueta.

—¿Cómo es posible que no tengáis ni idea de la identidad del penitenciario?

—No te mentí al decirte que sólo el padre Devok conocía vuestros nombres y vuestros rostros.

—Entonces, ¿cuál era la mentira? —lo acosó, intuyendo que Clemente se sentía en falta.

—Todo esto empezó mucho antes de Jeremiah Smith.

—Por eso sabíais que alguien estaba violando el secreto del archivo. —Tendría que haberlo deducido él solo.

—«Todo lo que ya ha ocurrido, volverá a ocurrir». ¿Querías saber qué significa? Eclesiastés: capítulo 2, versículo 9.

—¿Cuándo empezaron las revelaciones?

—Hace meses. Ha habido demasiadas muertes, Marcus. Esto no le hace ningún bien a la Iglesia.

Las palabras de Clemente provocaron en él un sentimiento de desazón. Se había imaginado que todos los esfuerzos eran para salvar a Lara. Y, en cambio, tenía que resignarse a algo distinto.

—De modo que es esto lo que os preocupa: detener la hemorragia del archivo, evitar que se sepa que por nuestra causa alguien ha empezado a hacer justicia a su manera. Y, entonces, ¿Lara qué es, un simple imprevisto? Y su muerte, ¿será clasificada como un inevitable daño colateral? —Estaba furioso.

—Se recurrió a ti para que salvaras a la chica.

—No es verdad —lo atajó Marcus.

—Lo que hacían los penitenciarios iba en contra de las decisiones de las jerarquías de la Iglesia. Fuisteis arrinconados, vuestra orden fue abolida. Pero alguien quiso continuar.

—Devok.

—Opinaba que era un error detenerse, que los penitenciarios tenían un papel fundamental que desempeñar. Todo ese conocimiento del mal, derivado del archivo, tenía que permanecer a disposición del mundo. Estaba convencido de su misión. Tú y otros sacerdotes lo seguisteis en esa loca empresa.

—¿Por qué fue a Praga a buscarme? ¿Qué estaba haciendo yo allí?

—No lo sé, te lo juro.

Marcus dejó que su mirada vagara por los vestigios de la Roma imperial. Empezaba a entender su papel en todo aquello.

—Cada vez que desvela uno de los secretos, el penitenciario deja pistas para sus compañeros. Quiere que lo detengan. Sólo volvisteis a instruirme para que lo encontrara. Me necesitabais. La desaparición de Lara os dio la excusa para hacerme entrar en el caso sin que sospechara nada. En realidad, ella no os importa… y yo tampoco.

—Sí, te equivocas. ¿Cómo puedes afirmar una cosa así?

Se acercó a Clemente, de modo que se quedara mirándolo a los ojos.

—Si el archivo no hubiera estado en peligro, me habríais dejado sin memoria en aquella cama de hospital.

—No. Te habríamos proporcionado recuerdos para seguir adelante. Fui a Praga porque Devok había muerto. Me enteré de que cuando le dispararon había alguien con él. No tenía ni idea de quién era, sólo sabía que el desconocido estaba en el hospital y tenía amnesia.

Al principio, Marcus se había hecho repetir aquella historia varias veces, para convencerse de su propia identidad. Hurgando entre sus cosas en la habitación del hotel, Clemente encontró un pasaporte diplomático vaticano con una falsa identidad, y sus apuntes, una especie de diario en el que Marcus hablaba a grandes rasgos sobre sí mismo, tal vez temiendo convertirse en un cadáver sin nombre en el caso de que muriera. En cualquier caso, Clemente dedujo por el diario quién era. Pero obtuvo la confirmación definitiva cuando, después de que le dieran el alta en el hospital, lo condujo a la escena de un crimen reciente. En esa ocasión, Marcus fue capaz de describir, con un notable grado de aproximación, lo que había ocurrido.

—Comuniqué el descubrimiento a mis superiores —prosiguió Clemente—. Ellos querían dejarlo correr. Insistí, argumentando que eras la persona adecuada, y los convencí. Nunca se te ha utilizado, si es eso lo que te preocupa. Para nosotros eras una oportunidad.

—Si consigo encontrar al penitenciario que nos ha traicionado, ¿qué será de mí después?

—Serás libre, ¿no lo entiendes? Y no porque lo decida otra persona: también puedes irte ahora si quieres, depende de ti. No hay ninguna obligación que te retenga. Pero sé que, en el fondo de tu corazón, sientes la necesidad de saber realmente quién eres. Y lo que estás haciendo, aunque no lo admitas, te ayuda a comprenderlo.

—Y, cuando todo termine, los penitenciarios volverán a ser historia. Y esta vez os aseguraréis de que sea para siempre.

—Hay un motivo por el cual abolieron la orden.

—¿Cuál? —lo desafió Marcus—. Venga, adelante, dímelo.

—Hay cosas que ni tú ni yo podemos comprender. Decisiones que vienen de arriba y que responden a unas exigencias concretas. Nuestro deber como hombres de la Iglesia es servirle sin hacernos preguntas, pensando que hay alguien por encima de nosotros que también toma decisiones por nuestro bien.

Bandadas de pájaros revoloteaban entre las antiguas columnas, moviéndose con la misma armonía y cantando en el aire cortante de la mañana. El día había empezado con sol, pero aquel resplandor no se correspondía con el estado de ánimo de Marcus. Por mucho que se opusiera, la idea de poder vivir de otra manera no le disgustaba. Desde que descubrió su talento, de alguna manera se había sentido obligado. Como si la solución a todos los males residiera en él. Pero ahora Clemente estaba dejándole abierta una vía de salida. Y tenía razón: lo que estaba haciendo era útil. Si encontraba a Lara y detenía al penitenciario, se merecería la posibilidad de irse. En esas circunstancias sería aceptable.

—¿Qué tengo que hacer?

—Descubre si la chica todavía está viva, y sálvala.

El único modo, Marcus lo sabía bien, era seguir las pistas del penitenciario.

—Ha conseguido resolver casos que en el archivo estaban clasificados como irresolubles. Es bueno.

—Tú también lo eres. En otro caso no habrías descubierto las mismas cosas. Eres como él.

Marcus no sabía si la comparación lo consolaba o lo aterrorizaba. Pero debía seguir adelante. «Hasta el fondo», se dijo.

—Esta vez el código es «c. g. 925-31-073».

—No va a gustarte —le advirtió Clemente en seguida, y sacó un pliego del bolsillo interior del impermeable—. Alguien murió, pero no sabemos quién era. Su asesino admitió su crimen, pero no conocemos su nombre.

En cuanto cogió el expediente de las manos de Clemente, a Marcus le pareció demasiado ligero y delgado. Lo abrió y vio que dentro sólo había una hoja escrita a mano.

—¿Qué es esto?

—La confesión de los pecados de un suicida.