19.47 h

Marcus regresó a la buhardilla de la via dei Serpenti. Sin encender la luz ni quitarse el impermeable, se tumbó en la cama y se acurrucó con las manos entre las rodillas. Empezaba a notar el cansancio de la noche en vela y percibía el aviso de otra migraña.

La muerte del detective privado representaba un punto muerto en su investigación. Todo aquel esfuerzo para nada.

¿Qué había sacado Ranieri esa mañana de la caja fuerte de su oficina?

Fuera lo que fuese, probablemente había quedado destruido en el incendio del Subaru. Por eso Marcus se sacó del bolsillo la carpeta con el informe del caso «c. g. 796-74-8». Ya no lo necesitaba. Lo lanzó lejos, y las hojas se esparcieron por el suelo. La luna iluminó los rostros de todos los implicados en un viejo homicidio de hacía casi veinte años. «Demasiado tiempo para poder descubrir la verdad», pensó. Eso le habría bastado, en vez de la justicia. Sin embargo, ahora tenía que volver a empezar desde el principio. Su prioridad era Lara.

Valeria Altieri lo observaba desde un recorte de periódico. Sonreía en una foto de fin de año, muy elegante. Con el pelo rubio, las formas de su cuerpo perfectamente realzadas por el vestido que llevaba. Los ojos dotados de un magnetismo único.

Había pagado con la vida tanta belleza.

Si hubiera sido una mujer menos llamativa, tal vez su muerte no le habría interesado a nadie.

Marcus se puso a razonar involuntariamente sobre los motivos por los que los asesinos la habían escogido. Lo mismo que a Lara, que por alguna oscura razón había sido señalada por Jeremiah Smith.

Hasta ese momento, había pensado en Valeria como en la madre de Raffaele. Después de haber visto las huellas ensangrentadas de los piececitos sobre la moqueta blanca del dormitorio, no había logrado focalizarla sólo a ella.

«Siempre existe una razón por la que atraemos la atención de los demás», se dijo. A él no le sucedía, él era invisible. Pero Valeria era una mujer muy conocida.

La palabra «Evil» escrita en la pared de detrás de la cama. Las numerosas puñaladas asestadas a las víctimas. El asesinato perpetrado entre las paredes del hogar. Todo para hacerse notar. El homicidio había resultado sorprendente no sólo porque se trataba de un exponente de la alta sociedad y de su igualmente famoso amante, sino también por la manera en que se había producido.

Parecía una puesta en escena hecha adrede para las revistas sensacionalistas, aunque ninguno de sus fotógrafos inmortalizó el lugar del crimen.

El espectáculo del horror.

Marcus se sentó en el suelo. Algo estaba germinando en su mente. Anomalías. Encendió la luz y cogió del suelo el perfil de Valeria Altieri. Aquel apellido altisonante pertenecía a su marido, de soltera se llamaba Colmetti: un nombre algo inadecuado para escalar en la jet set. Procedía de una pequeña familia burguesa, su padre era oficinista. Cursó estudios hasta secundaria, pero su verdadero talento era la belleza. Tenía una tendencia natural a hacer perder la cabeza a los hombres. A los veinte años intentó triunfar como actriz en el cine, pero sólo consiguió algún papel de extra. Marcus podía imaginar cuántos hombres habrían intentado llevársela a la cama con la promesa de un papel destacado. Quizá al principio Valeria aceptara. ¿Cuántos cumplidos con doble sentido, cuántos manoseos indeseados, cuánto sexo sin placer tuvo que soportar para poder realizar su sueño?

Hasta que un día Guido Altieri llegó a su vida. Un chico guapo, pocos años mayor que ella. De una familia conocida y respetable. Abogado con un futuro prometedor. Valeria sabía que no era capaz de amar a una persona en exclusiva. Guido, en el fondo, era consciente de que aquella mujer nunca le pertenecería a nadie —era demasiado egoísta, se consideraba demasiado bonita para un solo hombre— y, sin embargo, le pidió que se casara con él.

«En ese momento empezó todo —se dijo Marcus mientras se levantaba a buscar papel y bolígrafo para tomar apuntes—. La boda fue sólo el inicio, el primer acto de una cadena de acontecimientos aparentemente felices y envidiables, pero cuyo desenlace inevitable sería la masacre del dormitorio».

Encontró un bloc. En la primera hoja copió el símbolo del triángulo. En la segunda escribió «Evil».

Valeria Altieri representaba todo lo que los hombres querrían tener, pero ninguno podía conseguir. El deseo, especialmente cuando es incontrolable, nos hace llevar a cabo cosas de las que no nos creíamos capaces. Corrompe, consume y, en ocasiones, puede convertirse en móvil para matar. Especialmente cuando se transforma y se convierte en algo peligroso.

«Una obsesión», corroboró Marcus pensando en lo que afligía a Raffaele Altieri.

Si al chico le perseguía la idea de una madre a la que casi no había conocido, entonces quizá otra persona también había experimentado la misma sensación. ¿Y cuál es la única solución en estos casos? A Marcus le dio miedo la respuesta. La dijo en voz baja. Sólo una palabra.

—Destrucción.

Aniquilar el objeto de obsesión, convertirlo en incapaz de volver a herirnos. Y asegurarnos de que sea para siempre. Para alcanzar el objetivo, en ciertos casos la muerte no es suficiente.

Marcus arrancó del bloc las hojas con el símbolo y la palabra escritos. Los mantuvo entre las manos, alternándolos en su mirada, intentando localizar la clave que desentrañara el misterio.

Sintió, a su espalda, una mirada insistente apuntándolo. Se volvió y vio quién estaba observándolo. Era su reflejo en el cristal de la ventana. Sin embargo, el hombre que detestaba mirarse al espejo esta vez no se movió.

Leyó la palabra que se refractaba, «Evil», el mal, pero al revés.

—El espectáculo del horror —se repitió a sí mismo. Y supo que el grito de mujer que le había parecido oír procedente de la oficina de Ranieri no era una alucinación acústica. Era real.

La gran casa de ladrillos rojos estaba inmersa en la vegetación y la quietud del prestigioso barrio de la Olgiata. Contaba con un exuberante jardín con césped y una piscina en los alrededores. El edificio de dos plantas se encontraba iluminado.

Marcus recorrió el sendero de entrada. Eran pocos los elegidos que tenían el privilegio de traspasar los muros de aquellas viviendas. Pero para él no resultó difícil introducirse allí. No se disparó ningún sistema de alarma, no acudió ningún guarda privado, lo cual sólo significaba una cosa.

Alguien en el interior esperaba una visita.

La puerta de cristal estaba abierta. Cruzó el umbral y entró en un elegante salón. Ninguna voz, ningún ruido. A su derecha había una escalera. Empezó a subir. A partir de ese punto, las luces estaban apagadas, pero en una habitación al fondo del pasillo se distinguían los reflejos de una llama. Marcus los siguió, convencido de que al final de su camino encontraría lo que estaba buscando.

El hombre estaba en el estudio. Hundido en un sillón de piel, de espaldas a la puerta, con una copa de coñac en una mano. Junto a él, la chimenea encendida. En cambio, delante —una vez más, como en la oficina de Ranieri—, la combinación discordante de un televisor de plasma y un vídeo.

Se dio cuenta de que ya no estaba solo.

—Les he dicho a todos que se fueran. No hay nadie más en casa.

El abogado Guido Altieri parecía querer enfrentarse a su destino de una manera pragmática.

—¿Cuánto quiere?

—No quiero dinero.

El abogado hizo ademán de darse la vuelta.

—¿Quién es usted?

Marcus lo detuvo.

—Si no le molesta, preferiría que no me mirara a la cara.

Altieri le hizo caso.

—No quiere decirme quién es y no ha venido por dinero. Entonces, ¿qué le trae a mi casa?

—Quiero entender.

—Si ha llegado hasta aquí, ya lo sabe todo.

—Todavía no. ¿Tiene intención de ayudarme?

—¿Por qué?

—Porque, además de su vida, todavía puede salvar la de un inocente.

—Le escucho.

—Usted también ha recibido un mensaje anónimo, ¿no es cierto? Ranieri ha muerto, han matado a tiros a los dos sicarios y luego los han quemado. Y ahora está preguntándose si soy yo quien envió todas esas notas.

—La que he recibido anunciaba una visita para esta noche.

—La mía no, y no estoy aquí para hacerle daño.

En la mano de Altieri, la copa de cristal reflejaba el fuego de la chimenea.

Marcus hizo una pausa antes de ir al grano.

—En el asesinato de una adúltera, el primer sospechoso siempre es el marido —citó las palabras de Clemente, aunque al principio ese móvil le había parecido demasiado elemental—. El delito en la vigilia de una festividad religiosa, en noche de luna nueva… Todo eran coincidencias.

«Los hombres, a veces, se dejan guiar por la superstición —pensó—. Y para colmar el vacío de la duda, están dispuestos a creer cualquier cosa».

—No se trataba de ningún rito, de ninguna secta. La palabra escrita detrás de la cama, «Evil», no era una amenaza, sino una promesa… Leída al revés es Uve, «vivo». Una broma tal vez, o quizá no… Un mensaje que debía llegar hasta Londres, donde usted se encontraba: el trabajo se ha realizado como solicitó, puede volver a casa… Aquellos signos en la moqueta, el triángulo esotérico, no era un símbolo. Pusieron algo encima del charco de sangre junto a la cama y luego lo cambiaron de sitio. Así de simple. Un ser con tres patas y un solo ojo. Una videocámara en un trípode, que cambiaba de encuadre.

Marcus pensó en el grito de mujer que oyó procedente de la oficina de Ranieri. No era una alucinación acústica. Era Valeria Altieri. Procedía del videocasete que el detective privado custodiaba en la caja fuerte y que había visionado antes de llevárselo con él en la bolsa de cuero.

—Ranieri organizó el asesinato, usted sólo lo ordenó. Pero, después de la nota anónima y de esos cadáveres, el investigador estaba seguro de que alguien sabía la verdad. Se sentía acosado, temía que quisieran hundirlo. Estaba paranoico. Volvió corriendo a su despacho, quemó la nota. Si alguien había localizado a los sicarios después de veinte años, podía encontrar el modo de cambiar la cinta de la caja fuerte por otra, quiso asegurarse antes de llevársela… Dígame, abogado: la que tenía el investigador, ¿era una copia o se trataba del original?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque quedó destruida en el incendio de su coche. Y, sin ella, nunca se hará justicia.

—Una triste fatalidad —comentó Altieri, sarcástico.

Marcus observó de nuevo el vídeo situado debajo del televisor de plasma.

—Lo pidió usted, ¿no es cierto? No se conformaba con la muerte de su mujer. No, tenía que verla. Incluso corriendo el riesgo de ser la comidilla de todos: el marido engañado por su consorte mientras está de viaje en el extranjero, bajo el techo del hogar familiar, en la cama conyugal. Iba a ser el escarnio y la comidilla de todo el mundo, pero al final obtendría su venganza.

—Usted no puede entenderlo.

—Puede que se sorprenda. Para usted Valeria era una obsesión. El divorcio no sería suficiente para usted. No conseguiría olvidarla.

—Era una de esas mujeres que podía hacerte perder el juicio. Hay hombres que se sienten atraídos por criaturas así. A pesar de saber que, al final, irán derechos a la autodestrucción. Parecen dulces, amorosas, sólo porque te conceden las sobras de su atención. Llega un momento en que comprendes que todavía puedes salvarte, tener a otra mujer a tu lado que te ame de verdad, hijos, una familia. Y en ese momento tienes que escoger: o tú o ella.

—¿Por qué quiso presenciarlo?

—Porque sería como si la hubiera matado yo. Eso era lo que quería sentir.

«Para que ella no volviera como el eco de un recuerdo agradable, como una siniestra añoranza», pensó Marcus.

—De modo que, algunas veces, cuando estaba solo en casa como ahora, se sentaba en ese bonito sillón, se servía un coñac en una copa y ponía la cinta.

—Es difícil detener las obsesiones.

—Y cada vez que la veía, ¿qué sentía? ¿Placer?

Guido Altieri bajó los ojos.

—Todas las veces me arrepentía… de no haberlo hecho yo.

Marcus sacudió la cabeza, sentía rabia y no le gustaba.

—Ranieri contrató a los ejecutores, probablemente eran sólo dos criminales ocasionales. La palabra escrita con sangre era cosa de aficionados, pero el símbolo de la moqueta fue un golpe de suerte. Un error que habría podido desvelar la presencia de la videocámara y que, en cambio, se transformó en una inesperada ventaja y lo complicó todo.

Marcus se rió de sí mismo por haber pensado en el satanismo como explicación para aquella historia, cuando la realidad era mucho más simple.

—Sin embargo, usted lo ha descubierto todo.

—Los perros son daltónicos, ¿lo sabía?

—Claro, pero eso ¿qué tiene que ver?

—Un perro no puede ver el arco iris. Y nadie podrá explicarle nunca qué son los colores. Pero usted sabe igual que yo que existe el rojo, el amarillo y el azul. ¿Quién dice que esto no valga también para las personas? Quizá hay cosas que existen, aunque no podamos verlas. Como el mal. Sabemos que está sólo después de que se manifieste, cuando es demasiado tarde.

—¿Usted conoce el mal?

—Yo conozco a los hombres. Y veo las señales.

—¿Cuáles?

—Piececitos descalzos que caminan sobre la sangre…

—Raffaele no debería haber estado allí aquella noche. —Altieri mostró un gesto de enfado—. Tendría que haberse quedado con la madre de Valeria, pero estaba enferma. Yo no lo sabía.

—Por lo cual estaba en la casa. Y permaneció allí durante dos días. Él solo.

El abogado permaneció callado, y Marcus comprendió que la verdad le hacía daño. Estaba contento de que una parte de ese hombre todavía pudiera expresar un sentimiento humanamente reconocible.

—Durante todos estos años, Ranieri se dedicó a despistar a su hijo, que seguía indagando sobre la muerte de su madre. Pero hubo un momento en que Raffaele empezó a recibir extrañas notas anónimas que prometían conducirlo a la verdad.

«Una me ha traído hasta aquí», se dijo Marcus, si bien no sabía el motivo por el que se había visto envuelto en aquella historia.

—Primero, su hijo despidió al detective. Hace una semana consiguió encontrar a los asesinos, hizo que acudieran a una fábrica abandonada y los mató. Debe de haber hecho lo mismo con Ranieri, manipulando su coche. Por eso es él quien está viniendo hacia aquí. Yo solamente le he precedido.

—Si no fue usted, entonces, ¿quién ha urdido todo esto?

—No lo sé, pero hace menos de veinticuatro horas un asesino en serie llamado Jeremiah Smith fue encontrado agonizante. En el pecho llevaba escrito: «Mátame». En la dotación de la ambulancia que lo auxilió hacía guardia la hermana de una de sus víctimas. Podría haberse tomado la justicia por su mano. Opino que a Raffaele le han ofrecido la misma oportunidad.

—¿Por qué le interesa tanto salvarme la vida?

—No sólo a usted. Ese asesino en serie secuestró a una estudiante llamada Lara. La tiene prisionera en alguna parte, pero él está en coma y ya no podrá hablar.

—¿Es ella la inocente a la que se refería hace un momento?

—Si encuentro a quien ha organizado todo esto, todavía puedo salvarla.

El abogado Altieri se llevó la copa de coñac a los labios.

—No sé cómo puedo ayudarle.

—Dentro de poco Raffaele estará aquí, probablemente buscando venganza. Llame a la policía y entréguese. Yo esperaré a su hijo e intentaré convencerlo para que hable conmigo. Es posible que sepa algo que pueda serme útil.

—¿Tendría que confesárselo todo a la policía? —Por su tono burlón, era evidente que el abogado no tenía ninguna intención de hacerlo—. ¿Usted quién es? ¿Cómo puedo fiarme si no me lo dice?

Marcus estuvo a punto de responder. Si ése era el único modo, se saltaría su regla. Estaba a punto de decírselo cuando sonó un disparo. Se volvió. A su espalda, Raffaele tenía el arma tendida. La apuntaba contra el sillón en el que estaba sentado su padre. El proyectil perforó la piel y el relleno. Altieri se dejó caer hacia adelante, soltando la copa de coñac.

A Marcus le habría gustado preguntarle al chico por qué había disparado, pero comprendió que había preferido la venganza a la justicia.

—Gracias por haber hecho que hablara —dijo Raffaele.

Y Marcus entendió cuál había sido su papel en todo el asunto. Ése era el motivo por el que alguien había hecho que se encontraran en casa de Lara.

Tenía que proporcionarle la pieza que faltaba: la confesión de su padre.

Marcus estaba a punto de preguntarle algo, esperando encontrar la relación entre aquella historia de veinte años atrás, Jeremiah Smith y la desaparición de Lara. Pero antes de que pudiera hablar, se percató del sonido que llegaba de lejos. Raffaele sonrió. Eran las sirenas de la policía. La había llamado él, pero no se movió. Esta vez se haría justicia, hasta el fondo. Incluso en eso quería ser distinto a su padre.

Marcus sabía que le quedaban pocos minutos. Tenía muchas preguntas sin respuesta, pero tenía que irse. No podían encontrarlo allí.

Nadie debía saber que existía.