09.56 h

Marcus dejaba que su mirada se perdiera en el espectáculo de Roma desde la terraza del castillo. A su espalda se recortaba el arcángel Miguel que, con las alas desplegadas y la espada blandida, velaba por las criaturas humanas y sus infinitas miserias. A la izquierda de la estatua de bronce se veía la campana de la misericordia, cuyo tañido anunciaba las sentencias de muerte en la época oscura en que Castel Sant’Angelo era la prisión del papado.

Ese lugar de suplicio y desesperación se había convertido en una meta para turistas. Sacaban fotos de recuerdo aprovechando un rayo de sol que se había abierto paso entre las nubes y hacía refulgir la ciudad bañada por la lluvia.

Clemente se reunió con Marcus y se puso a su lado sin apartar la mirada del paisaje.

—¿Qué ocurre?

Utilizaban un buzón de voz para concertar los encuentros. Cuando uno de los dos quería ver al otro, sólo tenía que dejar un mensaje indicando el lugar y la hora. Ninguno de los dos había faltado nunca a esas citas.

—El asesinato de Valeria Altieri.

Antes de contestar, Clemente escrutó su cara tumefacta.

—¿Quién te ha dejado así?

—Esta noche he conocido a su hijo Raffaele.

Clemente eludió hacer más preguntas y se limitó a sacudir la cabeza.

—Una horrible historia. El delito quedó sin resolver.

Lo dijo como si conociera bien el caso, lo que a Marcus le pareció más bien raro, ya que en la época en que ocurrieron los hechos su amigo debía de tener poco más de diez años. Por tanto, sólo había una explicación: ellos también se habían ocupado de ese crimen.

—¿Hay algo en el archivo?

A Clemente no le gustaba hablar de ello en público.

—Deberías tener cuidado —lo increpó.

—Es muy importante. ¿Qué sabes?

—Se siguieron dos pistas. Ambas implicaban a Guido Altieri. En el asesinato de una adúltera, el primer sospechoso siempre es el marido. El abogado conocía a gente y tenía recursos para encargar la carnicería y salir indemne.

Si Guido Altieri era culpable, había dejado conscientemente a su hijo con los cadáveres durante dos días sólo para reforzar su coartada. Marcus no podía creerlo.

—¿Y la segunda pista?

—Altieri es un tiburón y en aquel momento se encontraba en Londres para cerrar una importante fusión empresarial. En realidad, la operación escondía detalles poco claros. Había petróleo y tráfico de armas por medio, estaban en juego intereses de altísimo nivel. La palabra inglesa «Evil», escrita encima de la cama de la masacre, podía interpretarse como un mensaje para el abogado.

—Una amenaza.

—Bien, en el fondo los asesinos no tocaron a su hijo.

Unos niños pasaron corriendo junto a Marcus, que los siguió con la mirada, envidiando su manera despreocupada de estar en el mundo.

—¿Cómo es posible que esas dos pistas no condujeran a nada?

—Respecto a la primera, Guido y Valeria Altieri estaban en trámites de divorcio. Ella era demasiado impulsiva, el patrón de barco sólo era el último de una larga lista. El abogado no debió de lamentar demasiado la pérdida, ya que volvió a casarse pocos meses después de los hechos. Desde entonces tiene otra familia, otros hijos. Y luego, admitámoslo, si alguien como Altieri hubiera querido liquidar a su mujer, habría escogido una manera menos cruenta.

—¿Y Raffaele?

—Hace años que no le habla. Por lo que sé, es un chico desequilibrado, entra y sale de clínicas psiquiátricas. Echa la culpa de lo ocurrido a su padre.

—¿Y la tesis del complot internacional?

—Se aguantó durante un tiempo, pero luego cayó por falta de pruebas.

—¿No había huellas, ningún indicio en el lugar del crimen?

—A pesar de que parecía una carnicería, los asesinos fueron precisos y limpios.

Aunque no hubiera sido así, Marcus pensó que el asesinato tuvo lugar en una época en que las investigaciones se llevaban a cabo con los viejos sistemas. Los análisis de ADN se habían ido introduciendo gradualmente en los métodos de la Policía Científica. Además, la escena del crimen había sido «contaminada» por la presencia del niño durante cuarenta y ocho horas, y después se borró para siempre. Se acordó del duplicado que Raffaele Altieri había reproducido con la esperanza de encontrar una respuesta. Diecinueve años antes, la incapacidad de identificar rápidamente a los autores materiales acabó por comprometer irremediablemente el resultado de la investigación. Por eso fue todavía más difícil encontrar un móvil.

—Había una tercera pista, ¿verdad?

Marcus lo había intuido: era el motivo por el que en el pasado el caso también les interesó a ellos. No entendía por qué su amigo no se lo había comentado. De hecho, Clemente intentó desviar la conversación.

—Escucha, ¿qué tiene que ver esto con Jeremiah Smith y la desaparición de Lara?

—Todavía no lo sé. Ayer por la noche Raffaele Altieri estaba en el apartamento de la chica, alguien le convocó allí a través de una carta.

—¿Alguien? ¿Quién?

—No tengo ni idea, pero en casa de Lara había una Biblia en el estante de los libros de cocina. La anomalía se me pasó por alto durante la primera inspección. A veces hace falta oscuridad para ver mejor las cosas: por eso esta noche he vuelto al piso. Quería reproducir las mismas condiciones en que se movió Jeremiah.

—¿Una Biblia? —Clemente no lo entendía.

—La página de la carta de san Pablo a los Tesalónicos estaba marcada: «El día del Señor llegará como el ladrón en la noche…». Si no fuera absurdo, diría que alguien colocó un mensaje allí para nosotros, para que encontráramos a Raffaele Altieri.

Clemente se puso tenso.

—Nadie sabe nada de nosotros.

—Ya —dijo Marcus. «Nadie», se repitió con amargura.

Clemente lo apremió.

—No tenemos mucho tiempo para salvar a Lara, ya lo sabes.

—Tú me dijiste que siguiera mi instinto, que sólo yo puedo encontrarla. Y es lo que estoy haciendo. —Marcus no tenía intención de soltar su presa—. Ahora háblame de la otra pista. En la escena del crimen, además de la palabra «Evil» encontraron tres signos circulares trazados con la sangre de las víctimas, que formaban los vértices de un triángulo.

Clemente se volvió hacia el arcángel de bronce, como si invocara su protección por lo que estaba a punto de decir.

—Es un símbolo esotérico.

A Marcus no le sorprendió que se hubiera omitido ese detalle en los informes. Los policías eran gente práctica, no les gustaba que una investigación se extraviara en el mundo de lo oculto. Eran argumentos difícilmente presentables en una sala de vistas, que incluso podrían proporcionar a los posibles imputados una escapatoria para alegar enfermedad mental. Y, además, también se corría el riesgo de hacer el ridículo.

Sin embargo, Clemente consideraba seriamente aquella hipótesis.

—Hay quien opina que, en ese dormitorio, se celebró un rito.

Los delitos con trasfondo ritual entraban dentro de las anomalías de las que solían ocuparse. En ellos se mezclaban hedonismo y sexo. Mientras esperaba que Clemente le trajera del archivo el expediente sobre el caso Altieri, Marcus tenía prisa por comprender el significado del símbolo triangular, por lo que se dirigió al único lugar donde podría encontrar la respuesta.

La Biblioteca Angélica tenía su sede en el antiguo convento de los agustinos, en la piazza SantAgostino. Desde el siglo XVII, los monjes se ocupaban de recoger, catalogar y preservar unos 200.000 valiosos volúmenes, divididos entre fondo antiguo y fondo moderno. Fue la primera biblioteca europea que se abrió a las consultas públicas.

Marcus estaba sentado a una de las mesas de la sala de lectura, llamada «Jarrón Vanvitelliano» por el nombre del arquitecto que había restaurado el complejo en el siglo XVIII, rodeado de una estantería de madera repleta de libros. Se accedía a ella a través de un vestíbulo adornado con cuadros de árcades ilustres en el que se ubicaban los catálogos. Algo más allá estaba la sala blindada que contenía las miniaturas más preciosas.

En el curso de los siglos, la Biblioteca Angélica había sido protagonista de varias controversias de trasfondo religioso, ya que también conservaba numerosos textos prohibidos. Eran los que le interesaban a Marcus, que había solicitado examinar algunos tomos sobre aquella simbología.

Llevaba un guante blanco de algodón para pasar las páginas, ya que el contacto con los ácidos de la piel podría estropearlas. En la sala se percibía un único sonido, parecido al de una mariposa batiendo las alas. En la época de la Santa Inquisición, Marcus habría pagado con la vida el solo hecho de leer aquellas palabras. En una hora de búsqueda, consiguió remontarse al origen del símbolo triangular.

Nacido como opuesto a la cruz cristiana, se convirtió en el emblema de algunos cultos satánicos. Su creación se remontaba a la época de la conversión del emperador Constantino. La persecución a los cristianos cesó, y éstos abandonaron las catacumbas. Los paganos, sin embargo, fueron a refugiarse allí.

Marcus se sorprendió al descubrir que el satanismo moderno derivaba precisamente de ese paganismo. Con el transcurso de los siglos, la figura de Satanás reemplazó a otras divinidades, ya que era el antagonista principal del Dios de los cristianos. Los adeptos a esos cultos también se consideraban fuera de la ley. Se reunían en sitios aislados, generalmente al aire libre. Con un bastón dibujaban las paredes de su templo sobre el suelo, así resultaba fácil borrarlas en el caso de que fueran sorprendidos. El asesinato de inocentes servía para sellar pactos de sangre entre los seguidores. Pero, además de poseer un objetivo ritualista, escondía también otro más práctico.

«Si hago que maten a alguien por ti, estás unido a mí de por vida», dedujo Marcus. Quien abandonaba la secta corría el peligro de ser denunciado por asesinato.

En el catálogo de la biblioteca encontró libros que explicaban cuál había sido la evolución histórica de aquellas prácticas, hasta la edad moderna. Como se trataba de publicaciones recientes, se quitó el guante de consulta y se sumergió en la lectura de un texto de criminología.

La forma satánica estaba presente en muchos delitos. Pero la mayoría de las veces era sólo un pretexto para dar salida a perversiones de naturaleza sexual. Algunos asesinos psicópatas estaban convencidos de que un ente superior intentaba comunicarse con ellos. El hecho de confiarse a un rito sanguinario era una manera de responder a la llamada. Los cadáveres se convertían en mensajeros.

El caso más conocido era el de David Richard Berkowitz, más conocido como el Hijo de Sam, un asesino en serie que tenía aterrorizada a la ciudad de Nueva York a finales de los años setenta. Cuando lo capturaron explicó a la policía que quien le había ordenado matar era una presencia demoníaca que le hablaba a través del perro de su vecino.

Marcus descartó que el caso de Valeria Altieri fuera un crimen patológico. El hecho de que hubieran actuado varios individuos presuponía una plena capacidad mental.

Los homicidas en grupo, sin embargo, eran una constante en los casos de satanismo. Porque, precisamente en la multitud, un individuo podía encontrar el valor de cometer una acción reprobable que, de otro modo, nunca habría llevado a cabo. La unión ayudaba a superar los normales frenos inhibidores, y la responsabilidad compartida no generaba sentimientos de culpabilidad.

Existía un satanismo «ácido» en el que los adeptos mantenían un exagerado consumo de drogas, que los hacía más manejables. Esos grupos se reconocían con facilidad gracias a su vestimenta, en la que destacaban el color negro y los símbolos de derivación satánica. La inspiración, más que de los textos sacrílegos, procedía de la música heavy metal.

Marcus pensó que la palabra «Evil» escrita en la pared del dormitorio de Valeria Altieri podía sugerir ese género. Pero era raro que ese tipo de grupos llegara a matar a seres humanos, a menudo se conformaba con imitar misas negras y sacrificar pobres animales.

El verdadero satanismo nunca era tan escandaloso, consideró Marcus. Se basaba en el secreto más absoluto. No había pruebas de su existencia, únicamente engañosos y contradictorios indicios. De hecho, eran poquísimos los casos de delitos satánicos no atribuibles a fanáticos o a enfermos mentales. El más famoso había ocurrido precisamente en Italia y era el del llamado Monstruo de Florencia.

Marcus leyó con atención un breve resumen del caso. Resultaba que los ocho dobles homicidios, cometidos entre 1974 y 1985, no eran obra de una única mano, sino de un grupo de asesinos. Los investigadores se limitaron a detener a los culpables sin querer ir más allá, a pesar de que se temía que hubieran actuado por encargo y que estuvieran relacionados con algún tipo de secta mística, nunca identificada. La hipótesis era que los delitos se ordenaron con el objeto de procurarse fetiches humanos, para utilizarlos en algún tipo de ceremonia.

Marcus identificó un fragmento del resumen que podía resultar útil. Se refería a la motivación por la cual el Monstruo de Florencia mataba siempre a jóvenes parejas que buscaban intimidad en el campo. La muerte más favorable era la que se producía durante el orgasmo, también llamada mors justi. La creencia era que, en ese preciso instante, se liberaba una energía especial capaz de aumentar y reforzar los efectos de un rito maléfico.

En casos concretos, los asesinatos se cometían siguiendo un calendario riguroso, los días anteriores a las festividades cristianas, preferentemente en noches de luna nueva.

Marcus revisó la fecha del asesinato de Valeria Altieri y de su amante. Fue la noche del 24 de marzo, la vigilia de la celebración de la Anunciación del Señor. El momento en que, según los Evangelios, el arcángel Gabriel informa a la Virgen María de que concebirá al hijo de Dios. Y había luna nueva.

Subsistían todos los elementos de un delito satánico. Ahora se trataba de reanudar en esa dirección una investigación estancada desde hacía más de veinte años. Marcus estaba convencido de que alguien que sabía muchas cosas había decidido permanecer en silencio durante todo ese tiempo. Se hurgó el bolsillo y encontró la tarjeta de Ranieri que había cogido del escritorio de Raffaele Altieri.

Empezaría por el investigador privado.

Ranieri ocupaba un despacho en el último piso de un edificio en el barrio de Prati. Lo vio bajar de un Subaru verde. Aparentaba mucha más edad que en la foto de la página de internet que promocionaba los servicios de su agencia. Aunque a Marcus le parecía improcedente que alguien que desempeñaba un oficio basado en la discreción dejara ver su rostro a cualquiera, probablemente a Ranieri eso no le preocupaba.

Antes de seguirlo al interior del edificio, se percató de que el coche aparcado estaba lleno de manchas de barro. A pesar de la lluvia incesante de las últimas horas, era improbable que hubiera quedado en ese estado sin haber salido de Roma. Dedujo que el investigador había estado fuera de la ciudad.

El portero del inmueble estaba distraído leyendo el periódico, y Marcus pasó por delante de él sin problema. Ranieri había evitado el ascensor y, por el modo en que subía la escalera, parecía tener mucha prisa.

Entró en su oficina. Marcus, en cambio, se detuvo en la primera planta, donde había un recodo en el que podía esconderse y esperar a que el hombre volviera a salir, para introducirse en el piso y descubrir qué era aquello tan urgente.

Mientras aquella mañana llevaba a cabo su búsqueda en la biblioteca, Clemente, como le había prometido, le hizo llegar el expediente del caso, código «c. g. 796-74-8». Contenía un detallado dossier que incluía datos acerca de todos los protagonistas involucrados en el suceso. Lo encontró dentro de un buzón de una gran comunidad de vecinos. Habitualmente lo utilizaban para intercambiar documentos y, en realidad, no iba remitido a ningún inquilino.

Marcus tuvo ocasión de estudiar bien el perfil de Ranieri mientras esperaba su llegada.

El investigador privado no gozaba de buena reputación. Pero no era de extrañar. Lo habían apartado del Colegio Oficial por conducta incorrecta. Por lo que parecía, aquélla no era su única ocupación: en el pasado había participado en algunas estafas, e incluso llegaron a condenarlo por emitir cheques falsos. Su mejor cliente era Raffaele Altieri de quien, en el transcurso de los años, había conseguido obtener diversas sumas de dinero. Sin embargo, su relación se había interrumpido bruscamente. El despacho en la zona de Prati era sólo una fachada para atraer a clientes incautos de los que aprovecharse. Ni siquiera tenía secretaria.

Fue precisamente mientras Marcus valoraba este aspecto cuando resonó un grito de mujer por el hueco de la escalera. Parecía proceder precisamente de la última planta.

Su entrenamiento lo dejaba claro: en casos así, tendría que haberse marchado sin dudar. Una vez a salvo, podría advertir a las fuerzas del orden. Lo más importante era el anonimato, y él debía preservarlo a toda costa.

«Yo no existo», se recordó a sí mismo.

Esperó a ver si alguien del edificio había oído algo. Sin embargo, no apareció nadie en los rellanos; pero no podía aguantarse: si de verdad había una mujer en peligro, no se perdonaría no haber intervenido. Estaba a punto de subir al último piso cuando la puerta de la oficina se abrió y Ranieri empezó a bajar por la escalera. Marcus volvió a esconderse en el recodo y el hombre pasó por delante de él sin advertir su presencia. Llevaba consigo una bolsa de cuero.

Una vez que estuvo seguro de que el investigador privado había dejado el edificio, se lanzó a la carrera escaleras arriba, esperando llegar a tiempo.

Una vez en el rellano, asestó una patada a la puerta de la oficina. Entró en una estrecha sala de espera. Al fondo del pasillo había una única habitación. Marcus se precipitó en aquella dirección. Al llegar a la puerta, esperó. Oyó unos golpes. Se asomó al interior con precaución y vio que sólo era una ventana abierta que daba golpes a causa del viento.

No había ninguna mujer.

Pero había una segunda puerta, cerrada. Se acercó con cautela. Puso la mano en el pomo y la abrió de golpe, seguro de que se encontraría frente a un espectáculo tremendo. En cambio, sólo era un pequeño baño. Y estaba vacío.

¿Dónde estaba la mujer a la que había oído gritar?

Los médicos le habían hablado de alucinaciones sonoras. Un efecto colateral de su amnesia. Ya le había pasado antes. Una vez le pareció oír sonar un teléfono insistentemente en la buhardilla de la via dei Serpenti. Pero él no tenía teléfono. En otra ocasión, oyó a Devok llamarlo por su nombre. No sabía si realmente era su voz, no la recordaba. Pero de todos modos relacionó aquel sonido con su rostro, por lo que existía una esperanza de que un día los recuerdos pudieran regresar. Los doctores decían que no, que la amnesia causada por un daño cerebral siempre era irreversible y que lo suyo no se trataba de un estado psicológico. Sin embargo, cabía la posibilidad de que recuperara una memoria recóndita y ancestral.

Respiró profundamente, tratando de borrar el grito de la mujer. Tenía que averiguar lo que había ocurrido en aquella habitación.

Se acercó a la ventana abierta y miró hacia abajo: el sitio donde Ranieri había aparcado su Subaru verde estaba vacío. Si había cogido el coche, el investigador privado no regresaría pronto, por lo que disponía de algo de tiempo.

En el asfalto había quedado una mancha de aceite. Marcus añadió ese detalle al barro que había visto en la carrocería del vehículo, deduciendo que aquella mañana el investigador había visitado un lugar accidentado, ensuciando y dañando el Subaru.

Cerró la ventana y aprovechó para examinar el despacho.

Su propietario había permanecido allí poco más de diez minutos. ¿Qué había ido a hacer?

Existía un modo de saberlo, y Marcus recordó una de las lecciones de Clemente. Los criminólogos y los especialistas en trazar perfiles psicológicos lo llamaban «el enigma de la habitación vacía». Había que comenzar suponiendo que todo suceso, incluso el más insignificante, deja pistas que, con el paso de los minutos, van perdiendo vigencia.

Por eso, a pesar de que el entorno podía parecer vacío, no lo estaba. Contenía muchas informaciones. Pero Marcus tenía poco tiempo para identificarlas y utilizarlas para reconstruir lo que había ocurrido.

La primera aproximación era visual. Así que miró a su alrededor. Había una librería semivacía, con revistas de balística y textos de derecho. A juzgar por el polvo que los cubría, sólo servían para llenar los huecos. También vio un sofá liso y un par de sillas delante del escritorio, además de una silla giratoria.

Notó la anacrónica combinación entre un televisor de plasma y un viejo reproductor de vídeo. Creía que aquellos aparatos habían caído en desuso. Pero lo que más le chocó fue el hecho de que no había cintas de vídeo en la habitación.

Registró el detalle y continuó. De las paredes colgaban diplomas que certificaban su participación en cursos especializados en técnicas de investigación. Una licencia caducada. Sin embargo, el marco estaba torcido. Marcus lo levantó y descubrió una pequeña caja fuerte. La puerta únicamente estaba entornada. La abrió. Estaba vacía.

Recordó la bolsa de cuero con que Ranieri había salido de la oficina. Podía haberse llevado algo. ¿Dinero? ¿Pensaba escapar? ¿De qué o de quién?

Pasó a interrogarse sobre el estado del lugar. A su llegada, la ventana estaba abierta. ¿Por qué el investigador privado la había dejado así?

«Para airear la habitación», se dijo. Y en seguida procedió a un examen olfativo. Se notaba un leve aunque peculiar olor a quemado. «Clorofila», pensó. Y se dirigió hacia donde estaba la papelera.

Había un solo papel, chamuscado por el fuego.

Ranieri no sólo había cogido un objeto de la oficina, antes de irse también se había desembarazado de algo. Marcus recogió del fondo de la papelera lo que quedaba del trozo de papel. Lo depositó con cuidado sobre el escritorio. Se dirigió de nuevo al baño, comprobó la etiqueta de un jabón líquido y se lo llevó. Desplegó la hoja como mejor pudo, se mojó la yema del dedo con el jabón y luego la pasó por la parte más oscura, allí donde parecía que había algo escrito. A continuación cogió una cerilla de una caja que había sobre la mesa —que, lo más probable, también había utilizado Ranieri poco antes— y se apresuró a quemar nuevamente el papel. Pero, antes de empezar, se quedó quieto para concentrarse. Sólo disponía de una oportunidad, después el papel quedaría destruido para siempre.

Aparte de las migrañas, las alucinaciones auditivas y el sentimiento de extravío, la amnesia le había supuesto por lo menos una ventaja: había adquirido una notable capacidad mnemotécnica. Marcus estaba convencido de que la habilidad de aprender de prisa dependía del espacio vacío de su cabeza. Y se había dado cuenta de que poseía una perfecta memoria fotográfica.

«Esperemos que funcione», se dijo.

Frotó la cerilla, cogió la hoja y pasó la llama por debajo, de izquierda a derecha, según el sentido de lectura.

La tinta empezó a reaccionar con la glicerina que contenía el jabón. Al quemarse más lentamente que el resto, creó una especie de contraste. Los caracteres de una escritura autógrafa se formaron fugazmente. Sus ojos corrían por la nota para capturar las letras y los números que en ella aparecían. El efecto se desvaneció en pocos segundos, terminando con una bocanada de humo gris. Marcus tenía el veredicto. El texto era una dirección: Via delle Comete, 19. Sin embargo, antes de que todo terminara, también había distinguido los tres puntitos que formaban el símbolo del triángulo.

Aparte del lugar indicado, el resto de la nota era idéntico a la que había recibido Raffaele Altieri.