09.04 h
«Hay cosas que tienes que ver con tus propios ojos, Ginger».
David lo repetía cada vez que surgía una discusión sobre los peligros que entrañaba su trabajo. Para Sandra la cámara fotográfica era una protección necesaria para no tener que enfrentarse al impacto de la violencia que documentaba cada día. Para él, sólo era una herramienta.
Aquella diferencia le volvió a la cabeza mientras improvisaba un cuarto oscuro en el baño de invitados de su casa, como había visto a hacer muchas veces a David.
Selló la puerta y la ventana, sustituyó la bombilla de encima del espejo por otra que emitía una luz inactínica roja. Recuperó del desván la ampliadora y el tanque para revelar y fijar los negativos. Lo demás lo organizó sobre la marcha. Las tres cubetas para hacer el tratamiento eran las mismas que utilizaba para aclarar su ropa interior. Cogió de la cocina pinzas, tijeras y un cucharón. El papel fotográfico y los productos químicos, que guardaba aparte, todavía no habían rebasado la fecha de caducidad y por tanto podía utilizarlos.
La Leica I llevaba una película de 135-35 mm. Sandra enrolló el carrete y lo sacó del compartimento.
La operación que iba a realizar necesitaba oscuridad absoluta. Después de ponerse los guantes, abrió el carrete y extrajo la película. Guiándose por su memoria, cortó la parte inicial con las tijeras, redondeando las esquinas; a continuación la metió en la espiral de la cubeta. Vertió el líquido de revelado que había preparado con anterioridad y empezó a calcular el tiempo. Repitió la operación con el líquido de fijación, después lo aclaró todo bajo el grifo. Como no tenía humectante, metió en la cubeta algunas gotas de champú neutro y al final colgó el rollo sobre la bañera para que se secara.
Activó el cronómetro en su reloj y recostó la espalda en la pared de azulejos. Suspiró. Aquella espera en la oscuridad le resultaba desesperante. Se preguntaba por qué David había utilizado aquella vieja cámara para sacar fotografías. Una parte de ella esperaba que no contuvieran nada significativo, que aquella ilusión dependiera de su imposibilidad de resignarse a una muerte sin sentido.
Sandra quería sentirse estúpida.
«David sólo usó la Leica para probarla», se dijo. Por mucho que la fotografía fuera la pasión y la ocupación de ambos, no tenían fotos de los dos juntos. De vez en cuando pensaba en ello. Mientras su marido estaba con vida nunca le había parecido raro. «No nos hacía falta», se repetía. Cuando el presente es tan intenso, no necesitas un pasado. No imaginaba que tendría que acaparar recuerdos porque un día los necesitaría para sobrevivir. Pero esa evidencia tenía cada vez menos fuerza. Era demasiado poco el tiempo que habían pasado juntos respecto a lo que, estadísticamente, le quedaba por vivir. ¿Qué iba a hacer durante todos esos días? ¿Sería capaz de sentir de nuevo algo parecido a lo que David despertaba en ella?
El sonido del temporizador la sacó de su ensimismamiento. Por fin podía encender la bombilla roja. Lo primero que hizo fue coger el carrete que había colgado y mirarlo a contraluz.
Había sacado cinco fotos con la Leica.
Su contenido, por el momento, era incomprensible. Se apresuró a pasarlas a papel. Preparó los tres recipientes. El primero con el líquido revelador, el segundo con agua y ácido acético para el baño de paro, y el tercero con el fijador diluido también en agua.
Por medio de la ampliadora, empezó a proyectar los negativos en el papel fotográfico para que quedaran impresionados. A continuación, sumergió la primera hoja en la cubeta del revelador. La agitó suavemente y, poco a poco, la imagen afloró en el líquido.
Era oscura.
Pensó en un error de disparo, pero de todos modos le dio el baño en las otras dos cubetas y la colgó en la bañera con un muelle. Realizó la misma operación con los demás negativos.
En la segunda foto salía David con el torso desnudo reflejado en un espejo. Con una mano sostenía la máquina fotográfica delante de la cara, con la otra saludaba. Pero no sonreía. Al contrario, estaba serio. A su espalda había un calendario en el que podía verse el nombre del mes en que había muerto. Sandra pensó que probablemente aquélla era la última imagen que existía de David aún con vida.
La tétrica despedida de un fantasma.
La tercera foto era de unas obras. Se distinguían los pilares desnudos de un edificio en construcción. Faltaban las paredes y alrededor sólo había vacío. Sandra supuso que había sido hecha en el edificio desde el que David se precipitó. Pero, obviamente, era anterior.
¿Por qué había ido allí con la Leica?
El accidente de David ocurrió durante la noche. Aquella imagen, en cambio, se había sacado de día. Tal vez fue a hacer un reconocimiento del lugar.
La cuarta foto era muy extraña. Era de un cuadro que parecía del siglo XVII. Pero Sandra estaba segura de que inmortalizaba sólo un detalle de toda la tela. Representaba a un niño, con el busto girado unos tres cuartos, en actitud de darse a la fuga, pero con la cara todavía vuelta hacia atrás, incapaz de apartar la vista de algo que lo aterrorizaba y, al mismo tiempo, lo atraía. Su expresión era atónita y trastornada, con la boca abierta por el estupor.
Sandra estaba segura de que había visto antes esa escena. Pero no se acordaba de a qué cuadro pertenecía. Recordó la pasión del inspector De Michelis por el arte y la pintura: le consultaría.
De una cosa estaba segura: ese cuadro estaba en Roma. Y era allí adónde tenía que ir.
Su turno empezaba a las dos de la tarde, pero pediría un permiso de algunos días. A fin de cuentas, después de la muerte de su esposo no había utilizado los días que le correspondían por asuntos familiares. Podía coger un tren de alta velocidad. Llegaría en menos de tres horas. Quería ver con sus propios ojos, como decía David. Sentía la necesidad de entender, porque ahora estaba segura de que había una explicación.
En su cabeza planificaba el viaje mientras se dedicaba a pasar a papel la última foto del carrete. Las cuatro primeras sólo contenían preguntas que se unían a todos los interrogantes sin respuesta que había acumulado hasta ese momento.
Tal vez en la quinta, al menos, hubiera una respuesta.
La trató con la mayor delicadeza mientras la imagen emergía sobre el papel. Una mancha oscura sobre un fondo claro empezó a delinearse, detalle a detalle. Como un vestigio que surge progresivamente de los abismos después de haber transcurrido décadas en una absoluta oscuridad.
Era un rostro.
De perfil, cogido por sorpresa, sin que se percatara de que alguien lo estaba fotografiando. ¿Tenía que ver con lo que David estaba haciendo en Roma, o podía incluso estar relacionado con su muerte? Sandra comprendió que debía encontrar a ese individuo.
Tenía el pelo negro como la ropa que llevaba, los ojos huidizos y melancólicos.
Y una cicatriz en la sien.