07.10 h

En su jerga las llamaban «estafetas». Eran casas seguras esparcidas por la ciudad, que servían como apoyo logístico, refugio momentáneo o incluso para comer y descansar un rato. En los timbres normalmente aparecían los nombres de inexistentes empresas genéricas de negocios.

Marcus entró en un piso estafeta que conocía porque había estado una vez allí con Clemente. Le había revelado que poseían numerosas propiedades en Roma. La llave para entrar estaba escondida en una ranura junto a la puerta.

El dolor, como había previsto, había llegado con el alba. Marcus llevaba encima las señales de la paliza. Además de un par de moratones a la altura de las costillas, que le recordaban lo que había ocurrido esa noche cada vez que respiraba, tenía el labio partido y un pómulo hinchado, que se añadían a la cicatriz de la sien. Pensó que el conjunto produciría un extraño efecto en quien lo viera.

En una casa estafeta se podía encontrar comida, cama, agua caliente, un botiquín de emergencia, documentos falsos y un ordenador seguro para conectarse a la red. Sin embargo, la que Marcus había elegido estaba vacía. No tenía muebles, y las persianas estaban echadas. En una de las habitaciones había un teléfono en el suelo. Tenía línea.

El objetivo del lugar era custodiar ese aparato.

Clemente le había explicado que no era oportuno para ellos tener un móvil. Marcus nunca dejaba pistas tras de sí.

«Yo no existo», se dijo antes de llamar a un servicio de información telefónica.

Pocos minutos después, una amable operadora le dio la dirección y el número de teléfono de Raffaele Altieri, el agresor que lo había sorprendido en casa de Lara. Marcus colgó y llamó al chico.

Dejó sonar el teléfono para asegurarse de que no había nadie en casa. Cuando estuvo seguro, se dirigió allí en persona para devolverle la visita de esa noche.

Poco después, se detenía bajo la insistente lluvia en la esquina de via Rubens, en el señorial barrio de Panoli, sin apartar la vista de un edificio de cuatro plantas.

Consiguió introducirse a través del garaje. El piso que le interesaba estaba en la tercera planta. Marcus acercó la oreja a la puerta para asegurarse de que en ese momento no hubiera nadie. No se oía ruido. Decidió arriesgarse: tenía que saber quién era su agresor.

Forzó la cerradura y entró.

La casa que lo acogió era grande. Los muebles denotaban buen gusto, además de una considerable disponibilidad de dinero. Había piezas de anticuario y varios cuadros de valor. Los suelos eran de mármol claro, las puertas estaban lacadas en blanco. El entorno no tenía nada de interesante, excepto que no parecía la vivienda de un exaltado.

Marcus empezó el reconocimiento. Tenía que darse prisa, alguien podía volver de un momento a otro.

Había una habitación adaptada como gimnasio. Tenía un banco de musculación con barras, una espaldera, una cinta de correr y aparatos de gimnasia de varios tipos. Raffaele Altieri fomentaba el culto al físico. Marcus había experimentado en sí mismo los efectos de esa afición.

La cocina hacía pensar que vivía solo. En la nevera únicamente había leche descremada y bebidas energéticas. En los estantes, cajas de vitaminas y botes de suplementos alimenticios.

La tercera habitación resultó muy esclarecedora con respecto al tipo de vida que llevaba el chico. Había una cama individual, sin hacer. Las sábanas tenían imágenes de La guerra de las galaxias. Encima del cabezal destacaba un póster de Bruce Lee. En las paredes colgaban otros de grupos de rock y motos de carreras. En una repisa había un equipo de música, y en un rincón, una guitarra eléctrica. Parecía la habitación de un adolescente.

¿Qué edad tendría Raffaele?, se preguntó Marcus. La respuesta llegó en cuanto cruzó la puerta de la cuarta habitación.

Había una silla y un escritorio pegado a la pared. Eran los únicos muebles. Frente a ellos, un collage de artículos de periódico. El papel estaba amarillento, pero se habían conservado bien.

Se remontaban a diecinueve años atrás.

Marcus se acercó para leerlos. Estaban colocados en un orden meticuloso, por fechas, de izquierda a derecha y de arriba abajo.

Hablaban de un doble homicidio. Las víctimas eran Valeria Altieri, la madre de Raffaele, y su amante.

Marcus se detuvo en las fotos que ilustraban los artículos aparecidos en los periódicos y también en las revistas de la época. Las publicaciones de información general reducían aquel horrible delito a una especie de cotilleo frívolo.

En el fondo, contaba con todos los ingredientes.

Valeria Altieri era guapa, elegante, consentida y llevaba una vida ostentosa. Su marido era Guido Altieri, conocido abogado de negocios, que solía viajar al extranjero. Rico, liberal y muy poderoso. Marcus lo vio en una imagen en el funeral de su esposa, serio y compuesto a pesar del escándalo en el que estaba inmerso, mientras miraba el ataúd y cogía a su hijo Raffaele de la mano, que en esa época tenía tres años. El amante ocasional de Valeria era un conocido patrón de barco, ganador de numerosas regatas de vela. Una especie de gigoló, unos años más joven que ella.

El delito causó sensación por la fama de los protagonistas y también por el modo en que fueron asesinados. Las investigaciones determinaron que los homicidas habían sido al menos dos. Pero no hubo arrestados ni sospechosos. Sus identidades nunca se conocieron.

Después, Marcus captó un detalle que en una primera lectura le había pasado desapercibido. El brutal homicidio había tenido lugar precisamente allí, en la casa donde seguía viviendo Raffaele incluso ahora que tenía veintidós años.

Mientras acababan con la vida de su madre, él dormía en su cuna.

Los asesinos no repararon en él, o decidieron eximirlo. Pero a la mañana siguiente el niño se despertó. Entró en el dormitorio y vio los dos cuerpos martirizados con más de setenta puñaladas. Marcus se imaginó que estallaría en un llanto desesperado ante algo que su joven edad no era capaz de descifrar. Valeria había dado vacaciones a los sirvientes para recibir a su amante, de modo que el homicidio no fue descubierto hasta que el abogado Altieri regresó a casa de un viaje de negocios a Londres.

El pequeño había permanecido solo con los cadáveres durante dos días enteros.

Por mucho que se esforzara, Marcus no podía imaginar una pesadilla peor. Algo emergió de lo más profundo de su memoria. Era una sensación de soledad y abandono.

No sabía cuándo la había experimentado, pero estaba presente en él. Sus padres ya no estaban con vida para preguntarles de dónde procedía ese recuerdo. Incluso había olvidado la angustia de haberlos perdido. Pero, probablemente, ése era uno de los pocos aspectos positivos de la amnesia.

Volvió a concentrarse en su trabajo, pasando su atención a la mesa de escritorio.

Había montones de carpetas. A Marcus le hubiera gustado sentarse para poder examinar los papeles con calma, pero no había tiempo. Su permanencia en esa casa resultaba cada vez más peligrosa. De modo que no pasó de un análisis superficial, hojeándolos rápidamente.

Había fotos, copias de las diligencias de la policía, listas de pruebas y de sospechosos. Aquellos documentos no deberían estar allí. Junto a apuntes diversos y reflexiones personales escritas de puño y letra de Raffaele Altieri, también se encontraban los resultados de una investigación privada. Localizó en el escritorio una tarjeta de visita de una agencia de detectives.

«Ranieri», dijo para sí al leer el nombre que llevaba impreso.

Lo había mencionado Raffaele esa noche: «¿Te manda Ranieri? Puedes decirle a ese bastardo que ha terminado conmigo».

Marcus se lo metió en el bolsillo como recordatorio, después levantó de nuevo los ojos hacia la pared de artículos e intentó comprenderlo todo en una sola mirada. A saber cuánto dinero era capaz de sacarle un hábil detective privado a un chico ofuscado con una única y acuciante idea: encontrar a los asesinos de su madre.

Los recortes, los reportajes, los papeles eran la prueba de una obsesión. Raffaele quería ponerles rostro a los monstruos que habían profanado su infancia. «Los niños tienen enemigos hechos de aire, polvo y sombras, el hombre del saco o el lobo feroz —pensó Marcus—. Viven en los cuentos y sólo aparecen cuando se portan mal y sus padres los llaman. Pero después siempre se desvanecen y regresan a la sombra de donde han salido».

Sin embargo, los de Raffaele se habían quedado.

Había un último detalle que Marcus tenía que averiguar, y se puso a buscar algo que le aclarara el asunto del símbolo: los tres puntos rojos situados al pie de la carta que convocaba al chico en el apartamento de Lara.

«¿Y el símbolo? Nadie sabe lo del símbolo», había dicho Raffaele.

Marcus consiguió hallar en las carpetas el documento de la fiscalía que precisamente hablaba de ello. Pero parte de la información estaba omitida. Había una explicación: a menudo los investigadores escondían a la prensa y a la opinión pública algunos detalles de un caso. Servía para descubrir testimonios falsos o posibles mitómanos, y también para hacer creer a los culpables que no tenían nada sólido. En el caso del homicidio de Valeria Altieri, se encontró algo importante en la escena del crimen. Un elemento que la policía, por alguna razón, había decidido no desvelar.

Marcus todavía no sabía qué tenía que ver esa historia con Jeremiah Smith y la desaparición de Lara. Habían pasado diecinueve años desde aquel delito y, aunque hubiera habido indicios que las fuerzas del orden no hubiesen comprobado, ahora ya podían considerarse irrecuperables.

La escena del crimen se había perdido para siempre.

Miró la hora: habían transcurrido veinte minutos y no quería volver a encontrarse con Raffaele. Pero decidió que valía la pena echar al menos un vistazo al dormitorio en el que había sido asesinada Valeria Altieri. ¿Qué habría ahora en esa habitación?

Cuando cruzó la puerta, supo inmediatamente que estaba equivocado.

Lo primero que vio fue la sangre.

La cama de matrimonio con las sábanas azules estaba impregnada de ella. Había tanta que se podía intuir cómo estaban colocadas las víctimas durante la masacre. El colchón y las almohadas conservaban la memoria de la forma de los cuerpos. El uno junto al otro, unidos en un desesperado abrazo, mientras la furia homicida se encarnizaba con ellos.

Desde la cama, la sustancia hemática se derramaba como lava sobre la moqueta blanca y se extendía lentamente. Había empapado las fibras, tiñéndolas de un rojo tan brillante y ostentoso que chocaba con la idea misma de la muerte.

Las salpicaduras, diseminadas por el ímpetu de la mano que blandía el cuchillo mientras se abatía sobre la carne inerme, dibujaban rabia, precipitación y cansancio en la pared. Lo que impresionaba era la disposición ordenada y coherente de las gotas. Una armonía sacrílega que manaba de un odio desaforado.

Una parte de aquella sangre, además, se había utilizado para escribir algo en la pared que se alzaba sobre la cama. Una sola palabra.

«Evil».

El mal, en inglés.

Ahora todo había quedado detenido, inmóvil. Pero a la vez era demasiado intenso, demasiado real. Como si el homicidio acabara de consumarse en aquella habitación. Marcus tuvo la impresión de que acababa de hacer un viaje atrás en el tiempo, simplemente abriendo la puerta.

«No puede ser», se dijo.

Al igual que no era admisible que la habitación se hubiera conservado exactamente como aquel trágico día de diecinueve años atrás.

Sólo podía haber una explicación, y encontró respuesta en los cubos de pintura situados en un rincón junto a las brochas y en las fotos de la Policía Científica que Raffaele se había procurado a saber cómo y que plasmaban la escena auténtica. La misma que se había encontrado enfrente quien traspasó primero aquella puerta.

El abogado Guido Altieri, de regreso a casa una tranquila mañana de marzo.

Después todo se alteró. Por la intervención de la policía, pero también por quien lo limpió todo inmediatamente después, intentando restituir el estado original de la casa, borrando el recuerdo del horror y devolviéndola a la normalidad.

«Sucede siempre ante una muerte violenta —se dijo Marcus—. Se retiran los cadáveres, se seca la sangre y la gente vuelve a pasar por esos lugares sin darse cuenta de nada. La vida vuelve y ocupa los espacios que le habían sido robados».

A nadie le gustaría guardar recuerdos parecidos. «A mí tampoco», pensó.

Raffaele Altieri, sin embargo, decidió reproducir fielmente la escena del crimen. Siguiendo el dictado de su obsesión, creó un santuario del horror. Al intentar encerrar el mal, había quedado aprisionado en él.

Ahora Marcus podía aprovechar aquella fiel puesta en escena para extraer conclusiones y buscar, en caso de que las hubiera, las anomalías que necesitaba. Así que se santiguó, aunque a destiempo, y entró.

Mientras se acercaba a lo que tenía el aspecto de ser un altar de sacrificio, comprendió por qué tenían que haber sido al menos dos personas las que habían llevado a cabo la carnicería.

Las víctimas no tuvieron escapatoria.

Intentó imaginarse a Valeria Altieri y a su amante sorprendidos en el sueño por una furia de inhumana violencia. No sabía si la mujer habría gritado o si se abstuvo de hacerlo por no despertar a su hijito, que dormía en la habitación de al lado. Para que no acudiera a ver lo que estaba pasando. Para salvarlo.

A los pies de la cama, a la derecha, se había acumulado un charco de sangre, mientras que, a la izquierda, Marcus se fijó en tres pequeñas marcas circulares.

Se acercó y se agachó para verlas mejor. Formaban un triángulo equilátero perfecto. Cada lado medía alrededor de cincuenta centímetros.

El símbolo.

Se hallaba considerando los posibles significados de esa marca cuando, al levantar un momento la vista, vio algo que se le había pasado por alto.

Marcadas en la moqueta había minuciosas reproducciones de huellas de piececitos descalzos.

Se imaginó a Raffaele, con sólo tres años, entrando en la habitación a la mañana siguiente de la carnicería. Se encontraba delante de aquel horror sin poder comprender su significado. Corría hacia la cama, metiendo los pies en los charcos de sangre. Y, frente a la despiadada indiferencia de la muerte, sacudía desesperado a su madre, intentando despertarla. Marcus también podía imaginar la forma de su cuerpecito en las sábanas ensangrentadas: después de haber estado llorando durante horas, debía de haberse acurrucado junto al cadáver de su madre y, agotado, se había quedado dormido.

Pasó dos días en aquella casa, antes de que su padre lo encontrara y se lo llevara de allí. Dos larguísimas noches enfrentándose en soledad al acecho de la oscuridad.

Los niños no necesitan recuerdos, aprenden olvidando.

Aquellas cuarenta y ocho horas, en cambio, habían sido suficientes para marcar para siempre la existencia de Raffaele Altieri.

Marcus no podía moverse. Empezó a respirar profundamente, temiendo un ataque de pánico. ¿Ése era su talento, pues? Comprender el mensaje oscuro que el mal conseguía sembrar en las cosas. Poder escuchar la voz silenciosa de los muertos. Asistir, impotente, al espectáculo de la maldad de los hombres.

Los perros son daltónicos.

Por eso sólo él había comprendido algo que el mundo ignoraba de Raffaele. Ese niño de tres años todavía pedía que lo salvaran.