11.40 h

La lluvia había empezado a caer de nuevo con colérica constancia. A diferencia de la gente con la que se cruzaban, Marcus y Clemente recorrían las callejuelas de la gran clínica universitaria sin apresurar el paso. El Gemelli era el hospital más grande de la ciudad.

—La policía custodia la entrada principal —anunció Clemente—. Y tenemos que evitar las cámaras de vigilancia.

Se desvió hacia la izquierda, saliendo del recorrido del sendero, y guió a Marcus hacia un edificio blanco. Bajo una marquesina había bidones de detergente y carros repletos de sábanas sucias. Una escalera de hierro conducía a una puerta de servicio. Estaba abierta y fue fácil introducirse en el almacén de la lavandería. Después de utilizar un montacargas para ascender a la planta baja, llegaron a un estrecho vestíbulo cerrado por una puerta de seguridad. Antes de entrar, era necesario ponerse batas estériles, mascarillas y cubre-zapatos, que cogieron de un carrito. Después Clemente entregó a Marcus una tarjeta magnética. Con ella al cuello, nadie les haría preguntas. La utilizaron para abrir la cerradura electrónica y, al final, consiguieron entrar.

Ante ellos se presentó un largo pasillo de paredes azules. Olía a alcohol y a detergente para suelos.

A diferencia de las demás, la unidad de curas intensivas estaba sumida en el silencio. No había ir y venir de médicos y enfermeras, el personal se movía por los pasillos, sin prisa y sin emitir ningún sonido. El único ruido que se percibía era el murmullo de los aparatos de los que dependía la supervivencia de los pacientes.

Y, sin embargo, en ese lugar de paz se desarrollaba la lucha más cruenta entre la vida y la muerte. Cuando caía uno de los combatientes, lo hacía sin alborotos, sin gritos. No sonaban alarmas, era suficiente con que se encendiera una luz roja en la sala de control para anunciarlo, indicando con gran sencillez el cese de las funciones vitales.

En otras unidades, el objetivo de salvar vidas imponía una continua lucha contra el tiempo. Allí, en cambio, fluía de otro modo. Se dilataba de tal manera que parecía ausente. No por casualidad, en la jerga hospitalaria, que por celeridad lo reducía todo a un acrónimo, aquel sitio se llamaba UOC, que significaba Unidad Operativa Compleja. Los que trabajaban allí, en cambio, la conocían como la frontera.

—Algunos eligen cruzarla. Otros vuelven atrás —dijo Clemente, después de haber explicado a Marcus el porqué de aquel nombre.

Estaban delante del cristal que separaba el pasillo de una de las salas de reanimación. En la habitación había seis camas.

Sólo una estaba ocupada.

Un hombre de unos cincuenta años estaba conectado a un respirador. Al mirarlo, Marcus se puso a pensar en sí mismo cuando su amigo lo encontró en una cama parecida, mientras libraba su batalla sin saber cuál sería el resultado.

Él eligió quedarse.

Clemente le señaló el cristal:

—La pasada noche una ambulancia acudió a una villa de fuera de la ciudad a causa de un código rojo por infarto. El hombre que llamó al número de emergencias tenía en casa unos objetos, una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda rosa y un patín de cuatro ruedas, pertenecientes a las víctimas de un asesino en serie hasta ahora no identificado. Se llama Jeremiah Smith.

«Jeremiah, un nombre de persona tranquila», fue el primer pensamiento de Marcus. No era adecuado para un asesino en serie.

Clemente sacó del bolsillo interior del impermeable una carpeta doblada sobre la que sólo se veía reflejado un código: «c. g. 97-95-6».

—Cuatro víctimas en el espacio de seis años. Degolladas. Todas de sexo femenino, de edades comprendidas entre los diecisiete y los veintiocho años.

Mientras Clemente enumeraba esos datos estériles e impersonales, Marcus se concentró en el rostro del hombre. No debía dejarse engañar: aquel cuerpo era sólo un disfraz, una manera de pasar desapercibido.

—Los médicos hablan de coma —dijo Clemente, casi intuyendo sus reflexiones—. Y, sin embargo, el equipo de la ambulancia que lo socorrió lo intubó inmediatamente. A propósito…

—¿Qué?

—Por una broma del destino, junto al enfermero estaba la hermana de la primera víctima: tiene veintisiete años, es médica.

Marcus pareció sorprendido.

—¿Y sabe a quién le salvó la vida?

—Fue ella quien indicó la presencia en la casa de un patín que pertenecía a su hermana gemela asesinada hace seis años. De todos modos, hay otro motivo que muestra que no se trató de una intervención rutinaria…

Clemente cogió una foto de la carpeta y se la mostró. Era una imagen del pecho del hombre, en el que destacaba la palabra «Mátame».

—Se paseaba por ahí, en medio de la gente, con ese tatuaje.

—Es el símbolo de su doble naturaleza —consideró Marcus—. Es como si estuviera diciéndonos que, en el fondo, no es difícil ver que las apariencias engañan, porque normalmente nos detenemos en el primer estrato, el de la vestimenta, para emitir un juicio sobre una persona. Cuando la verdad está escrita en la piel se encuentra al alcance de cualquiera, escondida a pesar de estar tan cerca. Pero nadie la ve. Para Jeremiah Smith era lo mismo: la gente lo rozaba por la calle sin imaginar el peligro, nadie podía verlo tal como era realmente.

—Y en esa palabra se escondía un desafío: mátame, si puedes.

Marcus se volvió hacia Clemente.

—Y, ahora, ¿cuál es el desafío?

—Lara.

—¿Quién nos asegura que todavía esté viva?

—Mantuvo en vida a las otras durante al menos un mes, antes de dejar que las encontraran.

—¿Cómo sabemos que fue él quien se la llevó?

—El azúcar. A las otras chicas también las drogó. A todas las cogió del mismo modo: de día, se les acercó con una excusa ofreciéndoles algo de beber. En la bebida siempre había GHB, más conocido como Rufis, «la droga de la violación». Es un narcótico con efectos hipnóticos que inhibe la capacidad de entendimiento y la voluntad. La Policía Científica encontró restos en un vaso de plástico abandonado en el lugar en que Jeremiah se cruzó con la primera víctima, y luego en una botellita encontrada en el escenario del tercer secuestro, por lo que se trata de una firma, una especie de marca estilística.

—La droga de la violación —repitió Marcus—. Entonces, ¿el móvil es sexual?

Clemente sacudió la cabeza.

—No hay violencia sexual, ni ningún signo de tortura en las víctimas. Las ataba, las mantenía con vida y las degollaba después de un mes.

—Pero a Lara se la llevó de casa —concluyó Marcus—. ¿Cómo se explica?

—Algunos asesinos en serie perfeccionan su modus operandi a medida que la fantasía sádica que alimenta sus instintos va progresando. De vez en cuando añaden algún detalle, algo que aumente su placer. Con el tiempo, matar se convierte en un trabajo y tienden a querer superarse.

La explicación de Clemente era plausible, pero no le convenció del todo. Decidió aparcar momentáneamente ese detalle.

—Háblame de la villa de Jeremiah Smith.

—La policía todavía está inspeccionándola, por eso no podemos ir de momento. Pero, por lo que parece, no llevaba a sus víctimas allí. Tenía otro sitio. Si lo encontramos, daremos con Lara.

—Pero la policía no está buscándola.

—Tal vez en esa casa haya algo que los conecte con ella.

—¿No deberíamos ponerlos sobre la pista?

—No.

—¿Por qué no? —Marcus dudaba.

Clemente intentó ser resolutivo.

—Nosotros no trabajamos así.

—Lara tendría más posibilidades de salvarse.

—La policía podría ser un estorbo, y tú necesitas libertad de acción.

—¿Qué significa libertad de acción? —protestó Marcus—. ¡No sé ni por dónde empezar!

Clemente se puso frente a él, mirándolo fijamente a los ojos.

—Ya sé que no crees que sea posible, que todo esto te parece nuevo. Pero no es la primera vez que lo haces. Eras bueno en lo que hacías, y todavía puedes serlo. Te aseguro que si hay alguien capaz de encontrar a la chica, ése eres tú. Cuanto antes lo entiendas, mejor será para todos. Porque tengo la impresión de que a Lara no le queda mucho tiempo.

Marcus miró por detrás del hombro de Clemente hacia el paciente que yacía conectado al respirador, que mantenía el equilibrio en la última frontera. Entonces vio el reflejo de su propio rostro en el cristal, sobrepuesto a aquella imagen, en una ilusión óptica.

Apartó la mirada, molesto. No era la visión del monstruo lo que lo molestaba, no soportaba los espejos: todavía no lograba reconocerse.

—¿Qué me ocurrirá si fracaso?

—Entonces es eso, estás preocupado por ti mismo.

—Yo ya no sé quién soy.

—Pronto lo descubrirás, amigo mío. —Le tendió la carpeta del caso—. Nosotros confiamos en ti. Pero desde este momento, estarás solo.