08.40 h
La primera lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas nunca mienten.
Las personas, cuando hablan de sí mismas, son capaces de crear a su alrededor otras realidades que acaban incluso por creerse. Pero el lugar donde eligen vivir, inevitablemente, lo dice todo de ellas.
A causa de su trabajo, Sandra había visitado muchas casas. Cada vez que estaba a punto de cruzar un umbral, le parecía que debía pedir permiso. Y, sin embargo, para lo que tenía que hacer allí no le hacía falta ni llamar al timbre.
Cuando, muchos años antes de iniciar su profesión, viajaba en tren por la noche y observaba las ventanas iluminadas de los edificios, se preguntaba qué estaría sucediendo detrás de ellas. Qué vidas, qué historias estarían desarrollándose. De vez en cuando conseguía robar breves escenas involuntarias. Una mujer planchando mientras veía la tele. Un hombre en el sofá entretenido haciendo aros con el humo de un cigarrillo. Un niño de pie sobre una silla revolviendo un aparador. Breves fotogramas de una película desde su ventanilla. Después, el tren pasaba y aquellas vidas continuaban su curso, aun sin saberlo.
Siempre imaginaba que prolongaba la exploración. Paseaba, invisible, entre los objetos más queridos de esas personas. Las observaba en sus ocupaciones más banales, como si fueran peces en un acuario.
Sandra solía preguntarse qué habría ocurrido antes de que ella llegara entre las paredes de todas aquellas casas en las que había vivido. Qué alegrías, peleas, tristezas habían languidecido sin un solo eco.
A veces pensaba en dramas o en horrores escondidos como secretos en aquellas habitaciones. Por suerte, las casas olvidaban de prisa. Los inquilinos cambian y todo vuelve a empezar desde el principio.
Los que se van, a veces, dejan huellas de su paso: un pintalabios olvidado en el armario del baño, una vieja revista sobre una repisa, un par de zapatos en un trastero, el número de teléfono de ayuda a víctimas de violación anotado en una hoja escondida en el fondo de un cajón.
A través de aquellos pequeños signos, en algunos casos se podía recorrer hacia atrás la historia de una persona.
Nunca se habría imaginado que precisamente la búsqueda de esos detalles iba a convertirse en su profesión. Pero había una diferencia: cuando ella llegaba, esos lugares habían perdido para siempre su inocencia.
Sandra entró en el cuerpo tras superar unas oposiciones, su instrucción era la estándar. Llevaba un arma reglamentaria y sabía cómo usarla. Pero su uniforme era la bata blanca que suministraba la Policía Científica. Tras un curso de especialización, pidió que la asignaran al equipo de fotografía forense.
Llegaba a la escena del crimen con sus cámaras y el único objetivo de detener el tiempo. Todo quedaba congelado bajo el resplandor del flash. Nada cambiaba desde el instante en que el objetivo lo establecía así.
La segunda lección que Sandra había aprendido era que las casas también mueren, como las personas.
Su destino era, precisamente, asistir a los últimos instantes de vida de sus habitantes y saber que ya no volverían a poner allí los pies nunca más. Las señales de aquel lento apagarse eran las camas sin hacer, los platos en el fregadero, un calcetín abandonado en el suelo. Como si los inquilinos hubieran huido dejándolo todo desordenado para escapar del repentino fin del mundo. Cuando, en realidad, el fin del mundo había tenido lugar justo entre aquellas paredes.
Así que, en cuanto Sandra cruzó el umbral del apartamento de la quinta planta del edificio popular de la periferia de Milán, supo que allí la esperaba la escena de un crimen difícil de olvidar. Lo primero que vio fue el árbol adornado, aunque faltaba bastante para Navidad. Instintivamente comprendió los motivos. Su hermana, con cinco años, también impidió que sus padres quitaran los adornos después de las fiestas. Estuvo llorando y berreando toda una tarde, y al final sus padres se rindieron, esperando que antes o después se le pasara. Sin embargo, el abeto de plástico con las lucecitas y las bolas de colores se quedó en su rincón durante todo el verano y el otoño siguiente. Por eso Sandra sintió en seguida una punzada en el estómago.
No había duda: en aquella casa vivía un niño.
Podía notar su presencia incluso en el aire. Porque la tercera lección que había aprendido era que las casas tienen su olor, que pertenece a quien las habita y siempre es distinto, único. Cuando los inquilinos cambian, el olor desaparece para dejar espacio a uno nuevo. Se forma con el tiempo, sedimentando otros perfumes, químicos o naturales —suavizante y café, libros de texto y plantas de interior, detergente de suelos y sopa de col—, y se convierte en el olor de esa familia, de las personas que la forman; lo llevan encima y ni siquiera lo notan.
Y, en ese momento, esa sensación olfativa era lo único que distinguía el apartamento que tenía delante de las viviendas de otras familias que también vivían con un solo sueldo. Tres habitaciones y cocina. Muebles comprados en diferentes momentos, según la disponibilidad económica. Fotos enmarcadas que principalmente rememoraban las vacaciones estivales, las únicas que podían permitirse. Una mantita sobre el sofá delante del televisor: allí era donde se refugiaban cada noche, sentados muy juntos mirando programas hasta que los vencía el sueño.
Sandra catalogaba mentalmente las imágenes. No se apreciaban síntomas de lo que iba a suceder. Nadie podría haberse dado cuenta.
Los policías deambulaban por las habitaciones como huéspedes inesperados, violando toda intimidad con su simple presencia. Pero hacía tiempo que ella había superado la sensación de sentirse como una intrusa.
Nadie pronunciaba ni una palabra ante una escena como aquélla. Incluso el horror tenía sus códigos. En la coreografía del silencio, la comunicación era superflua, porque cada uno sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Pero siempre había excepciones. Una de ellas era Fabio Sergi, quien, de hecho, farfullaba por algún lugar del piso.
—¡Cojones, no puede ser!
Sandra tuvo suficiente con seguir su voz: procedía de un baño estrecho y sin ventanas.
—¿Qué ocurre? —preguntó dejando en el suelo del pasillo las dos bolsas con el material y poniéndose las fundas de plástico en los pies.
—Pues ocurre que hace un día estupendo —contestó sarcástico, sin mirarla. Estaba concentrado dando enérgicos golpes a una estufa portátil de gas—. ¡Esta maldita no funciona!
—No harás que saltemos todos por los aires, ¿verdad?
Sergi le lanzó una mirada feroz. Sandra no añadió nada más, su colega estaba demasiado alterado. Bajó la vista hacia el cadáver del hombre que ocupaba el espacio entre la puerta y el inodoro. Estaba tendido boca abajo, completamente desnudo. «Cuarenta años —pensó—. Peso, unos noventa kilos, y un metro ochenta de estatura». Tenía la cabeza doblada de un modo nada natural, el cráneo atravesado por un corte oblicuo. La sangre había formado un charco oscuro sobre las baldosas blancas y negras.
Aferraba entre las manos una pistola.
Junto al cuerpo había un trozo de cerámica que correspondía a la esquina izquierda del lavabo, que parecía haberse roto cuando el cuerpo se desplomó encima.
—¿Para qué necesitas la estufa de gas? —preguntó Sandra.
—Necesito recrear la escena: el tío estaba duchándose y se la había traído para calentar el cuarto de baño. Dentro de un momento también abriré el agua, o sea que date prisa y coloca tus cosas —contestó en un tono poco amable.
Sandra comprendió lo que Sergi estaba pensando: el vapor pondría en evidencia las huellas de los pasos en el suelo. De ese modo podrían reconstruir la dinámica de los movimientos de la víctima en la habitación.
—Necesito un destornillador —sentenció el técnico, furibundo—. En seguida vuelvo. Y tú intenta caminar pegada a la pared.
Sandra no replicó, estaba acostumbrada a ese tipo de recomendaciones: los expertos en huellas pensaban que eran los únicos capaces de preservar la escena de un crimen. También contaba el hecho de que ella tenía veintinueve años y era una mujer que trabajaba en un ámbito estrictamente masculino: semejantes actitudes paternalistas por parte de los compañeros solían esconder un prejuicio sexista. Con Sergi era todavía peor, nunca habían hecho migas y no le gustaba trabajar con él.
Mientras su compañero no estaba, Sandra aprovechó para sacar la réflex y el trípode de las bolsas. Colocó los tacos de espuma en las patas, de manera que no dejasen huellas. A continuación montó la máquina fotográfica con el objetivo enfocado hacia arriba. Después de limpiarlo con una gasa empapada de amoniaco, para que no se empañara con el vapor, le acopló una óptica panorámica Single Shot, que permitiría sacar fotos del lugar a 360°.
De lo general a lo particular, era la norma.
La cámara se centraría en todo el escenario del suceso con una serie de disparos automáticos, luego ella completaría la reconstrucción de lo ocurrido tomando manualmente fotografías cada vez más detalladas, marcando las evidencias con carteles numerados y testigos métricos para indicar su progresión cronológica y hacerlas comprensibles al observador.
Sandra acababa de situar la réflex en el centro de la habitación cuando se fijó en una pequeña pecera colocada en la repisa, con dos pequeñas tortugas. Se le encogió el corazón. Pensó en la persona de la familia que cuidaba de ellas, alimentándolas con la comida de la caja que había al lado, cambiando periódicamente los pocos centímetros del agua en la que se sumergían y arreglando su hábitat con piedrecitas y una palmera de plástico.
No se trataba de un adulto, se dijo.
En ese momento, Sergi regresó con el destornillador y de nuevo empezó a hurgar en la estufa portátil. En pocos segundos, consiguió que funcionara.
—Sabía que al final ganaría yo —dijo exultante.
La habitación era pequeña, y el cadáver ocupaba casi todo el espacio. Apenas cabían los tres. Iba a ser duro trabajar en aquellas condiciones, consideró Sandra.
—¿Cómo lo hacemos?
—Voy a poner en marcha la sauna aquí dentro —dijo Sergi, abriendo al máximo el grifo del agua caliente de la ducha.
Y, con la intención de desembarazarse un rato de ella, añadió:
—Mientras tanto, tú puedes empezar por la cocina. Allí tenemos una «gemela»…
Las escenas de un crimen se dividen en primarias y secundarias, para diferenciar aquellas donde ha tenido origen el hecho delictivo de las que, en cambio, simplemente están relacionadas con él, como el lugar donde se ha ocultado un cadáver o en el que se ha encontrado el arma del crimen.
Cuando Sandra oyó que en la casa había una «gemela», supo inmediatamente que Sergi se refería a una segunda escena primaria. Y eso sólo podía significar una cosa. Que había otras víctimas. Su pensamiento corrió nuevamente hacia las tortugas y el árbol de Navidad.
Se quedó inmóvil en el umbral de la cocina. Para mantener el control, en esas situaciones le resultaba necesario seguir al pie de la letra el manual del fotógrafo forense. Sencillas pautas que pondrían un poco de orden en el caos. Al menos, ésa era la esperanza que guardaba. Y estaba convencida de ello.
El león Simba le guiñó un ojo antes de ponerse a cantar con los demás habitantes de la selva. Le habría gustado apagar la tele, pero no podía hacerlo.
Decidió no prestarle atención y se colocó en el cinturón la grabadora en la que iba a registrar todo el procedimiento. Se echó hacia atrás la larga cabellera castaña y se la recogió con una goma que siempre llevaba en la muñeca. A continuación se puso el micrófono ajustable en la cabeza, para dejar libres las manos con las que iba a utilizar la segunda réflex que había sacado de la bolsa. Empezó a enfocar. La cámara fotográfica le permitía poner una distancia de seguridad entre ella y lo que tenía delante.
La fotografía forense se desarrollaba, convencionalmente, de derecha a izquierda y de abajo arriba.
Echó un vistazo al reloj y puso en marcha la grabadora. Para empezar, dejó constancia de sus datos generales. Seguidamente, del lugar, la fecha y la hora del inicio del procedimiento. Comenzó a disparar, describiendo al mismo tiempo lo que veía.
—La mesa está situada en el centro de la habitación. Está preparada para el desayuno. Una de las sillas está volcada en el suelo y a su lado se halla el primer cuerpo: mujer, edad comprendida entre los treinta y los cuarenta años.
Vestía un camisón claro que se le había subido hasta las caderas, dejando las piernas y el pubis impúdicamente expuestos. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, con un pasador con forma de flor. Había perdido una zapatilla.
—Presenta numerosas heridas de arma de fuego. En una mano sostiene una hoja de papel.
Estaba haciendo la lista de la compra. El bolígrafo todavía estaba en la mesa.
—Por la postura, el cadáver está vuelto hacia la puerta, debió de ver llegar al asesino e intentó detenerlo. Se levantó de la mesa, pero casi no pudo dar ni un paso.
Las ráfagas de la réflex marcaban un nuevo ritmo, distinto. Sandra estaba concentrada en ese sonido, como un músico que se deja guiar por el metrónomo. Y, mientras tanto, iba asimilando todos los detalles de la escena, al tiempo que se grababan en la memoria digital de la máquina y en la suya.
—Segundo cuerpo: varón, edad aproximada entre diez y doce años. Está sentado de espaldas a la puerta.
No se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero Sandra pensaba que la idea de una muerte inconsciente sólo era un alivio para los vivos.
—Lleva un pijama azul. Está tumbado sobre la mesa, con la cara metida en un bol de cereales. El cadáver presenta una profunda herida de arma de fuego en la nuca.
Para Sandra, en aquella escena la muerte no se mostraba a través de los dos cuerpos destrozados por los proyectiles. No estaba presente en la sangre salpicada por todas partes o que se secaba lentamente a sus pies. No se encontraba en sus ojos vidriosos, que seguían mirando sin ver, o en el gesto inconcluso con el que se habían despedido del mundo. Descansaba en otra parte. Sandra había aprendido que el talento principal de la muerte era el de saber esconderse en los detalles. Y era de allí de donde quería sacarla con la cámara fotográfica. En el café incrustado alrededor de los fogones, después de salirse de la vieja cafetera italiana que había seguido hirviendo hasta que alguien la había apagado tras descubrir aquel horror; en el murmullo de la nevera, que continuaba preservando en su vientre, impertérrita, la frescura de los alimentos; en el televisor encendido, que transmitía alegres dibujos animados. Después de la matanza la vida artificial había proseguido, despreocupada e inútil. Seguro que la muerte se escondía en ese engaño.
—Buena manera de empezar la jornada, ¿eh?
Sandra se volvió y detuvo la grabadora.
El inspector De Michelis estaba en el umbral, con los brazos cruzados y un cigarrillo apagado colgando de los labios.
—El hombre que has visto en el baño prestaba servicio como guardia de seguridad en una empresa de transporte de valores. Tenía el permiso de armas en regla. Vivían con un solo sueldo: pagaban hipoteca, los plazos del coche…; tenían alguna dificultad para llegar a fin de mes, pero quién no.
—¿Por qué lo hizo?
—Estamos hablando con los vecinos. El matrimonio discutía a menudo, pero nunca tan alto como para hacer que alguien llamara a la policía.
—Había tensión en la familia.
—Eso parece. Él practicaba boxeo tailandés, era campeón provincial, pero lo dejó después de que lo descalificaran por uso de anabolizantes.
—¿Le pegaba?
—Eso nos lo dirá el médico forense. Pero era muy celoso.
Sandra miró a la mujer tumbada en el suelo, semidesnuda de cintura para abajo. «No se puede ser celoso de un cadáver —pensó—. Ya no».
—¿Creéis que ella tenía un amante?
—Tal vez, quién sabe. —De Michelis se encogió de hombros y cambió de tema—. ¿Cómo vais con el baño?
—He colocado la primera réflex, ya está sacando panorámicas. Estoy esperando a que acabe o a que Sergi me llame.
—No ha sido como parece…
Sandra observó a De Michelis.
—¿Qué quieres decir?
—El hombre no se disparó. Hemos contado los casquillos de los proyectiles: todos están en la cocina.
—Entonces, ¿qué ha pasado?
De Michelis dio un paso hacia el interior de la habitación y se sacó el cigarrillo de los labios.
—Se estaba duchando. Salió desnudo del baño, cogió la pistola que estaba en el recibidor, metida en una funda junto al uniforme, fue a la cocina y, más o menos donde tú estás ahora, disparó a su hijo. Un tiro en la nuca, a quemarropa. —Imitó el gesto con la mano—. A continuación descargó el arma sobre la mujer. Todo ocurrió en pocos segundos. Volvió al baño, el suelo todavía estaba húmedo. Resbaló y, al caer, se golpeó la cabeza contra el lavabo, tan fuertemente que lo rompió. Murió en el acto. —El inspector añadió, sarcástico—: Dios a veces es grandioso en las pequeñas venganzas.
Sin embargo, Dios no tenía nada que ver, pensó Sandra observando al niño. Aquella mañana estaba mirando hacia otra parte.
—A las siete y veinte ya se había acabado todo.
Regresó al baño con una fuerte desazón. Las últimas palabras de De Michelis le habían afectado más de la cuenta. Al abrir la puerta la asaltó el vapor que saturaba el cuarto. Sergi había cerrado el mezclador de la ducha y estaba arrodillado delante del maletín de los reactivos.
—Los arándanos, el problema siempre son los arándanos…
Sandra no entendió a qué se refería el técnico. Parecía muy ocupado, por lo que decidió no preguntar, pues temía una reacción negativa. Comprobó que la réflex hubiera disparado las fotos panorámicas y a continuación la sacó del trípode.
Antes de salir se dirigió de nuevo a su colega:
—Cambio la tarjeta de memoria y empezamos con los detalles. —Miró a su alrededor—. No hay ventanas, y la luz artificial me parece insuficiente, así que necesitaremos un par de focos de baja emisión, ¿tú qué dices?
Sergi levantó los ojos hacia ella.
—Digo que de vez en cuando me gustaría que uno de esos tiarrones que van en moto me follara como si fuera una putita. Sería lo adecuado, sí.
La vulgaridad de Sergi la dejó de piedra. Si era una broma, no la entendía. Pero, por la manera en que la miraba, no parecía que estuviera esperando una carcajada. Luego, como si nada, el técnico siguió trajinando con los reactivos y Sandra salió al pasillo.
Intentó limpiar su mente de los desvaríos de su colega y empezó a comprobar las fotos en la pantalla de la réflex. Las panorámicas a 360° del baño habían quedado bastante bien. La cámara había tirado seis, a intervalos de tres minutos. El vapor había puesto en evidencia las huellas de los pies desnudos del homicida, pero eran bastante confusas. En un primer momento pensó que allí había tenido lugar una disputa entre él y su mujer, cosa que desencadenó la carnicería. Pero, en ese caso, también tendrían que haberse visto las marcas de las zapatillas de la mujer.
Estaba faltando a una de las reglas del manual. Buscaba una justificación. Por muy absurda que fuera esa masacre, ella debía reflejar los hechos de manera objetiva. No era importante si no conseguía adivinar el motivo, su deber era permanecer imparcial.
Sin embargo, en los últimos cinco meses le resultaba difícil.
De lo general a lo particular, Sandra empezó a enfocar el zoom en los detalles, buscándoles un sentido.
En la pantalla, la maquinilla de afeitar situada en la repisa de debajo del espejo. El gel de baño de Winnie the Pooh. Las medias tendidas. Gestos cotidianos, pequeñas costumbres de una familia como tantas. Objetos inocuos que habían sido testigos de algo horrible.
«No son mudos —pensó—. Los objetos hablan desde el silencio, sólo hay que escucharlos».
Mientras las imágenes pasaban velozmente, Sandra seguía preguntándose qué desencadenaba una violencia semejante. La desazón anterior se había convertido en malestar. Además, sentía una inusual migraña. Los ojos se le velaron un instante. Quería entender qué había ocurrido.
¿Cómo se había generado aquel pequeño apocalipsis doméstico?
La familia se despierta poco antes de las siete. La mujer se levanta y va a preparar el desayuno para su hijo. El hombre es el primero en usar el baño, tiene que llevar al niño al colegio y luego ir a trabajar. Hace frío, lleva consigo una estufa de gas.
¿Qué había ocurrido mientras estaba duchándose?
El agua que cae, la rabia que aumenta. «Quizá estuvo despierto toda la noche», se dijo Sandra. Algo lo preocupaba. Un pensamiento, una obsesión. ¿Celos? ¿Había descubierto que su mujer tenía un amante? De Michelis dijo que discutían a menudo.
Pero esa mañana no hubo discusiones. ¿Por qué?
El hombre salió de la ducha, cogió la pistola y se dirigió a la cocina. No hubo ninguna pelea antes de los disparos. ¿Qué cortocircuito se había producido en su cabeza? Un insoportable sentimiento de angustia, ansiedad, pánico: los consabidos síntomas que preceden al arrebato.
En la pantalla, tres albornoces colgados uno junto al otro. Desde el más grande hasta el más pequeño. Juntos. En un vaso, una familia de tres cepillos de dientes. Sandra buscaba una pequeña ranura en el idílico cuadro. La fractura finísima que había dado lugar al derrumbamiento.
A las siete y veinte todo había terminado, había dicho el inspector. A esa hora, los vecinos oyen disparos y llaman a la policía. La ducha dura como máximo un cuarto de hora. Quince minutos para decidirlo todo.
En la pantalla, la pecera con las dos tortugas. La caja con la comida. La palmera de plástico. Las piedrecitas.
«Las tortugas», se dice a sí misma.
Sandra examinó todas las panorámicas, acercando el zoom hacia los detalles. Una foto cada tres minutos, seis disparos en total: Sergi había abierto al máximo el agua caliente, el ambiente estaba saturado de vapor… y, sin embargo, las tortugas no se habían movido.
Los objetos hablan. La muerte está en los detalles.
La vista de Sandra se empañó de nuevo, por un instante tuvo miedo de desmayarse. Vio aparecer a De Michelis.
—¿No te sientes bien?
En ese momento Sandra lo entendió todo:
—La estufa de gas.
—¿Qué? —De Michelis no lo entendía. Pero ella no tenía tiempo de explicárselo.
—¡Sergi! ¡Tenemos que sacarlo de ahí en seguida!
Bajo el edificio había aparcado un camión de bomberos y una ambulancia, que se llevaba a Sergi. El técnico de la Científica estaba sin sentido cuando entraron en el baño. Por suerte para él, habían llegado a tiempo. En la acera frente a la vivienda, Sandra mostró a De Michelis la imagen de la pecera con las tortugas muertas, mientras intentaba reconstruir la secuencia de los hechos.
—Cuando llegamos, Sergi estaba intentando hacer funcionar la estufa de gas.
—Un poco más y se queda frito. Sin ventanas, los bomberos han dicho que el baño estaba saturado de monóxido de carbono.
—Sergi simplemente estaba reproduciendo las condiciones del lugar. Por eso, piénsalo: esta mañana ha ocurrido lo mismo mientras el hombre estaba duchándose.
De Michelis frunció el ceño.
—Perdona, pero no te entiendo.
—El monóxido de carbono es un gas producto de la mala combustión. Y es inodoro, incoloro e insípido.
—Sé lo que es… Pero ¿también hace funcionar las pistolas? —ironizó el inspector.
—¿Sabes cuáles son los síntomas del envenenamiento por monóxido de carbono? Dolor de cabeza, vértigo y, en algunos casos, alucinaciones y paranoia… Después de estar expuesto al gas encerrado en el baño, Sergi decía cosas raras. Me habló de arándanos, dijo frases obscenas.
De Michelis hizo una extraña mueca: esa historia no le gustaba.
—Mira, Sandra, sé adónde quieres llegar con este razonamiento, pero no se sostiene.
—El padre también estuvo encerrado en ese baño antes de ponerse a disparar.
—No se puede comprobar.
—Pero es una explicación. Por lo menos admite que podría haber sucedido así: el hombre respira monóxido, está confuso, alucinado y presa de la paranoia. No se desmaya en seguida, como le ha ocurrido a Sergi, sino que sale desnudo del baño, coge la pistola y dispara a su mujer y a su hijo. A continuación vuelve al baño y es entonces cuando la carencia de oxígeno le hace perder el sentido y se golpea la cabeza al caer.
De Michelis cruzó los brazos. Su actitud la exasperaba. Pero ella sabía perfectamente que el inspector no podía refrendar una hipótesis tan arriesgada. Lo conocía desde hacía años, estaba convencida de que para él también habría sido un consuelo admitir que la responsabilidad de esas muertes absurdas recaía en un hecho ajeno a la voluntad del homicida. Sin embargo, tenía razón: no había pruebas evidentes.
—Indicaré este hecho a la oficina del médico forense, que hagan un análisis toxicológico al cadáver del hombre.
«Es mejor que nada», pensó Sandra. De Michelis era un tipo escrupuloso, un buen policía, le gustaba trabajar para él. Era un gran aficionado al arte, y eso para ella era indicativo de sensibilidad. Por lo que sabía, no tenía hijos y programaba las vacaciones con su mujer para visitar museos. Opinaba que cada obra contenía muchos significados y que buscarlos era tarea de quienes las admiraban. Por ese motivo no era la clase de policía que podía conformarse con la primera impresión.
—A veces nos gustaría que la realidad fuera distinta. Y si no podemos cambiar las cosas, intentamos explicárnoslas a nuestro modo. Pero no siempre sale bien.
—Sí —respondió Sandra, arrepintiéndose en seguida. Esa verdad tenía mucho que ver con ella, pero no podía admitirlo. Hizo ademán de irse.
—Espera, quería decirte… —De Michelis se pasó una mano por el pelo gris, buscando las palabras más adecuadas—. Lamento lo que te ha sucedido. Ya sé que han pasado seis meses…
—Cinco —le corrigió ella.
—Sí, aun así tendría que habértelo dicho antes, pero…
—No te preocupes —le respondió, forzando una sonrisa—. Está bien así, gracias.
Sandra se dio la vuelta para ir hacia su coche. Caminaba a paso ligero, con esa extraña sensación bajo el esternón que ahora nunca la abandonaba y que los demás ni siquiera sospechaban. Era ansiedad, pero también rabia mezclada con dolor. Una especie de bola de goma pegajosa. La había bautizado como la cosa.
No quería admitirlo, pero desde hacía cinco meses la cosa había reemplazado a su corazón.