06.19 h
La lluvia caía sobre Roma como un triste funeral. Largas sombras envolvían los edificios del casco antiguo en un desfile de mudas fachadas lacrimosas. Las callejuelas, retorcidas como vísceras en torno a la piazza Navona, se encontraban desiertas. A pocos pasos del claustro de Bramante, los cristales del antiguo Caffé della Pace se reflejaban sobre la calle mojada.
En el interior, sillas tapizadas en terciopelo rojo, mesas de mármol veteado en gris, estatuas neorrenacentistas y los clientes habituales. Artistas, especialmente pintores y músicos, inquietos por esa alba inconclusa. Y también tenderos y anticuarios a la espera de abrir sus negocios situados a lo largo de la calle, además de algún actor que, de regreso de una larga noche de ensayos en el teatro, se detenía a tomar un capuchino antes de irse a dormir; todos buscando un poco de consuelo a causa de esa mañana fea, todos comentando entre ellos, enfrascados en sus conversaciones. Nadie se fijaba en los dos extraños vestidos de negro, sentados a una mesita delante de la entrada.
—¿Cómo van tus migrañas? —preguntó el que parecía más joven.
El otro dejó de recoger con el dedo los granitos de azúcar esparcidos alrededor de la taza vacía y se acarició instintivamente la sien izquierda.
—A veces no me dejan dormir, pero diría que estoy mejor.
—¿Todavía sueñas con lo mismo?
—Cada noche —respondió el hombre levantando los ojos de un azul profundo y melancólico.
—Se te pasará.
—Sí, se me pasará.
El largo silbido del vapor procedente de la máquina de café exprés interrumpió el silencio que siguió.
—Marcus, ha llegado el momento —dijo el más joven.
—Todavía no estoy preparado.
—No podemos esperar más. Los de arriba me preguntan por ti, están ansiosos por saber en qué punto te encuentras.
—Estoy progresando, ¿no?
—Sí, es cierto: mejoras cada día, y eso me conforta, créeme. Pero la espera se alarga. Hay muchas cosas que dependen de ti.
—Pero ¿quién se interesa tanto en mí? Me gustaría verlos, hablar con ellos. Sólo te conozco a ti, Clemente.
—Ya lo hemos discutido. No puede ser.
—¿Por qué?
—Porque siempre se ha hecho así.
Marcus volvió a tocarse la cicatriz, como hacía cada vez que se sentía inquieto.
Clemente se acercó a él y le obligó a mirarle.
—Es por tu seguridad.
—Querrás decir por la suya.
—También, si quieres verlo de ese modo.
—Podría convertirme en un estorbo. Y eso no estaría bien, ¿no es así?
El sarcasmo de Marcus no irritó a Clemente.
—¿Cuál es tu problema?
—Yo no existo.
Lo dijo con una dolorosa distorsión en la voz.
—El hecho de que sólo yo conozca tu rostro te hace libre. ¿No lo entiendes? Ellos sólo saben tu nombre, y en cuanto a todo lo demás se fían de mí. Así no ves limitada tu labor. Si no saben quién eres, no pueden ponerte obstáculos.
—¿Por qué? —protestó Marcus.
—Porque lo que nosotros perseguimos también puede corromperlos a ellos. Si el resto de las medidas fallaran, si las barreras resultaran inútiles, todavía quedaría alguien vigilando. Tú eres su último bastión.
En la mirada de Marcus apareció un destello desafiante.
—Responde a una pregunta… ¿Hay otros como yo?
Tras un breve silencio, Clemente se decidió a contestar.
—No lo sé. No puedo saberlo.
—Tendrías que haberme dejado en aquel hospital…
—No puedes decirme eso, Marcus. No me defraudes.
Marcus miró hacia fuera, a los pocos transeúntes que, aprovechando una tregua de la tormenta, salían de sus refugios ocasionales para retomar su camino. Todavía tenía muchas preguntas para Clemente. Cosas que le afectaban directamente, cosas que ya no sabía El hombre que tenía delante era su único contacto con el mundo. Mejor dicho, Clemente era todo su mundo. Marcus no hablaba nunca con nadie, no tenía amigos. Pero conocía cosas que no querría haber sabido sobre los hombres y el daño que pueden llegar a hacer. Algunas tan terribles que harían vacilar cualquier confianza, que contaminarían para siempre cualquier corazón. Veía a las personas de su alrededor vivir sin ese peso en la conciencia, y las envidiaba. Clemente lo había salvado. Pero su salvación había coincidido con la entrada en un mundo de sombras.
—¿Por qué precisamente yo? —preguntó, aún con la mirada perdida.
Clemente sonrió.
—Los perros son daltónicos. —Era la frase que solía decir—. Y bien, ¿estás conmigo?
Marcus se volvió de nuevo hacia su único amigo.
—Sí, estoy contigo.
Sin añadir nada más, Clemente deslizó una mano en el impermeable que tenía en el respaldo de la silla. Cogió un sobre de papel, lo dejó sobre la mesa y lo empujó hacia Marcus. Él, con la atención que caracterizaba todos sus gestos, lo abrió.
Dentro había tres fotografías.
En la primera se veía a un grupo de jóvenes en una fiesta en la playa. En primer plano había dos chicas en bañador brindando con botellas de cerveza delante de una hoguera. En la segunda sólo aparecía una de ellas, con el pelo recogido y gafas graduadas: sonreía, señalando a su espalda el Palacio de la Civilización Italiana, icono del neoclasicismo, situado en el EUR. En la tercera fotografía, la misma chica abrazaba a un hombre y a una mujer, presumiblemente sus padres.
—¿De quién se trata? —preguntó Marcus.
—Se llama Lara. Veintitrés años. Estudia en Roma, pero es de fuera. Facultad de Arquitectura, cuarto curso.
—¿Qué le ha pasado?
—Ése es precisamente el problema: nadie lo sabe. Desapareció hace casi un mes.
Marcus se concentró en el rostro de Lara, olvidando las voces y todo lo que había a su alrededor. Era la típica chica de provincias instalada en la gran ciudad. Muy bonita, de rasgos delicados, no usaba maquillaje. Imaginó que siempre llevaba coleta porque no podía permitirse ir a la peluquería. Quizá sólo iba cuando volvía a su casa, para ahorrar. Llevaba ropa para salir del paso: vaqueros y camiseta, para no tener que seguir los dictados de la moda. En su rostro se podían entrever las marcas de las noches en blanco leyendo o las cenas comiendo una lata de atún, último recurso de los estudiantes de fuera cuando agotan el presupuesto mensual mientras esperan a que papá y mamá les hagan un nuevo ingreso. La primera vez lejos de casa. Su lucha diaria con la nostalgia, mantenida a raya gracias al sueño de llegar a ser arquitecta.
—Cuéntame.
Clemente cogió un bloc, apartó la taza de café y empezó a consultar sus notas.
—El día de su desaparición, la chica pasó parte de la tarde en un local con algunos amigos. Los que estaban con ella han declarado que parecía tranquila. Estuvieron charlando de sus cosas. Luego, hacia las nueve, dijo que estaba cansada y que quería volver a casa para meterse en la cama. Dos de ellos, una pareja, la llevaron en su coche y esperaron a que entrara en el portal.
—¿Dónde vive?
—En un edificio antiguo del centro, del siglo XVIII.
—¿Hay más inquilinos?
—Unos veinte. El inmueble pertenece a un ente universitario que alquila pisos a los estudiantes. El de Lara está en la planta baja. Hasta agosto lo compartía con una compañera que después se fue; de hecho, estaba buscando otra inquilina.
—¿Hasta dónde llegan las pistas que tenemos?
—La red telefónica de la zona confirma la presencia de Lara en casa durante las horas siguientes, ya que registró dos llamadas salientes de su móvil: una a las veintiuna veintisiete, y la otra, a las veintidós doce. La primera duró diez minutos y la hizo a su madre; la segunda, a su mejor amiga. A las veintidós diecinueve el teléfono se apagó y ya no ha vuelto a encenderse.
Una joven camarera se acercó a la mesa para retirar las tazas. Se entretuvo un poco para darles la oportunidad de pedir algo más, pero ninguno de los dos lo hizo. Permanecieron callados hasta que se alejó de nuevo.
Marcus preguntó:
—¿Cuándo se denunció su desaparición?
—La tarde del día siguiente. Al no verla por la facultad, sus amigas estuvieron llamándola todo el día, pero saltaba el contestador. Hacia las veinte horas fueron a llamar a su puerta y no obtuvieron respuesta alguna.
—¿Qué dice la policía?
—El día anterior a la desaparición sacó cuatrocientos euros de su cuenta para pagar el alquiler. Pero el administrador nunca recibió ese dinero. Según su madre, faltaba ropa y su mochila no estaba en el armario. Y no hay rastro de su móvil. Por eso la policía se inclina a pensar en una desaparición voluntaria.
—Muy cómodo, diría.
—Ya sabes cómo funcionan estas cosas, ¿no? Si no surge un motivo para temer lo peor, al poco tiempo dejan de buscar y esperan.
«Quizá a que aparezca el cadáver», pensó Marcus.
—La chica llevaba una vida ordenada, pasaba la mayor parte del tiempo en la universidad, salía siempre con el mismo círculo de amistades.
—¿Qué opinan sus amigos?
—Que Lara no era de las que actúan por impulsos. Aunque últimamente había cambiado un poco: parecía cansada y distraída.
—¿Algún novio, alguna aventura?
—En el listado de su móvil no aparecen llamadas fuera de su círculo de conocidos, y nadie ha dicho nada de ningún novio.
—¿Internet?
—Se conectaba desde la biblioteca de su facultad o desde un punto de internet cercano a la estación. No hay ningún mensaje sospechoso en su correo.
En ese momento, la puerta de cristal del café se abrió de par en par para dejar paso a un cliente. Una ráfaga de viento recorrió la sala. Todos se volvieron, molestos, excepto Marcus, inmerso en sus propias reflexiones.
—Lara regresa a casa como todas las tardes. Está cansada, desde hace algún tiempo suele encontrarse así. Su último contacto con el mundo es a las veintidós diecinueve, cuando apaga el teléfono, que después desaparece con ella y no vuelve a encenderse más. Desde ese momento no tenemos más noticias suyas. Falta ropa, dinero y una mochila: por eso la policía opina que se trata de una desaparición voluntaria… Salió de casa y desapareció. Tal vez sola, quizá con alguien. Nadie se fija en ella.
Marcus miró fijamente a Clemente.
—¿Y por qué tendríamos que pensar que le ha ocurrido algo malo? En resumen, ¿por qué nosotros?
La mirada de Clemente hablaba por sí sola. Habían llegado al quid de la cuestión. Anomalías, en el fondo era eso lo que buscaban. Minúsculos jirones en la trama de la normalidad. Pequeños tropiezos en la secuencia lógica de una ordinaria investigación policial. En esas insignificantes imperfecciones a menudo se escondía otra cosa. Un paso hacia una verdad distinta, inimaginable. Su tarea empezaba ahí.
—Lara nunca salió de casa, Marcus. La puerta estaba cerrada por dentro.
Ambos se dirigieron al lugar. El edificio estaba situado en la via dei Coronari, a dos pasos de la piazza San Salvatore in Lauro, con su pequeña iglesia del siglo XVI. Para introducirse en la vivienda de la planta baja necesitaron pocos segundos. Nadie reparó en ellos.
En cuanto puso los pies en casa de la chica, Marcus empezó a mirar a su alrededor. Lo primero en lo que se fijó fue en la cerradura arrancada. Para entrar en el apartamento, la policía tuvo que tirar la puerta abajo y los agentes no se percataron de que la cadena estaba echada por dentro, de que había saltado y ahora colgaba en el marco de la puerta.
El apartamento contaba, como mucho, con sesenta metros cuadrados, divididos en dos niveles. El primero era un solo espacio que contenía la cocina y el salón. Había un mueble en la pared con una cocina eléctrica y armarios altos. Al lado descansaba una nevera cubierta de imanes de colores, sobre la cual resaltaba un jarrón con una planta de ciclámenes ya seca. Había una mesa con cuatro sillas y, en el centro, una bandeja con tazas y lo necesario para el té. Dos sofás estaban dispuestos en ángulo delante de un televisor. En las paredes pintadas de verde, en vez de cuadros normales o pósteres, colgaban proyectos de edificios famosos de todo el mundo. Había una ventana que, como todas las del piso, daba al patio interior y estaba protegida por una reja de hierro. Desde allí nadie podía entrar ni salir.
Marcus examinaba todos los detalles con la mirada. Sin decir una palabra, se santiguó. Clemente en seguida lo imitó. A continuación empezó a dar vueltas por la habitación. No se limitaba a mirar. Tocaba los objetos, rozándolos apenas con la palma de la mano, como queriendo percibir un residuo de energía, una señal de radio, como si pudieran comunicarse con él, desvelarle lo que sabían o habían visto. Como el zahorí que escucha la llamada del agua escondida en el subsuelo, Marcus sondeaba el silencio profundo e inanimado de las cosas.
Clemente observaba a su hombre, y se mantenía apartado para no distraerlo. No notó ninguna indecisión en él, parecía absorto y concentrado. Era una prueba importante para ambos. Marcus podría demostrarse a sí mismo que volvía a ser capaz de hacer el trabajo para el que había sido entrenado. Clemente se daría cuenta de si se había equivocado acerca su capacidad de recuperación.
Lo vio moverse por el fondo de la sala, donde una puerta escondía un pequeño baño. Estaba revestido de baldosas blancas, iluminado por una lámpara de neón. El plato de la ducha estaba situado entre el lavabo y el inodoro. Había una lavadora y un armario para las escobas y los productos de limpieza. En la parte de atrás de la puerta colgaba un calendario.
Marcus retrocedió y se dirigió al lado izquierdo de la sala: una escalera conducía al altillo. Subió los escalones de tres en tres y llegó a un estrecho distribuidor en el que podían verse las puertas de dos dormitorios.
El primero era el que esperaba una nueva inquilina. En su interior sólo había un colchón desnudo, una butaca y una cómoda.
El otro era la habitación de Lara.
Las contraventanas estaban abiertas. En un rincón había una mesa con un ordenador, y estanterías llenas de libros. Marcus se acercó y pasó los dedos por el perfil de los volúmenes de arquitectura. Después acarició una hoja con el proyecto inacabado de un puente. Cogió uno de los lápices que había dentro de un vaso y lo olió, hizo lo mismo con un trozo de goma de borrar, sintiendo el placer secreto que sólo los artículos de papelería son capaces de proporcionar.
Ese olor formaba parte del mundo de Lara, ése era el lugar donde se sentía feliz. Su pequeño reino.
Abrió las puertas del armario y apartó la ropa que colgaba de las perchas. Algunas estaban vacías. Tres pares de zapatos se alineaban en el suelo del interior. Dos eran zapatillas deportivas y el otro, zapatos salón, para las ocasiones especiales. Pero había espacio para un cuarto par, que faltaba.
La cama era de una plaza y media. Entre las almohadas destacaba un oso de peluche. Debía de haber sido testigo de la vida de Lara desde que era pequeña. Pero ahora se había quedado solo.
En la única mesilla de noche de la habitación había un marco con la foto de Lara junto a sus padres, y una caja de latón que contenía un anillo con un pequeño zafiro, una pulsera de coral y algo de bisutería. Marcus observó la foto con más atención. La reconoció: estaba entre las que Clemente le había mostrado en el Caffè della Pace. Lara llevaba una cadenita de oro con un crucifijo, pero él no pudo encontrarla en el joyero.
Clemente lo esperaba al pie de la escalera y, poco después, lo vio volver a bajar.
—¿Y bien?
Marcus se quedó quieto.
—Podrían habérsela llevado.
Nada más pronunciar esa frase, estuvo completamente seguro de ello.
—¿Cómo puedes afirmarlo?
—Hay demasiado orden. Como si la ropa que falta y el teléfono que no se encuentra sólo fueran una puesta en escena. Pero a la persona que lo haya organizado se le ha escapado el detalle de la cadena que aseguraba la puerta desde dentro.
—¿Y cómo lo ha hecho para…?
—Ya llegaremos a ese punto —lo interrumpió Marcus.
Empezó a moverse por la habitación, intentando focalizar bien lo que había ocurrido. Su mente giraba vertiginosamente. Las piezas del mosaico empezaron a descomponerse ante sus ojos.
—Lara tuvo un invitado.
Clemente sabía lo que estaba ocurriendo. Marcus empezaba a identificarse con alguien. Ése era su talento.
Ver lo que veía el intruso.
—Estuvo aquí cuando Lara no estaba. Se sentó en su sofá, probó la blandura de su cama, hurgó entre sus cosas. Miró las fotos, hizo propios sus recuerdos. Tocó su cepillo de dientes, olió la ropa buscando su aroma. Bebió del vaso que había en el fregadero a la espera de ser lavado.
—No te sigo…
—Sabía cómo moverse. Lo sabía todo de Lara: horarios, costumbres…
—Pero nada de eso hace pensar en un secuestro. No hay signos de violencia, nadie en el edificio oyó gritos ni que pidieran ayuda. ¿Cómo puedes afirmarlo?
—Porque la cogió mientras dormía.
Clemente estaba a punto de decir algo, pero Marcus se adelantó.
—Ayúdame a buscar el azúcar.
A pesar de no entender exactamente lo que le pasaba por la cabeza, decidió seguirle. En uno de los armarios altos de la cocina localizó un frasco en el que ponía SUGAR; mientras, Marcus examinó el azucarero que se encontraba en medio de la mesa, junto al servicio de té.
Los dos estaban vacíos.
Se miraron durante un largo momento con los objetos en las manos. Entre ellos vibraba una energía positiva. No era una simple coincidencia. Marcus no lo había dicho por ver si acertaba. Había tenido una intuición que podía confirmarlo todo.
—El azúcar es el mejor sitio para ocultar un narcótico: disfraza el sabor y seguro que la víctima lo toma con regularidad.
—Y Lara últimamente siempre estaba cansada, lo decían sus amigos. —Clemente se estremeció al decirlo. Ese detalle lo cambiaba todo. Pero por el momento no podía hablar de ello con Marcus.
—Sucedió gradualmente, no había prisa —prosiguió Marcus—. Y eso prueba que quien la secuestró ya había estado aquí antes de esa noche. Además de la ropa y el móvil, también hizo desaparecer el azúcar que contenía el narcótico.
—Pero olvidó la cadena de la puerta —añadió Clemente. Era el detalle disonante que hacía añicos cualquier teoría—. ¿Por dónde entró y, sobre todo, por dónde salieron juntos?
Marcus volvió a mirar a su alrededor.
—¿Dónde nos encontramos?
Roma era el mayor centro arqueológico «habitado» del mundo. La ciudad había ido desarrollándose a capas, sólo había que excavar algunos metros para encontrarse con vestigios de épocas y civilizaciones precedentes. Marcus sabía bien que la vida que estaba en la superficie también se había estratificado en el transcurso del tiempo. Cada lugar encerraba muchas historias y más de una función.
—¿Qué es este sitio? No digo ahora, sino antes: has dicho que el edificio se remonta al siglo XVIII.
—Era una de las residencias de los marqueses Costaldi.
—Sí. Los nobles ocupaban los pisos superiores, mientras que aquí se hallaban los obradores del patio, los depósitos y los establos.
Marcus se tocó la cicatriz de la sien izquierda. No conseguía comprender de dónde procedía ese recuerdo. ¿Cómo podía saberlo? Muchas informaciones habían desaparecido para siempre de su memoria. Otras volvían inesperadamente, llevando consigo la desagradable pregunta sobre su origen. Había un lugar en él donde ciertas cosas existían pero permanecían ocultas. De vez en cuando volvían a aflorar, recordándole incluso la existencia de aquel lugar de las nieblas y el hecho de que nunca lo encontraría.
—Tienes razón —dijo Clemente—. El palacio permaneció así durante mucho tiempo. El ente universitario lo recibió gracias a una donación hace unos diez años y lo transformó en un edificio de apartamentos.
Marcus se agachó en el suelo. El parquet era de madera maciza, sin pulir. Las lamas eran estrechas. «No, aquí no puede ser», se dijo. Sin desanimarse, se dirigió hacia el baño, seguido de Clemente.
Cogió uno de los cubos que había en el armario de las escobas, lo metió bajo la ducha y lo llenó hasta la mitad. A continuación dio un paso atrás. Clemente se hallaba a su espalda y todavía no entendía qué estaba haciendo.
Marcus inclinó el cubo y dejó caer el agua sobre el suelo de baldosas. Se formó un charco a sus pies. Permanecieron mirándolo, a la espera.
Después de unos segundos, el agua empezó a desvanecerse.
Parecía un juego de magia, como el de la chica que desaparece en una caja cerrada por dentro. Sólo que esta vez había una explicación.
El agua se había filtrado hacia el subsuelo.
Entre una loseta y otra se formaron burbujitas de aire, hasta describir un cuadrado perfecto. Cada lado medía aproximadamente un metro.
Marcus se puso de rodillas y recorrió las losetas con la punta de los dedos, buscando una rendija. Le pareció notar una. Se levantó para buscar algo con lo que hacer palanca. De un estante cogió unas tijeras de metal. Bastaron para levantar lo suficiente el cuadrado de baldosas. Metió los dedos en el resquicio y, cuando lo alzó, descubrió una trampilla de piedra.
—Espera, te echaré una mano —dijo Clemente.
Deslizaron la tapa hacia un lado y bajo ella apareció una antigua escalera de travertino que descendía un par de metros hacia el subsuelo antes de llegar a un pasillo.
—El intruso pasó por aquí —anunció Marcus—. Por lo menos dos veces: cuando entró y cuando salió con Lara.
Después cogió la pequeña linterna que llevaba siempre consigo, la encendió y la enfocó hacia la abertura.
—¿Quieres bajar ahí?
Él se volvió hacia Clemente.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Tengo elección?
Sosteniendo la linterna en una mano, Marcus bajó la escalera de piedra. Una vez abajo, se dio cuenta de que se encontraba en un túnel que recorría toda la casa y se perdía en dos direcciones opuestas. Era un verdadero pasadizo subterráneo. No se veía adónde llevaba.
—¿Todo bien? —le preguntó Clemente, que se había quedado arriba.
—Sí —contestó lacónicamente Marcus.
Probablemente, en el siglo XVIII, la galería era una vía de escape en caso de peligro. No le quedaba otra salida que aventurarse hacia una de las dos direcciones. Escogió aquélla de donde le pareció que provenía un ruido sordo, de lluvia estrepitosa. Recorrió al menos cincuenta metros y resbaló un par de veces a causa del suelo fangoso. Algunas ratas le pasaron junto a los tobillos, rozándole con sus cuerpos calientes y lacios, antes de alejarse rápidamente para esconderse en la oscuridad. Reconoció el fragor del Tíber, crecido por las persistentes lluvias de los últimos días, y su olor dulzón, parecido al de un animal afanado en una carrera impetuosa. Lo siguió y, poco después, vislumbró una pesada reja por la que se filtraba la grisácea luz del día. Por allí no se podía seguir, de modo que retrocedió para intentarlo en la otra dirección. Una vez allí, advirtió algo que brillaba en el fango.
Se agachó para recogerlo: era una cadenita de oro que llevaba colgado un crucifijo.
Recordó haberlo visto en el cuello de Lara en la foto en la que estaba con sus padres y que tenía en la mesilla. Era la prueba de que había acertado en todo.
Clemente tenía razón. Ése era su talento.
Electrizado por el descubrimiento, Marcus no se dio cuenta de que mientras tanto su amigo se había reunido con él. Se percató de su presencia cuando éste se puso a su lado.
Le mostró la cadenita.
—Mira…
Clemente la cogió entre las manos y la observó.
—La chica podría estar viva todavía —dijo Marcus, abstraído por ese descubrimiento—. Tenemos una pista, debemos descubrir quién fue.
Pero reparó en que su amigo no compartía su entusiasmo. Lo cierto era que parecía turbado.
—Ya lo sabemos. Sólo necesitaba confirmarlo… Y, por desgracia, ya lo he hecho.
—¿A qué te refieres?
—Al narcótico en el azúcar.
Marcus no acababa de entenderlo.
—Y, entonces, ¿qué problema hay?
Clemente se quedó mirándole, serio.
—Tal vez sea mejor que conozcas a Jeremiah Smith.