09.02 h
En la unidad de vigilancia intensiva tenía lugar una escena surrealista. La policía y los técnicos de la Científica llevaban a cabo la acostumbrada recogida de pruebas para reconstruir la dinámica de la carnicería. Pero todo se desarrollaba en presencia de los pacientes en coma, a los que no se podía trasladar en tan poco tiempo. No había peligro de que interfirieran en la investigación, de modo que los habían dejado allí. La consecuencia inexplicable era que los agentes se movían con discreción, hablando en voz baja, como si temieran despertar a alguno.
Observando a sus colegas desde una silla del pasillo, Sandra sacudía la cabeza preguntándose si aquello sólo le parecía idiota a ella. Los médicos habían insistido en tenerla bajo observación, pero ella había firmado para que le dieran el alta. No era que se sintiera demasiado bien, pero quería regresar a Milán, tomar posesión de su vida. E intentar volver a empezar.
«Marcus», se dijo recordando el nombre del penitenciario de la cicatriz en la sien. Le habría gustado hablar con él una vez más, intentar entender. Mientras estaba ahogándose, su abrazo le infundió el coraje necesario para resistir. Le habría gustado que lo supiera.
A Jeremiah Smith se lo llevaron en un saco negro para cadáveres. Le pasó por delante y ella descubrió que no sentía nada por ese hombre. Aquella noche, Sandra había experimentado en sí misma el efecto de la muerte. Le había bastado para liberarse de todo odio, rencor y sentimiento de venganza. Porque en esos momentos se había sentido muy cerca de David.
Monica la había arrancado de un final seguro gracias a su fuerza y a su coraje. Después interpretó su papel delante de la policía, sustituyendo a Marcus como protagonista de la escena. Asumió su culpabilidad por haber disparado a Jeremiah. Se había ocupado de borrar las huellas de la pistola y de dejar las suyas en ella. No era una venganza, sino legítima defensa. Todo hacía pensar que la habían creído.
Sandra la vio dirigirse hacia ella en el pasillo, después de que se hubiera sometido al enésimo interrogatorio. Monica no parecía cansada, es más, le dedicó una expresión alegre.
—Bueno, ¿cómo estás?
—Bien —respondió Sandra aclarándose la voz. Todavía estaba ronca a causa del tubo del respirador y le dolían todos los músculos del cuerpo. Pero al menos la horrenda sensación de la parálisis había pasado. Un anestesista la ayudó a ir saliendo progresivamente del efecto de la succinilcolina. Había sido algo así como resucitar—. También se crece a fuerza de bofetadas; lo decía tu padre, si no me equivoco.
Se rieron. Había sido una casualidad que Monica volviera a la unidad de cuidados intensivos después de su habitual visita vespertina. Sandra no le había preguntado el motivo, pero ella le dijo que no sabía qué era lo que la había empujado a ir.
—Habrá sido por la charla que tuvimos un poco antes, no lo sé.
Sandra no sabía si darle las gracias a ella por aquella casualidad o al destino, o tal vez a alguien que desde arriba, de vez en cuando, intentaba poner las cosas en su sitio. Que fuera Dios o su marido, a ella le daba lo mismo.
Monica se inclinó sobre Sandra y la abrazó. No había necesidad de palabras. Permanecieron así durante unos segundos. A continuación la joven doctora se despidió con un beso en la mejilla.
Estaba tan distraída observándola mientras se alejaba que no se dio cuenta de que el comisario Camusso estaba acercándose.
—Una chica estupenda —sentenció.
Sandra desplazó la mirada hacia él. Iba vestido completamente de azul. El mismo color en americana, pantalones, camisa y corbata. Habría apostado a que incluso los calcetines hacían juego. La única excepción eran los mocasines blancos. Si no hubiera sido por los zapatos y por la cabeza, Camusso podría haberse confundido con la decoración y las paredes de la unidad de cuidados intensivos, desvaneciéndose como un camaleón.
—He hablado con su superior, el inspector De Michelis. Viene de camino desde Milán a recogerla.
—Ostras, no. ¿Por qué no lo ha detenido? Contaba con regresar esta noche.
—Me ha contado una simpática historia respecto a usted.
Sandra empezó a temerse lo peor.
—Por lo que parece, tenía razón, agente Vega. Felicidades.
Estaba atónita.
—¿Sobre qué?
—La historia de la estufa de gas y del monóxido de carbono. El marido que dispara a su mujer y a su hijo después de ducharse, y que después regresa al baño, se desmaya y se golpea mortalmente en la cabeza.
El resumen era perfecto, el epílogo no era claro.
—¿El médico forense ha tenido en cuenta mi hipótesis?
—No sólo la ha tenido en cuenta: la ha dado por válida.
Sandra no podía creérselo. Eso no iba a arreglar las cosas. Pero la verdad siempre era un consuelo. «Al igual que con David», observó. Ahora que sabía quién lo había matado, se sentía en condiciones para dejar que se fuera.
—Todas las secciones del hospital están monitorizadas por un sistema de cámaras de seguridad, ¿lo sabía?
Camusso había salido con aquella frase como quien no quiere la cosa, y Sandra se estremeció porque no había pensado en ello. La versión de los hechos aportada por Monica y su posterior confirmación estaba en peligro. Marcus estaba en peligro.
—¿Han tenido la oportunidad de ver las filmaciones?
El comisario dejó escapar una mueca.
—Por lo que parece, el sistema de videovigilancia de cuidados intensivos quedó fuera de servicio después de las tormentas de los últimos días. De modo que no existe ninguna grabación de lo sucedido. Qué lástima, ¿no cree?
Sandra intentó no mostrarse aliviada.
Pero Camusso todavía tenía algo que añadir:
—Sabe que el hospital Gemelli pertenece al Vaticano, ¿verdad?
No era una afirmación casual, contenía una insinuación que Sandra ignoró.
—¿Por qué me lo dice?
El policía se encogió de hombros, mirándola de soslayo, pero renunció a profundizar más.
—Por nada, simple curiosidad.
Antes de que volviera a sacar el tema, Sandra se levantó de la silla.
—¿Podría pedirle a alguien que me acompañara al hotel?
—Yo la llevo —se ofreció Camusso—. Aquí no tengo nada más que hacer.
Sandra cambió la desilusión por una falsa sonrisa.
—Sí, pero antes me gustaría pasar por un sitio.
El comisario tenía un viejo Lancia Fulvia y lo conservaba en perfectas condiciones. Al entrar en el coche, Sandra tuvo la impresión de volver atrás en el tiempo. Los interiores olían como si acabara de salir del concesionario. La lluvia caía incesantemente, pero la carrocería parecía increíblemente limpia.
Camusso la acompañó a la dirección que le había indicado. A lo largo del trayecto escucharon una emisora de radio que sólo transmitía éxitos de los años sesenta. Transitaron por la via Veneto y a Sandra le pareció regresar a la época de la Dolce Vita.
El tour anacrónico terminó bajo el edificio que albergaba la vivienda temporal de la Interpol.
Mientras subía la escalera, Sandra esperaba con todo su corazón encontrar a Shalber. No estaba segura de que fuera a localizarlo allí, pero debía intentarlo. Tenía miles de cosas que explicarle y, sobre todo, esperaba que él le dijera algo. Por ejemplo, que estaba contento de que hubiera sobrevivido, a pesar de que había sido una tontería por su parte hacerle perder su rastro: si la noche anterior la hubiera seguido hasta el Gemelli, tal vez las cosas habrían ido de otro modo. Shalber, en el fondo, sólo intentaba protegerla.
Pero la frase que más que otra ansiaba oírle decir era que tal vez sería bonito que volvieran a verse. Habían hecho el amor, y ella se había sentido bien. No quería perderlo. Por mucho que todavía no pudiera reconocerlo, estaba enamorándose de él.
Al llegar al rellano encontró la puerta abierta. Cruzó el dintel con una esperanza, sin dudar. Oyó ruidos procedentes de la cocina y se dirigió allí. Sin embargo, en cuanto entró vio a otro hombre vestido con un traje azul muy elegante.
Sólo fue capaz de decirle:
—Hola.
Él la miró, sorprendido por su presencia.
—¿No ha traído a su marido?
Sandra no sabía a qué se refería, pero se apresuró a aclarar el posible equívoco.
—En realidad buscaba a Thomas Shalber.
El hombre intentó localizarlo en su memoria.
—Tal vez sea un inquilino anterior.
—Creo que es un compañero suyo. ¿No lo conoce?
—Que yo sepa, la única agencia que se ocupa de esta venta es la nuestra. Y no hay nadie con ese nombre que trabaje con nosotros.
Sandra empezó a comprender, aunque no lo tenía del todo claro.
—¿Usted es de una agencia inmobiliaria?
—¿No ha visto el letrero en la puerta? —dijo el hombre con tono afectado—. El apartamento está en venta.
No sabía si estaba más disgustada o sorprendida.
—¿Desde cuándo?
El vendedor pareció confuso.
—Hace más de seis meses que no vive nadie aquí.
Ella no sabía qué decir. Ninguna de las explicaciones que se le pasaban por la cabeza la convencía.
El hombre se le acercó, afable.
—Estaba esperando a unos compradores. De todos modos, si mientras tanto quiere visitar el piso…
—No, gracias —respondió Sandra—. Me he equivocado, discúlpeme.
Se volvió para irse, pero oyó que el vendedor insistía.
—Si no le gustan los muebles, no está obligada a quedárselos. Podemos restarlos del precio.
Bajó la escalera corriendo, tan de prisa que al llegar a la planta baja se mareó y tuvo que apoyarse a la pared. Un par de minutos después salió a la calle y subió a bordo del coche de Camusso.
—¿Por qué está tan pálida? ¿Quiere que vuelva a llevarla al hospital?
—Estoy bien.
Pero no era cierto. Estaba furiosa. Otro de los líos de Shalber. ¿Era posible que el funcionario hubiera mentido en todo? Y, entonces, la noche que pasaron juntos, ¿qué había sido?
—¿A quién buscaba en ese edificio? —le preguntó el comisario.
—A un amigo que trabaja para la Interpol. Pero no estaba y no sé dónde puede estar.
—Puedo encontrárselo yo, si quiere. Haré una llamada a los compañeros de la sede de Roma, los conozco bien y no me costará nada.
Sandra advirtió que necesitaba llegar hasta el fondo de aquel asunto. No podía regresar a Milán con aquella duda: tenía que saber si Shalber sentía aunque sólo fuera una mínima parte de lo que había despertado en ella.
—Sería importante para mí que hiciera esa llamada.