04.46 h
El cadáver estaba llorando.
Esta vez no encendió la lámpara que había junto a la cama. No cogió el rotulador para añadir otro detalle en la pared de la buhardilla de la via dei Serpenti. Permaneció en silencio, a oscuras, intentando dar un sentido a lo que había visto en el sueño.
Ordenó los últimos indicios recogidos en la evocación nocturna sobre lo que había ocurrido en la habitación del hotel de Praga.
Cristales rotos. Tres disparos. Zurdo.
Al invertirlos, llegó a la solución del misterio.
Las últimas palabras de Jeremiah Smith habían sido: «En la frontera entre el bien y el mal hay un espejo. Si miras en él, descubrirás la verdad».
Había encontrado el motivo por el cual odiaba tanto mirarse al espejo. Un disparo para cada uno, para él y para Devok. Pero el sicario no era zurdo. Lo era su reflejo. El primer disparo había destruido el espejo.
No había ningún tercer hombre. Estaban solos.
Lo intuyó después de lo ocurrido en la unidad de cuidados intensivos del Gemelli, cuando disparó sin dudarlo. Pero la certeza la obtuvo con el sueño, al rememorar el final de la escena. No sabía por qué estaba en Praga, ni cuál era la razón de que su maestro estuviera allí. No conocía el tenor de su conversación, ni qué se habían dicho.
Marcus sólo sabía que unas horas antes había matado a Jeremiah Smith. Pero, antes que a él, le había hecho lo mismo a Devok.
Al amanecer, la lluvia volvió a cernerse sobre Roma, limpiando la noche de las calles.
Mientras deambulaba por las callejuelas del barrio de Regola, Marcus se refugió bajo un pórtico. Miró hacia arriba, no daba la impresión de que fuera a cesar pronto. Se levantó las solapas del impermeable y retomó el camino.
Al llegar a la via Giulia, se adentró en una iglesia. Nunca había estado allí. Clemente lo había citado en la cripta. Bajando los escalones de piedra, en seguida reparó en la peculiaridad del lugar. Era un cementerio hipogeo.
Antes de que un decreto napoleónico estableciera la norma higiénica por la que los muertos debían ser enterrados lejos de los vivos, todas las iglesias tenían su camposanto. Pero ése en el que se encontraba era distinto de los otros. La decoración —candelabros, adornos y esculturas— estaba hecha con huesos humanos. Un esqueleto clavado en la pared saludaba a los fieles que introducían los dedos en una pila de agua bendita. Los huesos estaban divididos según su tipo y se agrupaban ordenadamente en los nichos. Había millares. Pero, más que macabro, aquel lugar parecía grotesco.
Clemente tenía las manos cruzadas detrás de la espalda y se encontraba inclinado sobre una inscripción situada debajo de un montón de calaveras.
—¿Por qué aquí?
Su amigo se dio la vuelta y lo vio.
—Me parecía el lugar más adecuado después de escuchar el mensaje que me has dejado esta noche en el buzón de voz.
Marcus señaló a su alrededor.
—¿Dónde estamos?
—Hacia finales del siglo XVI, la Cofradía de la Oración y la Muerte empezó su obra piadosa. El objetivo era dar una sepultura digna a los cadáveres sin nombre que se encontraba en las calles de Roma, en los campos, o que el Tíber devolvía. Suicidios, víctimas de asesinatos o simplemente muertes a causa de la penuria. Hay casi ocho mil cadáveres apiñados aquí dentro.
Clemente estaba demasiado tranquilo. En su mensaje, Marcus le había resumido a grandes rasgos lo que había sucedido la noche anterior, pero su amigo no parecía en absoluto turbado por el epílogo de los acontecimientos.
—¿Por qué tengo la sensación de que no te interesa nada de lo que tengo que decirte?
—Porque ya lo sabemos todo.
Su tono condescendiente lo irritaba.
—¿Quiénes? Dices «sabemos», pero no estás dispuesto a revelarme a quiénes te refieres. ¿Quién está por encima de ti? Tengo derecho a saberlo.
—Ya sabes que no puedo decírtelo. Pero están muy satisfechos contigo.
Para Marcus era frustrante.
—¿Satisfechos de qué? He tenido que matar a Jeremiah, Lara está perdida y esta noche, después de un año de ausencia total de memoria, he recuperado mi primer recuerdo… Yo disparé a Devok.
Clemente se tomó un tiempo.
—Hay un detenido en el corredor de la muerte de una cárcel de máxima seguridad que se manchó las manos con un crimen terrible y que, desde hace veinte años, espera a que lo ejecuten. Hace cinco años le diagnosticaron un tumor cerebral. Al extirpárselo, perdió la memoria. Tuvo que aprenderlo todo desde el principio.
Después de la operación, era extraño para él estar en una celda, condenado por un delito que no recordaba haber cometido. Ahora sostiene que es una persona distinta del asesino que mató a varias personas; de hecho, se declara incapaz de quitarle la vida a nadie. Ha pedido que le concedan un indulto, asegura que de no hacerlo ajusticiarán a un inocente. Los psiquiatras consideran que es sincero, que no es sólo un truco para evitar la pena de muerte. Pero el problema es otro. Si el responsable de las acciones de un individuo es el propio individuo, ¿dónde reside su culpa? ¿Forma parte de su cuerpo, de su alma o de su identidad?
De repente, Marcus lo vio todo claro.
—Vosotros sabíais lo que hice en Praga.
Clemente asintió y luego añadió:
—Cuando mataste a Devok cometiste un pecado mortal. Pero si no lo recordabas, no podías confesarlo. Y si no lo confesabas, no podías ser absuelto. Pero, por los mismos motivos, era como si no lo hubieras cometido. Éste es el motivo por el que has sido perdonado.
—Por eso lo has mantenido en secreto.
—¿Cuál es la frase que suelen repetir los penitenciarios?
Marcus recordó la letanía que había aprendido.
—Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto. Nosotros somos los guardianes que defienden esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar… Yo tengo que devolverlo a la oscuridad.
—Algunos penitenciarios, siempre en peligroso equilibrio sobre esa línea, han dado un paso fatal: la oscuridad los ha engullido y ya no han regresado.
—¿Estás intentando decirme que lo que le ha ocurrido a Jeremiah me había sucedido a mí también antes de olvidarlo todo?
—A ti no. A Devok.
Marcus fue incapaz de decir nada más.
—Él llevó la pistola a aquella habitación de hotel. Tú sólo lo desarmaste e intentaste defenderte. Se produjo una discusión y empezaron los disparos.
—¿Cómo es posible que sepáis cómo sucedieron las cosas? No estabais allí —protestó.
—Antes de ir a Praga, Devok se confesó. «Culpa gravis 785-34-15»: haber desobedecido una disposición del papa y haber cometido traición en relación con la Iglesia. En esas circunstancias, reveló la existencia del orden clandestino de los penitenciarios. Probablemente ya había intuido que algo no iba bien: habían violado el archivo, habían raptado y degollado a cuatro chicas y la investigación se veía continuamente entorpecida. El padre Devok empezó a alimentar sospechas hacia sus hombres.
—¿Cuántos penitenciarios hay?
Clemente suspiró.
—No lo sabemos. Pero tenemos la esperanza de que alguno salga al descubierto, antes o después. En su confesión, Devok no quiso dar nombres. Sólo dijo: «He cometido un error, tengo que remediarlo».
—¿Por qué fue a verme?
—Suponemos que quería mataros a todos. Empezando por ti.
Marcus vio cómo habían sucedido las cosas, no podía creerlo.
—¿Devok quería matarme?
Clemente le puso una mano en el hombro.
—Lo siento. Esperaba que nunca llegaras a saberlo.
Marcus miró los ojos vacíos de una de las muchas calaveras que se conservaban en la cripta. ¿Quién había sido ese individuo? ¿Cómo se llamaba, qué aspecto tenía? ¿Alguien lo había querido alguna vez? ¿Cómo había muerto y por qué? ¿Era un hombre bueno o malo?
Alguien podría haber formulado las mismas preguntas ante su cadáver si Devok hubiera conseguido matarlo. Porque, como todos los penitenciarios, él no tenía identidad.
«Yo no existo».
—Antes de morir, Jeremiah Smith ha dicho: «Cuanto más daño hacía, más fácil me resultaba desenmascarar el mal». Y yo me pregunto: ¿por qué no recuerdo la voz de mi madre y, sin embargo, sé perfectamente cómo desenmascarar el mal? ¿Por qué he olvidado todo lo demás y no mi talento? ¿El bien y el mal son innatos en cada uno de nosotros, o dependen del camino que cada uno sigue durante su vida? —Marcus levantó la mirada hacia su amigo—. ¿Yo soy bueno o malo?
—Ahora sabes que has cometido un pecado mortal por haber matado a Devok y después a Jeremiah. Por eso deberás confesarte y someterte al juicio del Tribunal de las Almas. Pero estoy seguro de que recibirás la absolución, porque tener tratos con el mal a veces ensucia.
—¿Y Lara? Jeremiah se llevó el secreto con él. ¿Qué será de esa pobre chica?
—Tu misión acaba aquí, Marcus.
—Está embarazada.
—No podemos salvarla.
—Su hijo ni siquiera tendrá una posibilidad. No, no lo acepto.
—Mira este lugar. —Clemente le señaló el osario—. El sentido de este sitio es la piedad. Dar sepultura cristiana a un individuo sin nombre, independientemente de lo que ha sido o lo que ha hecho durante su existencia. He querido encontrarme contigo aquí para que sintieras piedad por ti mismo. Lara morirá, pero no será por culpa tuya. De modo que deja de atormentarte. No servirá de nada la absolución del Tribunal de las Almas si antes no te absuelves tú mismo.
—¿Así que ahora soy libre? No me lo imaginaba así. No me hace sentir tan bien como me había imaginado.
—Todavía tengo un encargo para ti. —Clemente sonrió—. Tal vez esto haga que las cosas te resulten más llevaderas.
Le tendió un expediente del archivo.
Marcus lo cogió y leyó en la portada: «c. g. 294-21-12».
—No has salvado a Lara. Pero quizá todavía puedas salvarla a ella.