La lluvia cae sobre Roma como un funeral nocturno. No se puede saber si está oscuro o si es de día.

Sandra cruza la fachada anónima detrás de la cual se esconde, insospechadamente, la única iglesia gótica de Roma. Con sus mármoles suntuosos, sus techos esbeltos, sus magníficos frescos: Santa María sopra Minerva la acoge, desierta.

El ruido de sus pasos se pierde en el eco de la nave de la derecha. Avanza hacia el último altar. El más pequeño, el más desangelado.

San Raimundo de Peñafort la está esperando. Sólo que, en las ocasiones anteriores, ella no lo sabía. Es como si ahora expusiera su caso al Cristo juez entre dos ángeles.

El Tribunal de las Almas.

El fresco sigue rodeado de velas votivas dejadas por los fieles y que chorrean cera en el suelo. A diferencia de las otras capillas de la iglesia, sólo en ésta, la más miserable, existe tal aglomeración de cirios. Diligentes llamas que a cada soplo de aire inclinan la cabeza al unísono y vuelven a erguirse.

«Quién sabe por qué pecados están encendidas», se había preguntado Sandra las otras veces que había estado allí. Ahora tiene la respuesta. Por los pecados de todos.

Coge la última fotografía de la Leica del bolso, la mira. En la oscuridad representada en aquella instantánea negra se esconde una prueba de fe. El último indicio de David, el más misterioso y a la vez el más elocuente.

No tiene que buscar el veredicto fuera, sino dentro de sí misma.

Durante los últimos cinco meses se ha preguntado dónde está David ahora y cuál es el significado de su fin. Ante la duda, se ha sentido perdida. Es fotógrafa forense, busca la muerte en los detalles, convencida de que sólo de ese modo puede explicarse todo.

«Yo veo las cosas a través de mi cámara fotográfica. Me confío a los detalles para que me desvelen cómo han ocurrido los hechos. Pero para los penitenciarios existe algo que va más allá de lo que tenemos delante. Algo igualmente real, pero que una cámara de fotos no puede percibir. Por eso debo aprender que a veces hay que entregarse al misterio y aceptar que no se nos ha concedido el don de entenderlo absolutamente todo».

Ante las grandes preguntas sobre la existencia, el hombre de ciencia se atormenta; el de fe, se reafirma. Y, en ese momento, en aquella iglesia, Sandra siente que ha llegado a una línea fronteriza. No por casualidad le vuelven a la cabeza las palabras del penitenciario: «Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto».

Marcus lo dijo claramente. Pero Sandra no lo había entendido hasta ahora. No son las tinieblas el verdadero peligro, sino la condición intermedia, donde la luz se vuelve engañosa. Donde lo bueno y lo malo se confunden y no se pueden diferenciar.

El mal no se esconde en la oscuridad. Está en las sombras.

Es allí donde consigue falsearlo todo. «No existen monstruos —se recuerda a sí misma—, sino personas normales que cometen crímenes horrendos. Por eso el secreto es no tener miedo de la oscuridad —piensa Sandra—. Porque en el fondo de ella están todas las respuestas».

Sujetando la foto oscura entre las manos, se inclina sobre las velas votivas. Empieza a soplarlas y las apaga. Son decenas y tarda un rato. A medida que lo hace, la oscuridad avanza como una marea. A su alrededor, todo se desvanece.

Cuando termina, da un paso hacia atrás. Ya no ve nada. Tiene miedo, pero se repite que sólo debe esperar y, al final, sabrá. Como cuando de pequeña, en la cama antes de dormirse, la oscuridad le parecía amenazadora, pero en cuanto los ojos se acostumbraban, todo reaparecía mágicamente —el dormitorio con los juguetes, las muñecas— y podía dormir tranquila. Lentamente, la mirada de Sandra se adapta a la nueva situación. El recuerdo de la luz se desvanece y, de repente, se da cuenta de que puede volver a ver.

Empiezan a emerger figuras a su alrededor. En el retablo del altar, san Raimundo de Peñafort surge resplandeciente. Así como el Cristo juez y los dos ángeles se visten de una luminosidad distinta, brillante. Sobre la pintura tosca de las paredes, ennegrecidas por el hollín, empiezan a delinearse formas. Son frescos. Representan escenas de devoción y penitencia, pero también de perdón.

El milagro se desarrolla delante de sus ojos y Sandra no puede creérselo. La más pobre de las capillas, carente de mármoles y frisos, se convierte en magnífica.

Una luz nueva aflora de las paredes desnudas, formando incrustaciones turquesas que irradian su luz hasta la bóveda. Centelleantes filamentos trepan por las columnas, que parecían desnudas. El efecto total es un fulgor azul, parecido a la tranquila profundidad de un océano. Sigue estando oscuro, pero es una oscuridad resplandeciente.

Sandra sonríe. Pintura fosforescente.

Aunque existe una explicación lógica, el paso que ha dado en su interior para descubrirla no tenía nada de racional. Ha sido puro abandono, aceptación de su propia limitación, una agradable rendición a lo insondable, a lo incomprensible. La fe.

Ése era el último regalo de David. Su mensaje de amor para ella. «Acepta mi muerte sin preguntarte por qué nos ha tocado precisamente a nosotros este destino. Sólo así todavía podrás ser feliz».

Sandra mira hacia arriba y le da las gracias.

—No hay ningún archivo aquí. El único secreto es toda esta belleza.

Los pasos se acercan a sus espaldas. Sandra se da la vuelta, Marcus se le aparece.

—El descubrimiento del fenómeno de la fosforescencia se remonta al siglo XVII y se debe a un zapatero de Bolonia que recogió unos guijarros, los coció con carbón y observó que después de exponerlos a la luz del día, continuaban emitiendo luz en la oscuridad durante horas. —Señala a su alrededor—. Lo que ves se llevó a cabo unas décadas más tarde, de la mano de un artista que quedó en el anonimato y que utilizó la sustancia del zapatero para pintar la capilla. Piensa en el estupor de la gente de la época, que nunca había visto nada parecido. Hoy ya no nos sorprende como entonces, porque conocemos las razones del fenómeno. En cualquier caso, cada uno puede elegir si está viendo una más de las singularidades de Roma, o bien algún tipo de prodigio.

—Me gustaría conseguir ver el prodigio, me gustaría de veras —admitió Sandra con un poco de tristeza—. Pero se me impone la razón. La misma que me dice que Dios no existe y que David no está en un paraíso donde la vida continúa y siempre será feliz. Pero cómo me gustaría equivocarme.

Marcus no se alteró.

—Lo entiendo. La primera vez que alguien me trajo aquí me dijo que podía encontrar la respuesta a la pregunta que me había hecho cuando, después de la amnesia, me dijeron que era sacerdote. —Se toca la cicatriz de la sien—. Me pregunté: «Si es cierto que soy cura, ¿dónde está mi fe?».

—¿Y cuál fue la respuesta?

—Que no es simplemente un don. Sino que siempre tienes que buscarla. —Baja la mirada—. Yo la busco en el mal.

—Qué extraño destino nos une. Tú tienes que vértelas con el vacío de la memoria, yo con demasiados recuerdos de David. Yo estoy obligada a recordar, y tú, condenado a olvidar. —Hace una pausa, lo mira—. Y ahora, ¿continuarás?

—Todavía no lo sé. Pero si lo que me preguntas es si tengo miedo de que un día llegue a corromperme, sólo puedo decirte que sí. Al principio pensaba que era una maldición poder mirar el mundo con los ojos del mal. Pero después de encontrar a Lara le he dado un sentido a mi talento. A pesar de que no recuerdo quién era en el pasado, gracias a lo que hago por fin sé quién soy.

Sandra mueve la cabeza afirmativamente, pero se siente en deuda con él.

—Tengo que revelarte algo. —Hizo una larga pausa, escogiendo las palabras—. Hay un hombre que está buscándote. Creo que quiere encontrar el archivo, pero después de lo que he visto aquí, he comprendido que su objetivo es otro.

Marcus está turbado.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero me mintió. Se hizo pasar por un funcionario de la Interpol, y no era verdad. No sé quién es realmente, pero me temo que es muy peligroso.

—No conseguirá encontrarme.

—Yo creo que sí. Tiene una foto tuya.

Marcus reflexiona.

—Y en caso de que me encuentre, ¿qué puede hacerme?

—Te matará.

La seguridad de Sandra no lo impresiona.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque, si no es policía y no quiere arrestarte, entonces sólo queda un objetivo.

Marcus sonríe.

—Ya morí una vez. Ahora ya no me da miedo.

Sandra se deja convencer por la serenidad del cura, le inspira confianza. Todavía se acuerda de su caricia en el hospital. Le hizo bien.

—Cometí un pecado y no consigo perdonarme.

—Para todo existe un perdón, incluso para los pecados mortales. Pero no es suficiente con pedirlo. Hay que compartir la culpa con alguien: exteriorizarla es el primer paso para librarse de ella.

Entonces Sandra inclina la cabeza, cierra los ojos y empieza a abrir su corazón. Le cuenta el aborto, el amor perdido y reencontrado, la manera en que se castiga a sí misma. Todo sucede con gran naturalidad, las palabras surgen desde la profundidad. Se imaginaba que la sensación iba a ser la misma que se siente al quitarse un peso de encima. Pero es todo lo contrario. El vacío excavado en su interior por un niño nonato se cierra. La angustia que sentía durante esos meses se cicatriza. Siente que algo en ella está cambiando, que se convierte en una persona nueva.

—Yo también tengo una culpa grave en la conciencia —le dijo Marcus al final—. He arrancado vidas, exactamente como tú. Pero ¿es esto suficiente para hacer de nosotros unos asesinos? A veces se mata porque hay que hacerlo, para proteger a alguien o por miedo. En esos casos, se necesitaría un modelo de juicio distinto.

Sandra se siente aliviada por sus palabras.

—En 1314, en Ardéche, al sur de Francia, la peste diezmaba la población. Aprovechando la epidemia, una banda de forajidos sembraba el terror saqueando, violando y matando. La gente estaba asustada y se encontraba al límite de la supervivencia. Entones unos curas de montaña, confiados e inexpertos, se reunieron para hacer frente a los criminales. Empuñaron las armas y lucharon. Al final, se salieron con la suya. Pero, a esos hombres de Dios que habían derramado sangre, ¿quién iba a perdonarlos? Cuando regresaron a sus iglesias, la población los aclamó como a salvadores. Gracias a su protección, en Ardéche no hubo más crímenes. Desde entonces, la gente empezó a llamar a esos curas los cazadores de la oscuridad. —Marcus coge un cirio, lo enciende con una cerilla y se lo tiende a Sandra—. Por eso, el juicio sobre nuestras acciones no nos corresponde a nosotros… Nosotros solamente podemos pedir perdón.

A su vez, Sandra coge un cirio y lo enciende con el de Marcus. Luego, juntos, empiezan a hacer lo mismo con todas las velas expuestas a los pies del Cristo juez. Poco a poco, a medida que la llama colectiva toma vida, ella se siente libre, justo como le había pronosticado el penitenciario. La cera vuelve a chorrear sobre el suelo de mármol opaco. Sandra está tranquila, contenta, lista para volver a casa. La emisión fosforescente empieza a aflojar. Se desvanecen los frescos luminosos, los frisos brillantes. Lentamente, la capilla vuelve a ser mísera y anónima. Mientras se completa la labor de encendido, Sandra mira casualmente hacia abajo y descubre que algunas gotas son rojas.

Forman una pequeña corona de manchas pardas. Pero no es cera. Es sangre.

Levanta la mirada hacia Marcus y descubre que tiene una hemorragia en la nariz.

—Cuidado —le dice, porque no se ha dado cuenta.

Él se lleva la mano a la cara y luego se mira los dedos manchados.

—Me sucede de vez en cuando. Pero después se pasa. Siempre se pasa.

Rebuscando en el bolso, Sandra coge unos pañuelos de papel para ayudarlo a detener el flujo. Él los acepta.

—Hay cosas de mí que no sé —dice, mientras reclina la cabeza—. Cada vez que descubro una, me sorprendo, primero sólo me daban miedo. Incluso la epistaxis. No sé de dónde viene, pero forma parte de mí. Y entonces me digo a mí mismo que, tal vez un día, eso también me ayudará a recordar quién era antes.

Sandra se inclina hacia Marcus y lo abraza.

—Buena suerte —dice.

—Adiós —le responde él.