VEINTE

Corrieron sin preocuparse lo más mínimo de que las criaturas les oyesen huir. La precaución y hasta el instinto de conservación habían sido reemplazados por el terror más puro. El eco de sus pasos retumbando por el túnel los perseguía. Dios cruzó de un salto un agujero y los demás le imitaron, saltando tras él.

Pocilga se detuvo y abrió una tapa de alcantarilla redonda en el suelo, desvelando un estrecho pasadizo. Descendieron por él y Jim ayudó a Danny a bajarlo. Don fue el último en acceder y colocó la tapa en su sitio. El túnel descendía unos diez metros y sus escalones estaban fríos y resbaladizos. Los depósitos del lanzallamas de Jim no hacían más que atorarse durante el descenso, por lo que tuvo que esforzarse para concluir la bajada.

Cuando llegaron hasta el fondo, Pocilga miró alrededor, no sabiendo muy bien qué dirección tomar. El túnel se dirigía hacia el norte y el sur, y contempló la oscuridad que se extendía en ambas direcciones.

—¿Por dónde? —preguntó Don, jadeando.

—No estoy seguro —reconoció Pocilga—. Creo que por aquí —dijo, señalando la dirección con la linterna.

—¿«Crees» que es por ahí?

—Hace mucho tiempo que no vengo por aquí —miró a su gato—. ¿Tú qué opinas, Dios?

El gato se dirigió hacia el norte sin dudar, así que fueron tras él.

—No me puedo creer semejante chorrada —murmuró Frankie.

—¿Cuál? —preguntó Don.

—Que estemos siguiendo a un gato que se llama Dios, confiando en que nos conducirá a un lugar seguro.

Don rió.

—¿Prefieres una zarza ardiente?

Siguieron avanzando, con los pies embutidos en zapatos empapados. Subieron por otro hueco y aparecieron ante un pasadizo cilíndrico. Por arriba se extendían tuberías de gas y cables de fibra óptima.

—Estamos cerca —suspiró Pocilga, aliviado.

Don se detuvo y se arrodilló para anudarse el zapato. Danny, Jim y Frankie le adelantaron.

—¿Estás bien? —le preguntó Jim.

—Sí —dijo Don—. Es que no quiero tropezarme con esta oscuridad, eso es todo. Conociendo mi suerte, me rompería el cuello o algo así.

Danny estrechó la mano de su padre.

—¿Qué tal tú, bichito?

—Tengo miedo —le susurró Danny, cansado—. Aquí abajo hay mucho silencio.

—Eso significa que los hemos dejado atrás.

—¿Ahora estaremos a salvo? —Danny levantó la cabeza para ver el rostro de su padre.

—No dejaré que nada te haga daño, Danny. Te lo prometo.

—¿No os parece oler algo? —preguntó Frankie.

Pocilga olfateó el aire.

—¿Aparte de la cloaca?

La mujer se encogió de hombros.

—Supongo que solo será eso. Olvídalo.

Jim se frotó las manos para calentarse.

—Lo que daría por un par de guantes ahora mismo.

Frankie tembló, rodeada por la oscuridad.

—Espero que haya algo de ropa en el refugio. Me estoy helando el culo.

Pocilga se encogió de hombros.

—No sé si habrá. Desde luego, hay comida seca y congelada. Y agua embotellada. Pero ropa… no estoy seguro. En cualquier caso, dentro hace calor.

La luz de la linterna parpadeó. Pocilga la golpeó contra la palma de su mano.

—Las pilas están empezando a agotarse. Creo que también había un par en el refugio. Espero que aún funcionen.

—Entonces, ¿cómo es ese sitio? —preguntó Frankie, castañeteando los dientes.

—Como una especie de olla grande —le contestó Pocilga—. Está hecho de acero y la puerta es una escotilla como la de un barco o un submarino. Está dividida en dos grandes habitaciones. El gobierno la abasteció y se olvidó de ella. Ahí tienes para qué pagas impuestos.

—Pues a nosotros nos va a venir de perlas —dijo Jim.

—Se puede cerrar la puerta desde dentro —continuó Pocilga—, para que nadie pueda entrar. Solíamos hacer eso para impedir que se colasen otros vagabundos. Se está calentito y seco. Estaremos bien. Joder, podrías reventar una bomba justo al lado y el metal ni se doblaría. Es más fuerte que cualquiera de los que construyó Ramsey.

Frankie frunció el ceño, pensativa.

—¿Y solo hay una salida? No me gustaría quedar atrapada ahí dentro.

—Hay una puerta a cada lado —dijo Pocilga—. Podemos cerrar ambas desde dentro.

Jim pensó en cómo había empezado todo aquello. Por aquel entonces estaba solo y abandonó la seguridad del búnker para buscar a su hijo. Ahora Danny estaría con él, con Frankie, con Don, con Pocilga y con Dios.

—Dios está con nosotros —susurró en voz baja, para que los demás no le oyesen. Pensó que Martin hubiese encontrado graciosa la situación.

—No queda mucho —les informó Pocilga—. Apuesto a que tenéis los pies cansados.

Frankie, Jim y Danny gimieron afirmativamente. Don no respondió.

—¿Estás bien, Don? —preguntó Jim—. Estás muy callado.

—Estoy bien —contestó el zombi antes de echársele encima.

Jim y Don se precipitaron contra el suelo. Don le hundió los dedos en la cara, intentando abrirle las mejillas. Jim rodó, aplastándolo bajo su peso. Después se incorporó y le propinó un puñetazo en la cara.

Danny y Pocilga gritaron y Dios bufó. Frankie cogió a Don del pelo y tiró de su cabeza hacia atrás.

Tenía la garganta cortada. Algo había atacado a Don en la oscuridad y le había cortado el cuello.

«¿Cuánto tiempo lleva muerto?», se preguntó Frankie. «¿Cuánto tiempo nos lleva siguiendo?»

Pocilga orientó la linterna hacia el camino por el que habían venido.

El túnel estaba lleno de zombis.

Se volvió y salió disparado. Dios fue tras él.

—¡Corred! —chilló Frankie.

Jim se puso en pie de un salto, pateó a Don en la mandíbula y cogió a Danny de la mano, arrastrando al aterrado chiquillo con él.

—¡Señor De Santos! —gritó Danny—. ¡Papá, el señor De Santos es un monstruo!

Jim cogió a su hijo en brazos y avanzó por el túnel a toda velocidad. Frankie corrió tras él.

Los zombis, furiosos, los persiguieron. Uno de ellos cargó su fusil, apuntó y disparó. Jim gritó y se desplomó sobre el suelo del túnel. Danny cayó con él.

Pocilga, Frankie y Dios doblaron una esquina y se detuvieron en seco. El túnel terminaba en el refugio, bloqueado por una pared de acero. Pocilga se precipitó hacia la puerta y asió la manivela. Gruñó, haciendo fuerza para poder girarla. Frankie también la cogió y le echó una mano. Poco a poco empezó a girar, emitiendo quejosos chirridos.

Un disparo resonó tras ellos y una bala rebotó contra la pared del refugio.

—Danny —le llamó Don—, ¿quieres volver a Bloomington conmigo? ¡Podemos jugar con Rocky!

—¡Déjanos en paz! —chilló Danny—. ¡No eres el señor De Santos! ¡No lo eres!

—Venga, Danny. Te llevaré a casa. ¿No quieres ver a mamá? Encontraremos tus cómics.

Las mejillas de Danny se cubrieron de lágrimas.

—¡Papá, haz que se vayan!

El zombi se burló.

—Puedes unirte a nosotros, Danny. Como tu madre, tu padrastro y el señor De Santos. Es solo un segundito…

Jim se agarró la pierna, intentando controlar la hemorragia. La sangre manaba entre sus dedos, manchándolos de rojo.

—Danny —gruñó—. Escúchame: ve con Frankie.

—¿Y tú, papá?

Don apareció tras la esquina y Jim se puso en pie de golpe, gritando de dolor y rabia. La herida de la pierna no paraba de sangrar. Cogió a Don por la cabeza y lo golpeó contra la pared. La boca del zombi escupió sangre y dientes, y la pistola se escurrió de entre los dedos de la criatura. Jim volvió a golpearle la cabeza contra el muro. Gritó, soltó al zombi y le hundió los dedos en la herida del cuello, desgarrando la carne. La llaga se abrió cada vez más, hasta que pudo meter las manos por completo en el agujero.

—¡Deja en paz a mi hijo, cabrón!

Pocilga abrió la compuerta y Dios entró rápidamente en el refugio. Aparecieron más zombis. Jim y Don forcejeaban, entre los supervivientes y las criaturas.

Frankie cogió a Danny del brazo.

—¡Venga, Danny! ¡Adentro!

—¡Papá!

—¡Danny! —gritó Frankie—. ¡Métete en el refugio! ¡Ahora!

—¡No voy a abandonarte!

Uno de los zombis apuntó con su fusil, oteó a través de la mira y apretó el gatillo. Pocilga dejó escapar un grito y se desplomó contra la pared, llevándose la mano al pecho. Atravesó el umbral dejando un brillante rastro de sangre tras él.

—Danny —le apremió Frankie—, ¡venga!

—¡Papá! —gritó el chico, volviéndose hacia su padre.

La cabeza de Don se inclinó a un lado, colgando sobre su hombro. Jim ya casi la había arrancado del todo. Tiró el cadáver a un lado, apuntó con el lanzallamas hacia los zombis y retrocedió. Otra bala le alcanzó en la pierna. Jim se mordió el labio para no gritar. La cabeza le daba vueltas.

—No volváis a dispararle —advirtió uno de los zombis—. Como le deis a esos tanques, saltaremos por los aires.

—¿Y qué? ¿Qué más da? Podemos conseguir unos nuevos. De todos modos este ya se está cayendo a pedazos.

—El amo Ob ha dicho que esperemos. Quiere ocuparse de esos humanos personalmente.

—Entonces, ¿dónde está?

—Aquí mismo —dijo una voz nueva, más profunda y poderosa que las demás.

Jim se detuvo, tambaleándose.

—Frankie, mete a Danny ahí dentro y cierra la puerta.

—¿Qué? Pero Jim, ¿y tú…?

—Hazlo. Por favor.

—¿Papá?

El grupo de zombis se hizo a un lado y uno de ellos avanzó hasta dejarse ver. Jim no reconoció el cuerpo, pero supo instintivamente quién residía en su interior.

—Ob.

—Me alegro de verte —dijo Ob con una sonrisa—. No hemos sido debidamente presentados, pero los recuerdos de Baker me dijeron mucho de ti. Veo que has encontrado al chico. Qué tierno. Ahora podéis morir juntos.

Jim no dejó de mirar a Ob.

—Danny, te quiero.

—¡Papá!

A Jim se le nubló la vista a medida que empezaba a entrar en shock. Se sintió débil por la pérdida de sangre y el dolor que sentía en las piernas era agónico. Se volvió hacia Danny.

—Estoy muy orgulloso de ti y te quiero.

—¡¡Papá!! ¡¡No!!

—Te quiero más que infinito.

Y se volvió hacia Ob.

Frankie metió al chico en el interior del refugio y cerró la puerta entre lágrimas. El acero resonó en el intenso silencio.

«Joder, podrías reventar una bomba justo al lado y el metal ni se doblaría», había dicho Pocilga.

Jim deseó que el viejo vagabundo estuviese en lo cierto. Había empezado aquel viaje para salvar a su hijo.

Y lo iba a conseguir.

Pensó en lo que le había dicho a Martin en el garaje de Don.

«Me sacrificaría yo mismo antes que permitir que esas cosas se hiciesen con él».

Ob seguía sonriendo.

Jim le devolvió la sonrisa, pese al dolor que le invadía y la continua pérdida de sangre.

El zombi estiró el cuello, estudiando las paredes de acero reforzado. Los demás zombis cerraron filas de nuevo, reuniéndose a su alrededor con las armas apuntando hacia Jim. El hedor de las alcantarillas enmascaraba el de las criaturas, por lo que Jim supuso que fue así como consiguieron colarse tras ellos. El cadáver de Don estaba apoyado sobre la pared del túnel, con la cabeza colgando en un ángulo imposible.

—¿Creías que estarías a salvo en esa lata? —preguntó Ob—. Los humanos me fascináis. Tan decididos a sobrevivir, cuando la alternativa sería mucho más sencilla.

Jim puso el dedo en torno al gatillo, cerrándolo en torno a él lentamente.

—¿Qué alternativa?

—Tener el detalle de morir, y rapidito. ¿Qué motivos tenéis para vivir? ¿Qué esperáis que os depare el futuro? ¿Cáncer? ¿Guerra? ¿Hambrunas? Os ofrecemos una alternativa mucho mejor, ¿no te parece?

—No, gracias.

—No importa dónde os escondáis. ¿De verdad pensabas que podríais escapar bajo tierra?

—Empezó bajo tierra, así que pensé que merecía la pena que también terminase bajo tierra.

Ob rió.

—No eres el primero. Los esclavos de Egipto y Roma vivían y morían en las minas. Recuerdo a los sacerdotes sumerios que vivían en refugios subterráneos y se visitaban unos a otros mediante túneles. Los pobres cabrones no tenían permiso para ver la luz del día, así que solo salían de noche. Los crimeos se escondieron bajo tierra durante la invasión de los tártaros. No sois mejores que gusanos. Tu especie siempre se esconde bajo la tierra, Jim Thurmond.

—Mi jefe y mi profesor de cuarto me llamaba Thurmond. Todos los demás me llaman Jim. Tú no me conoces, así que no me llames de ninguna de las dos formas.

—Pero claro que te conozco. Los recuerdos de tu amigo Baker ahora son míos. Lo sé todo sobre ti y sobre Martin. ¿Dónde está? ¿Dentro, con los demás? Da igual. Te me escapaste una vez, pero todo termina aquí. Voy a disfrutar matándote, pero te mantendré vivo el tiempo suficiente para que veas cómo le saco los intestinos a tu hijo y se los doy de comer.

Jim miró rápidamente hacia el techo, como antes hizo Ob. Ob se fijó en el gesto y también miró hacia arriba. Rió y dio otro paso al frente.

—¿Rezándole a Dios? No puede ayudarte, Jim. Lo único que puede hacer es mirar. Y cuando hayamos matado al resto de vosotros y mis hermanos sean libres del Vacío, sus gritos serán como el trueno y sus lágrimas, como la lluvia. Y entonces, cuando la segunda oleada haya concluido, prenderemos fuego a toda su creación.

Jim se apoyó sobre los talones.

—Vaya, en parte tienes razón con eso del fuego.

—¿De qué hablas?

Jim apuntó el lanzallamas hacia arriba y apretó el gatillo. Una llamarada naranja surgió del cañón, engullendo las tuberías de gas que se extendían sobre sus cabezas. Hubo un intenso destello de luz. Jim cerró los ojos mientras sentía el calor en el rostro.

—Más que infinito, Danny…

En las calles, sobre ellos, la tierra tembló.

La lluvia cesó.