Corrieron por el túnel hasta que les ardieron los pulmones. Las ratas iban tras ellos, imparables, acercándose cada vez más.
Smokey tropezó con unas vías y cayó, desplomándose sobre los raíles. Forrest se agachó para ayudarle a levantarse mientras el resto seguía corriendo sin mirar atrás ni detenerse, hasta que una repentina andanada de disparos ante ellos los hizo pararse en seco.
De pronto, unos zombis aparecieron ante el grupo, cortándoles el paso. Frankie y Don se arrodillaron y devolvieron los disparos, apuntando a los fogonazos y los destellos. Jim se echó al suelo y protegió a Danny con su cuerpo. Steve y Quinn dispararon a las ratas desde la retaguardia.
—¡Nos han acorralado! —gritó Forrest—. ¡Posiciones defensivas!
—¡Y una mierda, defensivas! —protestó Quinn—. Esto va a ser una masacre.
—¡Jim! —bramó Steve—. ¡Trae aquí el lanzallamas!
—¿Y las tuberías de gas? —preguntó Jim.
Quinn se mordió la lengua y disparó una vez más.
—¡A la mierda las tuberías de gas! ¡Prefiero saltar en pedazos a que me coman!
—¡No voy a dejar a Danny!
—¡Maldita sea, Jim! ¡Mueve el culo hasta aquí o estás muerto!
A ambos lados de aquel pasadizo de cemento había sendas escaleras roñosas que conducían a dos pequeños túneles de servicio. Dios se dirigió al de la izquierda y Pocilga le siguió. El vagabundo abrió la puerta de acero y se volvió hacia el grupo.
—¡Por aquí! —avisó—. ¡Daos prisa!
Jim dejó a Danny en brazos de Pocilga y subió por la escalera.
—Vamos —apremió Frankie a Smokey y Don—. Yo os cubro.
Smokey se puso en pie y corrió hacia la pared. Las armas gritaron y el plomo silbó por el aire. Una bala le acertó y su corazón reventó por la parte delantera de su camisa. Smokey se desplomó sobre las vías con la mirada perdida.
—¡Mierda! —Don devolvió los disparos—. No veo dónde apunto. ¡Está demasiado oscuro!
El arma de Frankie indicó con un chasquido que estaba vacía. La tiró a un lado y cogió la de Smokey.
—¿Está muerto? —preguntó Don.
—¿A ti qué te parece? ¿No ves el tamaño del agujero que tiene en el pecho?
—No veo una mierda, ¡ese es el problema!
Un destello brilló en la oscuridad, seguido del sonido de un disparo.
—¡Me han dado! —gritó Steve—. ¡Joder, duele de cojones!
Frankie disparó, apuntando a los fogonazos.
Steve se arrastró por el suelo, dejando un reguero de sangre desde la pierna. Quinn y Forrest se arrodillaron a su lado y dispararon a la avalancha de ratas muertas.
—Largaos de aquí —les dijo Forrest a Frankie y a Don—. ¡Es una orden!
—No trabajamos para ti —le espetó Frankie—. ¡No podéis contenerlos solos!
—¡Venga, maldita sea!
Una bala alcanzó el suelo cerca de Frankie, rociando su piel con pedazos de cemento.
Don le tiró del brazo.
—Venga, ¡tenemos que ponernos en marcha!
Caminaron agachados mientras disparaban hasta llegar a la escalera. Frankie le entregó su arma a Jim y subió mientras este y Don le proporcionaban fuego de cobertura. Después subió Don mientras Jim y Frankie mantenían a los zombis a raya.
Pocilga, Danny y Dios miraban desde el túnel de servicio. Jim, Frankie y Don llegaron al rellano y se volvieron hacia los demás. Los zombis tenían acorralados a sus compañeros y las ratas estaban a menos de veinte metros y acercándose a toda velocidad.
—¡Salid de ahí! —gritó Don.
Forrest recargó el arma y disparó de nuevo hacia la avalancha de roedores, después se volvió y disparó a los zombis.
—Iros —gruñó Steve—. Yo los contendré.
—Chorradas —replicó Quinn al instante—. No vamos a dejarte atrás como dejamos a Bates. Él estaba mortalmente herido, a ti solo te han dado en la puta pierna.
—Os retrasaré —insistió Steve, apretando los dientes—. Ni de coña voy a poder huir de las ratas.
Forrest siguió disparando.
—¡Ayúdale a ponerse en pie, Quinn!
—Dalo por hecho. Cargaremos con él si hace falta.
—No —dijo Forrest con una mueca de dolor mientras le caían casquillos calientes sobre el antebrazo—. Steve tiene razón: solo nos retrasará. Digo que le pongas en pie y le des un arma.
Quinn abrió la boca de par en par, atónito.
—Pero qué frío eres, hijo de…
—Ya le has oído —gruñó Steve.
—Oh, joder —protestó Quinn—. Joder, joder, ¡joder! ¡Esto no está bien, tío! ¿Y el avión? ¿Quién va a pilotarlo?
—Usa la cabeza, Quinn. ¡No vais a llegar al aeropuerto ni de coña!
—Esto no está bien.
Steve le estrechó la mano y la apretó con fuerza mientras otra bala rebotaba sobre las vías.
—Escúchame. No tenemos tiempo para discutir. No volveré a ver a mi hijo vivo. Pero quizá, si hay vida después de la muerte… si hay un Dios, y espero sinceramente que lo haya, entonces quizá le vea allí. Quiero descubrirlo. Ahora mismo lo único que importa es ese crío que está en la cornisa y su padre. ¿Quieres hacer algo por mí? Pues sácalos de aquí. ¡Ahora!
Quinn asintió lentamente.
—Vale, tío.
Las ratas se acercaron más, trayendo consigo un hedor nauseabundo e intenso.
—Dales caña, canadiense —dijo Forrest.
—Ya sabes que sí —Steve se tambaleó, apoyándose en la pierna sana.
Quinn vaciló mientras observaba a las ratas.
—Todavía puedo…
—No. Vete…
Forrest le entregó un cargador adicional y empujó a Quinn hacia delante. Cuando habían recorrido la mitad de la escalera, el cadáver de Smokey se incorporó y les lanzó una sonrisa.
—Hola, chicos —dijo con tono de burla—. ¿A quién le apetece una partida de cartas?
Los zombis dispararon una vez más. Las balas se estrellaron contra la cornisa en la que se encontraban Jim, Don y Frankie. Los tres se guarecieron en el interior del túnel.
Quinn recargó, frenético.
—Nos han cortado el paso.
—¡Por aquí! —Forrest corrió hacia la otra escalera. Subió hasta arriba y ayudó a Quinn a que la subiese tras él.
Los demás les miraron, abatidos, desde el otro lado del túnel.
—¿Adónde vais, Forrest? —preguntó el cadáver de Smokey.
—Adelantaos —le gritó Forrest al resto del grupo—. ¡Os alcanzaremos si podemos!
Jim extendió el pulgar rápidamente y cerró la puerta.
—¡Daos prisa! —gritó Steve.
Forrest y Quinn miraron por última vez a Steve y desaparecieron por el túnel de servicio.
Steve hizo crujir su cuello moviéndolo de lado a lado y apoyó las piernas con toda la firmeza que pudo, estremeciéndose de dolor. Su pierna izquierda estaba fría y la sangre le había llegado hasta el zapato, empapándole el calcetín y la pernera del pantalón.
Smokey se puso en pie y señaló a las ratas.
—Saluda a mis amiguitos, Steve.
—No sabía que fueses fan de Pacino[7] —gruñó Steve.
El zombi se abalanzó hacia él goteando sangre desde el agujero del pecho. Steve disparó. La bala destrozó el esternón de su objetivo. El piloto volvió a calibrar y la segunda bala atravesó la frente de la criatura. Smokey tropezó hacia delante y se desplomó sobre las vías, donde permaneció inmóvil.
—¡Venga! —gritó Steve volviéndose hacia las ratas—. ¡A ver cómo os portáis!
Su ametralladora bramó, desatando una lluvia de casquillos de latón y saturando el aire de humo. El arma se calentó en sus manos.
Mientras las ratas se le echaban encima, Steve se dio cuenta de que nunca se había sentido tan vivo.
Sonrió, deseando que su hijo lo estuviese esperando al otro lado.
* * *
Pocilga encendió de nuevo la linterna y el grupo se reunió en torno a él.
—¿Y los demás? —preguntó Frankie.
—Han ido por otro lado —dijo Jim—. Forrest dijo que nos alcanzarían.
—¿Cómo? ¿Tienen un mapa?
Jim se encogió de hombros.
Don se quitó el barro y la sangre de la cara.
—Y ahora, ¿qué? Han bloqueado el camino hasta el aeropuerto. E incluso si pudiésemos llegar, daría lo mismo, ya que hemos perdido a los pilotos.
Dios maulló, revolviéndose entre los pies de Danny. El chico se agachó y lo acarició.
—Hay que ir al refugio —dijo Pocilga.
—¿El de Ramsey? —preguntó Jim—. Pero también nos han cortado el paso en esa dirección.
Pocilga negó con la cabeza.
—Ya os dije que aquí abajo hay muchos de esos. Conozco uno cercano. La última vez que estuve aquí, aún estaba aprovisionado. No lo han utilizado en años. El gobierno lo construyó para luego olvidarse de él en cuanto los rusos se hicieron amigos nuestros.
—Seguro que ya hay gente en él —dijo Don.
—No, no lo creo. Los únicos que lo conocíamos éramos Dios y yo y mis amigos Fran y Seiber. A Fran lo mataron en un comedor social del East Village: un zombi le metió la cara en un puchero de caldo hirviendo. Y a Seiber lo dispararon entre cinco en… eso, en Madison Avenue, durante los disturbios. Le pillaron robando en una joyería.
—¿A cuánto queda?
—Ocho pisos por debajo y un poco hacia el sur.
—¿Y conoces el camino? —susurró Frankie, incrédula.
—Sí —Pocilga empezó a caminar, pero entonces se detuvo y se volvió hacia ellos.
—Y si yo no lo recuerdo, será Dios el que nos lleve.
El gato salió disparado de entre las piernas de Danny y echó a correr. Sus ojos verdes brillaron en la oscuridad.
* * *
Quinn se detuvo cuando oyó los disparos. Steve le gritó algo ininteligible, silenciado por el cemento que los separaba.
—¿Forrest? Quizá deberíamos volver atrás. No podemos dejarle a su suerte. Ya fue bastante duro abandonar a Bates.
No hubo respuesta. El grandullón había sido engullido por la oscuridad.
—¿Forrest?
Oyó el eco de más disparos.
—¡Forrest, deja de hacer el gilipollas!
Quinn se agachó hasta quedar a cuatro patas. El túnel era lo bastante alto como para recorrerlo de pie, pero aquel sitio estaba oscuro como la boca del lobo y el débil brillo de su barra luminosa solo conseguía que la oscuridad tuviese un cariz más tenebroso.
Avanzó tanteando cuidadosamente el camino. De pronto, el suelo desapareció bajo sus manos, reemplazado por un agujero. El abismo se extendía de pared a pared, bloqueando completamente su avance. Los bordes de la abertura eran irregulares y el cemento se desmoronaba con solo tocarlo. Una ráfaga de aire frío se deslizó sobre su rostro.
—¿Forrest?
Su voz regresó en forma de eco desde el fondo.
—Joder.
Era evidente que el grandullón había caído por el hueco.
Quinn volvió a llamarlo, pero no hubo respuesta. No sabía siquiera si Forrest podía oírle. ¿Cómo de profundo era aquel agujero? Puede que estuviese inconsciente. O muerto.
Tras él, los disparos de Steve sonaban cada vez más lejanos.
Quinn dio la vuelta con cuidado y se dirigió hacia él.
—No te voy a dejar, tío. Ya hemos perdido a bastante gente.
Los disparos pasaron a ser esporádicos.
—¡Ya voy, Steve! ¡Aguanta!
Cuando llegó hasta la puerta, pegó la oreja contra el frío acero. Los disparos, tanto los de Steve como los de los zombis, habían cesado. Lo único que podía oír era un chillido agudo.
Abrió lentamente la puerta. Las bisagras oxidadas chirriaron.
Quinn ahogó un grito, aterrado al contemplar la escena que tenía lugar debajo.
No eran las ratas las que chillaban: era Steve. El túnel estaba inundado de roedores putrefactos y retorcidos, marrones y peludos, que se amontonaban hasta llegar a los dos metros de altura en algunas zonas. De no haberlo visto con sus propios ojos, nunca hubiese imaginado que había tantas ratas en el mundo, mucho menos en Nueva York. Se encaramaron unas sobre otras hasta alcanzar la cornisa. Los zombis humanos caminaban entre ellas hacia la puerta por la que habían desaparecido Jim y el resto del grupo.
El brazo de Steve asomó bajo el mar de ratas como una boya en mitad del océano. El resto de su cuerpo estaba sepultado por aquella masa en continuo movimiento. Por increíble que fuese, sus dedos aún se movían, abriendo y cerrando un puño.
—¡Steve!
Quinn se agachó sobre el último peldaño de la escalera de servicio y estiró su mano hacia la de Steve.
—¡Quitaos de encima suyo, hijas de puta!
Las ratas contestaron con un ininteligible y rabioso parloteo. Quinn estaba convencido de que aquellas criaturas que carecían de los medios necesarios para hablar estaban formando palabras. Atraídos por el jaleo, los zombis humanos se volvieron y apuntaron con sus armas.
Quinn cogió la mano de Steve, cuyos dedos se cerraron en torno a la suya. Quinn tiró, pero su amigo no se movió. Volvió a tirar con más fuerza y, en esa ocasión, el brazo se desprendió. Quinn cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el suelo de cemento. El brazo le acompañó, todavía aferrado a su mano.
Steve se quedó con las ratas.
Quinn tiró el brazo a un lado, murmurando incoherencias, y se volvió para echar a correr. Un fusil abrió fuego. El primer disparo le alcanzó en la pierna, pero no sintió dolor. El segundo disparo le dejó sin aliento y le hizo sentir un calor abrasador en su interior. Se tambaleó y cayó hacia atrás, sobre aquella retorcida masa de roedores. Cientos de dientes afilados y garras se hundieron en su carne, como si su piel estuviese siendo atravesada por miles de agujas.
Quinn abrió la boca para gritar y una pequeña rata se coló en su interior, estirándole las mejillas a medida que se abría paso a través del orificio. Sus garras le arañaron la lengua. La sangre le llenó la boca. Ni siquiera pudo escupir a la rata, ya que el cuerpo del roedor le impedía expulsar aire. Intentó mover los brazos y las piernas, pero el peso combinado de las criaturas se lo impidió. Le ardían los pulmones, que exigían aire desesperadamente. Lo último que vio fue la cabeza deformada y putrefacta de una gran rata abalanzándose sobre sus ojos. Después sintió un intenso dolor y no volvió a ver nada más.
Quinn se hundió hacia el fondo del montón.
* * *
Forrest se despertó a oscuras y calado hasta los huesos. Cuando abrió los ojos, la oscuridad no se disipó. Hizo una mueca de dolor, saboreó la sangre en su boca y escupió. Examinó cuidadosamente la cavidad con la lengua y encontró un agujero donde antes había un diente.
Estaba metido hasta la cintura en un líquido templado y hediondo. Se estremeció al pensar de qué se trataba. Poco a poco se puso en pie, se quitó de encima aquel pringue y se tanteó el cuerpo en busca de posibles lesiones. No tenía ningún hueso roto, pero sangraba por más de una docena de cortes y abrasiones.
Se quedó de pie en la oscuridad, temblando y goteando aquel líquido, intentando hacer memoria de los hechos. Estaba avanzando por el túnel, tanteando el camino, cuando de pronto el suelo desapareció bajo sus pies. Recordó la caída, que le pilló tan desprevenido que ni siquiera tuvo tiempo de lanzarle un grito de advertencia a Quinn… y después ya no recordaba más.
—Debí perder el conocimiento —dijo en voz alta, deseando inmediatamente después no haberlo hecho. Su voz reverberó por paredes invisibles, transformada en un sonido extraño y alienígeno. Cuando el sonido se disipó, se hizo un silencio atroz.
Se arrodilló y buscó sus armas en el fondo anegado, pero no tuvo suerte. Comprobó su cinturón y se alegró al comprobar que aún contaba con una barra brillante y su cuchillo. Asió la empuñadura y lo sacó de la vaina. Sentir aquella hoja en sus manos le tranquilizó.
Forrest encendió la barra brillante, quieto como una estatua, y esperó a que sus ojos se adaptasen a la luz. El líquido casi le llegaba hasta las rodillas y se le pegaba a la ropa. Se preguntó una vez más qué era. Finalmente, optó por meter un dedo en él y llevárselo a los labios para probarlo. Era agua. Estancada y sucia, pero solo agua.
«Por lo menos no es mierda», pensó. «Pero de todas formas, sigo estando de mierda hasta las rodillas».
Giró la cabeza a un lado y a otro, a la escucha de cualquier sonido que le indicase su posición o le aclarase si estaba solo o no. Salvo por el goteo del agua, el silencio era tan absoluto como la oscuridad que lo rodeaba. No había gritos, ni pasos, ni siquiera disparos, nada que indicase que sus compañeros (o los zombis) estuviesen cerca.
En cuanto pudo ver con claridad, se puso en marcha. Se encontraba en un túnel viejo y abandonado, una reliquia de una época pasada. Las paredes eran circulares y estaban hechas de ladrillos rojos a punto de desmoronarse. Los huecos estaban llenos de liquen y moho y por el suelo corría un fino hilo de agua marrón.
Se debatió entre llamar a Quinn o permanecer en silencio. No quería alertar a ningún zombi que rondase la zona. ¿Pero si Quinn había caído tras él y estaba herido o inconsciente? No podía dejarlo allí.
—¿Quinn?
La oscuridad no le devolvió ninguna respuesta.
—¡Eh, Quinn! Si estás ahí, dime algo.
Forrest avanzó lentamente, con cada centímetro de su cuerpo tenso y listo para cualquier eventualidad. El túnel descendía formando una suave pendiente, así que caminó con cuidado de no resbalarse sobre aquellos ladrillos cubiertos de mugre.
—¿Hola? —volvió a llamar. En aquella ocasión, le pareció oír algo tras él.
Forrest se volvió súbitamente y perdió el equilibrio. Aterrizó de espaldas y sus mandíbulas se cerraron de golpe. El cuchillo se le escurrió de las manos y fue tras él, deslizándose por el túnel intentando asirlo desesperadamente.
Entonces el túnel desapareció y, de pronto, estaba cayendo una vez más. Aterrizó en un gran depósito de agua, hundiéndose hasta que sus pies tocaron el fondo. Se impulsó de vuelta a la superficie hasta sacar la cabeza, jadeando entre ahogos.
Algo se deslizó por su pierna. Forrest dio un respingo y se dio un palmetazo en el muslo. Miró hacia abajo y vio un pequeño destello blanco desplazándose bajo la superficie… una especie de pez albino.
Nadó hasta llegar a una plataforma circular de cemento. Se subió sobre ella y se desplomó, cogiendo aire a bocanadas. Quería recuperar su cuchillo, así que miró al fondo del agua: estaba llena de docenas de peces albinos. Forrest se preguntó si serían una especie de peces de colores deformados, tirados por el retrete hace mucho tiempo.
Pensó qué hacer a continuación. Trepar por el hueco era imposible, pero no veía ninguna otra escapatoria. Contempló la posibilidad de que hubiese una salida bajo el agua, de modo que examinó el fondo. Las ondas provocadas por su caída se habían desvanecido, así que el oscuro líquido volvía a estar en calma. Algo blanco asomaba en el centro: una tubería, o quizá un pedazo de madera descolorida después de años flotando en aquella sopa química.
Se inclinó sobre el borde y observó, estudiando a los peces de cerca. Uno de ellos nadó hacia aquel islote de cemento y Forrest quedó inmóvil de la sorpresa.
Le faltaba el ojo izquierdo.
—Muertos. Joder, están muertos.
El pedazo de madera empezó a moverse, avanzando lentamente hacia él. Algo brilló en la oscuridad. Dientes. Largas hileras de afilados dientes.
—Dios mío…
Recordó la conversación que mantuvo con Pocilga, en la que se rió de las historias del vagabundo acerca de lo que moraba bajo la ciudad.
«Y también hay cocodrilos ahí abajo, Forrest: enormes cabronazos albinos con los ojos rojos y la piel blanca. A un amigo mío llamado Wilbanks le cortaron una pierna».
Un ojo rojo sin pupila se clavó en él y el cocodrilo trepó a la plataforma. Su pellejo escamoso estaba cubierto de llagas abiertas y purulentas y su hocico era una gran herida carmesí. Las vertebras de la criatura asomaban por uno de sus costados y le faltaba un pedazo de carne de su enorme cola.
Forrest retrocedió. El cocodrilo se le acercó, abriendo la boca y bufando. El hedor de su aliento era insoportable.
Exhausto y desarmado, con la espalda contra la pared, a Forrest solo le quedaba gritar.
El zombi acercó su hocico putrefacto hacia las piernas de Forrest, que lo pateó con fuerza. Las mandíbulas se cerraron en torno a una de sus piernas, haciéndole ver destellos de dolor entre toda aquella oscuridad. El cocodrilo tiró con fuerza, arrastrándolo hacia el agua.
Forrest se golpeó la cabeza contra el cemento desesperadamente, intentando abrirse el cráneo antes de que la criatura acabase con él.
La criatura le arrancó la pierna a la altura de la rodilla con un crujido. Forrest se golpeó la cabeza una y otra vez contra la plataforma hasta sentir un líquido caliente en la nuca. Pero era demasiado tarde para suicidarse. El cocodrilo se abalanzó sobre él con las fauces abiertas.
—¡La cabeza primero, hijo de puta! ¡La cabeza primero! ¡No pienso volver!
Saltó hacia aquellas mandíbulas abiertas, que se cerraron en torno a sus hombros.
Su último pensamiento fue: «así revientes».
Minutos después, la cabeza cercenada de Forrest abrió los ojos en el interior del estómago del cocodrilo.