DIECIOCHO

Siguieron a Pocilga en fila mientras Dios corría ante ellos, explorando las sombras. La barra brillante del collar del animal emitía un destello de neón verde en la oscuridad. De vez en cuando, el gato se detenía a lamerse las patas hasta que lo alcanzaban. A cada paso que daban, se adentraban más y más en la red de túneles, que se extendía como las venas de la ciudad. La quietud y la oscuridad eran abrumadoras, y el silencio solo se veía perturbado por el débil sonido de un goteo. La humedad se filtraba a través de su ropa.

Frankie tembló, deseando llevar encima algo más que una bata de hospital. Aquella fina prenda apenas la tapaba, por lo que tenía el culo congelado. Pensó que ya había conservado su barra brillante por bastante tiempo, así que la encendió, activando los productos químicos del interior del cilindro. La oscuridad envolvía a la luz, como si quisiese apagarla. Siguió caminando mientras deslizaba los dedos por la pared que quedaba a su izquierda, hasta que la retiró súbitamente: de sus dedos goteaba un pringue húmedo. Frankie hizo una mueca al oler el intenso e inconfundible olor de las aguas residuales y se secó la mano en la pierna, tapándose la nariz con el cuello de la bata.

—Quizá debería haberme quedado arriba —bromeó.

La altura del techo aumentaba y disminuía, como si estuviesen en el interior de una montaña rusa. Se adentraron aún más en el túnel, esquivando cañerías y saltando sobre charcos. Jim tenía a Danny cogido de la mano, para asegurarse de que permanecían juntos en la oscuridad.

Un pequeño arco condujo a otro túnel que apestaba a sulfuro de hidrógeno.[5] De una pared asomaba una cañería de la que goteaba un fluido oscuro. Parecía que el peso de la ciudad la estuviese aplastando.

Pocilga y Dios iban en cabeza, conduciéndolos a un nuevo pasadizo. Pasaron por encima de una desordenada pila de bloques de cemento y un rollo de cable de cobre. El suelo estaba seco y la oscuridad no era tan intensa. La luz de los edificios en llamas se filtraba a través de las rejillas que se extendían sobre ellos.

Frankie olió la carne quemada de las calles y deseó que volviese la oscuridad. Una cucaracha del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos apareció bajo su talón. Pensó en el sueño que tuvo en el hospital, el de las plantas y los insectos reanimándose después de que la humanidad y otras formas de vida fuesen destruidas. Abrió la boca para mencionárselo a Jim y a Don, pero finalmente optó por no hacerlo. No tenía sentido alarmar a los demás por un sueño.

Pocilga se detuvo, estiró la cabeza y prestó atención.

—¿Qué pasa? —preguntó Forrest.

—Dios ha oído algo —dijo el vagabundo en voz baja—. Tiene el pelo erizado.

Escudriñaron la oscuridad, pero no vieron nada.

Danny apretó la mano de Jim y cogió el bate con fuerza con la otra mano.

—Papá, tengo miedo.

—No te preocupes: ninguno de nosotros va a dejar que te pase nada. El gato habrá olido un ratón o algo así.

—Pero, ¿y si el ratón es uno de ellos?

Dios siguió avanzando y Pocilga le siguió. El resto del grupo caminó tras ellos.

—¿Cuánto mide este túnel? —preguntó Forrest, susurrando.

—Abarca todo el camino —contestó Pocilga—. Aún no está terminado, pero no os preocupéis, aguantará. Tendremos que cruzar algunos puntos difíciles, sitios que todavía están en construcción. Solíamos dormir cerca de esos lugares de vez en cuando, cuando no podíamos ir bajo el Grand Central. Y además, bajo nuestros pies hay un refugio a prueba de bombas.

—¿Un refugio? —preguntó Smokey, sorprendido—. ¿Quién lo construyó?

—El señor Ramsey. Hay varios por toda la ciudad y sé dónde están ubicados algunos de ellos. La mayoría se construyó durante la Guerra Fría y han permanecido vacíos desde entonces. Pero ahora vive gente en ellos. La última vez que lo comprobé, el de Ramsey estaba vacío, pero está abastecido con comida y provisiones.

—Tócate los huevos —gruñó Leroy—. ¿Y por qué no vamos ahí y punto? Podríamos refugiarnos ahí y defendernos. Puede que sea más fácil que llegar al aeropuerto y coger un avión.

Forrest encendió una barra brillante y la metió bajo su cinturón.

—Si hiciésemos eso y los zombis nos encontrasen, estaríamos atrapados. Yo digo que sigamos adelante con el plan original. No quiero pasar el resto de mis días metido en un búnker.

—En eso tienes razón —dijo Jim. Pensó en cómo había empezado todo aquello: atrapado en el búnker de su patio trasero mientras los muertos rondaban por la superficie. No quería que también terminase así.

Siguieron avanzando por el túnel. Pasados unos minutos, pasaron bajo una tapa de alcantarilla. Alrededor de los peldaños que conducían a la superficie había estanterías hechas con tablones y maderos y unos cuantos sacos de dormir. El suelo estaba alfombrado de jeringuillas, pipas de crack, botellas rotas y condones usados. La oscuridad recuperó su intensidad original y los envolvió a todos. Las temperaturas bajaron, hasta el punto de que podían ver su aliento bajo el suave brillo de las barras luminosas.

—Cada vez hace más frío —susurró Etta.

—Eso es porque nos estamos alejando de los fuegos —le explicó Pocilga.

Frankie volvió a temblar y se cerró un poco más la bata de hospital.

Llegaron a una sección en la que goteaba agua embarrada desde el techo, formando un charco en el suelo sobre el que flotaba una película de mugre. Apestaba aún más que los cadáveres que rondaban la ciudad. Alrededor de aquel detritus se congregaban las cucarachas, pero nada más: no había humanos ni ratas, no muertos o vivos. Esquivaron el charco y siguieron avanzando.

Caminaron en silencio, acompañados solo por los chapoteos de sus zapatos mojados y el sonido de su respiración. La red parecía interminable y cada túnel se extendía en la lejanía, más allá del alcance de la linterna. Pero Pocilga y Dios la recorrían con soltura, guiando al grupo sin descanso a través de aquellas catacumbas retorcidas y cubiertas de grafitis. Al final, llegaron a un cruce de caminos en el que varios túneles confluían en una zona amplia.

—¿Por cuál vamos? —preguntó Forrest.

Pocilga se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Es una intersección —susurró Don—. ¿Puede que sean túneles de servicio?

Quinn se encendió un cigarrillo.

—Bueno, lo que está claro es que ya no la van a terminar.

Avanzaron a través de un túnel grande y circular que conducía a una estación de metro vacía, desierta salvo por un vehículo montacargas que transportaba varios torniquetes de acceso y una fiambrera abandonada con termos en su interior. La luz de la linterna identificó algo en la oscuridad y Steve se acercó para investigar. Una cabeza decapitada le devolvió la mirada: tenía el cráneo protegido por un casco de obra de Construcciones Ramsey. La piel de la cara tenía la textura de la cera y estaba hinchada. Los labios se movieron en silencio y los ojos se movieron, siguiendo cada uno de sus gestos.

—¡Puaj! —Steve le propinó una patada, mandándola varios escalones abajo, hacia el andén. La cabeza rodó hasta caer sobre las vías, quedándose quieta en el tercer raíl. Steve contuvo la respiración, a la espera del destello y el crujido de la electricidad, pero como no había corriente la cabeza se quedó allí, maldiciendo pese a no tener cuerdas vocales.

—Touchdown —dijo Quinn con una sonrisa—. Joder, Steve, podrías haber jugado con los Giants.

Siguieron avanzando con Pocilga y Dios a la cabeza, Steve y Quinn en la retaguardia, y el resto del grupo en medio. Cuando el brillo de las barras empezó a desvanecerse, las tiraron y encendieron unas nuevas.

—Cogedlas —sugirió Leroy, señalando a las barras que habían tirado—. No tiene sentido que les dejemos un rastro.

Guardaron las barras gastadas en los bolsillos y siguieron caminando.

Jim volvió a coger a Danny de la mano.

—¿Papá?

—¿Sí, bichito?

—¿Crees que harán alguna película más de Godzilla?

Jim ahogó una carcajada. La pregunta, tan inesperada y ajena a todo cuanto les rodeaba, le sorprendió.

—Lo dudo, Danny. Creo que Hollywood y Tokio estarán igual que el resto de ciudades.

—Pues qué caca —protestó el chico—. Voy a echar de menos a Godzilla. Y a Spiderman, y a Bola de Dragón Z. Igual, cuando crezca, haré capítulos nuevos.

—Puede que encontremos cómics nuevos por el camino, después de llegar a nuestro destino.

El rostro de Danny se iluminó ante la perspectiva.

—Echo de menos los cómics. Estaban todos en casa de mamá, así que seguro que ahora están todos quemados, o igual los están leyendo los monstruos.

—¿Sabes qué eché de menos yo? —le preguntó Jim.

—¿Qué?

—Te eché de menos a ti —y estrechó la mano de Danny.

—¿Y ahora qué echas de menos, papá?

Jim pensó en ello.

—A tu madrastra. Y Virginia Occidental. A mis amigos. Ver jugar a los Mountaineers, aunque pierdan. Y a Martin.

—¿Sabes qué echo yo de menos? —dijo Quinn desde la retaguardia—. Una cerveza helada. Joder, ahora mismo mataría por una cerveza. Y un filete gordo y jugoso, poco hecho, con una patata asada al lado.

—Yo echo de menos Días de Nuestras Vidas[6] —dijo Etta.

—Tú y tus malditos culebrones —protestó Leroy—. No veías otra cosa.

—La veía desde que era niña. En el último capítulo que vi, Abe y Lexie habían vuelto, pero Stefano quería impedirlo. Ahora nunca sabré qué pasará a continuación.

—Tampoco te perderás gran cosa —dijo Leroy mientras negaba con la cabeza—. Yo echo de menos mi coche. Os juro que tengo los pies llenos de ampollas de tanto andar.

—¿Y tú, Steve? —le preguntó Quinn.

—A mi hijo.

Se quedaron en silencio. Steve sollozó en la oscuridad.

—Sí —dijo Don, acabando con el silencio—, yo echo de menos a mi mujer, Myrna.

Pocilga miró a la lejanía.

—Yo echo de menos el italiano de la calle 24. Solía darnos un bocadillo de carne picada todos los días. Dios y yo lo compartíamos y nos lo comíamos en un banco de la acera. Pero qué ricos estaban. Eso sí, no duraban mucho.

—¿O sea que Dios no convertía el bocadillo en más bocadillos, como Jesús con los panes y los peces? —le provocó Quinn.

—Dios solo es un gato, señor Quinn.

Todos rieron. A Quinn se le pusieron las orejas tan rojas como el pelo, pero nadie lo vio.

—¿Y tú, Forrest? —preguntó Don—. ¿Qué echas de menos?

—Pues para ser sincero, y por raro que os pueda parecer, yo era un adicto a las noticias. Crecí en Harlem y mi madre me hacía ver las noticias todos los días, así que el hábito se me quedó. Siempre empezaba las mañanas con una taza de café y el Daily News. Después, a la tarde, ponía la Fox o la CNN. Echo de menos las noticias… echo de menos estar conectado al mundo. Ya no me siento parte de él.

—No creo que quieras ser parte de él —dijo Frankie—. Ahora les pertenece a esas cosas.

—Yo echo de menos mi casa —murmuró Smokey—. Y a mi perro. Era un buen perro… un buenazo que le tenía miedo hasta a su propia sombra. Se pasaba el día siguiéndome por la casa. Cuando vine aquí a visitar a mi hija, lo dejé en una perrera. Me gustaría saber qué fue de él.

—Puede que sea mejor que no lo sepas —dijo Leroy.

Frankie no expresó su anhelo en voz alta. Echaba de menos a su bebé… a su hija nonata. Cerró los ojos con fuerza e intentó quitarse aquella imagen de la cabeza. Todavía podía oír los gritos de la enfermera cuando el bebé regresó a la vida.

—Echo de menos a mamá —murmuró Danny.

Jim le pasó el brazo por los hombros y lo estrechó.

Todos guardaron silencio de nuevo, perdidos en sus propios pensamientos.

Poco después, oyeron agua correr por encima de sus cabezas. Llegaron a una amplia estancia llena de herramientas y material de construcción. Una impecable cortina de agua manaba de una cañería rota a cinco metros sobre ellos. A su derecha había un agujero en la pared de cemento. Parecía hecho a propósito. Pocilga orientó el haz de luz de su linterna hacia el hoyo.

Etta y Smokey gritaron al unísono.

Las ratas se habían comido la mitad del rostro del zombi, no estaba claro si antes o después de que falleciese. Le habían sacado los ojos y roído la lengua. Le faltaba una oreja y la otra era un muñón de cartílago mordisqueado hasta quedar hecho jirones. Cuando la criatura se incorporó, sus cuencas vacías se llenaron de trémulos gusanos y uno, grande y gordo, cayó desde su nariz.

Aquella cosa ciega salió del agujero y renqueó hacia ellos, guiada por sus gritos. Dios se agazapó entre bufidos y Pocilga dejó caer la linterna. Se agachó inmediatamente e intentó alcanzarla mientras la criatura se acercaba cada vez más.

Forrest apoyó su fusil sobre el hombro y alineó cuidadosamente la mira con su objetivo antes de apretar el gatillo. La culata golpeó su hombro y la cabeza podrida del zombi estalló, salpicando la pared de sangre y gusanos.

Pocilga recuperó la linterna, sin aliento.

Tras él, una delgada figura emergió de la oscuridad y se dirigió hacia el grupo. No la vieron hasta que sus dientes rotos y amarillos se hundieron en el cuello de Leroy, desgarrando carne y tendones, haciendo que la sangre manase a borbotones. El grito de sorpresa de Leroy se convirtió en un prolongado alarido. Golpeó a la criatura con sus propias manos, pero no consiguió impedir que aquellas mandíbulas volviesen a cerrarse en torno a la herida. El zombi sacudió la cabeza adelante y atrás como un perro, hundiendo sus dientes en el cuello y el hombro. Sus dedos cubiertos de pus hurgaron en la quemadura del brazo, reventando las ampollas y desgarrándole la piel.

—¡Quitádmelo de encima! ¡Por Dios…!

—¡No puedo apuntar! —gritó Quinn—. ¡Steve! ¡Cárgatelo!

Steve corrió hacia la criatura y la golpeó con la culata de su fusil. Cuando le atizó en la cara por segunda vez, el zombi retrocedió, llevándose un bocado del cuello de Leroy consigo.

El herido se desplomó cerca del zombi del túnel. Intentó gritar, pero de su garganta no surgió sonido alguno, solo sangre. Inhaló y el aire silbó por su pecho. El zombi se puso a cuatro patas y rechinó los dientes.

—¡Leroy! —gritó Etta.

Corrió a su lado y el zombi se abalanzó sobre ella. Steve lanzó un golpe con la culata dirigido a su cabeza y le acertó por tercera vez. Se oyó un golpe estremecedor y del cráneo partido manaron sangre y otros fluidos. Steve lo golpeó una vez más. El cadáver se detuvo, tumbado sobre un charco de despojos.

El resto del grupo aseguró el perímetro, pero no había más zombis. Se reunieron en torno a Leroy y Etta.

Leroy extendió las manos ante su rostro y vio la sangre que las cubría. Abrió los ojos de par en par, aterrado, y se las llevó a la garganta. Etta sollozaba mientras le rogaba que no se muriese. Él intentó hablar una vez más, y entonces sus labios se detuvieron.

—No —dijo Etta, llorando—. Esto no está pasando. Vuelve, Leroy. ¡Vuelve conmigo ahora mismo, maldita sea!

Forrest habló con tacto pero con firmeza.

—Etta, ya sabes lo que tenemos que hacer.

—El no va a volver. Leroy no. No va a regresar.

Smokey se arrodilló a su lado y le estrechó las manos.

—Etta, sabes que eso no es cierto.

Don olfateó el aire.

—¿No oléis a algo raro?

—Solo a cloaca —dijo Frankie.

De pronto, Dios aulló. El gato empezó a rondar ante un gran túnel, bufando enrabietado. Se adentró en la oscuridad y regresó inmediatamente.

—Escuchad —dijo Quinn—. ¿Qué coño es eso?

—Sea lo que sea —susurró Frankie—, al gato no le gusta.

Entonces todos pudieron oírlo: era el rumor sordo de las ratas dirigiéndose hacia ellos desde el túnel. Cientos de brillantes ojos rojos los observaban desde la oscuridad.

—Dios mío —susurró Quinn—. Estamos jodidos…

Frankie le empujó.

—¡Corred!

—¡Jim! —gritó Quinn—. ¡Trae aquí el lanzallamas! ¡Vamos a asar a esas cabronas!

—¡No! —bramó Forrest—. Hay tuberías de gas encima de nosotros. Como enciendas ese cacharro, nos matarás a todos. ¡Venga, gente, en marcha!

Jim miró hacia arriba y vio las tuberías de gas extendiéndose por el techo. Sobre ellos merodeaban cuerpos pequeños y peludos.

Las ratas no muertas avanzaban por el túnel como una ola color marrón. No hacían ni un ruido, salvo por el repiqueteo de sus garras. A medida que se acercaban, empezaron a chillar. El sonido era como el de unas uñas arañando una pizarra.

Dios fue el primero en correr, seguido de Pocilga, Frankie, Don y Smokey. Jim cogió a Danny en brazos y echó a correr por el túnel, tras ellos. Quinn, Forrest y Steve cubrieron la retaguardia. Los tres dispararon hacia la avalancha, pero no consiguieron nada.

Etta no tuvo ninguna posibilidad. Los roedores no muertos se le echaron encima cuando cayó al suelo tras intentar ponerse en pie. La cubrieron por completo. Le arrancaron la carne de los huesos en minutos e hicieron lo mismo con Leroy. El resto siguió persiguiendo al grupo.

* * *

Ob miró por el hueco en el suelo del subsótano.

—Entonces, ¿se fueron por aquí? ¿Estás seguro?

La herida en la garganta de Bates se abría y cerraba conforme hablaba.

—Sí, amo. Está todo aquí, en la mente de mi huésped. No han podido ir muy lejos.

Ob se volvió hacia su teniente.

—Quiero que nuestras fuerzas entren por cada una de las alcantarillas y estaciones de metro en un radio de doce calles. Quiero que los cacen y los erradiquen. Yo también iré para ponerle punto final a todo esto. Y además, quiero que otro grupo vaya al aeropuerto, por si escapan de nuestra red.

El zombi asintió y se fue a impartir las órdenes.

Ob se dio cuenta de que el meñique de su mano derecha estaba suelto, colgando de un tendón. No se había dado cuenta hasta entonces. Puede que se lo hubiese cortado con un trozo de chatarra, o quizá el cuerpo estuviese deteriorándose más deprisa de lo que él esperaba.

Separó el dedo medio cortado de la mano y lo dejó caer por el hueco.

—No me gustan los cabos sueltos.

Ob bajó por la escalera. Sus fuerzas le siguieron.