—Forrest, ¿vamos a tener que esperar mucho más? —susurró Smokey.
El subsótano era un lugar oscuro, frío y húmedo que apestaba al humo de los fuegos que se extendían sobre él. Las únicas fuentes de luz eran una linterna que Pocilga había encontrado en un banco de trabajo y otra a pilas. El suelo de cemento estaba cubierto de cajas apiladas y contenedores. Los bancos de trabajo estaban cubiertos de herramientas, pedazos de tubería y cables. De los conductos de ventilación pendían telas de araña.
Forrest cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro mientras vigilaba la puerta.
—El que haga falta. No pienso irme sin ellos.
Etta encontró unos trapos limpios en una de las cajas y cambió con ellos las vendas que cubrían la quemadura en el brazo de Leroy. Dios se frotó contra ella, ronroneando intensamente, a lo que ella respondió apartándolo con un bufido.
—Quítame a este maldito gato de encima —le dijo a Pocilga—. Lo último que necesita Leroy es que se le infecte el brazo.
Leroy se puso en pie de golpe.
—Estoy bien. Solo tengo una quemadura, así que deja de quejarte, mujer. Pareces una cotorra.
—¡Leroy Piper, no me hables así —dijo Etta, moviendo la cabeza adelante y atrás como una serpiente—, o esa quemadura del brazo va a ser el último de tus problemas!
—Etta —dijo Forrest en voz alta—. ¡Baja esa voz! Por el amor de Dios, ya puestos, ¿por qué no subes ahí arriba y les dices a esas cosas que estamos aquí?
Abrió la boca para responder, pero al ver la furia que destilaban los ojos de aquel hombre, decidió cerrarla.
Forrest volvió a mirar su reloj y se mordió el labio. Echó un vistazo de nuevo a la estancia. Había cuatro entradas: un ascensor de servicio, dos escaleras (ambas conducían al destrozado aparcamiento) y las escaleras de incendios. Don vigilaba uno de los accesos mientras él se ocupaba de los demás.
—Smokey —gruñó—, ve a la puerta de incendios y vigílala. Pocilga, haz que el gato de los cojones se calle. Maúlla tan alto como Etta.
—Eh —protestó la mujer.
—¡Sshh!
La radio de Forrest empezó a emitir estática. La cogió al instante.
—¿Forrest? —Era Quinn—. ¿Me recibes, grandullón?
—Sí. ¿Dónde estás?
—Estamos… —Hubo un momento de silencio, y Forrest oyó a alguien más de fondo—. Estamos de camino a la ubicación en la que quedamos tú, Bates y yo.
—¿Está contigo? —Forrest sonaba claramente aliviado.
—Sí. También están Steve y el grupo de Thurmond.
Don miró hacia arriba, esbozando una contagiosa sonrisa que se extendió a los rostros de Leroy, Smokey y Etta.
—¿Dónde estás? —preguntó Quinn. Sonaba cansado—. ¿Y quién está contigo?
—Os estamos esperando —dijo Forrest—. Estoy con Smokey, Leroy y Etta, Pocilga y Don De Santos.
—Y Dios —añadió Pocilga—, no te olvides de Dios.
El gato rodó hasta quedar patas arriba y Pocilga le rascó la barriga.
—¿Por dónde venís? —preguntó Forrest—. Os despejaremos el camino.
Hubo otra pausa, tras la cual Quinn retomó la conversación:
—Bates dice que no os lo digamos por la radio. Vosotros esperadnos. Si no nos topamos con más problemas, estaremos ahí en cinco minutos.
—Recibido. Estaremos listos.
—Ah, y, ¿Forrest?
—¿Sí?
—A ver si puedes encontrar algo de tela limpia, alcohol, y ya puestos, cinta americana.
Forrest tradujo la lista para sí. Vendas, desinfectante y sutura. Medicina de batalla. Emergencias para pobres. Eso significaba que había alguien herido.
—¿Quién está herido?
—Bates.
—¿Es grave?
—Sí. Sí, tío, me temo que sí.
—Mierda.
Forrest empezó a preguntar cómo había ocurrido, pero un disparo le interrumpió.
—Tengo que cortar, tío —gritó Quinn—, ¡los tenemos encima otra vez!
Sonaron más disparos por el altavoz de la radio y después, silencio.
Forrest devolvió la radio a su cinturón y miró a sus compañeros, que lucían expresiones amargas.
—Más vale que se den prisa —protestó Leroy.
Etta se puso en pie.
—Si esas cosas los están persiguiendo, ¿no las conducirán aquí?
Nadie respondió. Smokey, Don y Forrest regresaron a sus puestos. Pocilga empezó a buscar entre las cajas y los contenedores en busca de cualquier cosa que pudiese servir para tratar a Bates. Dios le siguió de cerca.
De pronto, la puerta que estaba ante Don se abrió de golpe. Este se alegró, esperando ver a Jim, Frankie y Danny cruzándola. Sin embargo, era un zombi vestido con un uniforme de reparto sucio y ajado. Antes de que pudiese dar un paso para cruzar la puerta, Don lo abatió con un disparo a la cabeza. Aterrado, echó un vistazo a la escalera por si hubiese más.
—¿Todo despejado? —preguntó Forrest.
Don asintió, temblando. Cogió a la criatura por los pies y la apartó para poder volver a cerrar la puerta.
—Forrest —rogó Etta—, tenemos que irnos. Si ese nos ha encontrado, puedes apostar lo que quieras a que hay más en camino. Han debido oír el disparo.
—No vamos a irnos sin Bates.
—Y yo no pienso irme sin mis amigos —dijo Don.
—¡No sabemos si están vivos!
—Claro que lo están —dijo Don—, acabamos de oírlos.
—Sí, en medio de un tiroteo. Puede que ya estén muertos. Yo digo que nos vayamos.
—Etta —intentó razonar Smokey mientras apoyaba la espalda contra la puerta de la salida de incendios—. ¿Por qué no te sientas y descansas?
—Smokey —le advirtió Forrest—, vigila la puerta.
En ese instante, la puerta se abrió. Smokey se volvió y Don y Forrest apuntaron con sus armas. Después las volvieron a bajar, aliviados.
Frankie entró corriendo en el sótano seguida por los dos pilotos, que llevaban a Bates. Jim y Danny entraron los últimos.
Todos se quedaron atónitos ante la herida de Bates, pero Smokey tuvo que apartar la mirada. Cerró la puerta y empezó a apilar cajas ante ella para bloquearla.
Don intercambió abrazos con Frankie, Danny y Jim.
—Me teníais preocupado. ¿Estáis todos bien?
—Estamos bien —confirmó Jim—. ¿Y vosotros?
—¿Qué coño ha pasado? —Forrest ayudó a Bates a echarse en el suelo.
—Quinn le pegó un puto tiro en la tripa —dijo Steve.
—¿Que has hecho qué? —Forrest abrió los ojos de par en par.
—¡Fue un accidente! Nos estaban atacando. Pensé que era un zombi.
Bates estiró la mano hasta sujetar el brazo de Forrest débilmente.
—¿Tienes… tu… pistola?
—Nunca salgo de casa sin ella —intentó sonreír, pero produjo algo parecido a una mueca.
—Dame… —De su boca manó sangre—. Dámela…
Forrest se levantó la camisa y extrajo el arma de su funda.
—Pocilga —le dijo—, ¿has encontrado algo?
—Algunas sábanas y un rollo de cinta americana. Ah, y una botella de agua. Sin abrir. Pero no ha habido suerte con el alcohol.
—Tráemelo.
Steve y Forrest limpiaron la herida con agua mientras Bates apretaba los dientes y gemía, dolorido.
—¿Tenemos algo con lo que cortar las sábanas? —preguntó Forrest.
—No te preocupes… por eso… —jadeó Bates—. Largaos…
—Túmbate, Bates. Todo va a ir bien.
—No —Bates le estrechó la mano—. Largaos… de aquí…
—Pero…
Bates apretó con más fuerza y Forrest se estremeció, sorprendido por la voluntad del herido.
—Escúchame… somos… los últimos que quedan… Sácalos… de aquí… Voy… a morir…
—¡No vas a morir, cojones!
—Sí… —Bates tosió—. Y ambos… lo sabemos…
Los ojos de Forrest se humedecieron. Sus labios temblaron. El grandullón intentó hablar, pero lo único que salió de su garganta fue un sonido ahogado.
—Po… Pocilga —gruñó Bates—. ¿Estás listo… para… conducirlos?
—Sí, señor —susurró.
Bates miró a Forrest a los ojos.
—En marcha.
Forrest tragó saliva.
—Quinn, Don: levantad esa tapa de alcantarilla. Jim, ten el lanzallamas listo por si hubiese algo ahí abajo. El resto, atrás.
—Danny —dijo Jim, empujándolo tras él—. Quédate aquí, con Frankie.
Quinn y Don guardaron sus armas y cogieron el cable con el que Forrest y Bates habían levantado la tapa anteriormente. Jim se quedó cerca de ellos, con el lanzallamas listo. Contaron hasta tres y tiraron. La tapa se levantó unos centímetros, revelando la oscuridad que se extendía bajo ella. Forrest y Pocilga estaban tensos, alerta y listos, con el recuerdo de las ratas que aparecieron de la alcantarilla todavía fresco. Don y Quinn movieron el cable hasta dejar la tapa a un lado. El hueco estaba vacío y la escalera se perdía en la oscuridad. Todos suspiraron, aliviados.
—Bloquead las puertas —ordenó Forrest—. Con cajas, contenedores, cualquier cosa pesada.
Steve, Don, Jim y Frankie empezaron a apilar cosas ante ellas.
—¿Bates? —Quinn se volvió rápidamente hacia él—. No podemos dejarte aquí.
—Haz lo que te… —Bates no pudo terminar. Empezó a toser violentamente mientras la sangre salía disparada desde sus labios y manaba de la herida de bala.
—Bates ya ha tomado su decisión —gruñó Forrest—. Y tiene razón. No podemos perder más tiempo.
—Pero es nuestro amigo.
—¿Y te crees que no lo sé, Quinn? —explotó Forrest—. ¡Pero no podemos hacer nada para impedirlo! ¡Y ahora, en marcha!
Terminaron de bloquear las puertas. Frankie se hizo con un par de viejas botas de trabajo para calzarse y reemplazó las zapatillas de hospital.
Dios husmeó el hueco de la alcantarilla y maulló.
—He encontrado unas barras luminosas en ese banco de trabajo de ahí —dijo Pocilga—. Creo que nos vendrán bien.
Nadie respondió.
De pronto, un ruido atronador resonó desde las escaleras, haciendo que las puertas temblasen.
—¡Ya vienen! —gritó Etta.
—¿Cuántos son? —preguntó Forrest.
Frankie apuntó el arma hacia la puerta.
—Un montón. Y esa puerta no va a contenerlos mucho tiempo, por mucho que la hayamos bloqueado.
—Iros —les apremió Bates—. Yo… los retendré…
Hicieron un círculo en torno a él, no sabiendo qué decir. Pocilga rompió con el silencio.
—Gracias.
Bates asintió y cerró los puños con fuerza a causa del dolor.
Pocilga pulsó el botón de la linterna y descendió por la escalera rápidamente. Dios se subió a su hombro y le envolvió el cuello. Leroy y Etta se despidieron y bajaron tras él. Después fue Smokey, seguido de Frankie. Danny bajó tras ellos y Jim se preparó para seguirle.
El bullicio cada vez sonaba más cercano.
—¿Señor Thurmond? —gimió Bates débilmente.
Jim se detuvo, con la cabeza y los hombros asomando por el hueco.
—Espero… que les vaya bien… a usted y… a su hijo. Su historia es… inspiradora.
Jim asintió con amargura.
—Gracias, Bates.
Y desapareció de su vista.
Steve, Quinn y Forrest se quedaron cerca de su líder moribundo.
—No hay tiempo… para… contemplaciones. Venga. Daos prisa…
Steve y Quinn se alejaron, dejando a Forrest y a Bates solos. No miraron atrás.
Los zombis empezaron a aporrear la puerta.
Forrest se arrodilló y cerró los dedos de Bates en torno al mango de la pistola. Este la sostuvo con fuerza y miró a los húmedos ojos de su amigo.
—Tiene seis balas. No olvides guardar una para ti.
—Entendido…
Las lágrimas empezaron a manar, sin control, desde los ojos de Forrest.
—Ha sido un placer servir a tu lado, Bates.
Bates sonrió.
—El honor… es mío.
—Semper fi.[3]
—Ooh rah.[4]
Forrest metió las piernas en el hueco y bajó la escalera. Cogió el cable atado a la tapa con una mano y tiró de él hasta cerrarla. Lo último que vio fue a su amigo echado sobre un charco de sangre, con los ojos medio cerrados. Forrest soltó la escalera y bajó cayendo los últimos dos metros, haciendo que sus botas resonasen contra el cemento al aterrizar.
Se reunieron en el túnel. La impenetrable negrura aumentaba su ansiedad. Pocilga les entregó a cada uno una barra brillante y ató una al collar de Dios.
—Por aquí —dijo Pocilga, apuntando con la luz de la linterna hacia la oscuridad. Dios trotó por delante, salpicando con sus patitas al cruzar un charco de agua.
Cuando hubo desaparecido al doblar la esquina, otras patas más pequeñas avanzaron tras ellos, aguardando en la oscuridad.
* * *
Bates se esforzó por incorporarse y apoyar la espalda contra una viga de acero. Los zombis seguían aporreando las puertas. El hedor era insoportable y sus gritos, terribles. Algo recorrió los conductos de ventilación que se extendían sobre él, buscando una salida.
Bates ya había experimentado el miedo antes. Cuando tenía ocho años estuvo a punto de pisar una serpiente mientras caminaba por la arboleda que había detrás de su casa. Con dieciséis, al pedirle a Amy Schrum que le acompañase al baile de promoción. Sintió miedo su primera noche en el campamento, tumbado en su litera en aquel oscuro barracón, oyendo sollozar al tipo de debajo. En Irak, mientras avanzaban al norte, hacia Bagdad, con vientos de ochenta kilómetros por hora que lo cubrían todo de una fina capa de arena. Aquella fue la primera ocasión en la que Bates presenció un combate, y sintió pánico. Por último, más recientemente, cuando empezó a observar que su jefe, Darren Ramsey, se estaba volviendo loco paulatinamente a causa de lo que le había sucedido al mundo.
Bates ya sabía lo que era el miedo. Y sin embargo, mientras los zombis atravesaban las puertas, no lo sintió. Le invadía una extraña sensación de calma. Nada importaba, ni siquiera las criaturas que se cernían sobre él, rodeándolo con sus cuerpos descompuestos.
Sonriendo, Bates intentó apuntar con la pistola, pero comprobó que no podía. De pronto, sintió debilidad y frío. Le dolía el estómago. Intentó colocarse la pistola contra la cabeza, pero se le escurrió de sus dedos entumecidos. Bates cerró los ojos mientras los zombis se aproximaban.
No sintió el filo de la sierra que le desgarró la garganta.
* * *
—Hemos terminado, amo Ob. Los humanos han sido derrotados.
—¿No queda nadie vivo en el edificio?
—Nuestras fuerzas acaban de matar al último, señor. Hemos vencido.
Ob miró al edificio en llamas, una pira funeraria que se alzaba hasta el cielo. Las nubes vertieron lluvia, pero no consiguieron sofocar los fuegos que devoraban planta tras planta. Los edificios que rodeaban a la Torre Ramsey también ardían y la chatarra humeante en la que había quedado convertido el helicóptero yacía sobre las calles.
—Bueno, aunque todavía quede alguien escondido en un rincón oscuro, no vivirá mucho. Reúne a las fuerzas. Que se reagrupen. Y prende fuego al resto de la necrópolis.
—Pero, amo Ob, ¿no iba a ser este lugar nuestra base de operaciones?
—Si todos los humanos han muerto, entonces no tenemos nada que hacer aquí. No necesitaremos esta ciudad. Será el turno de nuestros hermanos y pasaremos a conquistar otros mundos. La segunda oleada puede comenzar.
Un zombi apareció de entre las ruinas, vestido con pantalones de cuero negro y una camisa blanca manchada de sangre. Por su espalda se extendía una larga cabellera negra. Su cadáver estaba fresco. Tenía la garganta serrada de oreja a oreja. Caminó hacia ellos.
—¡Amo Ob!
—¿Sí?
La criatura que habitaba el cuerpo de Bates intentó hablar, pese a sus dañadas cuerdas vocales.
—Acabo de tomar posesión de este cuerpo hace poco y he estado buscando en los recuerdos de mi huésped.
—¿Y?
—Todavía quedan unos humanos vivos. Han escapado.
—¿Dónde? —gruñó Ob.
—Bajo la ciudad, mi señor. Justo bajo nuestros pies.
—¿Cuántos?
—Diez, señor. Varios de ellos son formidables guerreros.
—¿Cuántos?
—Tres son soldados profesionales. Uno de ellos recorrió cientos de kilómetros en busca de su hijo. Su ejemplo guía al resto… les da esperanza.
—¿En busca de su hijo? —Ob recordó a su anterior huésped, Baker, el científico. Tenía dos compañeros: Jim, el padre que buscaba a su hijo, y Martin, el anciano sacerdote.
—¿Cómo se llama el padre?
—Jim. Jim Thurmond.
Ob apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se hundieron en la carne.
—¿Uno de ellos era un predicador anciano y negro?
La criatura en la que se había convertido Bates negó con la cabeza.
—Solo hay dos hombres negros, señor, pero ninguno de ellos es un predicador. Uno se llama Leroy y el otro, Forrest.
—¿Qué ocurre, amo Ob? —preguntó el teniente.
—Un asunto por zanjar —dijo Ob—. Son los compañeros de uno de mis antiguos huéspedes. Se me escaparon en Hellertown. Una nadería, no merecería la pena perder el tiempo con ellos. Pero aún así… sería tan maravilloso acabar con el padre y su hijo después de todo por lo que han pasado… La ironía, la violación, haría arder los oídos y ojos del Creador.
—¿Qué debemos hacer? —El teniente se irguió, preparado.
—No hemos organizado todo esto para que se nos escapen diez criaturas de la red. Ordena a todas nuestras fuerzas que se adentren en los túneles bajo la ciudad.
—¿Todas, señor?
—Todas.
La lluvia caía sobre las criaturas, corriendo por las calles hasta llegar a las alcantarillas, formando remolinos por los desagües y las cloacas, hasta llegar a los túneles.
Los zombis imitaron su recorrido.