Jim, Frankie, Danny, Quinn y Branson empezaron su largo viaje por las escaleras de incendios. Quinn se puso en cabeza y Frankie cubrió la retaguardia.
—Puedo ir el último, si queréis —se ofreció Branson.
—Estás herido —le recordó Frankie—. Y además, esta bata de hospital no cierra del todo por atrás. No quiero que me andes mirando el culo.
Branson se volvió, colorado. Frankie sonrió.
Zigzaguearon hacia abajo, acompañados por el sonido de sus pasos. Salvo por sus jadeos y el repiqueteo metálico de sus armas, no había ni un ruido. Los sonidos de la matanza se filtraban tras las puertas cerradas de cada piso que atravesaban: gritos de miedo, dolor y agonía, risas crueles y guturales, disparos y llamas crepitantes.
—Hace calor —se quejó Danny—. ¿Hasta dónde tenemos que bajar?
—Mucho —le dijo Jim, preocupado—. ¿Estás bien?
Danny asintió.
—Pero no paro de sudar y estoy cansado. Me duelen los pies.
—Te llevaría, bichito, pero si los zombis vienen a por nosotros y tenemos que pelear, no podré hacerlo contigo a hombros.
—No pasa nada, papá. Ya soy mayor. Puedo apañármelas.
Siguieron descendiendo, deteniéndose de vez en cuando para escuchar, por si alguien los persiguiese.
Branson se secó el sudor de la frente.
—El chaval tiene razón. Cada vez hace más calor. Estoy sudando como un cabrón.
—Será el fuego —dijo Quinn—. Pero no creo que tengamos que preocuparnos.
—¿Por qué? —preguntó Jim.
—Si no recuerdo mal, estas escaleras fueron diseñadas para repeler el fuego. No me sé los detalles, pero las construyeron con el desastre del World Trade Center en mente.
—¿Así que son ignífugas?
Quinn asintió.
—Eso creo.
—Eso espero —añadió Frankie.
—Pero, ¿y por qué se está extendiendo el fuego? —preguntó Branson—. Pensaba que cada planta estaba construida con materiales que debían prevenir algo así.
—No lo sé —admitió Quinn—. Pero supongo que los zombis están prendiendo fuego a cada planta. O eso, o el bombardeo provocó pequeños incendios que se han ido descontrolando.
—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó Jim.
El piloto se detuvo y escuchó. Se llevó el índice a los labios y los demás se detuvieron de golpe. Al cabo de un rato, se tranquilizó y continuó.
Frankie miró a las escaleras tras ellos.
—¿A qué ha venido eso?
—Me pareció haber oído algo, pero supongo que solo son nuestros pasos. No se oye muy bien.
Siguieron avanzando, con Quinn en cabeza.
—Bueno, respondiendo a lo del plan: mientras acercabais el escritorio, hablé con Bates por la radio. Quiere que nos reunamos con él en el subsótano.
—¿Por qué?
—No me lo dijo por si los zombis se hubiesen hecho con nuestras comunicaciones. Supongo que huiremos a través de las alcantarillas. O por lo menos, lo intentaremos.
Frankie se detuvo de golpe, recordando su viaje a través del alcantarillado de Baltimore: la oscuridad, el hedor, la insoportable sensación de claustrofobia… y las ratas. Sobre todo las ratas. El hecho de que por aquel entonces estuviese dejando la heroína no contribuyó a que guardase un buen recuerdo.
Jim le tocó el brazo.
—¿Estás bien?
Ella asintió y esbozó una débil y amarga sonrisa.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Tuve una mala experiencia en las alcantarillas de Baltimore. No pasa nada. Si salimos de aquí, te hablaré de ello. Pero no te preocupes, estaré bien.
Siguieron caminando, con el ruido de sus pasos rebotando contra las paredes del edificio.
—Entonces, una vez estemos bajo tierra, ¿adónde vamos? —preguntó Jim.
—No lo sé —dijo Quinn—. Bates no tenía mucho tiempo para hablar y sonaba como si estuviese en medio de un tiroteo. Nos dijo que nos diésemos prisa. Si llegan antes que nosotros, no nos esperarán.
Continuaron el descenso durante quince minutos más antes de detenerse a descasar, pues estaban exhaustos y sedientos. El brazo de Branson goteaba sangre y Danny tenía marcas oscuras bajo los ojos. Discutieron la posibilidad de entrar en una de las plantas y vaciar una máquina expendedora, pero optaron por no hacerlo.
—No me puedo creer que hasta ahora no nos hayamos topado con ninguno —dijo Branson—. Joder, ¿os dais cuenta de la cantidad de bichos de esos que tiene que haber en el edificio?
—No la vayas a gafar —contestó Quinn—. Esperemos que dure la suerte.
Frankie se llevó a Jim aparte.
—Tengo que preguntarte una cosa.
—Claro, ¿qué pasa?
—¿Has estado teniendo sueños raros?
—Pues no —dijo—. La verdad es que solo he soñado una vez desde que Martin y yo dejamos Virginia Occidental, que yo recuerde al menos. ¿Por qué?
Frankie se encogió de hombros.
—No lo sé. He… he estado soñando con Martin.
—¿Sobre cómo murió?
—No. Sobre el presente y el futuro. Me enseña cosas. Es como un jodido fantasma o algo así. Me ha estado advirtiendo.
—¿Sobre qué?
Antes de que pudiese contestar, una puerta varias plantas por encima de ellos se abrió con un chirrido. Por un instante, los disparos aumentaron de volumen. Después, la puerta volvió a cerrarse, silenciándolos de nuevo.
Permanecieron totalmente quietos, mirando hacia arriba en silencio. Oyeron el ruido de pasos bajando las escaleras, dirigiéndose hacia ellos.
Quinn se llevó el índice a los labios y preparó la pistola. Frankie y Jim hicieron lo mismo. Podían oler al zombi aproximándose. No olía a podredumbre o a carne podrida, sino a sangre. El aire estaba saturado de olor a sangre.
—Sé que estás ahí abajo, cerdito —rió el cadáver—. Has dejado un rastro de miguitas de pan.
Aterrados, miraron a sus pies: la sangre que manaba de la muñeca de Branson había dejado un rastro de gotas, manchando los escalones.
—Mierda —se llevó la herida al pecho.
—¡Hoooolaaa! —llamó el zombi—. ¿Por qué no os ponéis las cosas fáciles? Será rápido e indoloro y prometo comeros solo un poquitín.
Se apartaron del pasamanos y pegaron la espalda contra la pared. El zombi siguió descendiendo. De pronto, oyeron otra puerta abrirse, varios pisos por debajo. Ambas direcciones estaban bloqueadas: los habían rodeado.
Danny y Branson intercambiaron miradas, aterrados. Quinn les hizo un gesto a Frankie y a Jim para que se ocupasen del zombi de arriba y después se dirigió lentamente y en silencio, poco a poco, escaleras abajo a por el segundo grupo.
Los pasos aumentaron de volumen y el hedor se hizo más intenso. El zombi ya estaba en el rellano, justo encima de ellos. Jim pudo ver su sombra bajo el brillo de las luces de emergencia. Después oyó algo más: una escopeta cargándose.
—Listos o no —rió el zombi—, allá voy.
Frankie y Jim apuntaron con sus fusiles hacia las escaleras, esperando. Sin que se diesen cuenta, el cañón azulado de una escopeta apuntó entre los pasamanos entre el piso en el que se encontraban y el superior. La explosión fue ensordecedora y los sacudió a todos.
Frankie subió las escaleras a todo correr hasta llegar a la mitad, se volvió a un lado y se puso de rodillas. Sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa: la cara que tenía ante ella, esbozando una gran sonrisa, era la del doctor Stern. Tenía el abdomen vacío y las costillas levantadas, asomando por la carne como las espinas de un puercoespín.
Frankie hizo tres disparos a ciegas y volvió a cubrirse, retrocediendo marcha atrás hasta regresar a la pared. Una de las balas solo alcanzó la pared y las otras dos rebotaron por la escalera.
—¿Le has dado? —preguntó Jim.
—Creo que no.
—Eso no ha estado nada bien —se burló Stern—. Después de lo bien que te cuidé cuando estabas herida.
—No —dijo Frankie—. Parece que no le he dado.
La criatura empezó a hablar en un idioma que Stern jamás aprendió.
—Enga keeriost mathos du abapan rentare.
Varios pisos por debajo, el M-16 de Quinn produjo una intensa ráfaga. Distraídos por la súbita andanada, Frankie y Jim no repararon en el zombi. Stern dobló la esquina y cargó escaleras abajo con la escopeta apuntada directamente hacia ellos. Cuando la criatura que había sido Stern vio que le superaban en potencia de fuego, apretó el gatillo y huyó.
Los perdigones de la escopeta alcanzaron a Branson en la cara. Ciego, cayó de bruces contra el pasamanos y se tambaleó hacia un lado, como un tentetieso, antes de caer por el hueco de la escalera. Sus gritos culminaron con un atroz golpe seco varios pisos por debajo. Desde la ubicación de Quinn llegaron más alaridos.
Frankie y Jim dispararon a la vez que el zombi. La andanada alcanzó a Stern, cortándole un brazo y esparciendo sus sesos por la escalera.
Jim echó a correr.
—Danny, ¿estás bien?
Aterrado, Danny señaló al pasamanos. Le temblaba el labio inferior.
—Papá… el señor Branson se ha caído…
Jim corrió hasta llegar a Danny y lo estrechó con fuerza, susurrándole al oído y acariciándole el pelo.
—Y el doctor bueno se convirtió en un monstruo. Estaba todo abierto.
—Lo sé —le tranquilizó Jim—. Lo sé. No pasa nada. No pudimos hacer nada por él.
Frankie los adelantó y echó un vistazo por encima del pasamanos.
—¿Quinn? —llamó. Su voz regresó en forma de eco—. Quinn, ¿estás bien?
—Venid rápido —gritó—. Venid ahora mismo. ¡Tenemos problemas!
Después oyeron otra voz, familiar.
—Pero mira que eres gilipollas, Quinn.
—¿Quién coño es ese? —preguntó Jim—. ¿Hay alguien más ahí abajo?
—No puedo ver, están demasiado abajo. Sonaba igual que Steve.
—¿Quién?
—El piloto que estaba con Quinn cuando nos rescataron. El canadiense.
Danny se limpió la nariz con la manga.
—Vamos —les apremió Frankie—. En marcha.
Bajaron cuatro pisos más a toda prisa. Steve y Quinn estaban arrodillados en torno a un cuerpo. Vieron unas botas militares negras y unos pantalones de cuero negro. Unas piernas temblorosas por el dolor y la conmoción. Una camisa blanca, empapada de sangre, que se derramaba sobre los escalones formando un charco en continuo aumento. La sangre, la camisa, los pantalones y las botas eran de Bates.
—Mierda —murmuró Jim.
—Y que… usted… lo diga, señor Thurmond —susurró Bates, apretando los dientes. Su rostro estaba tan pálido como el yeso.
—Lo siento de cojones, Bates —sollozó Quinn, agarrando con fuerza la mano del hombre.
—¿Este es Bates? —susurró Frankie. Jim asintió.
—Y tú… tú debes ser Frankie. Es un… placer… conocerte.
—¿Duele? —preguntó Quinn.
—Estoy… entrando… en shock.
—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Steve—. Los zombis han debido oír los disparos. Estarán aquí de un momento a otro.
—¿Qué ha pasado?
—Bates y yo entramos en las escaleras —dijo Steve—. Os oímos por encima de nosotros. Tuvimos que defendernos de un ataque antes de poder avisaros y entonces fue cuando el genio este le disparó a Bates en la tripa.
Jim echó un vistazo a la herida y miró a otra parte.
—Fue un accidente —insistió Quinn—. ¡Pensaba que era un puto zombi!
—Sácalos… de aquí… —tosió Bates, escupiendo sangre—. Steve tiene razón. Estarán… aquí… de un momento a otro… Yo los retendré.
—Chorradas —le dijo Steve—. Jim, coge su lanzallamas, puedes llevarlo y disparar con el fusil a la vez. Tú te ocuparás de la retaguardia. Frankie, tú ve la primera. Quinn, échame una mano.
Quinn y Steve utilizaron las correas de los fusiles para contener las tripas de Bates, envolviéndole la cintura con ellas. Después, le taparon las heridas de entrada y salida con sus desgastadas camisetas. Cuando apretaron las correas, Bates se puso todavía más pálido.
Le ayudaron a ponerse en pie y gimió, llevándose las manos a la tripa.
—Pon los brazos por encima de nuestros hombros —le dijo Steve—. Ya sé que duele, pero no vas a morir. Se tarda mucho en morir de un tiro en la tripa. Te sacaremos de aquí y te curaremos en un periquete.
Bates ladeó la cabeza, intentando quitarse de encima la mata de pelo que le impedía ver.
—Steve —carraspeó—, ¿quién… crees que… me va a curar? ¿Dónde van a… operarme…? ¿En las alcantarillas? Dispárame… en la cabeza… y déjame aquí…
—Déjalo de una vez —le contestó el piloto canadiense—. Deja de hablar. Te pondrás bien.
—Lo siento, tío —se disculpó Quinn una vez más.
—Cállate, Quinn.
—¿Cómo funciona este cacharro? —preguntó Jim mientras se colocaba el lanzallamas a la espalda.
Steve le dio una lección rápida y retomaron la marcha con Frankie en cabeza, Steve y Quinn llevando a Bates, Danny tras ellos y Jim en la retaguardia.
Solo habían bajado tres plantas cuando aparecieron más zombis en la escalera, desde un piso superior. Las criaturas abrieron fuego y el suave sonido de los fusiles del 22, el trueno de una 45 y los continuos disparos de un subfusil Browning resonaron tras ellos. Jim vertió un torrente de líquido flamígero, abrasando a las criaturas sin dejar de correr. El descenso se convirtió en una batalla a la carrera. Frankie disparaba a las criaturas que venían desde abajo y Jim incineraba a las que se aproximaban desde arriba. Los disparos tronaban por el hueco de la escalera, que apestaba a pelo y carne quemados. El humo cada vez era más denso, hasta el punto de que tuvieron que taparse la boca y la nariz con la ropa para filtrar el aire que respiraban. Les picaban los ojos y los oídos les pitaban a causa de los continuos disparos.
En un rellano, un zombi se encaramó al pasamanos y sujetó del pie a Steve, quien intentó sacudírselo de encima sin soltar a Bates, haciendo gemir al herido. Las sucias uñas arañaron el tobillo de Steve hasta penetrar en la carne y el piloto gritó cuando las uñas se hundieron todavía más.
Danny levantó el bate de béisbol y lo hizo caer, machacando la muñeca de la criatura y deshaciendo el agarre. Un instante después, Frankie disparó a la criatura desde su posición.
Pasado un rato, la persecución fue perdiendo intensidad hasta terminar. Sin embargo, siguieron corriendo todo lo rápido que podían sin soltar a Bates o dejar atrás a Danny, que tenía dificultades para seguir el ritmo.
Entonces encontraron a Branson. Su cuerpo se había precipitado más de veinte plantas antes de aterrizar sobre uno de los rellanos. Tenía la espalda rota, los brazos y las piernas torcidos, quebrados, destrozados, y la cabeza abierta como un melón.
—Me da que este ya no vuelve —dijo Quinn—. Vaya suerte tiene el cabrón.
—Ojalá… la tuviésemos todos… —gruñó Bates.
Frankie comprobó los cartuchos y recargó. Steve y Quinn cogieron aire, agradeciendo la parada. Danny abrazó a Jim y se quedó pegado a él. Ninguno de ellos habló.
Oyeron pasos tras ellos, procedentes de los pisos superiores.
Siguieron corriendo.
* * *
El cuerpo de Carson ni siquiera podía identificarse como el de un ser humano, y pese a ello, aquella masa roja y sanguinolenta se puso en pie, controlada por otro ser. Su mano solo tenía dos dedos enteros y el pulgar, pero consiguió girar el pomo. Con el peso combinado de los pájaros estrellándose contra ella, la puerta se abrió de golpe, apartando el escritorio.
Los zombis se adentraron en el pasillo, avanzando a toda velocidad por las puertas abiertas y por el hueco vacío del ascensor y las escaleras. La criatura que había sido Carson avanzó a duras penas tras ellos, dejando atrás pedazos de carne.
El pasillo estaba en calma y no había humanos a la vista. Se preguntó adónde habrían ido los amigos de su huésped. La criatura rebuscó en los recuerdos de Carson y siguió el rastro de sangre de Branson. Finalmente, llegó a la puerta que conducía a la escalera, abriéndola. Los pájaros le siguieron, volando a través del hueco. Cada vez que atravesaban una planta, más zombis se unían a la causa. Las escaleras se llenaron de cuerpos muertos viajando hacia abajo en busca de los vivos.