A Don le temblaban las manos y el fusil vibraba arriba y abajo. Intentó tranquilizarse. Su pañuelo, atado en torno a su boca y su nariz para bloquear el humo, estaba bañado en su propio sudor y amplificaba el sonido de su respiración, que retumbaba en sus oídos. Don se preguntó si los zombis también podrían oírlo. Apuntó al primer zombi que apareció tras la esquina y apretó el gatillo. La bala de punta hueca acertó al zombi en la garganta. La segunda le perforó la cabeza, pintando la pared que había tras ella. Aparecieron más zombis, que bloquearon el pasillo y el brillo de las luces de emergencia. Don siguió disparando contra ellos, apuntó y abatió a varios con la segunda ráfaga.
Smokey, Leroy, Etta y el hombre que se había presentado ante Don como Fulci dispararon al unísono. Después, los zombis devolvieron los disparos. Se guarecieron tras una barricada improvisada de pupitres y taquillas.
Leroy buscó más munición en su bolsillo.
—¿Hay alguien herido?
—Yo estoy bien —confirmó Smokey. Don y Etta también asintieron. Fulci no dijo nada: su mandíbula inferior y la mayor parte de su garganta se habían convertido en un agujero húmedo rodeado de irregulares colgajos de piel a través del cual silbaba el aire.
—Será mejor que lo remates, Etta —Leroy recargó con rapidez—. Lo último que necesitamos es que haya más criaturas por aquí.
Etta hundió un destornillador en la oreja de Fulci hasta alcanzar el cerebro. La sangre manó por el perfil de su destrozada cara.
—Este ya no se levanta.
Don sintió un escalofrío.
Una nueva ráfaga alcanzó a la barricada, por lo que sus ocupantes se agacharon aún más, hasta tumbarse. Smokey realizó tres disparos a ciegas, a los que los zombis respondieron riendo.
—¿Qué coño vamos a hacer ahora? —preguntó Don mientras intentaba sacar el cargador.
—Lo estás haciendo mal —le dijo Leroy. Cogió el arma y lo sacó por él. Después, se la devolvió a Don.
—En este piso hay otras dos escaleras —dijo Smokey—. Tenemos una de ellas a nuestras espaldas. La otra es la salida de incendios, al otro lado del edificio.
—Opino que deberíamos ir por esa —dijo Etta—. Así podremos llegar al tejado y huir en helicóptero.
—¿Y quién coño lo va a pilotar? —se burló Leroy—. Ninguno de nosotros sabe manejar ese trasto.
Más balas alcanzaron la barricada.
—Bueno, aquí no nos podemos quedar —gritó Don—. Vámonos.
Todavía en cuclillas, se volvió para echar a correr, pero se quedó paralizado. Tenían a cuatro zombis más tras ellos. Ninguna de las criaturas estaba equipada con un arma de largo alcance, pero todas llevaban cuchillos o porras.
—¡Nos han rodeado!
Los zombis que estaban ante ellos cargaron a la vez que proferían un grito de victoria. Un segundo después, algo explotó entre ellos, rociando al grupo de supervivientes con metralla y pedazos de carne. Leroy gritó y sacudió las manos cuando un pedazo de metal caliente le quemó el antebrazo. El hedor a carne quemada flotó en el aire. Los zombis que estaban tras ellos retrocedieron, dubitativos.
—Chupaos esa, hijos de puta —gritó Forrest. En una de sus grandes manos llevaba una granada. En la otra, un M-16.
Pocilga apareció tras él y le propinó un hachazo en la cabeza a un zombi que se arrastraba por el suelo. Dios asomó su cabeza peluda de la mochila que colgaba de los hombros del vagabundo.
Smokey y Don aprovecharon las reservas de las cuatro criaturas restantes y las abatieron. Después, se pusieron en pie.
—¡Joder, me alegro de verte, Forrest! —Leroy le estrechó la mano y, tras hacer una mueca de dolor, optó por echarle un vistazo a su propio antebrazo.
—Yo también me alegro de ver que estáis vivos. En marcha.
Etta cogió a Leroy del brazo, preocupada.
—¿Vas a estar bien?
—Duele de cojones, pero me las apañaré.
—No hay tiempo para charlar —insistió Forrest—. Están por todas partes. Tenemos que ponernos en marcha ahora mismo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Don.
—Por las escaleras de incendios y de ahí, al subsótano.
—Una vez ahí —dijo Pocilga con una sonrisa—. Dios nos guiará.
* * *
Val había abandonado su puesto en el centro de comunicaciones. Los mensajes transmitidos por radio eran cada vez más agoreros: se oían más órdenes de ataque de los zombis que de los humanos, así que decidió que era el momento de largarse. Puede que los operarios navales se hundiesen con el barco, pero ella no.
Echó a correr por el pasillo mientras se preguntaba adónde habría ido Branson cuando un pájaro zombi chocó contra su cara. Gritó, cogió a la criatura y la alejó de sí; el pájaro se estrelló contra una pared y se precipitó al suelo. Val lo pisó con fuerza y sintió los huesos rompiéndose bajo su pie.
Las puertas del ascensor que había al fondo del pasillo estaban abiertas, revelando el hueco vacío. La oscuridad de aquel agujero era más que negrura: era un vacío absoluto. Muchos pisos más abajo oyó disparos y explosiones, atenuados por la distancia. Una corriente de aire tibio ascendía por el hueco, acariciándole la cara. Al rato llegó el humo.
—Mierda. Parece que no puedo ir por ahí.
Val retrocedió por el oscuro pasillo. Algo revoloteó a sus espaldas. Se dio la vuelta y contempló el hueco del ascensor. Volvió a oír el ruido, aquel aleteo sordo.
—¿Pero qué…?
Sin previo aviso, una docena de palomas no muertas emergió del oscuro agujero, recorriendo el pasillo hacia ella. Val echó a correr, perseguida por los terribles chillidos de las aves. Sintió garras arañándole la nuca y se las quitó de encima a golpes. Otro pájaro le agarró del pelo, arrancándole un mechón desde la raíz. Corrió todavía más deprisa, aumentando la ventaja sobre sus perseguidores. Se protegió el abdomen con las manos por instinto, escudando a su bebé nonato.
Después de doblar la esquina, se detuvo en seco. Al final del pasillo, docenas de zombis registraban cada habitación. No habían reparado en ella. Rápidamente, se dirigió hacia la primera puerta a su izquierda. Estaba abierta.
Val se guareció en la habitación, pero dos pájaros consiguieron colarse antes de que cerrase la puerta de golpe: uno se lanzó hacia su cara y le desgarró el párpado con su afilado pico antes de alejarse volando. Val chilló cuando el colgajo de piel se desprendió. El segundo pájaro se precipitó hacia el vulnerable ojo, sacándolo de su cuenca.
Medio ciega, Val cogió una lámpara de la mesa y golpeó al primer pájaro con ella, tirándolo al suelo. Sin dejar de gritar, aplastó al otro contra la pared. La lámpara y la paloma reventaron. El primer pájaro se levantó de la alfombra y se lanzó a por el otro ojo. Lo último que Val llegó a ver fue su afilado pico: después, todo quedó cubierto por una dolorosa cascada de rojo. Agarró al pájaro, sintiendo sus plumas bañadas en sangre, y tanteó su propio ojo con los dedos antes de cerrarlos con fuerza y hacer papilla al animal.
Val dio tumbos por la habitación retorciéndose de dolor y buscando el pomo a ciegas. Lo encontró y regresó al pasillo, con sangre manando de sus cuencas vacías. Una parte de su cerebro le advirtió que aún había zombis en el pasillo, pero no le importaba. Su mente había dejado de funcionar con claridad. Extendió los brazos ante ella y se tambaleó por el pasillo con un hombro pegado a la pared.
—Que alguien me ayude —sollozó.
El aire apestaba a humo, a cordita… y a podredumbre. Olió a la criatura antes de que esta hablase.
—¿Adónde vas, zorra?
—Por favor…
—Ven aquí, gallinita.
—¡Que alguien me ayude!
—Mira cómo corre la gallinita ciega…
—¡Déjame en paz!
Val dio media vuelta, completamente a oscuras, en busca de una salida por la que huir del hedor y de aquella horrible y chirriante voz. Echó a correr, oyendo tras de sí el inconfundible sonido de una escopeta cargándose. Huyó, ciega y presa del dolor y el pánico.
—Por favor —sollozó—, que alguien me…
Siguió corriendo hasta precipitarse por el hueco del ascensor.
* * *
La horda no muerta avanzó implacable, matando a todo ser vivo que se cruzaba en su camino: los humanos se escondían en apartamentos y oficinas, se guarecían en los retretes de los baños y en los conductos de ventilación, se defendían en los pasillos y las escaleras. La mayoría de asesinatos fueron rápidos y eficientes, pero algunos de los Siqqus que habían permanecido más tiempo atrapados en el Vacío se tomaron su tiempo para, junto a sus hermanos, comer y saborear el momento.
Los residentes de la Torre Ramsey se defendieron: taxistas, modelos, administrativos y comerciales, todos ellos se convirtieron en guerreros ante la perspectiva de su propia extinción. Tanto los vivos como los muertos sufrieron graves bajas, hasta que el edificio acabó cubierto de restos humanos. Pero por cada cadáver reanimado que caía, cuatro más se alzaban para tomar su lugar. Los cuerpos de quienes acababan de morir volvían a la vida y daban caza a quienes fueron sus amigos, su familia, sus amantes. Metódicamente, las criaturas limpiaron el edificio piso por piso, bloqueando las rutas de escape con su presencia y dejando abominaciones a su paso. Lentamente, avanzaron hacia el tejado.
Bates y Steve salieron de la armería equipados con sendos lanzallamas. En la espalda llevaban unos bidones ligeros llenos de gasolina gelatinosa. Bates usó uno de aquellos aparatos en Irak y había visto cómo aquel fuego líquido quemaba carne y hueso.
Corrieron por el pasillo, derechos hacia una masacre. A unos metros de distancia, diez zombis formaban un círculo en torno a los sangrientos restos de tres adultos y dos niños que yacían convertidos en un montón de carne. Los hombres se ocultaron rápidamente para pensar qué hacer a continuación.
—Deberíamos ponernos en marcha —gruñó una de las criaturas, con la boca llena de hígado.
—Tengo hambre —se quejó otra, hurgando en la capa amarilla de grasa de uno de los niños—. Déjame terminarme este. Llevo tres días sin comer carne humana.
Un tercero apartó a codazos a uno de los suyos y extrajo el corazón de uno de los cadáveres.
—Debemos continuar —insistió el primero—. Podemos disfrutar de estos despojos más adelante.
—No hasta que nos hayamos hartado. He esperado más tiempo que tú hasta ser liberado del Vacío. ¡Voy a comer hasta saciarme!
Otro zombi sostuvo en alto el brazo de unos de los niños como si fuese un muslo de pollo y le dio un buen mordisco al bíceps.
—Prueba este primero —se relamió los labios y le dio un codazo al primero—. Los niños son mucho más suculentos que los adultos. Pega un bocado antes de continuar.
—Las órdenes de Ob son…
Bates y Steve salieron de su escondrijo y apretaron los gatillos de sus armas al mismo tiempo. Las llamas se precipitaron hacia los zombis, incinerándolos en mitad del festín. Aullaron, no de dolor, sino de rabia y confusión. Dos de los cadáveres caminaron hacia ellos, dejando un rastro ardiente tras de sí. Bates dirigió las llamas hacia ellos hasta que se desmoronaron. No quedó nada más que carne quemada.
Steve se volvió y vomitó. El sistema contra incendios del tejado se activó, empapándolos a ambos.
—Bates —dijo Steve—. No puedo más, tío. No puedo…
—Con suerte, todo habrá terminado enseguida.
—¿Eso crees? Porque yo no lo veo tan claro.
Bates se retiró el pelo húmedo de la cara y condujo a Steve hacia las escaleras.
* * *
El doctor Stern estaba dentro del ascensor, entre las plantas veintisiete y veintiocho, cuando la corriente se apagó. Se quedó de piedra, aterrado ante la posibilidad de que la cabina se precipitase hasta el fondo del hueco. Cuando reparó en que aún estaba firmemente sujeto por los cables, dejó escapar un suspiro de alivio.
Pulsó el botón de emergencias pero, tal y como esperaba, no hubo respuesta. Probó a llamar a través de la radio que tenía enganchada al cinturón, pero tampoco contestó nadie. Después esperó, preguntándose qué hacer a continuación. Estudió su M-16, familiarizándose de nuevo con el arma, y recitó de memoria el curso de choque que Forrest le había impartido. Esperó, deseando oír voces, pasos, cualquier cosa que indicase que alguien estaba al corriente de su situación.
Pero no vino nadie.
El interior del ascensor cada vez estaba más caliente. Stern se quitó la camisa y se secó la frente, intentando no dejarse llevar por el pánico. Sentía la garganta seca y rasposa. Notaba los ojos, al igual que las manos y dedos, hinchados. Le ardían las orejas y, de pronto, le costaba respirar.
«Me está subiendo la presión sanguínea», pensó. «Tengo que calmarme, pensar racionalmente y largarme de aquí».
Volvió a probar la radio. Escuchó un crujido de estática, seguido de una voz distorsionada. Prestó toda su atención, pero no llegó a entender qué decía.
—¿Bates? Soy Stern. ¿Me recibes?
La respuesta fue ininteligible.
—Soy el doctor Stern. Estoy atrapado en el ascensor. ¿Me oye alguien?
Estática. Después…
—Mi polla…
—¿Perdón?
—Me han… quitado la polla. Se la han… llevado…
—¿Quién es? Necesito ayuda. Estoy atrapado en el ascensor.
—Están por todas partes tío… Son miles… Son…
—¿Quién es? ¿Me oye?
—Hace frío. No encuentro a Savini. George está muerto. Igual que… Ken. Le arrancaron los brazos… A Joe y Gary… les dispararon antes de que pudiese impedirlo. Y después… y después…
—Continúa, hijo. Te escucho.
—Después fueron a por mí. Me quitaron los pantalones y… y…
Stern inhaló profundamente y contuvo el aliento.
—Me… la cortaron y se la comieron… y después… me dejaron aquí.
Stern no tenía palabras. El ascensor empezó a dar vueltas. Cerró los ojos para combatir el vértigo. Se le revolvió el estómago.
—Me dejaron aquí para… desangrarme hasta morir. ¡Me han cortado la polla, joder!
—Todo va a ir bien —dijo Stern. Se sintió muy tonto por ello—. ¿Cómo te llamas?
—No quiero ser como ellos —gimió el hombre—. ¡No quiero ser así! No quiero volver.
—Por favor —susurró Stern—, ¿cómo te llamas?
—No quiero volver.
—Por favor, ¿me puedes decir cómo te llamas? ¿Dónde estás?
—Dios te salve María, llena eres de gracia…
Se escuchó un disparo y después, silencio. Stern apagó la radio, intentando combatir un súbito mareo. Al cabo del rato, se le pasó.
El interior del ascensor cada vez estaba más caliente, hasta el punto de ser asfixiante. Al rato, dejó el fusil a un lado, se puso en pie y estudió las puertas. Probó su resistencia metiendo los dedos en el espacio que había entre ellas. Stern tiró, gruñendo por el esfuerzo. Las puertas no se movieron.
—Maldita sea…
Tiró de nuevo con todas sus fuerzas. Las puertas se separaron un centímetro, luego dos, pero ni uno más. Las soltó y cogió aliento.
—En las películas no parecía tan difícil.
Acercó el ojo a la abertura y observó a través de ella. Una de las paredes del hueco del ascensor le devolvió la mirada. A medio metro por encima de su cabeza vio la mitad inferior de otro par de puertas, cayendo en la cuenta de que el ascensor se había quedado atascado entre dos plantas. Si consiguiese abrir las puertas tanto del ascensor como del piso, podría salir trepando.
Se puso en marcha una vez más y, con un último esfuerzo, las puertas se abrieron del todo. Una ráfaga de aire caliente le alcanzó en la cara. Olió el humo.
—Bueno, ya está la primera mitad —dijo, jadeando.
Dejó la radio al lado del fusil y de su camisa, se colocó en el borde del ascensor y se estiró. Sus dedos llegaban a duras penas hasta las puertas de la planta, pero desde su posición no podía abrirlas.
—¿Dónde está la escalera? En las películas siempre hay una escalera dentro del ascensor.
Frustrado, golpeó la pared del hueco con ambas manos mientras juraba.
Alguien contestó al otro lado con unos golpecitos.
—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?
Los golpecitos sonaron de nuevo, acompañados por unas voces apagadas.
—¡Estoy aquí! —gritó Stern mientras golpeaba la pared del hueco—. ¿Pueden sacarme? Estoy atascado.
Las voces le contestaron. Stern no estaba seguro de qué habían dicho, pero sonó como algo parecido a «aguanta».
Y eso hizo. Esperó mientras escuchaba el murmullo de actividad del otro lado de la pared. Al cabo de un rato, las puertas se abrieron, inundando el hueco con el tenue brillo de las luces de emergencia. Oyó una linterna encenderse y uno de sus rescatadores apuntó la luz hacia su cara.
—Gracias a Dios —dijo Stern, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz. Había varios cuerpos tras las puertas abiertas, pero la luz cegadora le impedía discernir quienes eran—. No sabía cómo iba a salir de ahí.
No hubo respuesta.
—¿Podéis apagar la luz, por favor?
—Claro —contestó una voz—. En cuanto te hayamos matado.
Los zombis extendieron sus brazos y lo cogieron por los hombros, tirando de él hacia arriba. El doctor forcejeó y pataleó entre alaridos mientras lo sacaban. Lo tiraron al suelo y lo inmovilizaron mientras lo despedazaban con sus propias manos. Abrieron su abdomen de par en par y buscaron en el interior, revolviendo y hurgando. Una de las criaturas extrajo un puñado de intestinos y lamió las brillantes entrañas. Otro se hizo con un pedazo de pulmón, aplastando el órgano entre sus dedos.
Stern intento gritar, pero no produjo ningún sonido. Sus labios se movieron en silencio mientras un zombi introducía la mano en su interior, desgarraba algo y se lo mostraba para que lo viese.
Contempló su propio bazo y, cuando regresó al cabo de unos minutos, comió un poco de él.
* * *
DiMassi cruzó la puerta de incendios y subió las escaleras a todo correr. El corazón le latía con fuerza y le ardían los pulmones. Se detuvo jadeando en la puerta que conducía al tejado y observó a través del cristal.
El tejado había desaparecido. En teoría seguía allí, pero no podía verlo con tantos pájaros no muertos posados sobre él. Hasta las enormes luces estaban enterradas.
—Hostia puta.
Con las manos temblorosas, cogió uno de los trajes protectores amarillos de los ganchos en los que colgaban. Cuando era niño, el padre de DiMassi había sido apicultor, y el traje que tenía entre manos le recordaba a aquel. Una espesa malla de kevlar lo cubría de la cabeza a los pies, incluyendo el visor de plástico duro cosido a la capucha para protegerle la cara. Era difícil moverse llevando un traje protector, pero gracias a él los pájaros no hacían pedazos a los pilotos de camino al helicóptero.
Sus jadeos, amortiguados por el traje, sonaban mucho más alto en su interior, y su aliento empañaba la protección de la cara. Cogió los gruesos guantes y espero a que el vaho se despejase. Fuera, los pájaros zombi lo miraban a través del cristal.
Sonaron unos pasos procedentes del pasillo y Carson apareció abriendo la puerta de golpe.
—Se acabó, «gordacas».
DiMassi abrió la puerta y salió al exterior. Los pájaros alzaron el vuelo, dirigiéndose hacia él como un solo ser. Cuervos, palomas, pinzones, gorriones y petirrojos batieron sus alas muertas al unísono. Sus ensordecedores chillidos parecían los de un niño gritando y sus cuerpos oscurecieron el cielo. Se abalanzaron sobre el piloto, aplastándolo bajo el peso de su número. Muchas de las criaturas entraron a través de la puerta abierta.
DiMassi tropezó, cayendo de rodillas en mitad del tejado. Sentía la espalda, las piernas y los brazos lastrados bajo el peso de los pájaros. Sus picos y garras agujerearon y rasgaron el traje protector, pero el material resistió. DiMassi se dejó caer hecho una bola y rodó, aplastando a los pájaros con su cuerpo. Después, se puso en pie con esfuerzo y caminó lenta pero sistemáticamente hacia el helicóptero. Había tantos pájaros que era como andar bajo el agua. Abrió la puerta pero los pájaros chocaron contra ella, volviéndola a cerrar. Un gran cuervo le golpeó en el visor con tanta fuerza que hizo una grieta en el plástico. Otro consiguió meter el pico en la costura entre el guante y la muñeca, hiriéndolo.
DiMassi abrió la puerta de la cabina una vez más, entre alaridos, y se metió dentro. Luego la cerró y aplastó a los pájaros que se habían colado con sus manos enguantadas.
—¡Que te den, Carson! ¡Puto marica! ¡Y que os den a vosotros también, pájaros! —Dejó los guantes y la capucha en el asiento de al lado y extendió el dedo corazón hacia la puerta que conducía a la escalera, pero esta había desaparecido bajo una nube de cuerpos podridos y emplumados—. Lo he conseguido. Qué hijo de puta… ¡lo he conseguido!
DiMassi se echó a reír, cruzó los dedos y puso el helicóptero en marcha. Los motores volvieron a la vida con un gañido y el piloto rió a carcajadas.
Carson había recorrido la mitad de la escalera cuando todo a su alrededor se volvió negro. Consiguió proferir un grito breve y ahogado mientras los pájaros se precipitaban sobre él, colisionado como torpedos. Los afilados picos rasgaron cada centímetro de carne expuesta. Sus orejas y mejillas fueron reducidas a jirones. Le sacaron los ojos de las cuencas y le arrancaron la nariz de la cara. Su arma se escurrió de sus manos ensangrentadas, cayó sobre las escaleras y se disparó sola. El ruido del disparo se perdió entre el estrépito de los zombis y los gritos de dolor de Carson, que profirió un alarido cuando una criatura picoteó hasta llegar a su estómago. El pájaro se alejó volando con un pedazo de grasa colgándole del pico. Sintió un dolor agónico en la entrepierna. Le desollaron la garganta.
Carson se desplomó sobre las escaleras y las bajó rodando hasta detenerse contra la puerta cerrada. Los pájaros se abalanzaron sobre él, rasgando su ropa hasta convertirla en harapos. Después hurgaron en su cuerpo, convirtiendo al joven soldado en una masa temblorosa de carne ensangrentada y nervios al descubierto. Pese al dolor y la pérdida de sangre, Carson permaneció consciente todo el rato.
Tardó mucho tiempo en morir.
* * *
Jim, Quinn, Frankie y los demás llegaron a la escalera justo a tiempo para oír los gritos de Carson. Branson se quedó lívido y Danny se alejó mientras se tapaba las orejas con las manos.
—Tenemos que sacarlo de ahí —Branson extendió su brazo sano hacia el pomo—. ¡Lo van a hacer pedazos!
—¡No abras la puerta! —advirtió Quinn—. ¡Les dejarás pasar!
—Pero Quinn, no podemos…
El resto se perdió bajo los gritos de Carson.
—No podemos hacer nada —dijo Quinn, intentando tranquilizarse y mantener la calma—. Si abrimos la puerta, tendremos esas cosas encima en un santiamén.
—Tiene razón —dijo Jim—. Frankie y yo ya hemos visto lo que puede hacer una bandada de pájaros. No tendríamos ni una oportunidad.
—Pero es Carson…
—Y nosotros seremos los siguientes si no me prestas atención —Quinn le cogió de los hombros y le zarandeó. Branson gimió y la herida de su brazo sangró de nuevo.
—Pero Quinn…
Algo colisionó contra la puerta. Otra vez. La puerta tembló.
—Están intentando echarla abajo —dijo Frankie.
—¿Pueden? —preguntó Quinn.
—Ya te digo si pueden. ¿Cuántos pájaros hay en Nueva York?
Quinn se encogió de hombros.
—Millones. ¿Por qué?
—Porque creo que están todos ellos al otro lado de esa puerta —dijo Jim.
Los golpes continuaron, recordándole a Jim el ruido de un martillo. Los pájaros seguían lanzándose contra la puerta, sin importarles el daño que se causaban a sí mismos. El metal empezó a combarse.
De pronto, la rejilla de un conducto de ventilación se abrió hasta quedar colgando de las bisagras. Un niño no muerto cayó desde el tubo, aterrizando a cuatro patas tras ellos. Se echó a reír y se abalanzó sobre el grupo.
Quinn apuntó con su fusil y apretó el gatillo. La cabeza del zombi reventó. Dos tambaleantes pasos después, la criatura se desplomó sobre el suelo. Danny la remató con el bate. Al otro lado de la puerta, los golpes continuaban.
—Venga —les apremió Frankie antes de entrar a toda prisa en la oficina de Ramsey. Jim y Danny la siguieron.
—Espabila, Branson —dijo Quinn mientras lo apartaba de su camino. Apretó la espalda contra la puerta y tensó las piernas. Un segundo más tarde, Branson se le unió. El peso al otro lado de la puerta era inmenso.
La radio de Quinn emitió un crujido. La cogió con una mano mientras seguía haciendo fuerza con las piernas y el brazo libre.
—Quinn.
—Soy Bates. ¿Cuál es vuestra situación?
—Lo habitual: bien jodida.
—¿Perdón?
—Estamos en la planta superior. Ramsey y Carson están muertos. DiMassi ha muerto o ha huido con el helicóptero.
—¿Cuántos sois en vuestro grupo?
Quinn hizo una pausa, contando en silencio.
—Cinco. Branson, Thurmond, su hijo, Frankie y yo.
—¿Podéis moveros?
—Nos encantaría. En cualquier parte estaremos mejor que aquí.
—Bien. ¿Recuerdas dónde te pillamos recibiendo una mamada de esa puta en tu primera semana aquí?
—¿El subsótano? Sí, lo…
—No lo digas en voz alta. Puede que esta línea no sea «segura».
—Vale —tosió Quinn. La puerta empezó a moverse, así que empujó con más fuerza—. Aprieta la espalda contra ella, Branson.
—Quinn —ladró Bates—. ¿Me recibes?
—¡Te recibo! Ando un poco liado, Bates. ¿Cómo coño vamos a llegar ahí abajo? ¿No está el edificio lleno de bichos?
—Ten cuidado, porque están por todas partes. Tendréis que pelear de camino a aquí, pero es vuestra última oportunidad, Quinn. Nos veremos ahí, y daos prisa.
—¿Qué pasa? ¿Por qué ahí?
—No voy a decir nada más por la radio. Puede que estén escuchando. Tú hazlo. Aquí también tenemos problemas. Tengo que irme. Corto.
La puerta se movió una vez más. Quinn y Branson apretaron los dientes mientras la empujaban.
—¡Daos prisa! —gritó Quinn—. ¡No podremos tenerla cerrada mucho más!
La puerta se abrió un poco y por la abertura se coló a toda velocidad un pajarito que revoloteó por el aire. Los hombres volvieron a cerrarla, aplastando cabezas emplumadas y alas.
Frankie y Jim arrastraron el pesado escritorio de roble de Ramsey hasta el pasillo. El pájaro se abalanzó hacia Jim y hundió el pico en su mejilla. Las manos de Jim soltaron el escritorio, que se precipitó sobre los pies de Frankie. Esta gritó, soltando el mueble mientras lanzaba una ristra de maldiciones. Jim esquivó la segunda acometida del pájaro cuando de pronto, Danny dio un paso al frente.
—¡Deja a mi papá en paz! —Trazó un arco con el bate y el pájaro reventó como un tomate podrido.
—Buen golpe, chaval —dijo Frankie—. Y ahora dile a tu padre que me quite este maldito escritorio de encima del pie.
Jim sonrió orgulloso. Cogieron el escritorio una vez más y lo empujaron contra la puerta, bloqueándola. Los gritos de Carson reverberaban desde el otro lado. Jim se volvió hacia Danny y se quedó petrificado, atónito.
Danny estaba golpeando el cadáver del pájaro con salvajismo, hasta convertirlo en pulpa. Sangre y plumas salpicaban las paredes y se quedaban pegadas al bate. Sus labios dibujaban una mueca de repulsión.
—¡Te-dije-que-dejases-en-paz-a-mi-papá! —Cada palabra iba acompañada de un golpe.
La mente de Jim retrocedió hasta el accidente en el coche y el rostro de Danny cuando vio a su padre golpeando al zombi con la piedra. Y ahora…
«Dios mío, ¿qué efectos va a tener este tipo de vida en mi hijo?»
—¿Danny? Danny, para.
Los gruñidos del niño se desvanecieron. Miró a su padre: su rostro estaba pálido y cansado.
—Ya está bien, Danny. Para. Está muerto.
—Lo sé, papá.
Jim le pasó el brazo por los hombros.
—Has sido muy valiente y estoy orgulloso de ti, pero…
—Te estaba haciendo daño, papá.
—Lo sé. Pero tienes que…
Carson lloriqueó desde el otro lado de la puerta.
—Dios mío —gritó Branson, aterrado—. ¡Todavía no lo han matado!
Quinn interrumpió el abrazo de Jim y Danny.
—Tenemos que irnos.
—No importa —susurró Jim—. Hablaremos de ello más tarde.
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti.
Corrieron hasta las escaleras traseras, seguidos por los gritos cada vez más lejanos de Carson.
* * *
El helicóptero despegó y sus aspas trocearon a los pájaros zombi que lo sobrevolaban. DiMassi activó el D.U.R.P. y los restantes pájaros cayeron del cielo como piedras. Sin dejar de reír, viró a la izquierda y sobrevoló la ciudad, por encima de Madison Avenue.
—¡Sayonara, perdedores!
Echó un vistazo al indicador de combustible e hizo un repaso de sus posibles destinos. Alejarse de Nueva York era su principal prioridad, pero llegaría el momento en el que tendría que repostar, encontrar comida y un refugio. Optó por dirigirse hacia el noroeste, a Búfalo: allí había muchas montañas y la zona estaba salpicada de bosques, algunos de los cuales tenían hasta pistas de aterrizaje o llanos en los que podría aterrizar y despegar a salvo.
Quizá el campo fuese más acogedor… por lo menos, estaría menos poblado.
DiMassi comprobó los medidores, asegurándose de que todo funcionaba correctamente. Poco a poco se fue tranquilizando y la tensión se esfumó de sus miembros. El cielo gris y carente de sol se extendía ante él, con la promesa de más lluvia.
Aún estaba repasando los instrumentos cuando un zombi alzó su lanzamisiles desde las calles, lo apuntó con él y apretó el gatillo. DiMassi vio un destello por el rabillo del ojo y entonces fue demasiado tarde.
El helicóptero explotó sobre la calle 35, proyectando tal luz que pareció el segundo amanecer de aquel día. Una lluvia de metal retorcido y combustible ardiente cayó sobre las calles. El humo de la explosión se mezcló con la nube negra que se cernía sobre la Torre Ramsey y con el de los edificios que ardían a su alrededor.
En el interior de la estructura, la masacre continuaba.