—¿Qué pasa, papá? —Danny se incorporó en la cama, recién despertado a causa de la estrepitosa alarma. Había sueño en sus ojos, pero también miedo—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé, coleguita. Espera un segundo, que voy a comprobarlo.
Jim salió de la cama de un salto y se puso los vaqueros. Fuera había cierto jaleo, gente corriendo por el pasillo y gritos. Abrió la puerta, descalzo y sin camiseta, y tembló al sentir el aire acondicionado. La alarma seguía sonando por el sistema de altavoces del edificio.
Un hombre obeso pasó ante él. Jim lo sujetó por el hombro.
—Disculpe, ¿podría decirme qué pasa?
El hombre frunció el ceño, jadeando.
—Hay una reunión de emergencia, colega. Como la de los simulacros. ¿Dónde has estado hasta ahora, en la Luna?
—Soy nuevo. Acabamos de llegar.
—Ah, perdón. Bueno, pues como decía, es el aviso de una reunión de emergencia. Debemos ir todos al auditorio ahora mismo. Y a esta hora nunca hacen simulacros, así que sea por el motivo que sea, debe ser cierto. Será mejor que bajes.
El hombre se libró del agarre y echó a correr antes de que Jim pudiese preguntarle cómo llegar al auditorio. Recordaba vagamente el haberlo visto durante la guía de Smokey, pero había olvidado en qué planta se encontraba.
Jim volvió a la habitación y cerró la puerta justo cuando la alarma dejó de sonar.
Danny estaba sentado en la cama. Parecía pequeño y frágil.
—¿Hay algún problema, papá? ¿Vienen los monstruos?
—No lo sé, bichito. Pero seguro que no es nada. Será un simulacro.
Danny parecía confundido.
—¿Cómo uno de incendios? En el cole había de esos. Eran divertidos.
—¿Sabes qué? Vístete e iremos a comprobar qué pasa.
—Vale.
Danny bajó de la cama con el pelo revuelto y la cara con marcas de almohada. Se quitó el pijama y se puso la ropa que Jim había preparado para él. Mientras se vestía, Jim se puso la camisa, los calcetines y las botas de trabajo. Se le hizo raro ponerse las mismas botas de punta de acero, las mismas botas sucias y machacadas que había llevado desde Virginia Occidental. Volvió a pensar en Martin. Y en Frankie.
Frankie…
Jim se preguntó si debería ir a verla. Si había algún problema, deberían asegurarse de que estaba bien y al tanto de lo que sucedía. Sintió una inexplicable punzada de miedo.
—¿Papá?
—¿Sí, Danny?
—Estoy preocupado por Frankie.
Danny también tenía esa sensación indescriptible.
—Y yo.
—Deberíamos ir a verla —sugirió Danny—, a ver si ya está mejor.
—Creo que es una buena idea. Vamos.
Jim cerró la puerta después de salir. El pasillo estaba lleno de gente que avanzaba a codazos a través de la marabunta. Danny cogió a Jim de la mano para no separarse.
Tardaron diez minutos en coger un ascensor que no se dirigiese hacia abajo. Se metieron dentro y el ascensor subió. Jim se sintió cada vez más preocupado conforme ascendían.
Danny le estrechó la mano.
Jim sonrió, intentando ser valiente delante de su hijo. Pero se sentía de todo menos valiente.
* * *
—¿Qué tal, colegas? —preguntó DiMassi después de eructar.
Branson asintió sin decir nada mientras vigilaba el pasillo.
—Pensaba que tenías tuberculosis o algo así —dijo Carson—. ¿Qué coño haces aquí?
—Nah, estoy bien —tosió—. Forrest me ha dicho que venga aquí echando leches. ¿Qué coño pasa? Más vale que sea importante, estaba dormido.
Branson se encogió de hombros a la par que ahogaba un bostezo. Carson se quedó mirando al obeso piloto.
—Escuchad —susurró Quinn—: Ramsey se ha vuelto loco.
—¿Qué? —La barriga del piloto se desbordaba sobre su cinturón, bamboleándose cuando reía. Apestaba a sudor y a tabaco.
—Lo digo en serio —insistió Quinn—. Todo el mundo está volviéndose loco por la claustrofobia. Hoy se les ha ido la olla a Maynard y a Kilker.
El rostro de Carson se ensombreció al oír los nombres.
—Lo siento, tío —se disculpó Quinn. Después, se volvió hacia DiMassi—. Maynard intentó matar a Carson y al doctor Stern y Kilker se tiró del tejado esta mañana.
DiMassi se volvió hacia Carson.
—¿Es eso cierto, marica?
—Si —asintió el joven soldado—. Y ya te lo he dicho antes, gordo de mierda: no me llames marica.
—Tranquilos los dos —dijo Quinn—. No tenemos tiempo para tonterías. El señor Ramsey también ha perdido el juicio: ya no está en condiciones de dar órdenes y, según parece, está a punto de montarse una buena. Bates quiere que vayamos a por él.
—¿Que lo matemos? —preguntó DiMassi.
Quinn negó con la cabeza.
—No, solo que lo arrestemos. El doctor Stern ha preparado una habitación segura para retenerlo.
—¿Y qué se supone que es la que se va a montar? —preguntó Carson.
Branson se puso tenso y miró a Quinn. El piloto pelirrojo se encogió de hombros.
—Se aproxima un ejército —dijo Branson mientras se limpiaba las gafas con la camisa—. Un ejército de zombis. Tienen armamento pesado: tanques, Bradleys, de todo.
—Mierda —exhaló Carson—. ¿Cuándo van a llegar?
—En cualquier momento.
DiMassi resopló.
—Joder. Estoy de baja un par de días y este lugar se va a tomar por el culo. ¿Y qué tiene pensado hacer el tío duro de Bates contra este ejército?
—No lo sé —admitió Quinn—. Solo sé que tenemos órdenes.
—Pero todo esto no me parece bien —protestó DiMassi—, lo de arrestar al señor Ramsey. Quiero decir, es el jodido Darren Ramsey. Es una celebridad. Un millonario. Igual es Bates el que se equivoca, ¿no os lo habéis planteado?
Los demás no respondieron. Continuaron avanzando por el pasillo con las armas listas. Quinn sacó la tarjeta que Bates le había proporcionado y la introdujo en el lector de la puerta de la oficina, que se abrió sin un ruido. El interior de la oficina estaba totalmente a oscuras. El aire acondicionado murmuraba suavemente.
Quinn se quedó atrás mientras Carson y Branson accedían al interior. Cuando ya hubieron entrado, Quinn les siguió, agachado. DiMassi se colocó en la retaguardia y encendió las luces. Parecía como si un huracán hubiese asolado la oficina. La pantalla del ordenador estaba hecha añicos en el suelo, y la carcasa de la torre mostraba evidentes daños. El suelo estaba alfombrado de papel convertido en confeti y el contenido del escritorio estaba esparcido por la alfombra. Sillas y lámparas yacían en el suelo y la tierra de la maceta en la que crecía un árbol de palma cubría toda la estancia.
Quinn señaló a Branson primero y al servicio después. Luego hizo un gesto a Carson para que registrarse el armario.
—No hay nada, tío —confirmó Carson.
—Aquí tampoco —dijo Branson.
—¿Por qué haría algo así con su oficina el señor Ramsey? —preguntó DiMassi.
—Porque —dijo Quinn mientras revolvía unos papeles—, como te he dicho, sufre una especie de crisis nerviosa.
—¿Cómo sabemos que no es Bates el que ha hecho eso? Puede que Forrest y él estén planeando dar un golpe de estado.
Los otros tres le miraron con desagrado.
—Venga ya, DiMassi —protestó Branson—. ¿Crees de verdad que Bates mentiría sobre algo así?
—No me sorprendería en absoluto. Desde luego, tendría más sentido que esta tontería de que el señor Ramsey se ha vuelto loco.
—Eso son gilipolleces y lo sabes —exclamó Carson—. Lo que pasa es que estás cabreado porque Bates te echó la bronca después de que cogieses el helicóptero el mes pasado sin permiso.
—Cállate, Carson —le advirtió DiMassi.
—¿Y por qué iba a hacerlo? Es la verdad. Te llevaste a esa profesora rubia a dar una vuelta para poder echar un polvo.
—Al menos me tiré a una mujer, maricón de mierda.
Carson atravesó la habitación hacia él con los puños cerrados y los ojos llenos de ira.
Quinn se interpuso entre ambos.
—¡A ver, ya vale! Tenemos trabajo que hacer. DiMassi, quédate por si vuelve Ramsey.
—Pero…
—Carson, Branson, os venís conmigo. Inspeccionaremos el resto de la planta.
—Quinn —protestó DiMassi—, ¡esto es una gilipollez! Si hay un ejército listo para atacarnos, deberíamos estar haciendo algo al respecto, no ponernos a buscar al viejo.
Los dos pilotos se enfrentaron. Quinn se acercó un poco más hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la de DiMassi. A aquel gordo piloto le apestaba el aliento y su frente estaba perlada de sudor. Quinn arrugó la nariz, asqueado.
—Ya te he dicho —susurró— que Bates tiene la situación bajo control. Y ahora, a menos que quieras ganarte una amonestación disciplinaria cuando todo esto haya acabado, te sugiero que hagas lo que se te ha dicho. No te necesitamos, DiMassi. Por si lo has olvidado, Steve y yo también podemos pilotar el helicóptero. ¿Lo pillas?
DiMassi retrocedió.
—Sí, tío. Lo pillo. Joder, Quinn, no tienes que ponerte así.
Quinn salió de la oficina sin prestar atención a sus palabras. Carson y Branson lo siguieron. Antes de salir, Carson le lanzó un beso a DiMassi y le hizo una reverencia.
—Vuelve a llamarme marica cuando todo esto haya acabado, gordo de mierda.
Un lápiz se partió bajo la bota de DiMassi. Se sentó en el asiento de cuero de Ramsey y se hundió en él. Los muelles crujieron bajo su peso. Dejó la pistola en el escritorio e hizo crujir sus nudillos. Sus hombros se relajaron y, al cabo de un rato, cerró los ojos y se durmió.
Los abrió unos minutos después, cuando sintió el frío cañón de una pistola contra su nuca.
—Señor DiMassi —susurró Ramsey—. Le agradecería que no se moviese. Mi oficina ya está hecha un desastre tal y como está. Sería una pena decorarla con pedazos de cráneo.
* * *
Don bostezó y miró a su alrededor, confundido y desconcertado, intentando buscar un asiento libre en el abarrotado auditorio. Las hileras de asientos estaban llenas y hasta había gente de pie en los pasillos. Por primera vez, pudo hacerse a la idea de toda la gente que vivía en el interior del rascacielos. Deambulaban medio dormidos, como él, preguntándose qué ocurría. No se oía otra cosa que el crujir de los papeles y nerviosos cuchicheos.
Don buscó una cara familiar entre la gente. No había ni rastro de Jim o de Danny y se preguntó dónde estarían. Pensó en Frankie, se preguntó si se encontraría bien, y al rato dejó de pensar en ello. Le dolía horrores la cabeza. Se levantó con resaca e, inmediatamente, descubrió que había dormido muy poco tiempo antes de que sonase la alarma.
—¡Don! ¡Eh, Don!
Smokey le hacía señas desde las primeras filas. Don avanzó a duras penas por el pasillo y por entre la fila de asientos, disculpándose con cada persona con la que se cruzaba. Se sentó entre Smokey y Etta, que todavía llevaba los rulos puestos. Leroy estaba a su lado, con los ojos medio cerrados y una expresión cansada.
—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Smokey.
—Creo que Frankie sigue en la enfermería, pero no sé dónde están Jim y Danny. ¿Qué pasa?
—Hay una reunión de emergencia.
—Espero que esto no sea otro jodido simulacro —gruñó Leroy.
—No lo creo —murmuró Smokey—. ¿No os fijasteis en cómo se comportaba Forrest ayer por la noche, cuando se pasó por nuestra partida? Aquí pasa algo.
—¿No sabrás qué, exactamente? —preguntó Don.
—Parece que estamos a punto de descubrirlo —dijo Etta mientras apuntaba al frente con la cabeza.
Bates se subió al escenario, con Forrest y Stern a su lado. Hubo algún que otro grito de júbilo, breves aplausos y unos pocos silbidos, pero la mayor parte de la audiencia permaneció en silencio. Bates se dirigió al estrado sin demora y agarró el micrófono.
—Buenos días.
Sonó un crujido de estática. Hizo una pausa y empezó de nuevo.
—Buenos días. Sé que es muy temprano y quiero agradeceros a todos vuestra premura. Os aseguro que esto no es un simulacro.
Un murmullo de preocupación vibró entre el público.
—En torno a las 01:00 horas…
—Espera un momento —interrumpió Etta—. ¿No se te olvida una cosa?
Bates se quedó un rato callado y luego agachó la cabeza.
—Por supuesto —se disculpó—. Gracias, Etta. Forrest, ¿te importa empezar?
El público se puso en pie y permaneció en silencio. Forrest se colocó ante el estrado y cantó la primera frase del himno nacional.
—Dime si puedes ver…
Don contempló la escena, atónito. Forrest cantaba como un ángel. Como si Marvin Gaye se hubiese reencarnado en el corpachón del soldado. Don sintió un escalofrío por los brazos cuando se unió al coro. Las voces del público se mezclaron en una sola, resonando como olas. Muchos se cogían de las manos y muchos más lloraban.
Cuando terminó, Forrest empezó a cantar otra canción, una que Don no reconocía.
—Cuando los corazones sufren, cuando las almas lloran…
Smokey, Etta y Leroy se unieron a la canción. Don escuchó.
—… tenemos que dejar que el tiempo los cure. Por todas las cosas en las que creemos: libertad para todos, libertad en nuestro tiempo; sé que triunfaremos.
Don sintió un escalofrío.
—Sé que triunfaremos.
Cuando la canción terminó, Don se inclinó hacia Smokey y susurró:
—¿Cuál era?
—Es una canción que se llama «Nuestro sueño», de un músico llamado Fiz.
—¿La estrella del pop? Era de Nueva York, ¿no?
—Sí. La escribió después del primer ataque terrorista contra la ciudad, pero la hemos hecho nuestra.
—¿Qué le ocurrió? ¡Era muy famoso!
Smokey se encogió de hombros.
—Lo más seguro es que devorase o fuese devorado por alguien.
—Una vez más, muchas gracias a todos —dijo Bates.
El público regresó a sus asientos y permaneció en silencio, a excepción de algunas narices sonándose y los sollozos de una mujer.
—En torno a las 01:00 horas, nuestro centro de comunicaciones detectó un gran contingente zombi en movimiento. Hemos concluido que se dirige hacia aquí, a la Torre Ramsey.
Sus palabras fueron recibidas con exclamaciones de asombro y hasta un grito ahogado.
—Están bien armados. Hemos comprobado, después de seguir sus movimientos y tras recibir confirmación visual, que están dentro de los límites de la ciudad. Su intención es lanzar un ataque contra este edificio. Asumimos que tendrá lugar de un momento a otro, así que seré breve.
—¿Y por qué deberíamos preocuparnos? —gritó un hombre desde las últimas filas—. Se supone que este edificio puede soportar cualquier cosa.
Algunas voces clamaron a su favor. Bates se aclaró la garganta y la sala recuperó el silencio.
—Es cierto, el señor Ramsey nos ha asegurado en reiteradas ocasiones que este edificio puede resistir cualquier ataque. No obstante, lo diseñó para soportar ataques terroristas y desastres naturales. Mi opinión y la de nuestra estructura de mando, es que no resistirá la potencia de fuego a la que tienen previsto someternos.
—Ya nos han atacado antes —gritó otro hombre—, ¿por qué iba a ser diferente esta vez?
—Nos enfrentamos a un asalto militar en toda regla. Antes no tenían tanques y artillería, y no tenían un líder.
Don recordó algo que Jim le había contado acerca de él, de un zombi llamado Ob que lideraba al resto. Pero Bates no podía estar hablando de la misma criatura, ¿o sí?
—Se llama Ob —continuó Bates— y, aunque todavía no sabemos mucho acerca de él, es evidente que busca nuestra destrucción. Así que debemos combatirlo. Se le entregará un arma a todo hombre y mujer capaz de manejarla después de dar por concluida la reunión, tras la cual pasarán a unirse a los centinelas del edificio. Es una orden que no admite discusión. Espero que todos y cada uno de los presentes se defiendan a sí mismos y a sus compañeros, porque no podemos hacerlo por ustedes. Forrest se ocupará de las plantas inferiores y yo, de las superiores. Si se niegan a participar en la protección del edificio, serán desalojados.
Un anciano se puso en pie.
—¡No puede hacer eso!
—Póngame a prueba. Tienen que entender que la cosa no está para bromas.
—¿Y el señor Ramsey? —preguntó una mujer—. ¿Por qué no está al mando?
El doctor Stern dio un paso al frente y se colocó ante el micrófono.
—El señor Ramsey se encuentra enfermo e incapacitado para asumir el mando. Su vida no corre peligro y dio órdenes expresas de que fuese el señor Bates el que liderase esta batalla.
Bates acalló otra pregunta.
—Debemos prepararnos inmediatamente. Ninguno de nosotros podía concebir lo que le ha ocurrido a nuestro mundo. Es algo que parece sacado de una película de terror. Pero es real y nos afecta a todos. No hay más que discutir.
Hizo una pausa mientras se aferraba al estrado. Cuando habló de nuevo, su voz se quebró.
—Sé que parece que no hay esperanza. Créanme, nosotros mismos nos preguntamos, por la noche, si todo esto merecía la pena. Por lo que sabemos, puede que seamos los últimos seres humanos vivos del mundo. Esas cosas están por todas partes y cada día son más. Solo tienen que esperar a que muramos. Así que, ¿para qué molestarse?
Los presentes murmuraron y negaron con la cabeza en respuesta a la pregunta. Bates continuó.
—Puede que piensen que mi discurso suena negativo o forzado. Puede que tengan razón. No se me da bien hablar. Soy un guerrero. No tengo una buena oratoria y no me es fácil inspirar a la gente con una arenga. Créanme, he estado en situaciones en las que mis hombres me miraban en busca de inspiración. Se la proporcioné a través del liderazgo. A través del ejemplo. Y espero hacer lo mismo con ustedes. Pero permitan que les hable de otro ejemplo. Hace unos días, nuestros exploradores nos trajeron a un padre y su hijo.
Don estaba completamente estirado en su asiendo, a la escucha.
—Este padre, Jim Thurmond, viajó desde las montañas de Virginia Occidental hasta la costa de Nueva Jersey. Él y sus compañeros superaron horrores inimaginables a cada paso de su viaje… cosas que nosotros ni imaginamos, en la seguridad de nuestra fortaleza. El señor Thurmond lo hizo por una razón, única y exclusivamente: el amor que siente por su hijo. Es lo que le dio fuerzas, lo que le hizo seguir adelante. Les pido que miren alrededor: ¿Aman a alguno de los aquí presentes? ¿Darán la vida para que otro tenga la oportunidad de seguir con la suya? Puede que sus seres queridos no estén aquí. Quizá estén fuera, corrompidos por esas cosas. Puede que nuestros enemigos hayan convertido a sus seres queridos en una perversa caricatura de lo que eran antes. ¿Cuántos de ustedes han visto a sus seres amados convertidos en zombis? ¿No quieren tener la oportunidad de arreglar las cosas? Pues puede que esta sea nuestra última oportunidad al respecto. Somos nosotros contra ellos. Y yo digo que les mostremos de nuevo a esas cosas lo que es la muerte. Que les mostremos lo que realmente significa morir. ¡Que les mostremos de lo que es capaz la humanidad cuando se encuentra entre la espada y la pared! Así que, ¿pelearán?
Unos atronadores aplausos resonaron por el auditorio. El público se puso en pie, lanzando una descarnada ovación. Bates levantó el puño y lo lanzó al aire varias veces, desatando nuevos vítores.
—Diríjanse a la armería —gritó—. Cada uno recibirá un arma y un curso rápido acerca de su uso. Después, se les enviará allí donde hagan falta. Vamos a enseñarles que no tenemos miedo a morir, que rechazamos sus promesas de lo que nos espera tras la muerte. ¡Vamos a enseñarles que no nos iremos sin pelear! Reclamemos nuestros cuerpos… ¡y nuestras vidas!
Bates bajó del escenario y Forrest y Stern fueron detrás. En cuanto bajaron, empezaron a hablar por las radios.
—Bueno —dijo Leroy—. Parece que, después de todo, no era un simulacro.
A medida que el público abandonaba la sala, Don sintió un cosquilleo en las piernas, como si se le hubiesen dormido. Sintió miedo pero, al mismo tiempo, también determinación y orgullo. Se preguntó de nuevo qué les habría pasado a Jim y a Danny y cómo se encontraría Frankie… o si estaba al corriente de la situación. Después se mezcló en la muchedumbre y se marchó.
* * *
El arma de DiMassi estaba metida en la cintura de los pantalones a medida de Ramsey, quien sujetaba, en su envejecida mano, su propia pistola, apuntando con ella al pecho de DiMassi.
—Le aseguro que no estoy loco, señor DiMassi. Solo intento salvarnos.
—Le ruego que me disculpe, señor, pero en ese caso, ¿por qué me está apuntando?
—Bates está borracho de poder —dijo Ramsey, tranquilo y seguro de sus palabras—. Ha intentado un golpe de estado y ha implicado al doctor Stern y a Forrest. Piense en ello, DiMassi. Están a punto de atacarnos. ¿Cree que es el momento adecuado para arrestarme?
DiMassi se mostró de acuerdo en que todo aquello se le hacía raro.
—Han matado al doctor Maynard y al pobre Kilker porque ambos intentaron advertirme de sus planes.
—Pero, ¿de verdad van a atacarnos, señor?
—Mire por la ventana —dijo Ramsey—. Adelante. Véalo con sus propios ojos.
DiMassi apretó la cara contra el cristal y miró hacia abajo, a la ciudad. Las calles estaban iluminadas por miles de focos de luz. El edificio estaba rodeado por vehículos del tamaño de hormigas y minúsculos zombis que sellaban todas las salidas. A medida que observaba, las criaturas prendían fuego a los edificios colindantes.
—Hostia puta —jadeó DiMassi—. ¡Ahí tiene que haber miles!
—Efectivamente —Ramsey asintió—. ¿Lo ve ahora? Bates está fuera de control y le ha engañado para que cumpla sus órdenes.
—Vale —afirmó DiMassi, incapaz de dejar de mirar la escena que se desarrollaba a pie de calle—. Creo en usted. Joder, siempre lo he hecho. Solía verle por la tele y hasta tenía acciones en su empresa.
Ramsey sonrió y bajó el arma.
—La pregunta —continuó DiMassi—, es qué vamos a hacer al respecto.
—Debemos huir —dijo Ramsey—. No podemos quedarnos mucho más.
—Pero pensé que este edificio…
—Esta torre puede resistir todo lo que le lancen esas criaturas, pero eso no me preocupa. Bates no permitirá que ninguno de nosotros dos sobreviva. Está completamente loco. Puede que hasta esté conchabado con los zombis. Me duele decir algo así, pero nuestra única oportunidad de sobrevivir… de hecho, la única oportunidad de la humanidad es huir inmediatamente.
—Pero, ¿adónde? Quinn y yo lo hemos visto desde el aire: los zombis están por todas partes.
—Ya me ocupo yo de eso.
—Deberíamos hacernos con uno de esos M-60. Son la felicidad hecha arma y, si vamos a pie, vamos a necesitar una buena potencia de fuego.
—No vamos a viajar a pie. Hay un túnel subterráneo bajo este edificio pero, por desgracia, no llegó a completarse. Y es obvio que no podemos salir a la calle.
—¿Y el helicóptero? —dijo DiMassi mientras miraba hacia arriba, como si pudiese ver a través del techo.
—Claro, el helicóptero. ¿Hasta dónde podría llegar?
—Depende de cuánto combustible le quede. Quinn y el canadiense fueron los últimos en llevárselo y no sé si repostaron.
—¿Podría llevarnos al puerto de Haverstraw?
—¿El que está cerca de Backard's Point? Claro, aunque sea por las malas. Pero la pista de aterrizaje de Backard's Point está hasta arriba.
—Pero podría aterrizarlo, ¿no?
—Sí, pero ahí no hay casi nada que merezca la pena. Barcos de carga y cosas así.
—Se sorprendería —dijo Ramsey, guiñando un ojo—. Uno de mis barcos está allí, lejos de las miradas curiosas de la prensa.
—¿Y por qué no robamos un barco aquí, en la ciudad? Podríamos hacernos con uno de esos blindados de la Patrulla Costera, o algo así.
—Ya ha visto cómo están las cosas ahí abajo. ¿Cree que nuestros enemigos no se habrán anticipado a esa idea y habrán tomado las medidas oportunas?
—Supongo que no.
—Llévenos a Haverstraw. Una vez allí, empezaremos la segunda parte de nuestro viaje.
—¿Quiere que vayamos a una isla?
—Algo así —la sonrisa de Ramsey desapareció—. Tengo muchos refugios. Uno está debajo de este edificio, muy por debajo de los túneles, las alcantarillas, las tuberías y varias capas de cable de fibra óptica. Pero me temo que jamás lo alcanzaríamos, sobre todo si somos varios.
—¿Varios? —DiMassi miró alrededor para asegurarse de que solo estaban ellos dos.
—Necesitaremos a otros, claro. Una mujer, por lo menos, para procrear. Dos, a ser posible. Tenemos que mantener viva la raza humana.
DiMassi asintió, escuchando a medias. Contempló los edificios en llamas y los zombis aproximándose al rascacielos. Seguía pensando en el barco, preguntándose lo peligroso que sería un viaje por mar abierto. Después miró al exterior una vez más y decidió que no podía ser tan arriesgado como quedarse allí.
—Estaría bien tener una mujer —dijo.
—¿Qué le parece la mujer que está siendo atendida por el doctor Stern? —propuso Ramsey—. Es joven y hermosa… y con carácter. La trajeron hace dos días.
—Claro. He estado en cuarentena, así que no la he visto, pero me fío de su palabra.
Una luz roja brilló en la oscuridad al otro lado de la ventana. Los dos hombres se volvieron hacia ella.
—Están lanzando bengalas —observó DiMassi—. ¿Qué coño intentan hacer?
—Imagino que será algún tipo de señal. Será mejor que nos pongamos en marcha: creo que nos queda poco tiempo.
—Quizá deberíamos olvidarnos de la pava —dijo DiMassi— y largarnos de aquí inmediatamente.
—Tonterías. Es nuestra responsabilidad salvar a la raza humana. ¿Cómo piensa hacerlo si no podemos procrear?
El piloto se encogió de hombros y recogió su pistola del escritorio.
—Vaya al pasillo para comprobar que no hay moros en la costa —ordenó Ramsey.
DiMassi echó un vistazo al exterior. No había rastro de Quinn ni del resto.
—Todo despejado —dijo.
—Excelente. En marcha, entonces.
Los dos hombres corrieron hacia los ascensores.
* * *
La sirena reverberó en la cabeza de Frankie hasta después de haberse detenido.
—¿Ho… hola? —Su garganta estaba seca como el papel de lija, hasta el punto de que su voz sonó rasposa cuando intentó hablar de nuevo. Tenía la cabeza a punto de reventar.
—¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Reinaba el silencio, salvo por los pitidos y zumbidos del equipo que la rodeaba. Un olor a desinfectante impregnaba la habitación.
—¿Hay alguien?
Como nadie contestaba a sus preguntas, se incorporó e inhaló profundamente varias veces para ir recuperando las fuerzas. Tardó varios minutos en quitarse de encima el agarrotamiento de los músculos. Salvo por el dolor de cabeza, la sed y una urgente necesidad de orinar, se encontraba bien. De hecho, no se encontraba tan bien desde que dejó la heroína. Le picaban los puntos, pero la carne que los rodeaba lucía un saludable color rosado, en vez del rojo intenso del día anterior.
—Hay que reconocerlo —dijo en voz alta—, me han dejado como nueva.
Se bajó de la cama, tragó saliva varias veces para humedecerse la garganta y caminó hasta el baño. Se sentó en el frío retrete y tembló de alivio.
Mientras estaba sentada, Frankie sopesó sus opciones. Podía volver a la cama y esperar a que el doctor o la enfermera apareciesen. O podía encontrar su ropa, vestirse y buscar a Jim, Danny y Don.
Después de optar por la segunda opción se subió las bragas y tiró de la cadena. Era evidente que pasaba algo, a menos que la alarma fuese parte de un simulacro. El hecho de que la enfermería estuviese desierta también le preocupó.
Cuando salió del baño, había un hombre al lado de su cama, apuntándole con una pistola. Lo reconoció por haberlo visto en la televisión: era Darren Ramsey, un promotor millonario. Solo que sin su equipo de maquilladores y relaciones públicas, parecía viejo. Enfermo. Frankie también reconoció el brillo de sus ojos: lo había visto antes en la mirada de varios hombres. Ramsey se había vuelto loco. A su lado había un hombre gordo, grasiento, que parecía nervioso.
—Por favor —dijo Ramsey—, no se alarme. No vamos a hacerle daño.
—¿Y no tendrá pensado bajar el arma, verdad? Porque eso contribuiría a tranquilizarme.
—Claro —sonrió y bajó la pistola hasta dejarla a su lado—. Le ruego que me disculpe. No estábamos seguros de quién o qué iba a salir del baño.
El gordo la miró de arriba abajo, centrándose en sus pechos y en el triángulo de vello de entre sus piernas, que asomaba por debajo del dobladillo. Frankie tiró de la bata hacia abajo todo lo que pudo y le devolvió una furiosa mirada.
—Si quieres algo más que mirar, son veinte —se burló.
El rostro del hombre se enrojeció con intensidad.
Ramsey abrió la boca.
—Soy…
—Ya sé quién eres —interrumpió Frankie—. Te he visto en la tele un par de veces. Eres Darren Ramsey. ¿Y este quién es?
—Frank DiMassi —dijo el gordo, antes de volverse hacia Ramsey—. Tenemos que irnos, señor.
El anciano asintió, aprobando la idea.
—Tendrá que perdonarnos… disculpe, ¿cuál era su nombre?
—Frankie.
—Tendrá que perdonarnos, Frankie. El edificio está a punto de ser atacado.
—¿Qué?
—Eso me temo. Estamos completamente rodeados. Los zombis han reunido un ejército como nunca antes he visto. El señor DiMassi y yo nos vamos a una ubicación segura, y sería un honor que nos acompañase.
Frankie echó un rápido vistazo a la pistola y después, a la cara del anciano. La sonrisa de Ramsey flaqueó bajo su mirada, y descubrió que su frente y su labio superior estaban perlados de sudor.
—Gracias —dijo mientras se alejaba sin dejar de mirarlo—, pero he venido con unos amigos. Tengo que encontrarlos y asegurarme de que están bien.
—Le puedo asegurar, Frankie, que si sus compañeros se encuentran en las plantas inferiores, su suerte está echada. Sería mejor y más seguro para usted que viniese con nosotros.
Frankie se alejó un poco más, pero con cada paso que daba se acercaba más hacia DiMassi. El gordo se relamió, con la mirada fija en sus piernas.
—Gracias de todos modos —dijo Frankie—, pero si a vosotros os da lo mismo, seré yo la que se arriesgue a buscarlos.
Ramsey volvió a apuntarla.
—Me temo que debo insistir. Esperaba no tener que llegar a esto, pero usted es esencial en mi plan de repoblar el planeta. DiMassi, si no le supone mucha molestia, ¿le importaría…?
El gordo se abalanzó sobre ella, aplastándola bajo su peso.
* * *
La Torre Ramsey se alzaba hacia el cielo del alba de Nueva York, oscurecido por el humo de los edificios en llamas que la rodeaban.
Lejos del alcance del fuego, miles de zombis esperaban en filas, rodeando el edificio.
Ob echó un vistazo a su ejército no muerto, regodeándose en su tamaño. Después, devolvió su atención al rascacielos.
En su interior, los humanos tomaban posiciones en las ventanas, o corrían de acá para allá como ratones asustados. La plaza y las aceras que rodeaban el edificio estaban bloqueadas por montones de muebles rotos y astillados que conformaban una barricada primitiva pero eficaz. Las puertas exteriores y las ventanas de las cinco primeras plantas, incluyendo la gran ventana del vestíbulo, estaban cubiertas de tablones de madera.
Uno de sus tenientes se le acercó. Le colgaban los intestinos, que se bamboleaban con cada paso, cubiertos de moscas.
Ob se volvió hacia él.
—Supongo que la última bengala significa que está todo listo.
—Todo el mundo está en posición, mi señor. Sus fuerzas están listas.
—Excelente —siseó Ob, exhalando un aire fétido—. Acabemos con esto para que todos nuestros hermanos puedan abandonar el Vacío de una vez. Que comience el ataque.
El teniente zombi gritó varias órdenes mientras regresaba a la formación. Pasados unos minutos, un camión avanzó por la calle hasta detenerse ante el rascacielos. El zombi que lo conducía cambió a una marcha superior y el motor rugió frenético, en crescendo. Entonces, el vehículo salió disparado hacia delante, pasando por encima del bordillo de un salto e incorporándose a la calzada.
Las ventanas del edificio se abrieron y los humanos dispararon al vehículo. Pájaros no muertos se abalanzaron inmediatamente contra los francotiradores. Los humanos retrocedieron, gritando y peleando con los pájaros que se precipitaban sobre ellos desde las ventanas. Una escopeta cayó al suelo, traqueteando contra el asfalto. Un zombi abandonó la formación y se lanzó a por ella, pero en cuanto la cogió, se desplomó después de que una bala le destrozase la cabeza.
Otro zombi dio un paso adelante y quitó la anilla de una granada. Antes de que pudiese lanzarla, una bala le atravesó la muñeca, cercenándole la mano, que cayó a sus pies sujetando aún la granada. Un segundo después, la explosión hizo pedazos a la criatura.
—Eso es a lo que yo llamo una granada de mano —bromeó Ob—. Le está bien empleado por no acatar las órdenes.
El teniente no dijo nada.
El camión siguió cogiendo velocidad, dirigiéndose a toda prisa hacia el edificio. Atravesó las barricadas y avanzó hacia el vestíbulo principal.
—Esto va a ser digno de verse —se jactó el teniente.
Ob se mostró de acuerdo.
—Vamos a llamar, a ver si hay alguien en casa.
Cullen y Newman odiaban el turno de noche, pero odiaban todavía más vigilar el vestíbulo. En circunstancias normales, se hubiesen sentido aliviados al amanecer, con la llegada del siguiente turno. Pero entonces, mientras tenía lugar el ataque, Bates les había ordenado que mantuviesen la posición. Les prometió que enviaría refuerzos.
Ninguno de los dos había sido un soldado antes del alzamiento. Newman trabajaba en un estudio de grabación y Cullen era abogado. Pero ahora eran voluntarios del cuerpo de seguridad de la Torre Ramsey. Nunca antes se habían arrepentido tanto de desempeñar aquella función como entonces. El vestíbulo apestaba, no solo por el constante hedor de la carne podrida que rondaba fuera, sino también por el humo, que se colaba en el edificio a través de las ventanas agrietadas y del sistema de ventilación.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —susurró Cullen tras el mueble de recepción cubierto de sacos terreros. Permanecía agachado, pues no quería que Newman lo viese temblar.
—Apenas puedo ver por culpa del humo —Newman oteó a través de la mira—. Esos cabrones le han prendido fuego a todo, tío.
—Tiene huevos —protestó Newman—, deja de llover justo cuando más lo necesitamos.
—Sí —afirmó Newman—. Pero bueno, poco importa. No creo que lleguemos a ver la luz del sol.
—Espero que lleguen pronto los refuerzos —dijo Cullen—. Estoy reventado, tío. Llevo de pie toda la noche.
—Tío, están a punto de atacarnos. ¿De verdad crees que es el momento de echar una siesta?
—No —reconoció Cullen—, pero había pensado en buscar a Rebecca.
—¿Quién, la enfermera?
—No, esa es Kelli. Rebecca trabaja en el invernadero de la decimoquinta planta. La conocí hace unos días en el gimnasio. Estoy preocupado por ella.
—Será mejor que te preocupes de ti mismo, tío. Céntrate en lo que está pasando.
Sonó el timbre del ascensor y sus puertas se abrieron. De él aparecieron diez hombres armados hasta los dientes que se dirigieron hacia ellos y tomaron posiciones. Su equipo traqueteaba mientras corrían.
—¿Cuál es la situación? —preguntó en voz alta uno de ellos.
—No estamos seguros —respondió Newman.
—¿Cuántos son?
De pronto, Newman ahogó un grito y se alejó de la mira al ver unas luces que se dirigían hacia las puertas bloqueadas.
—Oh, mier…
Un segundo después, vieron la luz del sol.
Brillaba en el interior del vestíbulo.