Bates estaba a mitad de camino de los aposentos de Ramsey cuando su radio emitió un crujido. La descarga de electricidad estática sonó como un disparo en aquel silencioso pasillo. Molesto, la cogió de un tirón y habló en voz baja.
—Aquí Bates.
—¿Señor Bates? —Era Branson, un antiguo meteorólogo convertido en uno de los especialistas en comunicaciones—. Será mejor que venga al centro de comunicaciones ahora mismo. Tenemos problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
—No se lo creería, señor.
—Pruebe a ver. Déjese de acertijos e informe.
Pudo oír a Branson tragar saliva a través del minúsculo altavoz.
—Los zombis, señor. Han… bueno, han tomado todos los canales de emisión: de radio, militares, comerciales, hasta las frecuencias de la marina. Todo.
—¿Y qué están haciendo?
—Anunciando que está todo despejado. Diciéndoles a los supervivientes de la zona que ya es seguro salir, que vengan a Manhattan. Que la ciudad está asegurada y que vengan aquí, donde recibirán comida y refugio.
—¿Está seguro de que son ellos?
—Le ruego disculpas, señor Bates, pero, ¿quién más podría ser? Sabemos de sobra que no es seguro salir afuera. Están conduciendo a la gente a una trampa.
—Maldita sea. Qué ocurrentes —pese al odio que profesaba Bates a las criaturas que rodeaban el rascacielos, aquella ingeniosa idea merecía respeto.
—¿Señor? Eso no es todo. Hemos recibido una transmisión del sur: un contingente armado se está desplazando. Y cuando digo «armado», quiero decir que cuentan con tanques y artillería pesada.
—¿Humanos? ¿Una milicia, quizá?
—Negativo. Son zombis, señor.
—¿Tiene alguna idea de adónde se dirigen?
—Aquí.
Bates sintió la sangre helándosele en las venas.
—Ahora mismo voy. Sigan supervisando todos los canales.
Se dirigió hacia el ascensor, entre maldiciones.
La puerta del despacho de Ramsey, que había dejado un pequeño hueco abierto durante la conversación, se cerró en silencio.
Darren Ramsey no había conseguido su posición en la vida a base de ser idiota. Una maliciosa astucia, un agudo instinto de conservación y una saludable dosis de paranoia le habían servido bien durante sus sesenta y cinco años en la Tierra.
Habilidades de las que seguía haciendo uso.
Dejó que la puerta se cerrase sola y escuchó hasta oír el timbre del ascensor. Cuando estuvo seguro de que Bates se había ido, colocó la pistola cargada en el escritorio e hizo clic con el ratón del ordenador. El salvapantallas desapareció. Ramsey hizo clic una vez más e introdujo la contraseña, lo que le proporcionó acceso al sistema de seguridad del edificio (algo que ni siquiera Bates sabía que siguiese en funcionamiento). Cuando el supervisor del equipo de mantenimiento descubrió la red por accidente, Ramsey le sobornó con una caja de puros, una botella de bourbon y la promesa de un millón de dólares cuando la sociedad volviese a la normalidad. En el edificio había más de mil cámaras de última tecnología cuidadosamente escondidas, todas ellas con micrófono y zoom. Ninguna era más grande que la cabeza de un alfiler.
Ramsey deslizó los dedos sobre el teclado, como un pianista en un concierto. Una rápida sucesión de imágenes apareció en el monitor.
Smokey, Quinn, los cocineros Leroy y Etta y uno de los recién llegados (¿Era De Santos? Ramsey no lo recordaba…) jugaban una partida al póker, riendo, fumando y contando chistes verdes.
FLASH
Carson había encontrado consuelo en los brazos de otro hombre. Aunque la habitación estaba a oscuras, Ramsey pudo ver las lágrimas del joven deslizándose cerca de su nariz entablillada. El anciano se preguntó si aquellas lágrimas eran por su amigo muerto, por él, o por todos.
FLASH
Kelli, la joven enfermera, estaba tumbada en la cama, masturbándose vigorosamente con una mano mientras se acariciaba los pechos con la otra. Ramsey subió el volumen un rato, pero perdió el interés en seguida. Su pene siguió flácido. Se preguntó si los vídeos que había grabado Maynard antes de su muerte le interesarían más.
FLASH
Steve, el piloto canadiense, estaba tirado sobre la cama, vestido y roncando. En la mesita de noche había una botella medio vacía de bourbon marca Knob Creek y una foto de su hijo.
FLASH
En el tejado, una bandada de cuervos, palomas y gorriones no muertos rondaban sobre el helicóptero y las luces estroboscópicas, contemplando la puerta pacientemente.
FLASH
DiMassi, el piloto enfermo, estaba viendo la tele —un viejo episodio de los Héroes de Hogan de la emisión en circuito cerrado del edificio— mientras bebía una lata de cerveza tibia. Su habitación estaba cubierta de basura: latas aplastadas, pañuelos de papel, restos de pizza a medio comer y envoltorios de golosinas. Ramsey se sintió asqueado, pero pensó hasta qué punto podía sacar provecho de aquel hombre. DiMassi se había enfrentado recientemente con Bates, así que podía acabar siéndole útil.
FLASH
El oscuro vestíbulo permanecía en silencio, salvo por las distantes blasfemias de los zombis que rondaban por las puertas de entrada, seguras tras las barricadas. Un complicado nido de trampas y cables se extendía por el vestíbulo. Dos guardias —sospechaba que eran Cullen y Newman, pero era complicado acordarse de todos los nombres—, estaban sentados tras un recibidor convertido en fortaleza, rodeado de sacos terreros, mientras escuchaban a los no muertos. Ramsey pudo ver con claridad el miedo que intentaban ocultarse el uno al otro.
FLASH
Bates había llegado a la sala de comunicaciones y estaba sentado ante el panel de mandos, con Val y Branson a su lado. Sabía que Val estaba embarazada. De Branson no sabía gran cosa.
Ramsey subió el volumen y amplió la imagen.
—… civiles y militares allí dispuestas. Repitiendo mensaje. Aquí la Agencia Federal de Control de Emergencias, emitiendo a todos aquellos que puedan oír este mensaje. El Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos ha concluido que Manhattan y los alrededores de Nueva York han pasado a ser zonas seguras. La cuarentena ha concluido. Animamos a todo el personal militar y civil a dirigirse a la zona inmediatamente. Disponemos de refugios y estaciones de ayuda en la que se les proporcionará comida, agua y atención médica. Repetimos: ha concluido la alerta sobre la ciudad de Nueva York, que ha pasado a ser una zona segura. Diríjanse allí para recibir ayuda de manos de las autoridades civiles y militares allí dispuestas. Repitiendo mensaje.
—Increíble —suspiró Val.
—Sí que lo es, desde luego —dijo Branson—. ¿Qué cree, señor Bates?
Bates se encendió un cigarrillo y cerró el mechero de golpe.
—Creo que estamos jodidos.
—¿Por qué?
Val hubiese preferido no respirar el humo, pero no dijo nada. Branson se limpió las gafas con la camisa y esperó la respuesta de su superior.
Bates exhaló un fino hilillo de humo.
—¿Por qué no han hecho esto antes? ¿Por qué ahora, de golpe? Tienen un líder… alguien nuevo que les dice qué hacer.
—¿Cree…? —Val hizo una pausa y luego continuó—. ¿Cree que los habitantes del edificio pensarán que el mensaje es auténtico e intentarán salir al exterior?
—Si lo hacen, estarán muertos antes de cruzar las puertas del vestíbulo: todos los guardias allí apostados tienen órdenes de disparar a cualquiera que intente salir. Eso es lo que quieren esas cosas: una grieta a través de la cual entrar.
Los operarios se quedaron en silencio.
—Pónganme la otra emisión —dijo Bates.
Branson movió los pies, nervioso.
—La han cortado, señor.
—¿Han podido grabarla?
Los operarios negaron con la cabeza.
—Mierda. Bueno, ¿y qué oyeron? No se dejen ningún detalle, por trivial que pueda parecer.
—Hay un gran contingente de zombis dirigiéndose hacia aquí desde Pennsylvania —informó Val—. Se estima que llegarán en unas cuatro o cinco horas, en torno al amanecer.
—Lo cual no tiene sentido —interrumpió Branson—, ya que Hellertown está a solo dos horas de aquí.
—En circunstancias normales, sí —dijo Bates—. Pero estoy seguro de que las carreteras están saturadas de vehículos abandonados. Quería hablar con el grupo de Thurmond para recabar información sobre la zona que rodea la frontera, sobre todo allí donde no llegan los vuelos de reconocimiento.
—¿De dónde han venido? —preguntó Branson.
—De Virginia Occidental.
—La leche. ¿Y han conseguido sobrevivir todo este tiempo en tierra? Dales una pistola ahora mismo, se ve que sabrán manejarla. Esa gente tiene que ser dura de cojones.
Bates asintió en dirección a Val.
—Así que el ejército zombi estará aquí por la mañana.
La boca de Val era una línea fina y apretada.
—Continúe —la apremió Bates.
Tomó una bocanada de aire.
—El ejército zombi parece estar compuesto, fundamentalmente, por las unidades del ejército ubicadas en la zona, señor.
—Me lo imaginaba.
—Es un contingente móvil compuesto por varios cientos de vehículos, militares y civiles. La caravana ha estado informando por radio a alguien llamado Ob.
—¿Ob?
—Sí. No hemos podido determinar quién es, pero imaginamos que será su líder. De ser así, entonces es obvio que se trata de uno de ellos.
—¿Y dónde se encuentra? ¿Sabemos dónde está Ob?
Val se puso pálida.
—Aquí, señor. Está aquí, en la ciudad. Y por lo que he oído, está al corriente de nuestra existencia.
—Es evidente. Por eso rondan alrededor de este edificio día y noche.
—Pero, señor Bates, aún hay más. Este líder, Ob, le dijo al contingente que tenían el camino libre, pero que despejar el túnel llevaría más tiempo del previsto, así que les dio direcciones alternativas desde su puesto de mando.
—¿Direcciones hacia dónde?
—Aquí, señor.
—¿A la ciudad? Eso ya me lo ha dicho.
Val se puso aún más pálida.
—No, señor. Aquí. A la Torre Ramsey.
Ramsey apagó la cámara y desconectó el sistema de seguridad. Se reclinó en el asiento, bañándose en el suave brillo del salvapantallas de su monitor (la portada de su autobiografía mejor vendida).
Se acercaban. Era cuestión de tiempo. Estaba nervioso pero, a la vez, apenas podía contener su alegría. Era la oportunidad perfecta de demostrar, de una vez por todas, cuánto daño podía soportar su edificio indestructible. Aparcaría todas las dudas y, lo más importante, su rebaño seguiría sano y salvo entre sus muros. Y cuando el asalto hubiese fracasado, se lo agradecerían. Lo alabarían.
Lo adorarían.
Pero, ¿acaso bastaba con recrearse en las alabanzas? Ramsey estaba acostumbrado a capturar la atención del público, la ansiaba. Pero quería algo más que sus elogios. Quería (necesitaba) ser su salvador.
Bates podía entrometerse. Bates, Forrest y Stern. Creían que estaba loco. ¡Él, Darren Ramsey! Escuchó su conversación después de haber abandonado la sala de conferencias. Pocilga también podía acarrearle problemas. A Ramsey no le sorprendió que el vagabundo estuviese al corriente de su túnel: el capataz le informó de varios casos de vandalismo y robos por parte de los sin techo durante su construcción. Pero ese hombre se lo había contado al resto y parecía que Bates estaba planeando llevar a su gente —la gente de Ramsey— a la red de túneles que se extendía bajo la ciudad. Conduciéndolos lejos de la seguridad que proporcionaba el edificio.
No podía permitirlo. Tenía que mantener el control. Tenía que demostrarles a todos que tanto el edificio como él eran indestructibles. Era una pena que Bates tuviese tan poca fe. Ramsey estaba satisfecho con su trabajo como guardaespaldas.
Pero había llegado el momento de despedirlo.
Ramsey cogió la pistola.
* * *
—Disparadme —murmuró Don—, y acabad con mi dolor.
Quinn se echó a reír cuando Don, Smokey y Etta decidieron no ver las cartas, colocándolas boca abajo sobre la mesa. Después, subió la apuesta y decidió verlas. Leroy maldijo y mostró su mano perdedora mientras Quinn arrastraba el montón de dinero hacia sí.
—Me debes otros veinticinco de los grandes.
—No sé por qué estás tan contento —murmuró Etta—. Este dinero vale tanto como el del Monopoly.
—Sí —dijo Leroy mientras se encendía un cigarrillo—. Tampoco es que puedas salir a gastarlo.
—Me da igual que tenga valor o no —les dijo Quinn mientras se servía otro vaso de bourbon—. Me gusta la sensación del dinero entre mis dedos.
—¿De dónde lo habéis sacado, por cierto? —preguntó Don.
—Del banco —gruñó Leroy—, está debajo, en el vestíbulo.
—¿Lo… lo habéis robado?
—Tampoco es que los clientes vayan a retirarlo. Además, jugar con cigarrillos acaba siendo aburrido.
—Joder —se quejó Etta—. También se hace aburrido con dinero que no sirve para nada.
—¿No habéis pensado en la cantidad de dinero que debe haber por ahí? Por no hablar de los diamantes y cosas así —dijo Smokey, señalando a la ventana. Un pájaro zombi pasó volando, envuelto por la oscuridad. Lo ignoraron.
Pero Don no. Él sintió un escalofrío antes de devolver su atención a la mano que Smokey estaba repartiendo.
—¿Estáis seguros de que esas cosas no pueden entrar en el edificio?
—Sí —dijo Leroy mientras estudiaba las cartas.
—Segurísimos —confirmó Quinn—. ¿Tú no?
Don se encogió de hombros.
—Supongo que me siento como un pasajero del Titanic. No sé, no me parece realista. Nada es completamente impenetrable. Creo que debería haber un plan de emergencia o algo así.
Los demás permanecieron en silencio. Después, Smokey miró sus cartas, vacío su vaso y habló.
—Preferimos no pensar en ello, Don. Si intentan entrar en serio, tampoco es que podamos hacer nada al respecto, ¿sabes?
—¿Así que os sentáis a esperar? ¿Eso no es una mentalidad de búnker?
Quinn arrojó varios miles de dólares al montón que descansaba en mitad de la mesa. Después enrolló un billete de cien dólares, lo encendió, y acercó la llama al extremo de su cigarrillo. Por último, tiró el billete en llamas al cenicero.
—Es el fin del mundo, de todos modos —dijo—, estemos dentro o fuera, en las calles. Personalmente, prefiero esperar aquí y jugar a las cartas encendiéndome los pitillos con billetes de cien.
—Vamos a tener que empezar a racionar la comida —dijo Etta—. Leroy y yo llevamos la cuenta de todo lo que hay en el restaurante, en las neveras de la cafetería y en los almacenes. También contamos con lo de las máquinas expendedoras y así. Pero no nos durará más de un mes. No sé qué vamos a hacer después.
—Podríamos empezar a comer zombi —bromeó Quinn.
Smokey sintió arcadas.
—No te pases, tío.
—Eh, ¿por qué no? —dijo Quinn mientras miraba sus cartas—. Ellos nos comen a nosotros, ¿no? Yo digo que cambiemos las tornas y nos los empecemos a comer. Los podridos no, pero pensad en ello: se coge a uno que haya muerto hace poco y se le cocina antes de que la carne se ponga mala. Por ejemplo, si mañana te da un ataque al corazón, Leroy podría cocinarte antes de que te convirtieses en zombi.
—Si tengo especias a mano —dijo Leroy con una sonrisa—, puedo cocinar cualquier cosa. Hasta zombi.
—Qué guarrada —Etta parecía asqueada—. Sois lo peor.
Alguien llamó suavemente a la puerta. Smokey la abrió y Forrest y Pocilga entraron en la habitación. Dios iba tras ellos: pasó corriendo entre las piernas de Smokey y saltó al regazo de Etta.
—¿Qué coño hace este aquí? —protestó Quinn, arrugando la nariz.
—Se une a la fiesta —dijo Forrest. Parecía incómodo.
—¿Te apetece jugar, Pocilga? —preguntó Leroy.
—No, Dios no me deja. Pero gracias de todas formas.
Forrest se dirigió a la ventana y contempló la noche. Apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos crujieron.
—¿Te apuntas? —le preguntó Quinn.
Forrest no reaccionó, como si no le hubiese oído.
—¿Forrest? ¡Forrest! ¡Eh, grandullón!
Se dio la vuelta. Su oscuro rostro estaba totalmente serio.
Smokey se preparó otra copa.
—¿Qué te ronda por la cabeza, Forrest?
—Nada —intentó sonreír, pero resultaba forzado. Se volvió hacia Don—. ¿Qué tal te tratan, compañero?
—Me están dejando pelado —contestó Don—. Pero como he venido sin un duro, me han dejado utilizar su dinero, así que supongo que no pasa nada.
La radio de Forrest emitió un crujido. La cogió y se acercó el micrófono.
—Adelante.
—Forrest —Bates parecía preocupado—. ¿Dónde estás?
—Echando unas cartas. ¿Qué pasa?
—¿Pocilga sigue contigo?
—Sí, está aquí, con el gato.
—Venid conmigo al subsótano.
—¿Ahora?
—Ahora.
Cogió a Pocilga del brazo y lo sacó de la habitación. El gato les siguió.
Smokey movió en círculos la bebida contenida en su vaso.
—¿A qué ha venido eso?
Quinn sonrió sin soltar el cigarrillo.
—Será el fin del mundo, otra vez.
* * *
Jim se despertó por la insistente necesidad de vaciar la vejiga. Se levantó de la cama casi sonámbulo y caminó de puntillas hasta el baño. Orinó, pero no tiró de la cadena para no despertar a Danny. Mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Había envejecido diez años en dos semanas. Carrie no le reconocería.
Al recordar a su segunda mujer, sintió una punzada de dolor. Sin previo aviso, las lágrimas empezaron a manar de sus ojos. Jim se sentó en el retrete, temblando con cada sollozo. Lloró por Carrie y por su bebé nonato. Lloró por Martin. Hasta lloró por Tammy y Rick. Lloró amargas lágrimas por lo que Danny había tenido que pasar y lágrimas de alegría porque el chico ya estaba con él, a salvo. Cuando terminó, Jim apagó la luz del baño y volvió a meterse en la cama. Se quedó dormido inmediatamente, exhausto física y emocionalmente.
* * *
—Los obreros no habían llegado hasta aquí —les dijo Pocilga, una vez en el subsótano—, así que tendremos que recorrer algo más de un kilómetro por las alcantarillas antes de llegar a donde lo dejaron.
Forrest arrugó la nariz, asqueado.
Dios se colocó sobre una tapa de alcantarilla del suelo de cemento del subsótano y maulló. Después se enroscó entre las piernas de Pocilga, ronroneando.
—¿Por ahí abajo? —preguntó Bates, escéptico.
—Sí, Dios dice que por ahí es por donde tenemos que ir.
—¿Estás completamente seguro de que puedes conducirnos al túnel?
Pocilga asintió.
—Y una vez en él, todo recto hasta el aeropuerto.
—¿Y si nos sorprenden?
—Entonces os llevaré al refugio.
—Bates —preguntó Forrest—, ¿cómo coño vamos a hacer pasar a todo el mundo por la alcantarilla?
—No vamos a hacerlo, no de momento, al menos. Enviaremos un equipo de reconocimiento para asegurarnos de que el túnel privado de Ramsey existe y para hacernos una idea de los peligros que nos podamos encontrar. Luego iremos nosotros. Pero tenemos que enviar al equipo cuanto antes.
—¿Por qué? —preguntó Forrest.
—Porque se acerca un ejército.
—¿Nuestro?
—Suyo.
De pronto, Dios se encogió y bufó.
—¿Qué te pasa, Dios? —Pocilga se agachó para rascar al gato, pero este retrocedió sin dejar de bufar.
Los otros dos hombres se limitaron a ignorarlo. Bates estudió la tapa.
—Vamos a levantarla y a echar un vistazo.
Hilvanó un cable de acero a través de dos de los agujeros y, entre Forrest y él, tiraron de cada uno de los extremos y los levantaron, gruñendo por el esfuerzo. La tapa de la alcantarilla se abrió con un crujido. Después, la dejaron en el suelo y miraron por el agujero. El interior era oscuro y lo único que podían ver eran los primeros peldaños de la escalera de servicio.
Forrest arrugó la nariz.
—Joder, qué peste. Huele peor que un zombi de un mes.
Bates sacó una pequeña linterna de su bolsillo, se puso en cuclillas y orientó la luz hacia el agujero.
Un par de ojos rojos le devolvieron la mirada.
—¡Joder!
La rata no muerta saltó desde la escalera. Sus garras arañaron la mejilla de Bates, desde la que manaron finos hilos de sangre. Sus dientes se hundieron en la camisa, rasgándola.
Bates rodó hacia atrás entre gritos, cogió a la inquieta criatura por la cara y la arrojó al otro extremo de la habitación mientras más ratas chillonas surgían del hueco de la alcantarilla.
Forrest sacó su pistola de la funda pero, antes de que pudiese descerrajar un solo tiro, dos de las ratas se le echaron encima, trepando por sus piernas. Gritó y las golpeó con las manos mientras unos dientes afilados como agujas se hundían en sus palmas y en la tierna carne entre el pulgar y el índice.
Otra rata corrió hacia Pocilga. El anciano tropezó y cayó de espaldas al suelo. En cuanto la rata salió disparada hacia su entrepierna, Dios dio un salto y atrapó a la criatura entre sus mandíbulas, haciéndola pedazos. Una lluvia de miembros podridos y pelo cubierto de sangre salpicaron al hombre y al felino.
Bates cogió el cable y devolvió la tapa de alcantarilla a su sitio. Después, fue corriendo a ayudar a Forrest, que consiguió quitarse de encima a una de las ratas agitando la pierna. Dios se abalanzó sobre ella. Forrest cogió a la otra con la mano y la estampó contra un poste de acero.
La rata que había atacado a Bates corrió por el suelo de cemento, dirigiéndose hacia el gato. Bates cogió al zombi por la cola y lo volteó por encima de su cabeza. Luego, le soltó. La rata cruzó el subsótano volando hasta estrellarse contra el muro.
Los tres hombres jadearon, intentando recuperar el aliento, mientras el gato se lamía el pelo.
—¿Qué tal las manos? —le preguntó Bates a Forrest.
—Las muy zorras me las han dejado finas, pero estaré bien.
—Ve a buscar al doctor Stern y que se ocupe de esas heridas. A saber las enfermedades que pueden transmitir esos bichos.
Súbitamente, Forrest pareció muy desmejorado.
—Por lo menos no es como en las películas, en las que si te muerden, te conviertes en uno de ellos.
—Yo voy a buscar al señor Ramsey y a ocuparme de la situación. Cuando haya terminado, tendremos una reunión de emergencia.
—¿No seguirás pensando en ir ahí abajo?
—¿Por qué no?
—Bates, ¿qué coño acaba de pasar? ¡Ratas zombi, tío! Están ahí abajo, esperándonos.
—Míralo así, Forrest: ¿cuántos pájaros nos están esperando en el tejado y más allá de las ventanas? Y ya puestos, ¿cuántos zombis hay en las calles? Solo necesitan un hueco por el que entrar.
—No me digas. ¿Y qué quieres decir con eso?
—Que solo han aparecido cuatro ratas. No había una horda esperándonos: solo eran cuatro.
—¿Y?
—Y que creo que cumplían otro propósito. Creo que las enviaron aquí para espiarnos, para buscar una forma de entrar.
—¿Para espiarnos? Bates, tío, tú también empiezas a hablar como un loco.
—Nosotros podemos enviar grupos de reconocimiento. ¿Por qué no ellos?
Forrest abrió la boca para contestar, pero al final, se limitó a negar con la cabeza. Se quitó la camisa y la utilizó para vendarse una de las manos heridas.
—Vale —suspiró—. Pero una vez estemos ahí abajo, vamos a ser presas fáciles. ¿Y si el túnel no existe o no lleva hasta el aeropuerto?
—En el peor de los casos, podemos llegar hasta el refugio: estoy seguro de que existe. Escribieron un artículo sobre ello en la revista Time. La ciudad está plagada de ellos.
Dios se frotó contra los zapatos de Bates y este rascó al felino, que no dejaba de ronronear, tras las orejas.
—Parece que tu gato nos ha venido bien después de todo, Pocilga.
El vagabundo se cruzó de brazos.
—Se lo dije, señor Bates. Dios nos protegerá.
Bates volvió a mirar a la entrada de la alcantarilla.
—Puede guiarnos en caso de que decidamos bajar. Y yo estaré tras él con un lanzallamas.
—¿Un lanzallamas?
—Sí. Sigo creyendo que esos zombis eran un grupo de avanzadilla, pero estoy convencido de que habrá muchos más ahí abajo. Creo que podemos igualar las posibilidades con Dios y un lanzallamas.
* * *
Don regresó a duras penas a su cuarto pasadas las dos de la madrugada. No tenía previsto quedarse hasta tan tarde, pero tampoco le apetecía marcharse. Le gustaba volver a reír, volver a estar con gente charlando y jugando a las cartas, divirtiéndose. Sin cadáveres andantes a los que disparar o de los que huir, sin tener que viajar de un peligro a otro. Hasta entonces, no se había dado cuenta de la claustrofobia que le provocaba vivir en el cuarto reforzado… y, al fin, se sentía vivo de nuevo.
No pensó en Myrna durante toda la partida. Se dio cuenta de ello cuando metió la llave en la cerradura. Al principio se sintió culpable, pero mientras tanteaba en busca del interruptor de la luz, decidió que tampoco pasaba nada. De hecho, quizá hasta fuese lo más saludable.
Se quitó los zapatos, se tumbó en la cama y observó su nueva casa. Forrest no había llegado todavía y su cama estaba hecha, sin usar. Don se preguntó, amodorrado, dónde estaría. Se preguntó sin Jim, Danny y Frankie estarían dormidos. Después, el alcohol y el cansancio se adueñaron de él y se quedó dormido.
* * *
El ejército zombi avanzó a través de los puentes y túneles que conducían a Manhattan. Tanques blindados, Humvees y remolques se adentraron en la necrópolis, transportando artillería y refuerzos. Tras ellos iban los camiones y los vehículos civiles. La caravana resonaba por las calles, apartando los pocos vehículos abandonados y accidentados que los zombis de Nueva York no habían retirado. Su trueno reverberó por los cañones de cemento y acero.
Ob ordenó reunirse con él a todas sus fuerzas, a varias manzanas de la Torre Ramsey. Aunque las calles habían sido despejadas de los obstáculos más grandes, había barricadas que conducían al rascacielos.
—Nuestras fuerzas llegan más rápido de lo previsto —dijo Ob mientras comprobaba el avance de estas a través de los prismáticos.
—Los nuestros están ansiosos por empezar, mi señor —dijo uno de sus tenientes.
—¿Han vuelto ya las ratas espías?
—Todavía no, amo Ob. Llegan tarde.
—Puede que los humanos las hayan encontrado. Da igual. Ya tenemos lo que necesitamos.
Ob se volvió hacia la mesa que tenía al lado y continuó estudiando los mapas de la zona, los planos del rascacielos y de las alcantarillas y túneles que se extendían bajo él. Consultó con sus generales y reunió a su ejército. Planearon y maquinaron hasta el amanecer.
* * *
Uno de los centinelas llamó por radio a Bates mientras este se dirigía a registrar la oficina de Ramsey, su sancta sanctorum, acompañado por Branson y Quinn, que seguía borrachín tras la partida de cartas. El piloto pelirrojo no dejaba de sorber café caliente de su taza, intentando recuperar la sobriedad cuanto antes. Bates había informado a ambos de la deteriorada cordura de Ramsey. Después, Bates informó a Quinn del ejército zombi que se avecinaba, y Branson corroboró la información. Por último, les habló a los dos de la posibilidad de una vía de escape.
Bates cogió la radio y pidió al centinela que continuase.
—Señor, aquí Cullen, desde el vestíbulo.
—¿Qué pasa, hijo?
—Parece… parece que tenemos movimiento aquí abajo. Han llegado varios camiones, y parece que están repartiendo armas entre los zombis.
—¿Repartiendo armas?
—Sí, señor. Están tras las barricadas, así que no puedo ver bien, pero parece que les están entregando armas y munición. Y están llegando más zombis, muchos más de los que suelen rondar fuera del edificio. Creo que están prendiendo fuego a los edificios de alrededor.
Bates se detuvo en mitad del pasillo e intercambió atónitas miradas con Branson y Quinn.
—¿Está seguro?
—Sí, señor. ¿Qué quiere que hagamos Newman y yo?
—Aguanten en su posición y manténgame informado. Enviaré refuerzos abajo.
—Esto se está yendo a la mierda, tío —gimió Quinn.
—Tenemos que avisar a todo el mundo. Ustedes dos, sigan buscando al señor Ramsey. Les enviaré ayuda en cuanto pueda.
—¿Qué va a hacer, señor? —preguntó Branson, tragando saliva.
—Convocar una reunión de emergencia.
La radio volvió a crujir. Bates respondió, agotado.
—Aquí Bates.
—Soy Forrest.
—¿Ya te ha curado el doctor Stern?
—Sí. ¿Habéis dado con el viejo?
—No, pero es obvio que está en el edificio. Despierta a Carson y a DiMassi, infórmales de la situación y que te ayuden a buscarlo. Diles también que se encuentren con Branson y Quinn en el tejado.
—Pero DiMassi todavía está en cuarentena.
—Pues tendrá que curarse ahora mismo. Mientras tanto, que Val encienda la alarma a través del sistema de megafonía. Quiero que todos los habitantes del edificio, salvo los que están de guardia, se reúnan en el auditorio en veinte minutos.
—Antes de eso, hay algo que deberías ver.
—¿El qué, Forrest? No tengo tiempo para nada más.
—Estoy en el decimotercer piso.
—¿Y?
—Hay un huevo de zombis ahí fuera. ¿Sabes ese ejército del que hablabas? Creo que acaba de llegar.
—Lo sé. Ahora mismo voy.
Forrest se encontraba al final del pasillo, mirando a través de la gran ventana del decimotercer piso. El diseño del edificio proporcionaba la impresión de que la planta se encontraba justo encima de la calle. Se colocó los prismáticos y observó el horizonte y los edificios que ardían a sus pies.
—Dios mío.
Su piel morena se tornó pálida. Cuando llegó Bates, él seguía mirando. Ambos observaron en silencio.
* * *
Los habitantes de la Torre Ramsey dormían.
Envuelto en los brazos de su amante, Carson soñaba con Kilker. En su sueño, Kilker se tambaleaba al borde del tejado, cubierto por pájaros zombi. Pero, cuando iba a precipitarse al vacío, Kilker salía volando en vez de caer, agitando los brazos y graznando, planeando sobre el helicóptero. Después, viraba hacia Carson, muerto pero vivo, mientras le rogaba que tuviese sexo con él, del mismo modo que Maynard con los cadáveres. Carson corría al interior del edificio y se quedaba apoyado contra la puerta, jadeando, mientras Kilker la arañaba desde fuera. Carson gimió mientras dormía.
Dormida después de masturbarse hasta zambullirse en la dulce agonía de un orgasmo, la enfermera Kelli también tuvo una pesadilla. En ella, estaba caminando por los pasillos del Hospital Monte Sinaí, en Queens, donde trabajaba antes de que el mundo se desmoronase. Las luces todavía funcionaban y en las habitaciones se escuchaba el zumbido del equipo, pero el hospital estaba desierto. El sonido de sus tacones resonaba por los silenciosos pasillos. Alguien había pintado con sangre la palabra «terror» en las paredes, una y otra vez. Tocó una de ellas y las yemas de sus dedos se humedecieron. Aún estaba preguntándose qué quería decir todo aquello cuando un zombi apareció de la unidad de cuidados intensivos.
—Yo te enseñaré lo que es el terror, zorra —dijo con voz rasposa.
Se despertó gritando y no pudo volver a dormir.
Steve soñó con su hijo. Estaban en un campo cerca de su casa en Ontario, y su hijo estaba volando una cometa. Steve echó un vistazo hacia arriba, hacia la cometa, viéndola volar por el cielo azul. La luz del sol le cegó un momento. Cuando volvió la vista hacia su hijo, este había desaparecido. Aterrado, Steve corrió por el campo, llamando a gritos a su hijo. Al no tener quien la sujetase, la cometa salió volando, desapareciendo tras las nubes. Steve lloró mientras dormía. Gimió el nombre de su hijo y se giró en la cama, envuelto en sábanas.
El sueño de Don era una surrealista experiencia alimentada por el alcohol. En él, se encontraba en su casa, en Bloomington. Abrió la nevera en busca de algo de picar para Myrna y para él y un bocadillo de mortadela empezó a hablarle en un idioma que no entendía. Pese al evidente impedimento lingüístico, siguió intentando comunicarse con él hasta que Rocky apareció sigilosamente en la cocina, se colocó sobre sus patas traseras y se comió al bocadillo inteligente en dos bocados.
Smokey juraba y se aferraba a las sábanas con fuerza, inmerso en una pesadilla. En ella, estaba caminando por la cafetería de la Torre Ramsey. Etta y Leroy estaban sirviendo a los supervivientes para cenar. Alarmado, Smokey retrocedió. Cuando intentó correr, las versiones no muertas de su hija y su yerno le bloquearon el camino. Smokey, completamente dormido, empezó a hacer aspavientos con los brazos, tirando de la mesita de noche el vaso de agua que contenía sus dientes postizos.
Danny suspiró, feliz. Su padre y él habían ido al supermercado y su papá le había comprado todos los cómics de la librería, incluso los que no tenía permiso para leer, como Hellblazer y Predicador. Se sentaron en el suelo mientras comían patatas fritas, limpiándose los dedos en la ropa y leyendo las aventuras de Hulk, Spiderman y la Liga de la Justicia de América. Entonces llegaron su madre y Rick con más cómics todavía. Carrie apareció tras ellos con un montón de películas de Godzilla, llevando en el brazo que tenía libre, contra su pecho, la cuna en la que descansaba su nueva hermanastra. En su sueño, todos los adultos se llevaban bien.
Jim no soñó. Dormía el sueño de los muertos, profundo y calmado.
Frankie soñó con Martin.
Estaban en un bosque. La abundante vegetación era fragante y exuberante. Olía a madreselva, a arce y a pino. Una ligera brisa hacía susurrar las hojas sobre sus cabezas.
—¿Esta vez vas a hablar, predicador? —preguntó Frankie.
—Sí.
—¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos?
—En la Tierra —contestó Martin—. En White Sulphur Springs, Virginia Occidental, para ser exactos. Aquí es donde nos conocimos Jim y yo. El pueblo está después de bajar por la hondonada. Y mi vieja iglesia, también.
—Entonces, ¿qué haces en el puñetero bosque?
—Esperar.
—¿A qué?
—A ellos.
La vegetación se separó y aparecieron un hombre, una mujer y un niño, mirando cuidadosamente alrededor. El grupo de supervivientes pasó ante Frankie y Martin, inadvertidos de su presencia. Las hojas crujían bajo sus pies.
—¿Quiénes son? —preguntó Frankie.
—Supervivientes, como tú. No han visto un zombi en una semana, así que creen que ya es seguro salir.
—¿Y lo es?
—No. De hecho, es aún más peligroso.
—Supongo —comentó Frankie—. Hay muertos por todas partes, por no hablar de los animales y toda esa mierda.
—Pero eso no es todo, Frankie —Martin hizo un gesto amplio con la mano—. ¿Ves a los zombis? ¿Puedes olerlos?
Olisqueó el aire y miró alrededor. Olía a pino y a musgo, no a putrefacción o podredumbre.
—No. ¿Dónde están? ¿Están ocultos, preparando una emboscada a esa gente? Si es lo que están haciendo, deberíamos advertírselo.
—Vamos tras ellos. Creo que deberías verlo por ti misma. Por eso estoy aquí: para mostrarte lo que está por venir.
—Estás tan loco ahora como cuando estabas vivo, predicador.
Martin sonrió.
—Entonces pensarás que esto es una locura. Vuelve a mirarlos.
Volvió a hacerlo y la impresión la hizo tambalearse. El hombre era Jim, el niño era Danny y la mujer…
La mujer era ella.
—A la mierda —Frankie se agachó bajo una rama, caminando directamente detrás de sí misma—. Jugaré. Total, es un sueño. Por lo menos en este no hay bebés zombi.
—De hecho, no hay ningún zombi —confirmó Martin—. Se han ido… se han ido al próximo mundo.
—¿Me quieres explicar eso? ¿Qué ha pasado? ¿Se han podrido del todo, o han desaparecido, o qué?
—Los muertos no son nuestro auténtico enemigo. Los llamamos zombis porque no entendemos qué son. Las criaturas que poseen a los muertos son demonios llamados Siqqus, y son nuestros verdaderos antagonistas. Son más antiguos que el hombre… mucho más. Eran adorados junto a Baal en el monte Peor, en la tierra de Moab.
—¿Moab? ¿Eso cae cerca de Baltimore? —bromeó Frankie.
—No exactamente. Los Siqqus eran los señores de la corte del Rey Manasseh y su culto se extendió entre los asirios, los sumerio-acadios, Mesopotamia y las culturas ugaríticas. Eran consultados por nigromantes y adivinos, hasta que fueron prohibidos. El culto secreto a los Siqqus siguió vivo durante la Edad Media, pero para entonces, habían sido desterrados al Vacío y no podían atender a las peticiones de sus siervos.
—No entiendo ni una palabra de lo que dices. Ve al grano, predicador.
—Esperan a que nuestras almas se marchen y ocupan la carcasa que dejan atrás. Nuestros cerebros, para ser exactos.
—¿Los animales también tienen alma?
Martin asintió.
—Todo ser vivo tiene un alma. Y esa energía abandona el cuerpo al morir. Los Siqqus no tienen más que esperar a que muramos para salir del Vacío.
—Y eso significa que estamos jodidos —dijo Frankie—. Porque tarde o temprano, todo muere.
Martin sonrió.
—Todo muere, Frankie. Pero no todo tiene un final.
—Pero bueno, ¿y tú quién eres, el puñetero Obi-Wan Kenobi? ¿Qué demonios significa eso?
—Ya lo entenderás. Mientras tanto, sigamos con los zombis… o, para ser más exactos, con los demonios. Tienes razón. Las perspectivas no son halagüeñas. Los Siqqus presumen de ser más que las estrellas, más que infinitos. Pero la verdad es bien distinta. Aunque son más que nosotros, su número es limitado, como todo. Lo único infinito es Dios. Es una regla fundamental del universo que hasta las estrellas deben obedecer. Solo vemos a los Siqqus como infinitos porque no podemos hacernos a la idea de su número. Sería como intentar contar las estrellas del universo. Así que, aunque su número es limitado, nos resulta imposible contarlo.
—¿Cómo sabes todo eso?
Martin rió.
—Sé muchas cosas nuevas. Donde vivo ahora hay un gran conocimiento.
—¿Dónde vives ahora? Por si nadie te lo ha comentado, Martin, estás muerto. Perdiste un puto brazo en el accidente. Jim te abrió la cabeza como si fuese un melón cuando tu cadáver volvió a la vida. ¿Dónde vives, dices? Y una mierda. No estás vivo.
—Pero lo estoy. Existo en un plano superior. Por eso intento explicártelo, Frankie: nuestros cuerpos no son más que carcasas, envases de carne y sangre que albergan nuestras almas temporalmente. Cuando nuestra alma parte, estas criaturas toman el control de la carcasa. Pero, a excepción de Ob y otros demonios mayores, deben esperar su turno.
—¿Quién coño es Ob? ¿Es el mismo del que me hablaron el científico y Jim?
—Sí, es él, el líder de los Siqqus. Tú, Jim y yo nos hemos cruzado con él, aunque entonces no lo conocíamos. Cuando nos encontrábamos en las instalaciones del gobierno, en Hellertown, era Ob quien dirigía el ejército zombi. Y pronto, os volveréis a encontrar.
—Vaya, pues estupendo. Me muero de ganas. ¿Alguna otra buena noticia?
Se dio cuenta de que el bosque se había oscurecido. Las nubes tapaban el poco sol que se filtraba a través de las copas de los árboles.
—Existen leyes antiguas, escritas por Dios antes de que este planeta existiese. No son las leyes de la física o la ciencia, sino leyes mágicas… la fuerza más poderosa de todas. Y una fuerza que, por desgracia, la humanidad ha olvidado.
—¿Sabes una cosa? —observó Frankie—. Tienes el mismo aspecto que Martin y su misma voz, pero no hablas igual. Usas otras palabras.
El predicador la ignoró.
—Una de las leyes es que, cuando los Siqqus abandonan el Vacío, pasan a reanimar la carne y sangre de los habitantes del planeta en el que estén. Pero esos cuerpos tienen limitaciones y, tarde o temprano, empiezan a pudrirse. Cuando el cuerpo ha sido destruido, el Siqqus que lo habitaba regresa al Vacío y espera a un nuevo huésped. Y el proceso empieza una vez más. Finalmente, cuando han destruido todas las formas de vida del planeta, pasan al siguiente, como las langostas, y empiezan de nuevo.
—Me estás diciendo que si vivimos el tiempo suficiente, ¿hay una posibilidad de que esas cosas se larguen a otro planeta para no volver? ¿Que podemos esperar a que los zombis se pudran hasta desaparecer y que, tarde o temprano, nos dejarán en paz?
—Sí y no.
—Como sigas con los acertijos te vas a llevar una buena. Entonces, ¿qué? ¿Me vas a decir que hay hombrecitos verdes en otros planetas?
—Hay muchas formas de vida ahí fuera, Frankie, y sí, algunas de ellas son verdes y otras podrían considerarse pequeñas. También hay formas de vida en otros planos de la existencia, en otras realidades. Y la especie a la que pertenece Ob ha reinado sobre todas ellas. Pero no hablo con acertijos. Los Siqqus no son los únicos demonios que esperan ser liberados del Vacío. Allí moran otras criaturas: una segunda y tercera oleada de demonios que, según la ley mágica, no pueden ser liberadas hasta que un porcentaje de la vida del planeta haya sido destruida. Por eso intentan destruirnos los zombis: para que la segunda oleada empiece a poseer a sus huéspedes y así ellos puedan ir a otro planeta.
—¿Cuánto? ¿Qué porcentaje de la población tiene que morir antes de que empiece la siguiente oleada?
Martin negó con la cabeza.
—No te lo puedo decir, pues está prohibido. Mira en la Biblia: está llena de numerología. Y también hay otros libros, tomos incluso más antiguos que la Biblia original o el Corán. Libros como el Daemonolotraeia.
—No he oído hablar de él en mi vida.
—Algunos dicen que es un libro de hechizos, pero en realidad no es más que un libro de leyes. Todos, hasta los demonios, deben obedecer las leyes del universo. En cada planeta hay un número limitado de seres vivos, y cuando un porcentaje de ese total ha sido corrompido, la siguiente oleada puede atacar.
—Y supongo que esa segunda oleada se ocupa de los que quedan vivos, ¿no?
—No. Los Siqqus gobiernan sobre los mamíferos, pájaros, reptiles y anfibios. Pero esas no son las únicas formas de vida de este planeta, o de otros. Mira a tu alrededor.
Frankie se detuvo un rato.
—Las plantas. Hablas de las plantas.
Martin asintió.
A su alrededor, las plantas empezaron a marchitarse y a tornarse marrones. Una hoja se desprendió en cuanto Frankie la tocó.
—¿Plantas zombi, Martin? Tienes que estar de coña.
—Las plantas y los insectos que pueblan este planeta, ya que no son ni mamíferos, ni reptiles, ni anfibios. En el planeta hay más de doscientos millones de insectos por persona. Tanto las plantas como los insectos pertenecen a Ab y los suyos.
—Ab.
—El hermano de Ob y líder de los Elil.
—¿Esos bichos no tienen nombres normales, como Fred o Leon?
—Los Elil poseen a las plantas y a los insectos del mismo modo que los Siqqus poseen a los mamíferos, los anfibios y los reptiles.
—Tócate los cojones… ¿Y cómo nos vamos a esconder de los insectos?
Martin continuó, como si ella no hubiese dicho nada.
—Hay una tercera y última oleada basada en el fuego. Los demonios de ese grupo tienen muchos nombres. En las culturas árabes son llamados Efrits, pero en realidad se llaman Terafines. El hermano de Ob y Ab, Api, es su líder, y son los más atroces de todos. Están hechos de fuego y la tierra arde con cada uno de sus pasos. Cuando su reino concluye, el planeta entero es consumido.
—No te jode, ¡y te habrás quedado tan ancho, Martin! ¿Qué se supone que podemos hacer frente a eso? Quiero decir, si las plantas mueren nos quedamos sin oxígeno, pero tampoco importa porque, total, ¡al final, todo va a arder!
Una planta muerta y podrida se movió, como si respondiese a Frankie. Unas raíces secas serpentearon a través del suelo del bosque hasta envolver a su otro yo. La rama de un árbol marchito atravesó el pecho de Jim. Una enorme planta carnívora atrapó a Danny, devorándolo de un bocado. Podían oírse sus gritos enmudecidos desde el interior.
—Hay reglas, Frankie. La tercera oleada no puede abandonar el Vacío hasta que todas las formas de vida, todas, hayan sido destruidas. Los Elil pueden aparecer después de que los Siqqus hayan acabado con un porcentaje de los seres vivos, pero los Terafines no pueden ser liberados sobre el planeta hasta que toda vida haya quedado extinta. ¿No lo ves?
—¿Qué quieres decir, entonces, que nos escondamos en un invernadero y que nos aseguremos de mantener a unas cuantas personas vivas para seguir teniendo hijos y plantar nuevos árboles? Y de paso, ¿qué? ¿Mantenemos con vida a unos cuantos animales y bichos para que así no nos ataquen? ¿Tenemos que esperar, repoblar y volver a cultivar el puto planeta entero para que la tercera oleada no tenga lugar? ¿Qué coño es esto, predicador, el Arca de Noé?
Martin no respondió.
—¿O me estás diciendo que no queda esperanza… que vamos a morir todos? ¿Que perderemos nuestros cuerpos y que iremos al mismo lugar que tú? Es eso, ¿verdad, Martin?
El anciano había desaparecido.
—En cuanto empiezan a comerse a gente, haces como Houdini y te largas. ¿Puedo despertarme de una vez?
«Recuerda», dijo una voz en su interior, «todo muere, pero no todo tiene un final».
El bosque continuó muriendo a su alrededor. Y después, volvió a la vida.
Frankie despertó en su cama de hospital. Sonaban las alarmas.