ONCE

No paraba de llover y la lóbrega luz del día se tornó en oscuridad mientras los zombis peinaban Nueva York. Los vivos fueron hallados en sus refugios —sótanos, armarios y almacenes de tiendas—, cazados y asesinados en las calles, los callejones y las alcantarillas. Siempre que era posible, los zombis dejaban intactos los miembros o las secciones principales del cuerpo para que los nuevos reclutas fuesen útiles en la inminente batalla. El método preferido para acabar con sus presas era cortarles la garganta o una arteria principal. Así, sus víctimas morían desangradas, de modo que el Siqqus que tomase el cuerpo posteriormente lo encontrase con pocos daños.

Descubrieron que había un gran grupo oculto en la cima de la Estatua de la Libertad: todos sus miembros se tiraron al agua gritando por sus vidas, zambulléndose en las frías y contaminadas aguas. El impacto los mató y se hundieron bajo las olas. Cuando regresaron a la vida, caminaron desde el fondo hasta llegar a la orilla, donde se unieron al resto.

La armería también bullía de actividad a medida que los no muertos trabajaban a brazo tendido para cumplir las órdenes. Ob caminaba entre ellos, comprobando los avances y ladrando órdenes. Uno de sus tenientes le seguía de cerca, arrastrando los intestinos a su paso.

Ob frunció el ceño y se colocó sobre un zombi arrodillado ante una radio.

—¿Ya la has hecho funcionar?

—Sí, amo —dijo el zombi—. Está lista para emitir.

—Bien —se volvió hacia su teniente—. En primer lugar, contacta con nuestras fuerzas de Pennsylvania y de la frontera de Nueva Jersey. Quiero que me informen de sus últimos progresos y me comuniquen cuánto tardarán en llegar. No deberían tardar mucho. Después, encontrad a uno de los nuestros que suene como alguien vivo.

—¿Señor? No lo entiendo.

—¡Alguien cuyas cuerdas vocales no hayan empezado a pudrirse, idiota! Alguien que suene humano… sobre todo para otros humanos. Cuando lo encontréis, que empiece a emitir un mensaje por la radio en el que informe a todos los supervivientes de que esta zona de Nueva York es segura. Que apremie a la gente a venir aquí.

La carcajada del zombi sonó como un eructo. Sus brazos y costillas habían perdido toda la carne y los huesos se frotaban entre ellos al reír.

—Caminarán hacia una trampa. Buena idea, mi señor.

—Claro que es buena, como que se me ha ocurrido a mí. Quiero que el comunicado se emita sin parar. ¿Cómo vamos a despejar las calles de vehículos?

—Ya nos estamos ocupando de eso, señor.

Ob alcanzó una caja de cartón y sacó una ristra de intestinos, que empezó a masticar como si fuese una salchicha.

—Excelente —dijo mientras la sangre goteaba desde las comisuras de sus labios—. No quiero que nuestro avance hacia el rascacielos se vea ralentizado cuando lleguen nuestras fuerzas. Que otro equipo localice una estación de radio y que encuentren una furgoneta con altavoces, de esas que se utilizan para emitir comunicados. Después, quiero que den vueltas con ella por toda la ciudad, anunciando lo mismo que vamos a decir por radio. Que suene oficial. Así, aceleraremos la caza, ¿no te parece? Cuando los humanos salgan de sus pequeños escondrijos, los recibiremos con los brazos abiertos.

Se puso en pie y echó un vistazo a su cuerpo. Seguía en buen estado, pero empezaba a mostrar signos de descomposición. La carne había empezado a hincharse.

—Necesito energía. Con esto no me basta… no son más que aperitivos. Traedme algo para cenar.

Un humano cautivo fue arrastrado hasta él, un taxista sij que habían encontrado metido en un contenedor de la Quinta Avenida. Ob frunció el ceño. Pese a estar rodeado por muertos vivientes, el hombre sonreía.

—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Ob en inglés—. ¿Qué te parece tan gracioso?

El hombre parpadeo, sin entender una palabra. No dejó de sonreír. Ob probó varios idiomas hasta dar con uno que el hombre entendía.

—¿No tienes miedo? ¿No me temes?

—No, no te temo. Esto no es más que un sueño. Un sueño muy largo.

El hombre estaba claramente loco. Ob caminó hacia él.

—¿Puedes olerme, hijo de Adán? ¿Puedes oler a los míos, metidos en estos apestosos sacos de carne que se caen a pedazos? ¿Acaso no es real el hedor?

El hombre no respondió. Sonrió aún más.

Ob deslizó una uña amarillenta sobre la garganta del cautivo, dibujándole una segunda sonrisa bajo la suya. Un fino hilo de sangre manó de la herida.

—¿Puedes sentirlo? ¿Puedes sentir en un sueño?

—Es un sueño —insistió el hombre—. Nada de esto es real. Los muertos no se mueven. Por lo tanto, es un sueño.

—Oh, pero los muertos sí que se mueven —dijo Ob, esbozando la misma sonrisa que el cautivo—. Los muertos se mueven aunque no los poseamos. Os movéis cuando expulsáis el último hálito de vuestros pulmones, los músculos se secan y contraen. Los muertos se mueven.

Ob exhaló un aire fétido en la cara del hombre. La sonrisa del prisionero desapareció. La de Ob, no.

—Y tú también te moverás.

Apretó aún más la uña contra la garganta, hundiéndola en la carne. La sangre empezó a manar de la yugular del cautivo, salpicando a Ob en la cara y los hombros. Ob se relamió y saboreó la sangre que bañaba su dedo. Después, empezó a comer.

Minutos después, tal y como le prometió, el hombre empezó a moverse.

* * *

—¿Me cuentas un cuento? —preguntó Danny mientras Jim lo arropaba.

—Claro. Aquí no tenemos libros, pero me sé Pulgarcito de memoria.

El rostro de Danny se ensombreció al recordar a la criatura del garaje.

—No. No quiero ese, papá. ¿Me cuentas otro? ¿Y si me cuentas Huevos Verdes con Jamón?

Jim también se sabía el libro de Seuss de memoria, así que lo recitó palabra a palabra. Danny rio, aplaudiendo y riendo feliz bajo las mantas. Cuando Jim terminó, Danny le pidió otro.

Jim se sentó en el borde de la cama y se lo pensó un momento. Después, dijo:

—Había una vez un rey y su hijo, el príncipe. Un día, el príncipe desapareció, así que el rey fue a buscarlo. Su reino había sido invadido por monstruos, pero al rey no le importó: lo único que le importaba era el príncipe.

Hizo una pausa.

—¿Qué te parece de momento?

—Mola un montón —respondió Danny, sonriendo.

Jim continuó.

—El rey no tenía caballos, así que fue a pie, armado solo con una espada. Lucho con los monstruos a cada paso que daba y a punto estuvieron de capturarlo, hasta que conoció a un fraile que vivía en el bosque.

—¿Qué es un fraile?

—Como un monje, creo. Como el fraile Tuck de Robin Hood.

—Ah, vale.

—Así que el rey y el fraile fueron a buscar al príncipe, cuando…

—¿Papá? —le interrumpió Danny—. ¿El fraile puede llamarse Martin?

—Sí —dijo Jim, tragando saliva—. Creo que a Martin le hubiese gustado.

—Sí, yo también lo creo.

Jim abrió la boca para empezar de nuevo, pero Danny le interrumpió por segunda vez.

—Papá, ¿echas de menos a Martin?

—Sí, bichito. Le echo mucho de menos. Era un señor muy bueno, un buen amigo.

—¿Crees que va a morir alguien más?

Aquella abrupta pregunta sorprendió a Jim, que no supo qué responder.

—Bueno, no sé…

Su hijo se lo quedó mirando, a la expectativa.

—Ninguno de nuestros seres queridos va a morir —respondió Jim—. No en mucho tiempo.

Dicho eso, retomó el cuento. Al cabo de unos minutos, Danny bostezó mientras parpadeaba, intentando combatir el sueño.

—¿Por qué no te vas a dormir?

—No quiero, papá —murmuró—. ¿Y si pasa algo?

Jim le besó en la frente.

—No va a pasar nada —prometió—. Voy a cuidar de ti.

—¿Estarás aquí cuando me despierte? —preguntó Danny mientras cerraba los ojos.

—Estaré aquí mismo.

—Buenas noches, papá.

—Buenas noches, Danny.

Entonces, Danny entreabrió los ojos y dijo:

—Te quiero más que Godzilla.

—Y yo más que Spiderman.

—Y yo más que Hulk.

—Y yo más que 'finito, papá.

—Y yo a ti, coleguita —susurró Jim—. Te quiero más que infinito.

Danny cerró los ojos de nuevo y, al cabo de unos segundos, se durmió.

Jim apagó la luz, se sentó al lado de la cama de su hijo y se quedó mirándolo, escuchando su respiración. Permaneció sentado un buen rato, sin moverse ni pensar, hasta que alguien llamó suavemente a la puerta.

Jim caminó de puntillas y la abrió. Don sonreía al otro lado.

—¿Va todo bien? —preguntó Don.

—Claro —asintió Jim mientras salía al pasillo—. Danny está dormido. Se ha quedado frito.

—Bien. Necesita descansar. Creo que todos lo necesitamos.

—Sí —dijo Jim—. Bueno, ¿qué te cuentas?

—Verás, quería contarte que he visto a Frankie y que está bien, aunque esta mañana lo pasó un poco mal.

—¿Qué quieres decir? —dijo Jim con extrañeza, ya que ignoraba dónde iba a pasar Frankie la noche… aunque asumió que la pasaría en la enfermería. Maldita sea, no llevaba ni un día allí y ya le había perdido la pista a uno de sus amigos.

—Parece ser que abandonó su cama y se puso a buscarnos. Deliraba. El doctor Stern dice que llevaba encima sedantes como para dormir a un elefante, pero aún así, se puso en pie y empezó a deambular. Acabó encontrándose con problemas.

—Maynard —bufó Jim en voz baja. No era una pregunta.

—Eso creo —dijo Don—. Forrest y Stern no me han confirmado ni desmentido nada, pero estoy seguro de que Maynard estaba en el ajo.

—Sabía que ese tío no era trigo limpio. ¿Frankie está bien?

—De momento está bien, se recuperará en unos días.

—Bien. Es un alivio.

—Sí —Don hizo una breve pausa—. Una cosa, Jim… todo va a ir bien, ¿no? Quiero decir… lamento lo de Martin y todo lo que ha pasado, pero después de todo, las cosas van a ir bien, ¿no? Lo hemos conseguido. Estamos vivos.

—No lo sé, Don. ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué quieres oír?

La voz de Don se quebró hasta convertirse en un mohín. —Quiero oír que todo va a ir bien. Que ganaremos. Que no pueden derrotarnos.

—No ganarán mientras quede un humano sobre la Tierra.

Don frunció el ceño.

—A juzgar por cómo están yendo las cosas, eso no es mucho consuelo, Jim.

—Bueno, yo por lo menos no pienso morir, y te puedo jurar por Dios que nada va a hacer daño a mi hijo. Nunca más. Y también os protejo a Frankie y a ti. ¿Eso te parece mejor?

De Santos sonrió, avergonzado.

—Sí, mucho mejor. Mira, lo siento. Es solo… es que llevo una eternidad sin hablar con alguien, desde que todo esto empezó. Primero murió mi perro y luego Myrna… y después no tuve a nadie hasta que aparecisteis. Supongo que me sentía muy solo.

—Bueno —dijo Jim, dándole una palmada en el hombro—, pues ya no lo estás. Ninguno de nosotros lo está.

A Jim le costaba hacerse a la idea de que solo conocía a aquel hombre desde hacía veinticuatro horas. Para él, era como si fuese su hermano.

—Sí —dijo Don mientras se sorbía la nariz—. En eso tienes razón.

Los dos hombres se separaron y se irguieron, seguros de su hombría.

—Una cosa —dijo Don—, he quedado con Smokey y unos cuantos para echar unas cartas. ¿Vienes?

Jim señaló hacia la puerta con el pulgar.

—No, te agradezco la oferta, pero me voy a quedar aquí, con Danny.

—Claro, Disfrútalo, Jim. Es un buen chico.

—Vaya que sí.

—Muy bien. Bueno, pues nos vemos luego. ¿Quedamos para desayunar a las siete?

—Perfecto. Nos vemos entonces.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Don.

Jim se quedó viéndolo marchar por el pasillo. Después volvió a la habitación y cerró la puerta con cuidado. Danny seguía dormido, con una sonrisa dibujada en el rostro.

Hacía juego con la de Jim.

Se quitó la ropa y se echó en la cama a leer la biblia de Martin, consolándose en el recuerdo del amigo que perdió… y los que aún estaban con él.

* * *

Ramsey juntó las manos y negó con la cabeza, con moderada incredulidad. Compartía la mesa de reuniones con Bates, Forrest y Stern.

—¿Están absolutamente seguros de ello? —preguntó.

—Sí, señor —asintió Bates—. El doctor Stern ha encontrado las grabaciones. Parece que Maynard tenía toda una videoteca. Se grababa durante el acto con… Debía llevar tiempo haciéndolo. Eran…

—Eran repulsivos —terminó Stern—. Mantenía relaciones sexuales con los zombis cautivos… necrofilia en el sentido más literal de la palabra. No lo hubiese creído de no haberlo visto con mis propios ojos. No sé cómo ha podido pasar esto sin que nos enterásemos. Parece que Joseph borraba las pistas de sus actos a conciencia.

—¿Cómo está el joven que le disparó?

—¿Carson? Está bien, salvo por la nariz rota.

—Se la rompió durante la confrontación con otro joven, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿El que saltó al vacío?

Bates asintió.

—Y la mujer a la que Maynard estuvo a punto de matar… la recién llegada, ¿está bien?

—La operación ha sido un éxito, pero aún no está recuperada del todo —contestó Stern—. Kelli y yo seguiremos supervisando su estado. Necesita reposo, más que otra cosa.

—Mis hijos no son felices —murmuró Ramsey—. No están satisfechos.

—¿Disculpe, señor? —Bates miró cautelosamente a Forrest y a Stern. Ellos le devolvieron la mirada, confundidos.

—Necesitamos a más gente —Ramsey sonaba totalmente decidido—. Por eso está ocurriendo todo esto, Bates. Nuestra gente se siente sola… y eso les hace sentirse insatisfechos. Están empezando a volverse unos contra otros. Necesitamos a más gente en nuestra comunidad para que esta pueda crecer. Envíe otra patrulla a por supervivientes inmediatamente.

Forrest abrió la boca para protestar, pero Bates le interrumpió.

—Le ruego disculpas, señor Ramsey —Bates hizo una pausa, escogiendo las palabras con cuidado—, pero DiMassi sigue enfermo y Quinn y Steve se han pasado toda la noche buscado supervivientes, habiéndose acostado hoy, después de contestar a mis preguntas. Primero necesitan descansar y recuperarse.

—Entonces, envíe un grupo por tierra.

—¿Por tierra? —Bates sintió que le hervía la sangre.

—Sí. Ayer por la noche me leyó usted un listado del armamento con el que contamos, así que estoy al corriente de nuestra capacidad. Escoja a un grupo, ármelo y envíelo fuera. Quiero que busque por toda la ciudad. No podemos dejar a nadie ahí fuera, Bates. Tenemos que salvar hasta al último de ellos. Es nuestro objetivo. Debemos salvar a todos los posibles.

—Señor, se ha hecho de noche. E incluso si fuese de día, los masacrarían antes de que se alejasen tres pasos del edificio, independientemente de su armamento.

Ramsey se puso en pie e hizo un ademán de desprecio.

—Tonterías, Bates. Los entrenó usted, personalmente. No les pasará nada. Y ahora, en marcha. Espero un informe completo a su regreso.

Se dirigió hacia la puerta y se volvió hacia ellos.

—Y que el grupo busque algo de hilo.

—¿Hilo, señor? —preguntó Bates, incrédulo.

—Sí, hilo. Quiero tejer. Voy a tejer un pastel. Y pepinos. Tengo un antojo de pepinos frescos. A ver si pueden conseguirme unos cuantos.

—Coser un pastel. Muy bien, señor —Bates sintió una punzada de auténtico y genuino miedo—. ¿Algo más?

—Envíeme las cintas que grabó el doctor Maynard a mi habitación. Quiero estudiarlas detalladamente.

Ramsey abandonó la habitación y los tres hombres se miraron entre ellos.

—Bates —dijo Forrest, con precaución—, sé que es el jefe y todo eso, y que llevas trabajando para él un montón de tiempo… pero ese hijo de puta ha perdido la cabeza, tío. Está totalmente chalado. ¡Como una puta cabra! ¿Tejer un jodido pastel? ¿De qué coño habla?

—Estoy de acuerdo —manifestó Stern—. Es obvio que el señor Ramsey está sufriendo un trastorno psicológico. Es un peligro para sí mismo y para los demás. Tenemos que hacer algo.

Bates se cubrió la cara con las manos y se frotó sus cansados ojos. Después, los miró con expresión adusta.

—Bien. Pues ya se hacen a la idea de por lo que he tenido que pasar durante las últimas semanas. ¿Qué sugieren que hagamos?

—Confinarlo —dijo Stern—. Encerrarlo y relegarle el mando a usted, al menos de forma temporal. Tenemos a varios especialistas en salud mental en el edificio que pueden trabajar con él y diagnosticar el problema.

—Eso ya puedo hacerlo yo —propuso Bates—. Sufre delirios de grandeza. Se cree que su tarea es salvar hasta al último ser humano. Tiene una especie de complejo mesiánico.

—Bueno, pues yo no pienso seguirle el rollo —aseguró Forrest.

—El señor Ramsey solo es parte del problema —dijo Bates, ignorando al soldado—. Tenemos que empezar a pensar seriamente en salir de esta ciudad. No podemos quedarnos mucho más.

—¿Por qué no? —preguntó Stern—. Estamos relativamente a salvo, ¿no?

—Claro… hasta que esas cosas se hagan con un tanque, o con artillería. Piensan y planean, doctor. ¿Qué pasará cuando consigan algo de fertilizante y monten un camión bomba?

—Este edificio puede soportar algo así, en teoría.

—¿Quiere quedarse a descubrir si realmente está a la altura de lo que prometieron los ingenieros?

—Pero podemos defendernos. Tenemos armas.

—Como ellos… y son más que nosotros. Da igual cuántas armas tengamos: nos superan en número.

Bates permaneció en silencio un momento y luego continuó.

—Cuando llevas tanto tiempo como yo en esto, aprendes a fiarte de tus instintos, a escucharlos. Y en estos momentos, mis instintos me dicen que va a pasar algo muy malo.

—¿Qué?

—No estoy seguro, pero sea lo que sea, se acerca.

—Entonces, ¿cómo coño salimos de aquí? —Forrest apoyó sus grandes nudillos sobre la mesa, frustrado—. Quiero decir que no podemos sacar a todo el mundo. En el helicóptero caben diez personas como máximo, y eso contando al piloto y al copiloto. Como diez de nosotros intentemos escabullimos en mitad de la noche, los del piso de abajo nos colgarán. Y no podremos usar los vehículos del garaje ni de coña, acabarían con nosotros en cuanto nos asomásemos al exterior.

—Podríamos ir sacando a la gente poco a poco con el helicóptero —sugirió el médico—. Podemos decirle al señor Ramsey, para no contrariarlo, que estamos llevando a cabo misiones de búsqueda y rescate, pero en realidad sacar a la gente en grupos.

—¿Para ir adónde? —preguntó Bates, abatido—. ¿Adónde los llevaríamos? ¿A las montañas? Daría igual, ya que los animales también están volviendo a la vida. Y luego está ese asuntillo de que el helicóptero necesita repostar combustible.

—Vale —dijo Forrest, pensativo—. Entonces, nada de naturaleza. Estamos cerca de Filadelfia, Pittsburgh y Baltimore. Pero estamos en las mismas.

—Si vamos a una gran área metropolitana, nos encontraremos con la misma situación que ahora —confirmó Bates—. Y casi toda la región atlántica es un área metropolitana. Así que, ¿qué nos queda?

Stern levantó la mano.

—¿Qué tal una isla?

—No —dijo Bates, negando con la cabeza—. Tendría los mismos problemas que una montaña, solo que a menor escala.

—Pues un barco.

—Lo mismo, hay que tener en cuenta a los animales. Un grupo de tiburones zombi o una orca no muerta harían pedazos cualquier barco que pudiésemos conseguir. Además, no hay que olvidarse de las aves: acabarían con cualquiera que saliese a cubierta. ¿Y cómo vas a meter a todo el mundo en un barco?

—Entonces, Bates, ¿si pudieses irte de aquí, adónde irías? —preguntó Forrest.

Bates frunció el ceño, pensativo.

—Si pudiese huir de la ciudad y tuviese la opción de volar a donde fuera, iría al círculo ártico o a la Antártida. Creo que las temperaturas bajo cero y el clima ralentizarían a los zombis. Sus cuerpos ya no generan calor, así que puede que hasta se congelasen. Y apenas hay animales, si comparamos con otras zonas naturales.

—¿Vivirías en un puto iceberg? —resopló Forrest.

Bates asintió en silencio.

—Mira —dijo Forrest tras una larga pausa—, ¿quién dice que tengamos que llevarnos a todos? Sería una puta pesadilla desde el punto de vista logístico sacar a todo el mundo de aquí sin que Ramsey se enterase.

—¿No estarás sugiriendo que abandonemos a toda esta gente? —preguntó Stern.

—A todo el mundo no, pero podríamos ir nosotros tres y siete más en el helicóptero y largarnos de aquí. Quiero decir, alguien tendrá que sobrevivir, ¿no?

Bates se frotó los ojos.

—Seguiríamos teniendo el problema de adónde ir.

—Yo sé dónde ir —dijo una voz tras el estrado que reposaba en la esquina.

Los tres hombres se sobresaltaron, sorprendidos. La silla de Forrest cayó hacia atrás con un gran ruido. Stern se llevó rápidamente la mano al pecho.

Bates sacó la pistola, cruzó la habitación en tres rápidos pasos y oteó tras el estrado. Entrecerró los ojos.

—¡Sal de ahí ahora mismo!

Pocilga salió de su escondite mientras mecía a un gato gordo jaspeado en sus brazos, acariciando el pelo del animal y susurrándole en voz baja.

—No pasa nada, Dios. Es el señor Bates. No va a dispararnos. Es bue…

—Cállate —dijo Bates bruscamente—. ¿Qué demonios haces aquí, Pocilga? Sabes de sobra que este piso es de acceso exclusivo para el personal de seguridad.

—Estaba buscando a Dios. Lo encontré tras el estrado y nos quedamos dormidos. Cuando me desperté, ya estabais aquí, y no quería interrumpir: parecía que hablabais de algo importante y Dios me dijo que sería de mala educación.

—¿De qué habla? —le susurró Stern a Forrest.

—De su gato —susurró el soldado—. Se llama Dios.

—Ah, es cierto. Lo había olvidado.

Bates hizo un gesto con la pistola y Pocilga se sentó en una de las sillas sin dejar de abrazar al gato contra su pecho.

—¿Qué nos has oído decir, Pocilga? —preguntó Bates.

—No mucho.

—¿Qué has oído, entonces? Dímelo.

—Lo bastante para saber que el señor Ramsey no está bien de la cabeza. La gente dice que estoy loco, pero caray, él sí que está chalado. Le falta un tornillo.

Bates apretó los dientes y se volvió hacia los demás.

—Estoy abierto a sugerencias con respecto a qué hacer con él.

—Pégale un tiro —dijo Forrest—. Quítalo de en medio antes de que le meta miedo a todo el mundo diciendo que el «baranda» está grillado.

—Dios mío —exclamó Stern, poniéndose en pie—. ¡No puede decirlo en serio!

—No, no lo dice en serio —suspiró Bates—, pero tiene razón. No podemos dejar que Pocilga se lo cuente al resto. Todavía no. Lo último que necesita este edificio es un brote de pánico. El pánico es contagioso y en una situación como esta, se propagaría como un incendio.

Los ojos reumáticos de Pocilga miraban rápidamente a cada uno de los hombres. Dios ronroneó y empezó a lamerse. El vagabundo agachó la cabeza hasta acercar la oreja al gato.

—¿Qué dices, Dios?

Levantó la cabeza y miró a Bates.

—Dios sabe cómo salir de aquí. Dice que si me invitáis a una copa, os lo dirá.

Bates arqueó las cejas.

—Oh, estupendo. Esto no me lo pierdo.

* * *

Val bebió un sorbo de café, pese a que no era bueno para el bebé que crecía en su interior, y ni siquiera notó cómo le quemaba la lengua. Tenía los ojos abiertos de par en par, concentrada y a la escucha, completamente absorta por las voces procedentes de la radio. El equipo de comunicaciones que se extendía a su alrededor no paraba de sonar y zumbar. Un ventilador eléctrico oscilante rociaba las unidades con aire frío para evitar que se calentasen demasiado.

—No me lo puedo creer —murmuró para sí. Al tener las orejas tapadas por los auriculares, no se percató de lo alto que hablaba.

Branson le dio unos golpecitos en el hombro, sobresaltándola.

—¡Joder, Branson! ¡Vaya susto me has dado!

El operario de radio levantó las manos, como si se rindiese.

—Perdón, Val, no quería asustarte. ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?

—Algo que da bastante miedo —se quitó los auriculares y se los entregó—. Escucha esto. No te lo creerías si te lo contase.

—¿Qué es? ¿Otro grupo de supervivientes?

—No. Tú escucha.

Branson se colocó los auriculares en las orejas y se ajustó las gafas. De pronto, sus ojos se abrieron de par en par.

—Esto no puede ser cierto, ¿no?

—No lo sé —se limitó a decir Val mientras se encogía de hombros—. Pero será mejor que se lo contemos a Bates inmediatamente.

—Joder —dijo Branson, con la respiración entrecortada—. Esto es malo, Val. Muy, muy malo.

Instintivamente, Val se llevó las manos al vientre, protegiendo al bebé nonato de su interior.

Branson cogió otra radio para llamar a Bates. Le temblaban las manos.

* * *

—Ya sé que pensáis que estoy loco —dijo Pocilga—. Pero no me ofende. Supongo que, después de vivir como he vivido, debería estar un poco loco. Pero no lo estoy. ¿Sabéis a qué me dedicaba antes de vagabundear?

Los hombres negaron con la cabeza, al unísono.

—Trabajaba en el departamento municipal de obras públicas, en las alcantarillas. ¿Sabéis que ahí abajo vive gente, verdad? Bajo la ciudad. Vivían en la oscuridad, entre la mugre, follando y peleando y amando y muriendo en aquellos túneles tal y como nosotros lo hacemos aquí arriba. Ahí abajo nacían niños que pasaban sus vidas allí.

—Hablas de la gente topo —apuntó Bates.

—¿Gente topo? —dijo Forrest, burlón—. No me toquéis los huevos.

—Es verdad —insistió Pocilga—. No eran mutantes sacados de una película de terror. Solo eran gente como tú y como yo, sin suerte ni un sitio adonde ir. Cuando no tienes hogar, vives donde puedes: en callejones, tras los contenedores, en puentes ferroviarios, en cartones, allí donde haya espacio. Y también abajo. Os sorprendería la clase de gente que se encuentra ahí abajo. Agentes de bolsa, abogados, trabajadores. Estudiantes fracasados de medicina y licenciados.

Bates pensó para sí que lo que hacían no era más que buscar la seguridad en el número, igual que ellos.

—He leído varios libros sobre el tema —dijo Stern—. Y también recuerdo haber leído acerca de ello en periódicos de gran tirada y artículos de Internet.

—Sí, pero no es más que una leyenda urbana —protestó Forrest—. Como lo de los cocodrilos en las alcantarillas y todas esas chorradas.

—Pues son ciertas —insistió Pocilga—. Lo sé. Yo mismo lo he visto, antes y después de convertirme en vagabundo. Lo vivía día a día. Y también hay cocodrilos ahí abajo, Forrest: enormes cabronazos albinos con los ojos rojos y la piel blanca. A un amigo mío llamado Wilbanks le cortaron una pierna.

—¿Has vivido bajo tierra? —le preguntó Bates.

—Al principio no, pero al final acabé ahí abajo. Salía a la calle durante el día a mendigar y a buscar comida en lata, cosas así. Pero de noche, dormía siete pisos por debajo de la Grand Central Station, donde no había trenes ni polis. Con un pico, hicimos un agujero en una pared que nos permitía llegar hasta un viejo túnel de servicio. Hay un montón de quincalla que ya no se utiliza ahí abajo, en estaciones de trenes, refugios contra bombardeos y cosas así… no estaba tan mal. Tenía un sitio bastante seco para dormir y apañé unos cuantos cables para que tuviésemos corriente y luz.

—¿Por qué decidiste vivir bajo tierra, Pocilga? —inquirió Forrest.

—No tenía ningún otro sitio al que ir. Acabé en la cárcel por conducir borracho. Cuando salí, mi mujer no quería saber nada de mí y no encontré trabajo. No pasó mucho tiempo hasta que tuve que ir abajo. Es así de sencillo. Empecé a vivir bajo la ciudad y allí es donde encontré a Dios.

—¿Cómo sobrevivías? —preguntó Stern—. ¿Qué comías?

—Conseguíamos agua de una cañería rota. Y para comer, pues las sobras que encontrábamos, o que sacábamos de un contenedor. Y muchos, muchos conejotes.

—¿Conejotes?

—Ratas —sonrió Pocilga—. Las llamábamos «conejotes». Están bastante buenas, en serio. Saben como a pollo. Les poníamos trampas o las cogíamos de la cola y golpeábamos a las muy cabronas contra la pared. A Dios se le daba bien cazarlas, y por eso nadie intentaba comérselo.

Stern sintió un escalofrío, esbozó una mueca de desagrado y miró a otra parte.

—Venga, doc, tú también comerías conejotes si no te quedase otro remedio. Te asombraría lo que es capaz de hacer alguien por sobrevivir.

Bates suspiró, desesperado.

—Ve al grano, Pocilga. ¿Propones que nos escondamos en las alcantarillas?

—No. Vale, iré al grano: Dios sabe que hay un modo de salir de aquí.

—¿Y?

—Si contáis con alguien que sepa pilotar un avión, hay un modo de ir desde aquí al aeropuerto.

—¿Y qué coño vamos a hacer en el aeropuerto? —Forrest pateó la silla del mendigo, que se encogió de miedo—. Venga ya, Bates, este chalado de los cojones no sabe nada.

—Incluso si intentásemos llegar hasta allí —dijo Stern—, no daríamos ni la vuelta a la manzana con todas esas cosas ahí fuera. Nos harían pedazos.

—No atravesaríamos la ciudad: iríamos bajo ella. Dios dice que iríamos bajo tierra, a través de las alcantarillas y de túneles.

—¿Bajo tierra? —Bates miró a Pocilga a los ojos—. ¿Dios está al corriente de que entre aquí y el JFK hay una cosita llamada East River?

—Y así era —dijo Pocilga, guiñando un ojo—. Pero el señor Ramsey construyó un túnel bajo él. Y hay otros túneles: el del metro que pasa por la 63 pasa por debajo del río, por ejemplo. Hay un montón de caminos. Por ejemplo, el tren de Long Island llega a la Grand Central.

—El proyecto de acceso al East Side —dijo Bates—. Pero el señor Ramsey no…

—El señor Ramsey —interrumpió el vagabundo— se gastó seis mil millones durante los últimos cinco años construyendo una red privada de túneles que conecta este edificio con el JFK. Incluso instaló un refugio de cemento contra bombardeos a ocho pisos de profundidad. Lo sé, tío. Solíamos colarnos por sus propios túneles de noche a robar equipo y cosas que los obreros dejaban atrás. Y la red conecta con todos los jodidos túneles de ahí abajo.

—Algo así hubiese salido en las noticias —se burló Stern—. Un proyecto de esa envergadura hubiese llamado la atención del público y de los medios. Además, tendría que lidiar con leyes de urbanismo y permisos, acuerdos sindicales…

—El señor Ramsey no tiene por qué preocuparse de leyes de urbanismo —escupió Pocilga mientras pasaba la mano por la espalda de Dios, arriba y abajo. El gato ronroneaba hasta cuando su amo lo acariciaba a contrapelo—. Es el hombre más rico de América. ¿Y los sindicatos? Me cago en… ¿crees que en la construcción participó alguien que no fuese Construcciones Ramsey?

Stern y Forrest miraron a Bates. Este se encogió de hombros.

—Si existe, no he oído hablar de ese túnel.

De pronto, recordó la conversación del día anterior con Ramsey.

«—Señor Ramsey, ¿ha considerado la posibilidad de que, tarde o temprano, independientemente de lo bien armados que estemos, esas cosas acabarán por superar nuestras defensas?

Si eso ocurre, tengo un plan de contingencia.

Bien. No sabe lo mucho que me alivia saberlo, señor. ¿Puedo preguntar cuál es?

No. Esa información solo puede proporcionarse en caso de necesidad, y francamente, en estos momentos usted no la necesita.

Le ruego disculpas, señor Ramsey, pero, ¿cómo se supone que voy a proteger a los demás si no lo conozco?

Créame, Bates. Cuando llegue el momento, si es que llega, será el primero en enterarse».

—Entonces, ¿cómo accedemos al túnel? —le preguntó Bates a Pocilga.

—A través del sótano y, después, por el subsótano. Dios me mostró el camino.

—¿Y nos llevará al aeropuerto sin toparnos con los zombis?

—Sí. Dios nos guiará.

—¿Te crees semejante chorrada? —preguntó Forrest.

Bates se encogió de hombros.

—Puede que merezca la pena comprobarlo.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Forrest.

—Del todo. A estas alturas, aceptaré toda la ayuda que pueda… aunque venga de Dios.

Extendió el brazo y le rascó las orejas al gato.

—Y mientras tanto, ¿qué haremos con el señor Ramsey? —preguntó Stern.

—Ya me ocuparé de él. Es mi responsabilidad. Vosotros preparad una habitación segura, un lugar en el que podamos encerrarlo para que no pueda hacerse daño o hacérselo a los demás.

—Bates —dijo Stern, levantando las cejas—. ¿Por qué no nos informó del estado de Ramsey antes?

—Al principio pensé que solo era estrés. Que estaba cansado. Fue hace unos días cuando empeoró.

—Bien, pues de ahora en adelante, los cuatro necesitamos establecer una confianza tácita entre nosotros. Estamos juntos en esto.

—Estoy de acuerdo —asintió Bates—. Forrest, tú no le quites el ojo de encima a Pocilga, no vaya a ser que nuestro compañero conspirador se vaya de la lengua. Estoy seguro de que habrá gente con ganas de causar problemas en cuanto yo pase a asumir el control de las operaciones. Tenemos que advertir a aquellos en quienes confiamos para que nos ayuden a sofocar una eventual resistencia… algo así solo nos retrasaría. Vosotros dos, id a despertar a Steve.

Forrest frunció el ceño.

—¿El canadiense? ¿Por qué?

—Porque él sabe pilotar un avión y nosotros no. Si podemos llegar al aeropuerto, quiero saber exactamente qué necesitaremos una vez hayamos llegado, a cuánta gente cree que puede sacar de aquí, qué tipo de avión necesitará… si todo esto es plausible o no.

—Realmente piensas que hay un modo de salir de aquí, ¿eh? —preguntó Forrest.

—Cualquier alternativa es mejor que quedarnos aquí de brazos cruzados, a la espera de que esas cosas de ahí fuera nos ataquen.

* * *

El señuelo de Ob había funcionado. Para la medianoche, el ejército no muerto de Nueva York había sacado de sus refugios a otros cien supervivientes gracias a su falsa emisión. Fueron asesinados en cuanto salieron arrastrándose de sus sótanos, áticos, almacenes y demás escondrijos. Un grupo fue abatido en la colapsada autopista de Long Island, conduciendo un coche blindado. Otro grupo apareció en el tejado de su bloque de viviendas en el Soho: cuando vieron a los no muertos rondando las calles, les arrojaron ladrillos. Fueron asesinados por francotiradores zombis y pájaros no muertos. Durante la noche fueron llegando más humanos procedentes de Nueva Jersey y otras zonas del estado de Nueva York. Los muertos los acogieron con los brazos abiertos y los dientes a punto. Su número aumentó exponencialmente. Cuando pasó el último minuto de las doce, las únicas criaturas vivas que quedaban en Nueva York estaban recluidas en la Torre Ramsey.

En las afueras de la ciudad, un zombi escribió con un spray un grafiti en la pared de un edificio. Rezaba:

BIENVENIDOS A LA NECRÓPOLIS

QUE TENGÁIS UN BUEN DÍA