Jim suspiró satisfecho, bebió una botella de agua mineral, estiró el cuello hasta hacerlo crujir y se quedó mirando a Danny jugar en el suelo con sus figuras de acción mientras vocalizaba los efectos de sonido y el diálogo.
—¡Chúpate esa! Pumba, pumba.
Jim aguantó una carcajada, pues no quería que Danny se sintiese observado. Llevaba mucho tiempo sin ver a Danny jugar y la escena se le antojaba dichosa. Le maravillaba la resistencia de su hijo. Pese a todo por lo que había pasado, parecía haberse ajustado muy bien a su nueva situación.
—¿Quiénes son esos superhéroes? —preguntó Jim.
—El de rojo es Daredevil —respondió Danny—. El de la calavera en llamas es el Motorista Fantasma. Los dos son de Marvel.
—Pensaba que el Motorista Fantasma era de los buenos. ¿Por qué se pelea con Daredevil?
—Es bueno, pero hago como que es malo, como los monstruos de fuera. Se han metido en su cuerpo y le hacen ser malo.
—Oh.
Jim apoyó los pies en el sofá, sintiendo la suavidad de la toalla de baño. El armario de la habitación tenía ropa lista para los dos: no es que les quedase como un guante o que fuese nueva, pero estaba lo bastante limpia y era cómoda. Jim se preguntó a quién pertenecería antes y quién sería el responsable de habérselas asignado a Danny y a él.
—¿Papá?
—Dime, bichito.
—¿Crees que ha sido el señor Ramsey el que ha dejado estos juguetes para mí? —dijo, como si repitiese los pensamientos de su padre.
—No lo sé. Puede, supongo, aunque me inclino a pensar que fue cosa de Smokey.
Danny pensó en ello.
—Parece majo —dijo.
—¿Smokey? Sí, desde luego. Es un señor muy agradable. Creo que hace las veces de comité de bienvenida por aquí, o al menos, eso me ha parecido.
Daredevil, guiado por las manos de Danny, pateó al Motorista Fantasma en la cara. El Motorista Fantasma se desplomó contra el suelo mientras Danny ponía los efectos de sonido.
—Me pregunto si el señor Ramsey también será majo.
—No lo sé, coleguita. Supongo. Desde luego, está ayudando a toda esta gente.
—Mamá solía verlo por la tele.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Le gustaba mucho, pero papá… quiero decir, Rick, decía que era un capullo presuntuoso.
Jim se estremeció, intentando no reaccionar tras haber oído a Danny llamarle a su padrastro «papá».
—Bueno, pues Rick tenía razón, por lo que a mí respecta. Parece que Rick y yo al menos coincidíamos en eso.
—¿Qué significa «presuntuoso», papá?
—Presuntuoso es cuando alguien cree que es mejor que tú y se hace el chulito.
—¿Como la abuela contigo?
Jim se aguantó las ganas de echarse a reír por la observación que había inspirado en Danny su antigua suegra. Después se dio cuenta de que Danny también sonreía.
—Sí, supongo que no es una mala definición.
Jim rió a través de la nariz y Danny le imitó. Al cabo de unos segundos, ambos reían a carcajadas.
—Dios, cómo te echaba de menos, bichito.
—Y yo a ti, papá.
Jim se dejó caer del sofá, se arrastró por la alfombra hasta llegar a su hijo y le dio un fuerte abrazo. Lo estrechó durante treinta segundos, pero a Jim se le hizo muy corto. Después, los dos jugaron enfrentando a Daredevil con el Motorista Fantasma. Daredevil, controlado por Danny, ganó todas las batallas, pero a Jim no le importó.
Al cabo del rato, lo dejaron. El rostro de Danny se ensombreció un poco.
—¿Qué te pasa, bichito?
—Estoy pensando en mamá.
Jim le pasó el brazo sobre los hombros y lo sujetó con fuerza.
—Y en Rick —continuó Danny, a punto de llorar—. Y en Carrie, y en el señor Martin, y en el señor De Santos y en todos los demás. Antes de que el señor De Santos nos salvase, el señor Martin me dijo que cuando la gente muere, va al cielo. ¿Crees que es verdad, papá?
—Eso espero.
—¿Crees que es a donde fue mamá?
Jim escogió sus palabras cuidadosamente.
—Yo creo que sí. De una cosa estoy seguro: allá donde hayan ido tu mamá, tu padrastro y todos los demás, están a salvo, como nosotros. Los monstruos ya no pueden hacerles daño.
Satisfecho, Danny recogió sus muñecos y siguió jugando. Se secó una lágrima y dijo:
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti.
—Todo va a ir bien, ¿no?
Jim asintió.
—¿Sabes una cosa, Danny? Creo que sí. Lo creo de verdad.
Fuera seguía lloviendo, y las gruesas gotas caían como bombas sobre el edificio.
Tanto el padre como el hijo las ignoraron por completo.
Unos minutos después algo más cayó del cielo, pero estaban tan centrados en el otro que no vieron el arco que trazó al caer, en picado, ante su ventana.
* * *
Kilker encendió un cigarro.
—Menuda está cayendo.
Miró por la ventana y vio a los zombis rondando por la ciudad, ajenos al aluvión.
Carson asintió y abrió una lata de refresco.
—Pues sí. Con un poco de suerte, un huracán arrasará Manhattan y limpiará las calles de esos cabrones.
Ambos tenían veintitantos, vestían zapatillas y pantalones tan anchos que dejaban al descubierto la goma de los calzoncillos. Carson tocaba su cabeza con una visera de los Yankees. Desde un radiocasete a pilas cercano sonaba Hatebreed.
Carson dejó el refresco en el suelo y fingió tocar la guitarra, rugiendo a la par que el cantante.
—¿Por qué no quitas esa mierda? —protestó Kilker.
—Ya —suspiró Carson a regañadientes—. Total, ya he oído esa canción muchas veces. Pero bueno, supongo que ya no habrá más discos de Hatebreed.
—Es una pena —dijo Kilker, sarcástico—. No entiendo cómo te puede gustar esa basura de Metal a gritos.
—Los vi en concierto una vez, con Biohazard, Power Plant y Agnostic Front. Sufrí un esguince cervical haciendo pogos.
Kilker se limitó a negar con la cabeza.
Carson dio un ruidoso sorbo al refresco.
—¿Tienes que hacer eso? —preguntó Kilker, visiblemente molesto.
—¿Hacer qué?
—Beber como un puto cerdo. Da asco.
—Joder… perdón, tío. Tranqui.
Permanecieron en silencio. Carson comprobó su arma, un MAC-11 de Ingram. Era ligero y compacto para ser un subfusil, pero no mucho más grande que la típica pistola. A su lado reposaba un cargador con capacidad para cuarenta y siete balas. No había tenido que usar el arma desde que se unió a los habitantes del rascacielos. Se lo asignaron cuando pasó a formar parte de la seguridad del edificio.
—¿En qué piensas, tío? Hoy estás muy callado. ¿Pasa algo?
Kilker miró por la ventana, viendo la lluvia caer en su periplo hasta la calle.
—Desde aquí no dan miedo —dijo distante, como si soñase despierto—. Parecen hormigas.
—Hormigas muertas —replicó Carson. Sonrió y se puso a cantar la melodía de la Pantera Rosa—. Hormi-gas muertas, muertas, muertas-muertas-muertas…
—¡Cállate! —gritó Kilker—. Joder, pero mira que llegas a ser gilipollas.
—¿Tío, pero a ti qué coño te pasa?
Kilker se puso en pie de un salto, cayéndosele el cigarro de la boca.
—¿Que qué me pasa? Que estoy harto de esta mierda. Estoy harto de este puto edificio y del puto turno de guardia y del puto olor de esas cosas de debajo. Estoy hasta los cojones, tío. No soy un soldado. ¡Me dedicaba a freír comida, coño!
—Pues dile a Bates que quieres un traslado a la cafetería —bostezó Carson—. Quiero decir… joder, tío, antes yo trabajaba en una tienda de alimentación. Nunca había manejado un arma hasta que llegué aquí, pero ahora me alegro de tener una. Y tú también deberías alegrarte.
Kilker no respondió.
Carson señaló al cigarro, que seguía encendido.
—¿Te lo vas a acabar? Sería una pena que se echase a perder.
Kilker no parecía haberle escuchado. Se dirigió hacia el ascensor murmurando y jurando y pulsó el botón para subir.
—Tío, ¿adónde vas? No puedes irte, es nuestro turno.
—A tomar por culo —dijo Kilker entre dientes—. Ellos no pueden entrar y nosotros no podemos salir. Así que, ¿qué más da? ¿De qué nos protegemos?
—Nunca se sabe, tío. Podrían encontrar la manera de entrar, no sé, haciéndose con una bomba o algo así.
—No caerá esa breva.
Carson cogió la colilla, que seguía encendida, dio una calada y se acercó a su amigo.
—En serio, Kilker, ¿qué tienes en la cabeza? Estás todo raro, tío.
—¿Sabes qué día es hoy?
Carson se rascó la cabeza.
—Creo que martes. Pero tío, si te soy sincero, ya no llevo la cuenta. No tiene mucho sentido, ¿no te parece?
—Hoy hubiese sido el cumpleaños de mi padre.
—Oh. Bueno, cuando libremos, nos tomaremos unos chupitos de tequila en su honor, ¿qué te parece?
Kilker le ignoró. Ni siquiera le estaba mirando. El mecanismo del ascensor resonaba en el silencio desde el hueco. Cuando habló de nuevo, sonaba aún más distante.
—¿Te llevabas bien con tu padre, Carson?
—Sí… hasta que cumplí quince y descubrió que era gay. Después de aquello, no es que nos llevásemos de miedo, ¿sabes? Mi madre también se mosqueó, siempre quiso un nieto. Supongo que no se enteró de que podía adoptar.
—Yo quería a mi padre. Nunca me juzgó. Me apoyó en todas mis decisiones.
El timbre del ascensor sonó y las puertas se abrieron. Después de que Kilker entrase, y volvieron a cerrarse.
Carson metió la bota en medio, deteniéndolas.
—Mira, tío, ya sé que llevas una temporada deprimido, pero, ¿qué haces? ¿Te vas a largar o qué?
—Necesito un poco de aire, nada más. ¿Vienes?
Su tono rogativo hizo estremecerse a Carson.
—Vale, tío, pero no podemos irnos mucho tiempo. Cinco minutos, ni uno más. ¿Vale? No quiero que Bates o Forrest nos la líen.
Kilker sonrió.
—Vale.
Carson cogió el MAC-11 y entró en el ascensor con Kilker. Las puertas se cerraron con un susurro. Kilker apretó un botón del panel y el ascensor empezó a subir.
—Tío, te has confundido de botón. Ese es el del piso de Ramsey. No podemos ir.
—No vamos a ver al señor Ramsey —dijo Kilker, tranquilo—. Vamos a bajarnos del ascensor e ir a la salida de incendios.
—¿Para qué? ¿Para cagarla todavía más?
—No. Confía en mí.
—Tío, estás grillado.
Kilker ignoró el comentario.
—Nunca tuve la oportunidad de despedirme de mi padre. Antes de que estas cosas tomasen la ciudad, durante los saqueos, cuando aún funcionaban los teléfonos, llamé a casa. Solo quería hablar con él, decirle que le quería y que estaba orgulloso de él. Así que llamé y me contestó.
—¿Y pudiste decírselo? Mola, tío. Es más de lo que mucha gente ha podido hacer.
Kilker negó con la cabeza.
—No, no llegué a decírselo.
—¿Pero no has dicho que te contestó?
—Y lo hizo… pero no era él. —El rostro del joven se ensombreció mientras ahogaba las lágrimas—. No era él. ¡Era una de esas jodidas cosas, viviendo en su interior!
—Joder.
—Sí. Al principio creí que era él, aunque sonase raro. Pero luego empezó a decir cosas… cosas horribles. Y lo supe.
—Qué jodido, tío. Lo siento.
Kilker se sorbió la nariz y se secó las lágrimas.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Salió.
—Kilker —Carson le sujetó el brazo—. ¿Adónde vas?
—Ya te lo he dicho —susurró Kilker—. A la escalera. Puedes llegar al tejado a través de la salida de incendios.
—¿Al tejado? ¿Pero es que estás loco?
—No —su voz se quebró de puro dolor—. Solo cansado. Harto y cansado. Si esto es vivir, no quiero seguir haciéndolo.
Se liberó del agarre y caminó hacia la puerta roja de la salida de incendios. Carson le siguió, no sabiendo qué hacer. Reinaba el silencio en el pasillo acolchado con terciopelo. No había señal de Ramsey o de Bates.
—Tío, espera. ¿Es que quieres acabar convertido en zombi?
—No, es que no quiero seguir viviendo. Estoy cansado, Carson.
Abrió la puerta y comenzó a subir las escaleras.
Carson sintió pánico.
—Kilker. Oye, tío, no lo hagas. Venga, déjate de hostias. No podemos salir. ¡Los pájaros nos harán pedazos!
Llegaron hasta el final de la escalera. Kilker señaló al traje protector que colgaba de la pared. Parecía un cruce entre el uniforme de un apicultor y el del trabajador de un reactor nuclear.
—Pues ponte uno de estos. Es lo que hacen Quinn, DiMassi y Steve cuando van hacia el helicóptero. Los pájaros no pueden atravesarlo. Pero a mí no me hará falta.
Apoyó las manos en la puerta y cerró los ojos. Después inhaló profundamente, se detuvo un momento y se calmó.
Carson le cogió por los hombros.
—No.
—Tengo que hacerlo. No puedo continuar, tío. Duele demasiado. ¿Me quieres soltar?
Carson miró a su amigo a los ojos y entendió que iba en serio. Tragó saliva y le soltó. Kilker se volvió hacia la puerta y entonces, Carson saltó sobre él.
—¡Señor Bates! —gritó—. ¡Señor Ramsey! ¡Socorro!
—¿Qué haces? —gruñó Kilker mientras Carson lo abrazaba con todas sus fuerzas.
—No voy a dejar que te suicides, gilipollas. No estás en tus cabales, Kilker. Te pasa algo. Tienes que ver al doctor Stern.
—¡Quítate de encima, Carson!
—¡Socorro! ¿Bates? ¿Hay alguien? ¡Que venga alguien, rápido!
Una puerta se abrió de golpe en el piso de abajo y oyeron unos pasos procedentes del pasillo corriendo hacia la escalera.
Kilker echó la cabeza hacia atrás, haciendo trizas la nariz de Carson y rociándolos a ambos con sangre. Carson cayó de rodillas entre gritos mientras se sujetaba la nariz con las manos.
Kilker abrió la puerta de un empujón y corrió hacia el tejado.
Bates apareció, subiendo las escaleras a toda prisa.
—Carson, ¿qué demonios pasa? ¿Qué haces aquí?
—¡Es Kilker, señor Bates! —gimió Carson mientras la sangre manaba entre sus dedos—. Se le ha ido la olla y ha salido.
Bates corrió hasta llegar a la puerta y miró a través del grueso cristal del medio: Kilker corría sobre el tejado, oculto bajo una bandada de pájaros no muertos que cubrían hasta el último centímetro de su cuerpo.
No dejó de correr hasta desaparecer por la cornisa.
Bates suspiró. Cerró el puño hasta clavarse las uñas en la palma.
Carson se puso en pie a duras penas.
—¿Está…?
—Sí.
—Joder… Kilker…
Bates asintió y se volvió hacia el herido.
—Ve a la enfermería a que te arreglen la nariz.
Carson agachó la cabeza.
—¿Me he metido en un lío, señor Bates?
—Todavía no lo sé —dijo Bates en voz baja, abatido—. En estos momentos estoy demasiado cansado como para decidir nada. Ve a que te arreglen la nariz, ¿vale?
—Sí, señor —Carson bajó las escaleras como malamente podía, dejando un reguero de sangre a su paso.
Bates volvió a echar un vistazo al tejado y vio la lluvia caer. Recordó la conversación que había mantenido con Forrest.
—Va a pasar algo malo.
—¿Decía algo, señor? —preguntó Carson desde el final de la escalera.
Bates no respondió.
* * *
Frankie despertó de su pesadilla, abrió los ojos y miró alrededor. Estaba en lo que parecía una habitación de hospital: por un instante, pensó que podía tratarse de otro sueño, pero cuando se movió, el dolor que recorrió su cuerpo la convenció de que aquello era real.
Estaba tumbada en una cama, cubierta por sábanas blancas con manchas amarillas a la altura de las piernas y el abdomen. Su ropa de calle había sido reemplazada por una fina bata de hospital abierta por detrás. Un tubo intravenoso nacía de su brazo para terminar en una botella que colgaba sobre ella. Una máquina recogía su pulso y otra, cuyo propósito desconocía, permanecía en silencio.
Intentó incorporarse, pero luego se tumbó de nuevo. ¿Por qué estaba tan débil? Se sentía tan mal como cuando sufría el mono de la heroína. Recordaba vagamente al médico que olía a matadero, el que intentó pincharla. Por lo que parecía, lo había conseguido.
Sujetó el pasamanos de la cama y lo intentó de nuevo, obligándose a incorporarse. Se detuvo un rato, exhausta a causa del esfuerzo. Después de un momento de descanso, deslizó las piernas a un lado de la cama y apoyó los pies descalzos sobre las baldosas del suelo.
Le dolían las piernas y los brazos. Estudió sus heridas: alguien se las había curado.
Después recordó el sueño. Martin estaba en él y le mostró algo. Algo terrible.
—Tengo que… encontrar a Jim y a Danny. Tengo que decírselo.
Se sacó el tubo del brazo y empezó a sonar una alarma, débil pero urgente.
Frankie se puso en pie y, después de tambalearse, recuperó el equilibrio. Dio un paso vacilante y después otro.
—Tengo que… advertirlos…
* * *
El doctor Maynard se secó la sangre en su bata de laboratorio, ajustó el trípode y puso en marcha la videocámara, orientada hacia la mesa de operaciones en la que yacía firmemente atado con tiras de velcro el cadáver de una mujer rubia que, en el pasado, fue hermosa. Tenía las piernas separadas del todo y levantadas con estribos. Tenía los labios vaginales hinchados y grisáceos y el pelo que los rodeaba había sido afeitado recientemente. Sus grandes pechos colgaban y los pezones se habían vuelto negruzcos, al igual que su hinchada lengua, que colgaba de la boca como un pedazo de hígado crudo. Se relamió sus pelados labios, mostrando pálidas encías. Cada uno de sus dientes había sido extraído y las cavidades eran húmedas y brillantes. Un anillo de boda con un diamante estaba hundido en su dedo hinchado como una salchicha.
En el pasado se llamó Cindy. Había trabajado como recepcionista para un bufete de abogados en una oficina de la Torre Ramsey. Llevaba muerta una semana, después de ahogarse con un caramelo. En vez de destruir el cerebro antes de que volviese a la vida, ataron el cadáver para investigarlo.
O por lo menos, esa fue la mentira que les dijo Maynard a Stern, Bates y los demás.
—¿Vas a hacerme más preguntas —dijo con voz rasposa—, o solo quieres follarme otra vez?
Maynard miró con gesto culposo a la cámara, la apagó, rebobinó la cinta y empezó a grabar de nuevo.
—Oh, ya veo. Supongo que es nuestro secretito —el zombi rio, revolviéndose en sus ataduras. De sus ojos y nariz manaba un líquido espeso y amarillento.
Maynard habló en voz alta.
—Tras la muerte, el sujeto opera como un ser vivo. Se le han extraído el estómago y otros órganos del aparato digestivo, pero aún así desea alimentarse, sobre todo con carne viva.
Ilustró el comentario apuntando la cámara al enorme agujero en el abdomen de la criatura.
—Tengo hambre —aseveró el zombi, como si fuese su momento de decirlo—. Dame un bocadito.
Maynard se aclaró la garganta.
—La carne que devora no viaja a través del sistema digestivo, sino que es absorbida mediante un proceso desconocido.
—Eres muy observador —resopló la criatura—. Y ahora, ¡dame de comer! O mejor aún, libérame.
—Ni una cosa ni la otra, me temo —dijo Maynard.
—Haré que merezca la pena, doctor —ronroneó el zombi, separando aún más las piernas—. Te dejaré hacerme cosas… cosas que jamás has hecho con una mujer viva. Podemos jugar duro, si quieres.
El pene de Maynard se puso duro, apretándose contra sus sucios pantalones. El zombi lo notó y sonrió.
—¿Te gusta lo que ves? ¿Te gusta mi coño hinchado?
Miró una vez más, nervioso, a la videocámara, y prosiguió.
—¿Cómo convierte tu especie la comida en energía?
—¿Por qué debería contártelo?
—Porque te daré de comer después de que respondas a mi pregunta.
—No lo entenderías. Es a nivel subcelular.
—Pero, ¿cómo?
—Mediante magia. O al menos, así es como lo llamaría tu especie.
—No creo en la magia.
—Pues claro que no. Eres un hombre de ciencia y razón. La lógica es tu dios. Y por eso tu especie perderá esta guerra. Solo se nos puede detener con magia y la erradicasteis de vuestras vidas. Ninguno de vosotros recuerda los antiguos ritos. Creíais que la ciencia os mantendría a salvo de la oscuridad, y como resultado, habéis perdido las únicas armas capaces de destruirnos.
—Tonterías —gruño Maynard—. La clave para derrotaros es la ciencia, no las sandeces supersticiosas que nuestros ancestros aprendieron en una cueva.
La criatura se revolvía sin parar mientras se abría de piernas de par en par.
Su miembro erecto volvió a moverse. El zombi contempló el bulto en sus pantalones y se relamió.
—Tengo tanta hambre —suspiró, exhalando un aire fétido desde sus inútiles y putrefactos pulmones—. Y llevo días contestando a tus preguntas. Tarde o temprano, comprenderéis que vuestra época ha concluido. Os superamos en número. Somos vuestros herederos. El tiempo de la humanidad ha terminado.
—Eso ya lo veremos.
—¿Hemos acabado por hoy? Dame lo que quiero.
Apagó la cámara, se ajustó las gafas y cogió un bol de acero inoxidable que contenía el corazón del propio zombi. Rebanó un pequeño trozo utilizando un escalpelo cubierto de sangre y lo cogió con los dedos, dejándolo colgar por encima de las impacientes mandíbulas del zombi.
—Esto es lo que quieres.
—Sí —gimió el zombi—. Dámelo.
Dejó caer el pedazo de músculo por el gaznate de la criatura.
—Ahora sí que te voy a dar algo.
Maynard pensó en cerrar la puerta, pero no podía aguantar. La necesidad era imperiosa. Su respiración se fue haciendo más profunda a medida que su miembro se endurecía. Sus manos temblaban mientras bajaban la bragueta del pantalón, que cayó hasta tus tobillos. No llevaba ropa interior. Se quitó los pantalones, dejándolos en el suelo como si hubiese mudado de piel. Abrió la funda de un preservativo con los dientes y se lo colocó en el miembro. Después lo cubrió de lubricante y se acercó al cadáver, que no paraba de revolverse.
Contuvo la respiración cuando introdujo el miembro en su interior, esforzándose por ignorar el hedor que despedía el cuerpo sobre el que se encontraba. Se cuidó mucho de permanecer fuera del alcance de su boca desdentada y sus manos: aunque estuviese atado, el zombi podía arañarlo con las uñas.
Metió el miembro hasta la base y tembló. Su sexo estaba frío, pero a Maynard no le importaba. La criatura arqueó la espalda y las caderas, permitiéndole adentrarse aún más.
—¿Te… te gusta? —resopló.
—Por supuesto —jadeó el zombi—. Esto es una abominación a ojos del Creador, el cruel. Le duele mirar, así que me gusta mucho.
—¿Puedes alcanzar el orgasmo? —preguntó Maynard, asegurándose de mantener la distancia con cada empujón.
—No, pero tú sí. Quiero que te corras. ¡Quiero que grites de placer, que esparzas tu semilla, que quemes sus oídos!
Maynard extrajo más lubricante con una mano mientras aceleraba el ritmo. Su pene parecía a punto de reventar.
—Quiero que te corras —le apremió el zombi—. Córrete para mí. ¡Córrete y rebélate contra Él!
—Voy a…
Frankie apareció por la puerta.
—Ya vienen… —susurró con voz tenue a través de sus labios resecos—. Tenéis que decirles…
Se detuvo en seco, horrorizada y asqueada ante la escena que estaba teniendo lugar ante ella.
—¡Dios! He conocido… a tíos raros, pero tú… te llevas… la puta palma…
Y después, se desmayó.
—¡Mierda! —Maynard terminó mientras su abultado miembro llenaba el interior del condón. Se lo quitó inmediatamente, en mitad del orgasmo, se subió los pantalones y corrió a cerrar la puerta. Echó un rápido vistazo al pasillo, pero estaba despejado.
—Deberías haber cerrado la puerta —se burló el zombi.
—¡Cállate!
Se pasó las manos húmedas por la calva.
—¿Qué vas a hacer?
—Me ha visto. ¡No puedo permitir que se lo diga a los demás!
Se arrodilló al lado de la mujer inconsciente y le tomó el pulso. Era lento pero firme. Le levantó el párpado y echó un vistazo a sus dilatadas pupilas.
Después le escupió en la cara.
—Te dije que me las pagarías, zorra.
Regresó a la mesa, cogió un escalpelo y volvió donde Frankie.
—Es una pena, de verdad —no se lo decía a Frankie ni a su amante no muerta, sino a sí mismo—. Hubiese sido divertido. Nunca lo he hecho con una mujer negra, pero siempre puedo tirármela cuando vuelva a la vida.
La cogió del pelo, tiró de la cabeza hacia atrás y le colocó el escalpelo en el cuello.
—Por lo menos, si te corto la garganta no estarás tan dañada. Puedo cubrirte la herida con un pañuelo o algo así, después de atarte. Puede que incluso la vuelva a cerrar.
Sujetó el bisturí con fuerza y se inclinó para despedirse de Frankie al oído.
—Adiós.
—Eh, doc, ¿estás ahí? Kilker está muerto y necesito ayuda.
Maynard miró hacia el frente: Carson estaba en la puerta, con la nariz sangrante e hinchada y el arma desenfundada y apuntando al médico. Metió un cargador en su sitio y miró rápidamente a Frankie, a Maynard, al zombi, al condón que yacía en el suelo y, una vez más, al médico.
—¿Qué coño estás haciendo, doc?
—No… no es de tu incumbencia, Carson. Ya está muerta. Complicaciones con las heridas. Solo la estoy incapacitando para cuando regrese a la vida.
—¿Cortándole la garganta? No me lo trago, tío. Que yo sepa, eso no impide que vuelvan. Tira el bisturí y aléjate de ella.
—Mantente al margen, Carson, te lo advierto.
—No, soy yo el que te lo advierte a ti. No estoy de broma, tío. Tira el cuchillo y aléjate de ella de una puta vez, o te juro por Dios que te pego un tiro.
Maynard dudó, pero finalmente tiró el escalpelo y retrocedió lentamente.
—No sabes lo que haces —le dijo al joven—. Estás herido. No estás pensando de forma racional. Está muerta. ¡Y a menos que quieras que regrese a la vida, dispárala ahora mismo!
Carson titubeó, inseguro.
Los brazos de Frankie temblaron.
—Hazlo —bufó Maynard—. ¡Acaba con ella antes de que se levante!
Carson apoyó firmemente el gatillo con el dedo.
Frankie gimió y abrió los ojos de par en par.
—¿Dónde… estoy?
—En el laboratorio, señora —contestó Carson.
—¿Dónde?
—Señora —tartamudeó Carson—, ¿es… es usted uno de ellos?
Frankie no pareció entender la pregunta.
—Lo último que recuerdo es a ese cabrón con la jeringuilla.
Carson oprimió un poco más el gatillo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Frankie, adormecida. Intentó incorporarse.
—Eso es lo que quisiera yo saber —dijo el doctor Stern, tras ellos.
Se adentró en la sala, mirando con incredulidad a los alrededores.
—Joseph, ¿qué está pasando aquí? Y Carson, ¿qué haces con esa arma?
—Estaba… —el joven soldado fue incapaz de responder.
—¡Me había vuelto a atacar! —gritó Maynard—. ¡Fue en defensa propia, Benjamín!
—Mentiroso —se burló el zombi—. La hembra nos interrumpió mientras follábamos. Iba a matarla. Matadlo de una vez para que uno de nuestros hermanos pueda ocupar su cuerpo.
—¡Cállate! —gritó Maynard.
Carson y Stern se quedaron mirando al preservativo, que vertía su contenido sobre el suelo, y después al zombi. Su sexo aún brillaba por el lubricante.
Stern se puso pálido.
—Dios mío, Joseph, ¿qué has estado haciendo?
—No os amilanéis, chicos —dijo el zombi mientras se reía en voz baja—. Todavía me queda mucha marcha. ¿Quién quiere pasar un buen rato?
Stern cogió el teléfono sin quitarle los ojos de encima a su colega.
—¿A quién llamas? —preguntó Maynard.
Stern no respondió.
—¿A quién llamas, Carl?
—Necesitas ayuda, Joseph. Voy a llamar a…
De pronto, Maynard se abalanzó sobre el escalpelo. Lo aferró y corrió hacia el médico, gritando sinsentidos. Stern tiró el teléfono y gritó.
Carson disparó tres precisas ráfagas. Las balas acertaron en la espalda de Maynard, saliendo por su pecho. Sus piernas dejaron de responder y se desplomó sobre el suelo. El escalpelo se soltó de sus dedos encallecidos y se deslizó sobre las sangrientas baldosas. No se volvió a mover.
Tranquilo e indiferente, Carson se colocó al lado del cadáver del médico y le disparó una bala en la nuca. Después se dirigió hacia el zombi y le colocó el humeante cañón en la frente.
—Adelante —susurró—. Volveré, al igual que mis hermanos. Somos más que las estrellas. Somos más que…
Carson apretó el gatillo. Después, se inclinó y vomitó sobre sus botas.
Oyeron gritos procedentes del pasillo, seguidos de pasos a la carrera.
Stern cogió el teléfono y volvió a llamar.
—¿Bates? —dijo tras una larga pausa—. Soy el doctor Stern. Creo que será mejor que venga al laboratorio. Ha ocurrido un incidente.
Tuvo que hablar más alto para hacerse oír sobre los vómitos de Carson.
Frankie, tirada en el suelo, gimió.
—Ya vienen…