NUEVE

—Apuesto a que tienen hambre —dijo Smokey.

Los estómagos de Jim, Don y Danny rugieron afirmativamente. Después de todo por lo que habían pasado durante las últimas veinticuatro horas, comer era lo último que se les había pasado por la cabeza. Pero cuando entraron en la abarrotada cafetería y captaron el aroma del bacón, las salchichas, los huevos, las tortitas, la fruta y el café, cuando oyeron el repiqueteo de la cubertería, los vasos y las bandejas… sintieron un hambre voraz.

El rumor de las conversaciones flotaba por toda la estancia. Había unas ciento cincuenta personas reunidas en la cafetería, sentadas en largas mesas, haciendo cola bandeja en mano, o de pie, en torno a las cafeteras. Algunos se los quedaron mirando, contemplando a los recién llegados mientras Smokey los acompañaba al interior de la sala.

Smokey se describió a sí mismo como un antiguo hippie. Gozaba de una forma física bastante buena para un hombre de sesenta y tantos. Una cola de caballo larga y gris se extendía sobre su camisa de franela y un bigote, también gris, cubría su labio superior. Amistoso y parlanchín, era el encargado de enseñarles el edificio.

—¿De dónde sacan la comida para toda esta gente? —preguntó Jim.

—El edificio tenía restaurantes y esta cafetería —contestó Smokey—, completamente abastecidos. Además, había máquinas expendedoras en la mayoría de plantas y comida en los apartamentos y oficinas.

Se puso en cuclillas, apoyando las manos sobre las rodillas, y miró a Danny a los ojos.

—Seguro que te gustan las tortitas con arándanos, ¿a que sí, chaval?

—Sí, señor.

—Genial, porque Etta, Leroy y sus compañeros preparan las mejores tortitas con arándanos que hayas comido en tu vida. Vamos a la cola.

Danny sonrió, expectante, y Jim empezó a tranquilizarse. Aquello se le antojaba extraño, después de tantos días huyendo. Sus hombros dejaron de tensarse y sus músculos se relajaron. Quizá, después de todo, les iría bien. Pensó en su segunda mujer, Carrie, y en su hija nonata, muertas ambas al inicio de su viaje. Después pensó en Baker y en Martin, y en todos los demás. Quizá habían dejado las muertes y los malos tiempos atrás. Suspiró.

—Se está bien, ¿verdad? —preguntó Smokey.

Jim asintió.

—Vaya que sí. Es… una comunidad.

—Exacto. Somos unos trescientos en total. Trabajamos por turnos, así que no verá a todo el mundo de golpe, a menos que haya una reunión de la comunidad en el auditorio… e incluso entonces, habrá gente vigilando el edificio. La cafetería está abierta las veinticuatro horas, para atender a los del turno de noche, los guardias… Pero racionamos la comida, así que si alguien no trabaja en esos turnos, no se le da de comer. La gente viene aquí a descansar, jugar a las cartas, charlar. En torno al desayuno es cuando más llena está.

—No me importa que haya mucha gente —dijo Jim—. Me alegro de estar aquí. No hemos parado de huir, siempre de mal en peor, así que se me hace raro que ahora pueda bajar la guardia.

Se pusieron a la cola y cada uno cogió una bandeja. Smokey bromeaba y charlaba con todo aquel que se le cruzaba. Parecía conocer a todo el mundo. Presentó a los recién llegados, pero Jim y Don en seguida olvidaron los nombres. A Jim empezó a dolerle el hombro después de tanto estrechar manos.

Una mujer joven se les aceró y apartó cariñosamente a Smokey.

—Cuidado, Val —dijo él con una sonrisa—. Eh, te presento a Jim y Danny Thurmond y a Don De Santos.

—Hola —dijo Val, mostrando sus inmaculados dientes—. Vosotros debéis de ser el grupo que han traído Quinn y Steve.

—En efecto —contestó Jim—. ¿Cómo lo sabe?

—Val es una de nuestras especialistas en comunicaciones —explicó Smokey—. Y come por dos.

—Estoy embarazada —confirmó—. Solo de dos meses, así que todavía no se me nota.

Jim y Don la felicitaron, y se marchó.

—¿Y a qué se dedica la gente por aquí, además de a vigilar y a mantener las comunicaciones? —preguntó Don.

—Hay de todo —respondió Smokey—. Médicos y enfermeras, científicos, soldados, celadores. Tenemos un laboratorio hidropónico y un invernadero, así que si se te dan bien las plantas, podrías ofrecerte voluntario para cuidarlo. Tenemos un par de profesores que han empezado a dar clases en la planta número veinte, así que Danny podrá seguir aprendiendo.

—¿Volver al cole? —gruñó Danny—. Jo.

Jim sonrió. Le gustó ver a Danny reaccionando a cosas normales como un niño normal… como si los zombis no fuesen más que un mal sueño.

—Hay un montón de niños de tu edad —dijo Smokey—. Te gustará.

Danny se lo pensó.

Smokey se volvió hacia Jim y Don a medida que la cola avanzaba.

—Tenemos celadores, cocineros y un departamento de mantenimiento —dijo—. Si se os da bien la fontanería o la electricidad, o si al menos sois capaces de clavar un clavo recto, será un placer contar con vosotros. También tenemos un cine y una librería la mar de maja… aunque la verdad, no me gusta mucho leer. Tenemos una banda que toca una vez al mes y también una orquesta formada en su mayoría por músicos que se reunieron después de acabar aquí. Tocan en el auditorio. Si hasta tenemos una cadena de televisión de circuito cerrado. Eso sí, no dan muchos programas: reposiciones de Andy Griffith, Seinfeld, Deadwood y concursos viejos, sobre todo.

Un hombre desaliñado tiró de la manga de Jim.

—¿Has visto a mi gato? —Su boca solo contenía dos dientes sanos y su sucio cabello estaba apelmazado como si lo hubiese rociado con aceite de motor. Jim retrocedió al percibir su hedor. Apestaba a suciedad y olía como si hubiese bañado en vodka.

—No, me temo que no he visto a su gato.

—Mi gato huele a atún —dijo el hombre—. Se llama Dios. Es omnipotente.

—Lárgate, Pocilga —gritó Smokey—. Deja a esta gente en paz. No han visto a tu maldito gato.

Pocilga se volvió hacia Don.

—¿No te sobrará una monedita?

Don abrió los ojos de par en par, sorprendido.

—Vete de aquí, Pocilga —insistió Smokey—. ¡Largo!

El extraño se marchó. Don se lo quedó mirando.

—¿Quién es ese? —preguntó Jim—. Parecía inofensivo.

—Le conozco… —susurró Don.

—¿Qué? —preguntaron Smokey y Jim al unísono.

—Os juro que no os estoy tomando el pelo. Conozco a ese tío. Era un vagabundo. Solía rondar los alrededores de mi oficina todas las mañanas. Todos le llamábamos Pocilga, porque ese era el nombre al que respondía. Era como parte del mobiliario de Wall Street.

—Será una broma —exclamó Smokey—. ¿De verdad se llama Pocilga?

—Supongo —dijo Don—. Qué cosa más rara. Pero sí, es el mismo tipo. Ya entonces andaba buscando a su gato. A veces lo llevaba con él: es un gato jaspeado, viejo y sarnoso, y le falta un trozo de una de las orejas.

—Me da pena el pobre hombre —Jim vio cómo Pocilga se abría paso a través de la gente.

—Pues que no se la dé —dijo Smokey—. Aquí dentro está a salvo, cosa que no se puede decir de todos los que viven ahí fuera.

—Increíble —Don negó con la cabeza—. Una ciudad del tamaño de Nueva York y la única persona a la que conozco de entre toda esta gente es al vagabundo de la oficina.

—¿A qué se dedicaban antes del Alzamiento?

—Construcción —respondió Jim.

—Yo era agente de Bolsa —dijo Don.

—Así que construcción —Smokey avanzó un poco—. Seguramente le asignen a mantenimiento, a hacer reparaciones y cosas así. Y, bueno, ¿agente de Bolsa? No controlo ese tema. Nunca he sido de seguir de Bolsa. Pero estoy seguro de que tendrán algo para usted.

—¿Usted cree? —preguntó Don.

—¿Puede darle a la escoba, no? —El anciano rió y extendió la bandeja, sobre la que cayeron tres tiras de bacón y una cucharada de huevos revueltos.

—Buenos días, Etta —le dijo a la imponente mujerona que se encontraba tras la barra—. Tenemos a un chico que ha viajado desde Nueva Jersey para probar tus tortitas de arándanos.

Les presentó a los tres.

Encantá' —dijo la mujer, enérgicamente—. Me alegro de conocer a un fan de mis tortitas.

—Darle a la escoba… —murmuró Don en voz baja—. Sí, puedo darle a la escoba.

—¿Y desmontar un arma, volverla a montar y dispararla con precisión? —preguntó una voz grave tras ellos.

Don y Jim se dieron la vuelta mientras Danny extendía la bandeja y babeaba ante la perspectiva de las tortitas.

El autor de la pregunta estaba impecablemente vestido. Una larga y brillante cola de caballo se extendía por su espalda y sus dedos estaban adornados con varios anillos. Era alto, atlético, y se movía como una pantera a través de la cola. Pero eran sus ojos lo que les paralizó. Había algo diferente en ellos. Jim tardó un instante en darse cuenta de qué era.

No parpadeaba.

—Soy Bates —extendió la mano y Don se la estrechó—. Encargado de seguridad de la Torre Ramsey.

—Don De Santos —el agarre de aquel hombre era firme—. Estos son Jim Thurmond y su hijo, Danny.

—¿Es usted el caballero de Virginia Occidental? —preguntó Bates.

Jim frunció el ceño.

—Soy yo. Parece que por aquí las noticias vuelan.

—Así es. Pero la suya es una historia excepcional, señor Thurmond, así que ha volado todavía más rápido. Después de que descanse, me gustaría hacerle unas preguntas, si no le importa. Seguro que tiene un montón de cosas que contarnos acerca de cómo van las cosas en el resto del mundo.

Jim se encogió de hombros.

—No sé hasta qué punto será útil mi información, señor Bates. Basta con mirar por la ventana: así es como están las cosas en todas partes.

—Pues sí. No obstante, ¿nos ayudaría a despejar ciertas dudas? Podría sernos muy útil para nuestra supervivencia a largo plazo.

—Claro. Será un placer ayudar en la medida de lo posible.

—Excelente —Se volvió hacia Don—. Usted le ha preguntado a Smokey a qué podría dedicarse. ¿Puede disparar un arma? Asumo que sí, si es que ha estado vivo todo este tiempo.

Don se puso colorado.

—Disparé a mi mujer después de que se convirtiese en una de esas cosas. Supongo que no se me da mal del todo.

—En ese caso, puede que le encontremos un sitio en nuestro cuerpo de seguridad. Hablaré con ustedes más tarde, caballeros. Bienvenidos a bordo.

Caminó, como deslizándose, a través del gentío; llenó una bolsa de viaje de plástico con cápsulas de café, saludó y habló educadamente con quienes le rodeaban y se fue sin despegar la mirada de un sujetapapeles.

Jim se quedó mirando a Bates, a cuyo paso la gente se apartaba para dejarle sitio, como si fuese Moisés a través del Mar Rojo.

—¿En qué piensas? —preguntó Don.

Jim miró a Smokey, que estaba charlando de nuevo con Etta.

—Creo que no me fio de Bates —susurró Jim—. Me recuerda a otro tío con el que nos topamos Martin, Frankie y yo en Gettysburg. Un tío llamado coronel Schow.

—¿Y qué le ocurrió?

—Un zombi llamado Ob le disparó con una bazuca.

Pasaron el resto de la mañana orientándose. Después de devorar sus desayunos, Smokey les dio a los tres un tour por el edificio, desde la segunda planta hacia arriba. Jim y Don estaban asombrados y Danny no dejaba de comentar lo chulo que le parecía todo. Lo cierto es que el interior del rascacielos era como un pueblo autosuficiente. Era un lugar maravilloso, pero Jim no dejaba de pensar qué sentido tenía todo aquello… ¿sobrevivir ahí dentro para siempre? Deseó que Ramsey y su gente tuviesen un plan para reconquistar el mundo.

—¿Qué hay en los primeros dos pisos? —preguntó Jim conforme entraban en el ascensor.

—En el primero, un montón de guardias —dijo Smokey—. Cuando todo empezó, bajamos los muebles de las plantas superiores para hacer una barricada alrededor del edificio. Cosas pesadas, para que no pudiesen apartarlas como si nada. La planta baja, sobre todo el vestíbulo, está lleno de barricadas. Ahí hay dos turnos de guardia permanentes y trampas, y nadie excepto los guardias puede bajar sin el permiso de Bates. Ocurre lo mismo con el aparcamiento y el sótano. También está prohibido ir a las dos últimas plantas, así que no suban ahí.

—¿Por qué?

—Es el centro de mando… la estancia del señor Ramsey, vamos. Nadie puede subir, excepto el señor Ramsey y Bates.

—Bueno, ¿y cómo es el tal Ramsey? —preguntó Don al salir del ascensor—. Quiero decir, le he visto en la tele y eso, pero, ¿cómo es en persona?

Smokey se encogió de hombros.

—Es normal. Vamos, que solo es un hombre.

—Un hombre muy rico —añadió Don—. Siempre estaba en los primeros puestos de la lista de Forbes. Era alucinante cómo amasaba riqueza. Y tenía carisma, además.

—¿Todos los habitantes del edificio trabajaban para él antes de… esto? —preguntó Jim.

—No, solo Bates, Forrest y unos cuantos más. Muchos trabajaban en el edificio o vivían en él. La Torre Ramsey albergaba tanto oficinas como apartamentos. Pero el resto son supervivientes, gente que quedó atrapada en otros puntos de la ciudad. Las patrullas nos encontraron y nos trajeron aquí.

—¿Así fue como llegó aquí?

Smokey se acicaló el bigote.

—Bueno… Yo era de Michigan. Estaba en Manhattan, visitando a mi hija y a mi yerno. Vivían en un apartamento de un dormitorio en la 34 con Lexington que les salía por tres de los grandes al mes, pero podías ver el Empire State Building con asomarte por la ventana. Estaba echándome la siesta cuando ocurrió. Mi hija había salido a correr.

Hizo una pausa. La nuez de su cuello temblaba.

—Nunca… nunca supe qué le ocurrió, pero cuando volvió a casa, le faltaba el tren inferior. Debió arrastrarse por las escaleras hasta llegar al apartamento. Me desperté cuando entró reptando en el dormitorio. Tenía…

El viejo hippie miró a otro lado. Tenía los ojos húmedos y, cuando volvió a hablar, su voz se quebró.

—Una vez, hace años, pasé la cortacésped por accidente sobre una madriguera de conejitos. No los vi hasta que fue demasiado tarde: el césped estaba alto y la madre los había escondido muy bien, había cubierto la madriguera con hierba y con su propio pelo. El caso es que no me di cuenta hasta que miré abajo y vi a uno de ellos arrastrándose por el patio: la hoja le había cortado en dos. Le faltaba la mitad del cuerpo y le colgaban las tripas.

Cerró ambos puños con fuerza.

—Así vi a mi hija cuando volvió a casa aquel día.

Don y Jim tenían la cabeza gacha, incapaces de mirarle a la cara. Danny tenía los ojos abiertos de par en par.

—Lo siento, señor Smokey —dijo. Después, estrechó la mano del hombre.

Smokey sonrió, se secó las lágrimas y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Gracias, Danny. Muchas gracias —después, recuperó la compostura—. Bueno, ¿y si vamos a vuestras habitaciones?

—Estaría bien —dijo Jim—. Y lamento haberle hecho recordar algo así.

—No —replicó Smokey, más tranquilo—. No pasa nada. Hoy en día, todos tenemos historias de este tipo. Pero me había preguntado por Ramsey. Él fue quien nos salvó. Nos salvó a todos y nos guareció de la tormenta.

—¿Por qué? —preguntó Jim.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir, él y sus hombres habían asegurado este edificio. ¿Por qué poner en peligro su seguridad trayendo a más refugiados? Y ese espectáculo de luces que vimos ayer por la noche no me parece lo más inteligente.

—¿No cree que lo hizo por pura bondad, señor Thurmond?

—No le conozco. Usted sí. ¿Es lo que cree?

Smokey no respondió. Recorrieron el pasillo y se adentraron en otro ascensor. Smokey pulsó un botón y las puertas se cerraron.

—Lo único que sé, Jim, es que estamos mejor aquí que fuera, con esas cosas. Y en el momento en el que me entran dudas, pienso en la población de esta ciudad y en el hecho de que casi todos ahora son como mi hija. Da igual lo que piense del señor Ramsey. Sobrevivir es lo único que importa.

El ascensor subió en silencio.

* * *

Las habitaciones eran pequeñas pero cómodas. Originalmente eran oficinas, pero fueron convertidas en apartamentos equipados con cocina americana, lavabo y una pequeña nevera, así como un baño con retrete y ducha. En cuanto Danny entró en la habitación que les habían asignado a Jim y a él, gritó de alegría: alguien había colocado dos figuras de acción en la cama como regalos de bienvenida.

Jim se desplomó sobre la cama y gruñó de placer. Después, se echó a reír.

—No se hace a la idea de lo bien que sienta.

—Le aseguro que sí —dijo Smokey con una sonrisa—. Les dejaremos solos. Si se anima, Jim, solemos reunimos por las noches a jugar a las cartas en mi habitación. Será un placer contar con usted.

—Ya veremos. Gracias. Pero creo que Danny y yo tenemos un montón de cosas que contarnos. ¿No te parece, bichito?

—¡Sí!

Smokey condujo a Don hasta otra puerta, un poco más al fondo en el mismo pasillo que la de Jim y Danny. Informó a Don que viviría en la misma habitación que un miembro del cuerpo de seguridad llamado Forrest.

—Te caerá bien —susurró Smokey mientras llamaba a la puerta—. Forrest es único en su especie.

La puerta se abrió y un hombre negro, enorme y musculoso, ataviado con una bata de baño de rizo, los miró con curiosidad.

—¿Qué pasa, Smoke?

—Hola, Forrest. Quería presentarte a tu nuevo compañero de habitación: este es Don De Santos.

Forrest abrió la puerta del todo y extendió la mano. Su agarre era fuerte, hasta el punto de magullar a Don.

—Encantado —gruñó Don—. Lamento interrumpir.

—No pasa nada —lo tranquilizó Forrest—. Me dijeron que la próxima habitación en ocuparse sería la mía y en cuanto me enteré de vuestra llegada, supuse que me tocaría uno de vosotros.

—Aún así, se me hace raro. Me da la impresión de que me estoy imponiendo… además, no he compartido piso con nadie que no sea mi mujer desde la universidad.

—No te agobies. Normalmente trabajo en el turno de noche, así que será como si tuvieses toda la habitación para ti. Esa es tu cama.

—Bueno, yo me voy a echar una siesta —dijo Smokey—, y así dejo que os conozcáis. Si necesitas algo, Don, házmelo saber. Forrest, ¿cuento contigo para la partida, antes de tu turno?

—Ya sabes que sí. Espero que estés listo para perder.

—Eso ya lo veremos —dio media vuelta y se marchó, riendo.

—Eh, Smokey —dijo Don mientras se alejaba.

—¿Sí?

—No nos has dicho cuál es tu trabajo.

Smokey rió.

—El que acabo de hacer. Soy el comité de bienvenida.

Cuando se hubo marchado, Don se preguntó a cuánta gente había rescatado Ramsey como para tener a Smokey desempeñando esa tarea.

* * *

Ob miró más allá del aparcamiento de la armería, después dejó los prismáticos a un lado y miró hacia abajo, hacia una rata.

—¿Cuántos hay dentro?

El roedor no muerto chilló en un idioma antiguo. Ob escuchó cuidadosamente y repitió la información en voz alta.

—Seis. Bien armados. ¿Y no están al corriente de nuestra presencia?

Más chillidos. Las cuerdas vocales de la rata no estaban diseñadas para hablar sumerio, pero Ob era paciente.

—Muy bien. Buen trabajo. Y ahora, quiero que tú y todos aquellos que hayan poseído a ratas o ratones regresen a Manhattan e inspeccionen la torre Ramsey a fondo, desde todos los ángulos, de cabo a rabo. Me da igual cómo os las apañéis… vosotros entrad. No les alertéis de vuestra presencia. Observadlo todo e informadme a vuestro regreso. Quiero saber cuántos son, sus puntos débiles y sus defensas. ¿Entendido?

La rata zombi movió afirmativamente su costrosa cola y se marchó.

Ob volvió a coger los prismáticos, observó la armería y se dirigió a uno de sus tenientes.

—Hay seis humanos escondidos en esa armería. Todos, salvo uno, eran agentes de policía, así que probablemente estén entrenados para defenderse. Después de ocuparnos de ellos, podremos saquear el edificio. Hay un arsenal de fusiles de asalto, granadas, lanzamisiles y vehículos de asalto urbano, chalecos antibalas y mucho más. Incorporaremos esas armas a las que hemos encontrado por la ciudad, las que hemos saqueado de los traficantes, los mañosos, las células terroristas y, por supuesto, las de los humanos que las guardaban para proteger sus casas.

El zombi se relamió.

—Muy bien, amo Ob. Nos prepararemos para atacar en breve.

El teniente encendió una radio manual y dio una orden. Después, la criatura separó un jirón de piel de su muslo. Echó un vistazo a aquel aperitivo y se lo metió en la boca, masticándolo con dientes podridos y rotos, disfrutándolo.

De pronto, hubo un frenesí de actividad. Cinco zombis suicidas, equipados con sendas mochilas cargadas de explosivos, corrieron hacia la armería. Uno de ellos fue alcanzado en la cabeza y abatido antes de alcanzarla, pero los otros cuatro llegaron sin un rasguño. Cruzaron los cables que empuñaban con sus frías y pálidas manos y provocaron una explosión simultánea, destrozando tanto sus cuerpos como la puerta y el muro exterior de la armería. Antes de que el humo se hubiese despejado, las fuerzas de Ob entraron en el edificio a través del llameante y retorcido agujero. Se oyeron disparos y gritos… después, silencio.

—No han tardado mucho —valoró el teniente zombi.

—Un minuto de Nueva York[2] —bromeó Ob. Cuando el asalto terminó, el ejército zombi pasó a contar con seis cuerpos más y cientos de armas.

Ob sonrió mientras miraba a través de los prismáticos.