OCHO

Al no encontrar una radio que funcionase para contactar con sus fuerzas en las instalaciones de investigación de Hellertown, Ob envió una bandada de pájaros con mensajes atados a sus patas. Sus órdenes eran simples: «Dejad un pequeño contingente como reserva. Traed todo lo demás a Nueva York. Daos prisa. No dejéis a nadie con vida en vuestro camino. Que se unan a nosotros».

Los vio partir desde el tejado, alejándose hacia el cielo del alba, batiendo sus alas muertas.

—Daos prisa —les dijo—. ¡Quiero que reciban el mensaje antes de que se ponga el sol!

Su gabardina de cuero negro ondeaba al viento. La consiguió saqueando una tienda de ropa: quería vestir su cuerpo para preservar su integridad y protegerlo de los elementos por más tiempo. Además de la gabardina, cogió unos pantalones de cuero negro y una camiseta del mismo color. Para los pies, optó por un par de botas de vaquero con punta de plata.

Un zombi joven, que en vida fue un niño de unos seis años, se le acercó y le hizo una reverencia. Su carne estaba hinchada y brillaba, y el cuello de su rasgada camiseta se hundía en la carne.

—Ob, mi Señor. Es un placer servirlo en esta forma.

Ob asintió, impaciente.

—Ve al grano. Levántate y habla.

—Traigo noticias de sus hermanos —un diente se desprendió de su boca según hablaba.

—¿Cuándo los has visto? —preguntó Ob.

—Hace tres días, en un lugar llamado Tíbet. Conocemos ese lugar desde hace tiempo, por supuesto, pero esa tierra ha cambiado mucho desde que caminamos sobre la Tierra por última vez. Nuestras fuerzas han vencido: los humanos, al igual que todos los animales, han sido erradicados. No queda nada con vida. El continente entero ha caído.

—Así que los humanos de esas tierras han caído, ¿eh? Buenas noticias. Allí es donde eran más numerosos. Buen trabajo. Toma, coge un ojo.

Le extendió un cubo de cartón para palomitas lleno de ojos humanos y animales. El zombi cogió un puñado y se los comió. Después, continuó.

—Sí, mi Señor. Eran muchos. Sobre todo en China. Pero fue ese mismo número el que nos ayudó. Eran muchísimos, pero su población apenas iba armada. Su resistencia estaba muy desorganizada y no tardamos en acabar con ella.

—Y sin embargo, ¿acabaron con tu cuerpo?

El chico no muerto parecía nervioso y Ob encontró su gesto muy divertido al esbozarse en aquella cara descompuesta. Podía ver sus dientes a través del agujero de una mejilla.

—Lo siento, mi Señor. Hubo una batalla en un monasterio y…

—Me da igual —dijo Ob mientras levantaba la mano—. Háblame de mis hermanos. ¿Qué noticias traes del Vacío? ¿Qué oíste al pasar por ahí, en tu camino de vuelta a la Tierra?

—Sus hermanos están impacientes, sobre todo ahora que toda la carne de ese continente ha sido corrompida. Los Elil y Terafines desean huir del Vacío, como vos. Vuestros hermanos piden que os deis prisa en liberarlos de su castigo eterno.

—Ya conocen las reglas —gruñó Ob—. Los Elil no pueden empezar a corromper las plantas hasta que la corrupción de la carne sea absoluta. Esas son las reglas, acordadas largo tiempo atrás y escritas con hechicería y sangre. No podemos cambiarlas. Pero comprendo su frustración. Están ansiosos de empezar, pero llevará tiempo. Los Elil viajan a través de las raíces, así que su camino será más lento que el nuestro. Nosotros tenemos la ventaja de viajar desde el Vacío hasta estas marionetas de carne. Las huestes de mis hermanos han de recorrer una extensa red.

El zombi asintió.

—Sí, mi Señor. Para ser francos, su hermano Api es paciente y aplaca a los Elil. Pero la furia de Ab crece cada día. Quiere liberar a los Terafines sobre el mundo.

—No me cabe duda —suspiró Ob—. Pero él también deberá aguardar un poco más. Todos debemos seguir las reglas tal y como se establecieron antes de la caída de la Estrella del Alba, o seremos destruidos. Además, los Elil solo pueden destruir las plantas y envenenar los océanos del Creador. Eso es aceptable. No necesitamos ninguna de esas dos cosas en nuestra lucha. Pero mi hermano Ab y sus Terafines harán que este mundo sea pasto de las llamas. Arderá con cada paso que den, hasta que no queden más que cenizas. Y todavía no estoy listo para eso. Todavía hay que liberar a muchos de los nuestros y aún no he satisfecho mi sed de venganza. Cuando hayamos terminado, escupiré en la cara del Creador y entonces mi hermano y los suyos podrán convertir este planeta en un infierno. Entonces, estaremos listos para pasar al siguiente.

El zombi sonrió.

—Sí, mi Señor.

Ob tiró una piedrecita desde el tejado y la vio caer. Después, se volvió hacia el mensajero.

—Ven aquí. Asómate y echa un vistazo a nuestra necrópolis. ¿No es majestuosa?

—Es maravillosa, Ob, mi Señor.

—Me alegra que lo pienses. —Ob le pasó el brazo sobre los hombros—. Y ahora, ve a decirles a mis hermanos que esperen un poco más.

El zombi dio un respingo.

—¿Yo, mi Señor? Pero si acabo de llegar. Solo llevo…

Ob lo empujó al vacío y observó cómo caía, hasta acabar convertido en una mancha húmeda sobre el pavimento.

—Nunca me he llevado bien con mis hermanos.

El sol se alzaba sobre la ciudad, asomando tras una cortina de nubes grises, receloso de presenciar la escena que tenía lugar bajo él.

—Hola, Ra, viejo cabrón. —Ob sonrió—. ¿Te gusta lo que ves? Ve corriendo a decírselo a papá. Siempre te quiso más a ti.

Ob rio y regresó al interior del edificio. Llamó a sus tenientes y les ordenó que peinasen la ciudad de arriba abajo, empezando por las afueras de los cinco distritos y terminando por el centro. No había que dejar a nadie con vida, humano o animal. La cuenta atrás hacia la extinción había comenzado.

El sol no regresó aquel día, enclaustrado tras la bruma. Después de ver lo ocurrido, permaneció oculto en la oscuridad, tras las gruesas nubes. Y el cielo lloró.

* * *

—Ya empieza a amanecer —murmuró el médico, observando a través de la ventana del vigesimoprimer pisó—. Pero no creo que hoy veamos el sol. Parece que va a llover.

Una joven y atractiva enfermera de pelo castaño asintió y terminó de vendar el hombro de Jim.

El médico orientó la luz hacia los ojos de Danny y después la apagó.

—Abre la boca, Danny.

Danny miró a su padre para asegurarse y este asintió entre muecas de dolor mientras los puntos de la cabeza le tiraban del cuero cabelludo. También le habían vuelto a cerrar el hombro, y los puntos caseros cubiertos de pus reposaban en un cubo de plástico con una pegatina de material peligroso en él.

—Seguro que ahora se encuentra mejor, señor Thurmond —dijo Quinn a la vez que apoyaba la espalda contra la puerta cerrada. A excepción del cartel que había a su lado («¿Te has vacunado ya contra la gripe? Recuerda: la vacuna es gratis para los empleados de Ramsey S.A.») y la ventana, la sala de observación era monótona y aséptica. Después de semanas viviendo entre la basura y la podredumbre, Jim encontró inquietante aquel cambio.

—No te creas. Todavía tengo calor y me siento tan débil como un gatito.

—Eso es por la infección —le dijo el doctor Stern mientras observaba la garganta de Danny—. Tiene un poco de fiebre, aunque es un milagro que no haya ido a más. Tiene usted una constitución muy fuerte, señor Thurmond: he visto a gente llegar aquí con la mitad de heridas que parece haber sufrido usted, pero en peor estado. ¿A qué se dedicaba antes?

—Era un obrero de la construcción en Virginia Occidental. Construía casas, sobre todo.

Stern oprimió la garganta de Danny con el dedo y, después, orientó la luz hacia sus orejas.

—Virginia Occidental, ¿eh? Sabía que era del sur, por el acento. Está muy lejos de casa.

—Mientras estaba inconsciente en el helicóptero, Danny dijo que había venido a buscarlo —dijo Quinn—. ¿Es eso cierto?

—Sí, pero no lo hice solo. Me ayudaron. Atravesamos Virginia y Pennsylvania hasta llegar a Nueva Jersey.

El piloto silbó.

—Sí que es impresionante. Tenéis suerte de estar vivos. No me puedo creer que lo hayáis conseguido.

—No todos lo logramos.

Jim asintió lentamente, pensando en Martin. Todavía no podía creer que el viejo predicador hubiese muerto. Tanteó su bolsillo en busca de la Biblia de Martin, para asegurarse de que seguía allí.

Permanecieron en silencio hasta que Stern terminó de atender a Danny. El médico se volvió hacia Jim.

—¿Tiene alguna enfermedad de la que deba estar al corriente?

—¿Como cuál?

—¿Epilepsia, diabetes? Cosas así. ¿Alguna alergia?

Jim pensó que aquella pregunta era un poco extraña, pero contestó de todos modos.

—No. Danny es alérgico a las picaduras de abeja, pero nada más.

—¿Y alergia a algún medicamento? ¿A la penicilina, por ejemplo?

—No, que yo sepa.

Stern apuntó la información y la guardó en una carpeta con los nombres de Jim y Danny escritos a mano en ella. Después, se la entregó a la enfermera.

—Kelli, ¿podrías archivar estos y, luego ir a ver al doctor Maynard?

—Claro, doctor Stern.

—¿Qué es eso? —preguntó Jim.

—Sus informes médicos —contestó el doctor—. Si van a ser miembros de nuestra pequeña comunidad, yo seré su médico.

—Oh. —Aquello se le hacía raro a Jim. Cosas como ir al médico de vez en cuando, pagar las facturas, ir a la tienda o ver el fútbol el domingo parecían sueños… cosas del pasado. La vida ahora consistía en correr de un escondrijo a otro acechados por los muertos, una continua batalla para permanecer con vida. Le costó hacerse a la idea de aquel cambio.

Kelli salió de la habitación con los ficheros bajo el brazo. Quinn se volvió para mirarle el culo y sonrió para sí.

El doctor Stern se distanció de sus pacientes.

—Bueno, Danny, parece que tienes buena salud, aunque quizá estés un poco deshidratado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Danny.

—Significa que necesitas agua. Seguro que también tienes hambre.

El muchacho asintió.

—Bien —El médico buscó en un cajón y sacó una piruleta—. Puedes empezar por esto. En unos minutos os enseñaremos vuestra habitación y, si a tu padre le apetece, también la cafetería. Ahí encontraréis comida de verdad. Seguro que te gustan las tortitas, ¿a que sí?

Danny abrió los ojos de par en par.

—¡Sí!

—Entonces te encantarán los desayunos. Pero no comas mucho de golpe, ¿vale? Necesitas ir poco a poco.

Le entregó la piruleta a Danny con una sonrisa y se dirigió hacia su padre.

—¿Se va a poner bien? —preguntó Jim.

—Estará bien —El doctor bajó la voz—. No creo que tengamos que inyectarle suero, pero necesita líquidos. Y comida. Pero en general, estará bien. No tiene síntomas de una reacción psicogénica.

—¿Qué es eso?

—Es algo que le ocurre al cuerpo humano cuando se le expone a altos niveles de miedo o estrés. El pulso aumenta, pero la presión sanguínea desciende. Si tenemos en cuenta por lo que ha pasado, su hijo goza de buena salud. No tiene infecciones, heridas o daños externos, salvo una sensible deshidratación. Es admirable, señor Thurmond: las cosas podrían haberle ido mucho peor. Puede alegrarse de haberlo encontrado a tiempo. ¿Cuánto tiempo estuvo solo?

—Una semana.

El médico pasó de hablar en voz baja a susurrar.

—Imagino que no tenía el pelo así la última vez que lo vio.

—No —dijo Jim, con la voz entrecortada.

Stern le puso la mano en el hombro sano y apretó.

—Bueno, pues que sepa que es un hombrecito muy resistente, como su padre. La verdad es que estoy asombrado. La Gran Manzana se está pudriendo… literalmente. Esas cosas de ahí abajo presentan un riesgo biológico tan alto que su mera presencia podría haberlos echo enfermar… por no hablar de las heridas. Por ejemplo, un grupo de supervivientes se ocultó en el edificio de una editorial en Broadway: un zombi se las apañó para entrar y, aunque lo mataron antes que pudiese atacarlos, las enfermedades que emanaba acabaron con ellos en días. Jim silbó.

—Jamás me había planteado algo así, y eso que he estado muy cerca de esas cosas.

—Es usted afortunado. El grupo del que le he hablado… no tanto.

—¿Cómo se mantuvo en contacto con ellos?

—Por radio —dijo Quinn—. Joder, si hablaron con nosotros hasta después de muertos.

Stern volvió a meter el bolígrafo en el bolsillo de su camisa.

—Creo que ambos estarán bien, aunque me gustaría tener ese hombro controlado. Voy a darle unos antibióticos potentes para ayudarle con la infección, pero guarden reposo durante una semana. Aquí todo el mundo arrima el hombro, así que tendrá la oportunidad de colaborar en breve, en función de sus habilidades… tómeselo como una semana de vacaciones.

Jim asintió.

—Además —dijo Stern, cercano—. Imagino que querrá estar con su hijo.

Jim contuvo las lágrimas.

—No se imagina cuánto.

—Créame, señor Thurmond, me lo imagino.

—Si no os importa —dijo Quinn—, yo me voy al sobre. Llevo despierto veinticuatro horas y estoy molido.

Jim se puso en pie y estrechó la mano al piloto.

—Quiero darte las gracias por salvarnos. Si tú y tu compañero no llegáis a aparecer en aquel preciso instante… pensé que no salíamos de aquella, dejémoslo así.

—De nada, hombre. Además, estuvimos a punto de mataros con el D.U.R.P.

—Por cierto, ¿qué coño es esa cosa? Todavía me duele la cabeza.

—Un dispositivo muy interesante —dijo Stern—. Básicamente, utiliza los ultrasonidos como arma.

—El doctor te lo explicará mejor que yo —dijo Quinn—, así que os dejo. Estoy seguro de que nos veremos a menudo: este edificio es grande, pero no tanto. ¡Nos vemos, Danny!

Danny se despidió haciendo un ademán, con los dedos y los labios manchados de rojo por la piruleta.

—¡Adiós, señor Quinn! Gracias por habernos ayudado.

Cuando se hubo marchado, Jim se dirigió al doctor.

—¿Así que es un arma?

—Vaya que sí —respondió Stern—, y muy útil, además. Se basa en una medida de seguridad que se emplea para mantener a los pájaros lejos de aviones, granjas, edificios, etcétera. Los pájaros son muy sensibles al sonido, mucho más que los humanos o incluso que los perros. Tienen una capacidad auditiva extraordinaria, muy desarrollada. Les ayuda a cazar y a comunicarse entre ellos en pleno vuelo. Nuestro dispositivo convierte esa virtud en debilidad.

—¿Me está diciendo que les provoca dolor de oídos?

El doctor se echó a reír.

—No exactamente: hace mucho más que eso. Los ultrasonidos crean un calor extremo y afectan a los nervios cuando se emiten a altas frecuencias. Llegan a dañar las células vivas del cuerpo. En el caso de los pájaros, dada su sensibilidad al sonido, los efectos del mecanismo son mucho mayores, por lo que la tensión les obliga a retirarse. Así los emplean tanto la aviación militar como la comercial. En nuestro caso, le metemos un poco de caña, como diría mi nieto. Emitimos a un megahercio, por lo que prácticamente destruimos el cerebro del pájaro y, por lo tanto, al zombi.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Jim—. ¿Por qué funciona solo con pájaros y no con otros zombis? Y me ha parecido entender que solo funciona en células vivas.

—Solo podemos especular acerca de por qué afecta al cerebro incluso cuando las células están muertas. Estas cosas, sean lo que sean, parecen adueñarse del cerebro del huésped. Mi teoría y la de mi colega, el doctor Maynard —al que estoy seguro de que conocerá más adelante—, es que estas entidades son capaces de reanimar parte de las células muertas de ese tejido, lo que les otorga movilidad y cierta capacidad de razonamiento. El D.U.R.P. provoca que esas células reactivadas del cerebro de los pájaros dejen de funcionar, dada su sensibilidad al sonido y la ubicación de sus oídos con respecto al cerebro.

Danny miraba a su padre y al médico mientras hablaban. No dejó de mirar a Jim ni por un instante.

—En cuanto a la primera pregunta —continuó Stern—, no conocemos la respuesta. El efecto es esporádico en los zombis humanos: los repele, pero ni los incapacita ni los destruye. Posiblemente se deba a que no tienen la misma sensibilidad al sonido que los pájaros. Así que el dispositivo no es eficaz contra asaltos a gran escala de cualquier otra criatura.

—Me da que podría serlo —apuntó Jim—. Desde luego, me afectó en el tejado.

—Lo hemos intentado, por supuesto: nuestros dos helicópteros tenían el dispositivo incorporado. El primero dio una pasada con el D.U.R.P. activado mientras sobrevolaba las calles de la ciudad. Y sí, los zombis retrocedieron e incluso llegó a dañar a algunos, pero no lo bastante.

Hizo una pausa.

—¿Qué pasó exactamente? —preguntó Jim.

Stern suspiró.

—Los zombis tenían un lanzador de granadas propulsadas. Alcanzaron al helicóptero mientras llevaba a cabo el experimento, matando a todos sus ocupantes. Después de aquello, Bates y el señor Ramsey decidieron limitar su uso a los pájaros, ya que sobre ellos sí es eficaz.

Danny, que ya se había terminado la piruleta, empezó a inquietarse. Movió las piernas, que colgaban de la mesa de observación, adelante y atrás. El papel blanco que cubría el mueble crujió.

El médico arqueó una ceja.

—Ya sabe quién es Darren Ramsey, ¿no?

—¿El promotor billonario? —preguntó Jim—. ¿El que tiene su propio juego de tablero, libros y hasta su propio programa en la tele?

—El mismo. Es nuestro anfitrión. De hecho, es quien diseñó este edificio. Estoy seguro de que no tardará en verlo.

—Maravilloso —dijo Jim con sorna, sin molestarse lo más mínimo en disimular su sarcasmo.

—Asumo que no es usted un admirador suyo.

—¿Quiere que le sea franco, doctor? Creo que es un capullo. El típico yuppie rico con demasiado poder y tiempo libre en sus manos —Jim deseó inmediatamente no haber dicho eso, pero nunca se le había dado bien reprimirse cuando estaba cansado.

Stern sonrió.

—Sí que tiene esas dos cosas, sí. Sobre todo ahora.

—¿Y quién es ese Bates que ha mencionado?

—El ayudante personal y guardaespaldas del señor Ramsey. Es un buen tipo… pero también es peligroso. Todos nos sentimos mucho más seguros sabiendo que se ocupa de la seguridad.

—¿Y este lugar es seguro aún con todos esos zombis ahí fuera?

—Según el señor Ramsey, es impenetrable, y debo decir que me ha convencido. Esas cosas han intentado entrar en numerosas ocasiones, pero hasta ahora no han tenido éxito. Desde luego, estamos más seguros aquí que en cualquier otro sitio.

—Siempre y cuando no salgamos.

—Pero no tenemos motivos para hacerlo. Tenemos nuestra propia electricidad y nuestro propio aire, comida de sobra, agua y medicinas. Podemos resistir un asedio prolongado.

—¿Y si le prenden fuego al edificio?

—Ya lo han intentado —bufó el doctor—. También le han lanzado granadas y cohetes, nos han enviado pájaros y ratas, han intentado escalar las paredes y aterrizar un helicóptero en el tejado. Hemos rechazado todos los ataques. Créame, señor Thurmond, usted y su hijo están seguros aquí, al igual que sus amigos.

—¡Don y Frankie! —exclamó Jim, dándose un palmetazo en la frente. El golpe hizo que le doliese la cabeza de nuevo—. Casi me había olvidado de ellos. ¿Cómo están?

—El señor De Santos sufrió varias contusiones pero, por lo demás, le han dado el alta.

—¿Y Frankie?

—La está examinando mi colega, el doctor Maynard. Imagino que le administrará codeína e ibuprofeno para el dolor y estreptomicina y penicilina para las heridas infectadas. Estoy seguro de que su amiga también se pondrá bien.

La enfermera Kelli entró a toda prisa en la habitación, jadeando.

—¡Será mejor que venga rápidamente!

* * *

—Igual no lo entendiste la primera vez —dijo Frankie mientras estrujaba el gordo cuello del médico—. ¡Te he dicho que nada de clavarme una puta aguja!

Los ojos del doctor Maynard empezaron a salirse de sus órbitas a la vez sus labios escupían babas.

—Señorita… debo… insistir…

—¡Frankie! —Don llegó corriendo hasta la cama del hospital y la sujetó—. ¡Frankie, para! ¡Lo vas a matar!

—¿No me digas, Don? Es lo que intento.

—Solo quiere ayudarte.

—¡A mí no me pincha con esa aguja!

—No puedo… respirar… —El doctor Maynard fue tornándose azul mientras les venas de sus mejillas se hinchaban.

Don intentó deshacer el agarre.

—Escúchame, Frankie.

—¡No! ¡No lo entiendes! —Tenía los ojos abiertos de par en par y las pupilas dilatadas. Moqueaba y temblaba por la conmoción.

Don miró en dirección a la puerta cuando esta se abrió y vio a Jim, a Danny, a una enfermera y a otro médico vestido con una bata blanca observando atónitos la escena.

—Venid aquí y ayudadme —gruñó—. ¡Lo va a matar!

—No puedo… —gimió Maynard—. Res…

—¡Frankie! —Jim corrió hasta llegar a la cama y ayudó a Don a separarla.

El doctor Maynard se desplomó, jadeando. Se tanteó el cuello con los dedos.

—Ha… ha intentado matarme —dijo entre arcadas.

—Frankie, ¿se puede saber qué coño te pasa? —preguntó Jim.

—Estaba fuera de sí —dijo Don—. Hace un minuto estaba bien, pero en cuanto le vio sosteniendo la aguja, se puso como loca.

—Jim —dijo Frankie, respirando con dificultad—, no dejes que me pinche. Nada de agujas, ¿vale? Te ayudé… Ahora… solo pido… que…

Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre la cama, inconsciente.

Don se volvió hacia Jim.

—¿No le gustan las agujas?

—Supongo que no. Creo que pudo tener problemas con la heroína a lo largo de su vida. Tiene marcas en los brazos. Cicatrices.

Danny observaba desde el marco de la puerta.

—¿Se va a poner bien Frankie, papá?

—Eso creo, bichito. Está cansada, nada más —Intentó transmitir calma, y creyó que no lo había hecho nada mal… pero en el fondo le afectaba que Danny hubiese presenciado aquella escena. Vale, no era nada comparada con lo que había tenido que vivir, pero eso no la eximía.

El doctor Stern ayudó a Maynard a ponerse en pie.

—La muy zorra —gruñó Maynard—. No me puedo creer que haya…

Antes de que pudiese terminar, tenía a Jim delante.

—Señor, le agradezco lo que han hecho por nosotros. Pero si vuelvo a oír que le llama eso, el que acabará inconsciente será usted. ¿Entendido?

Maynard parpadeó y, a continuación, murmuró una disculpa.

—Vaya manera de tratar a los pacientes, doctor —dijo Don mientras fruncía el ceño.

Stern intentó tranquilizarlos.

—Todos estamos un poco tensos. Vamos a calmarnos, ¿de acuerdo?

—Sí, claro —gruñó Jim—. Lo que usted diga.

Stern cogió a Maynard del brazo.

—Joseph, puede que te convenga descansar un poco. Has pasado la noche trabajando en el laboratorio, ¿no? Ya me ocupo a partir de ahora.

—Gracias, Carl —Después, Maynard miró a Jim—. Le pido disculpas.

—Y yo —añadió Stern—. Kelli, ¿puedes echar una mano a Joseph?

—Claro. Vamos, doctor Maynard.

Sin mediar palabra, Maynard dejó que Kelli le guiase fuera de la habitación. Al pasar ante ellos, Jim y Don percibieron un olor a podrido, como si el hombre se hubiese revolcado sobre un animal atropellado. Jim comprobó que la enfermera también lo había notado.

—Caballeros —dijo el doctor Stern—. Voy a pedirles a ustedes también que se marchen. Tengo que llevarla al quirófano y ando escaso de personal. Les haré saber su estado en cuanto haya terminado.

Cogió el teléfono del escritorio y marcó una extensión.

—Sí, ¿puede enviar a alguien a la sala de reconocimiento B para que dé a los recién llegados una vuelta por el edificio? Y que el personal que esté dentro de su turno venga rápidamente a la enfermería. Gracias.

Colgó el teléfono.

—Enseguida vendrá alguien para acompañarlos: les conducirá a su alojamiento y les ayudará a adaptarse.

—Suena bien —respondió Jim, al que no le gustó nada aquello de «adaptarse»—. Estoy agotado.

Oyeron un trueno lejano y tanto Don como Danny dieron un respingo.

Stern rió mientras deslizaba la jeringuilla hasta hundirla en el brazo de Frankie.

—Tranquilos —les dijo—. Ya están a salvo.

El trueno retumbó de nuevo desde el cielo y unos oscuros nubarrones taparon el sol del amanecer. Gruesas gotas de lluvia repiquetearon contra la ventana.

El doctor sacó la jeringuilla y oprimió la punción con una bola de algodón.

—Estamos completamente a salvo. ¿Lo ven?

* * *

En su sueño —porque en aquella ocasión supo desde el principio que se trataba de sueño—, Frankie se encontraba en una esquina de la calle. A su alrededor, los zombis rondaban de aquí para allá. Algunos llevaban trajes de negocios y el móvil pegado a la oreja, otros, vaqueros azules y camisetas. Uno de ellos, un turista, se quedó embobado mirando al cielo. Su camiseta de «I love New York» estaba cubierta de fluidos resecos. Algunos estaban sacando a pasear al perro, mientras otros hacían jogging, dejando pedazos de su cuerpo atrás a su paso. Las calles estaban saturadas de zombis que conducían coches y montaban en bicis. Un taxista tocó el claxon mientras maldecía en un idioma que ya era antiguo cuando el mundo era joven. Un autobús pasó ante ella y Frankie retrocedió asqueada al ver las caras putrefactas que la observaban tras las ventanillas.

Un zombi, ataviado con una boina ensangrentada, dio un paso hacia ella.

—Oye, nena, ¿cuánto por una mamada?

—Que te den —gruñó Frankie—. Ya no me dedico a eso.

—Pues bien que estás en la esquina. ¿Cuánto? Tengo dinero.

Le extendió un grasiento fajo de billetes, manchándolo con sus dedos putrefactos. Después, sacó una jeringuilla.

—¿O prefieres un poquito de caballo?

—No me interesa —dijo Frankie—. Eso también lo he dejado. Y ahora lárgate.

El zombi volvió a meter el dinero en el bolsillo y se clavó la jeringuilla en el ojo. Después se bajó la bragueta, sacando algo parecido a una salchicha gris e hinchada. Los insectos se amontonaban en torno a aquel miembro podrido, cuyo vello púbico estaba cubierto de mugre.

—Venga, corazón. ¿Cuánto cobras por chupármela?

El cadáver estrujó el miembro, haciendo que un gusano saliese por el agujero hasta caer sobre la acera. Los marchitos testículos se retorcieron, con más gusanos que semen en su interior.

—Aléjate de mí —Frankie empujó a la criatura fuera de la acera.

—Zorra —murmuró mientras se alejaba.

Frankie respiró hondo, pensando qué hacer a continuación.

Una mano le tocó el hombro.

—¡Te he dicho que te vayas a la mierda!

Dio media vuelta.

Martin estaba ahí, sonriéndole.

—Predicador —exclamó—. ¿Qué haces aquí?

El anciano no respondió.

—Eh, ¿pero qué coño…?

Martin señaló sobre su hombro.

—¿Qué pasa?

Volvió a señalar, con gesto adusto.

Frankie se volvió.

La Torre Ramsey era una lápida gigante, erigiéndose sobre la ciudad. Tenía su nombre grabado… y el de Jim, Danny y Don. Una súbita y gélida ráfaga de viento atravesó la calle y el cielo se oscureció.

—No lo entiendo —dijo Frankie—. ¿Qué significa?

Se dio la vuelta para pedirle una explicación a Martin, pero el predicador había desaparecido, al igual que los zombis. Estaba sola en un cementerio del tamaño de una ciudad. Pensó en el cementerio que habían visto cerca de Garden State.

—¿Martin?

El viento fue la única respuesta.

—Mierda…

Se volvió hacia la lápida gigante. El cielo cada vez era más oscuro… hasta volverse negro.

Algo susurró tras ella.

Frankie se dio la vuelta otra vez y descubrió que toda la población no muerta de Nueva York estaba de nuevo allí. Sus manos, como garras, se precipitaron hacia ella.

Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.