SIETE

El médico observó a Frankie tras su máscara y dijo:

—Todo va a ir bien.

—Y una mierda.

El médico no respondió. Impasible, se puso un par de guantes de látex y se ajustó la bombilla de la frente. Frankie parpadeó, cegada. Intentó huir, pero se dio cuenta de que estaba atada.

—¿Qué está pasando?

—¿No lo recuerdas? Tuviste un accidente. También te han disparado.

—Y… —hizo una pausa mientras peleaba con las ataduras—. ¿Y los demás? ¿Jim y el chico? ¿Y el predicador?

—Me temo que solo quedas tú, Frankie. Tú y tú bebé.

—¿Bebé?

—Sí. Estás dando a luz. El bebé es lo único que te queda.

—Pero…

—Deberías estar agradecida —le dijo mientras se le unía una enfermera—. La mayoría de heroinómanas sufren abortos espontáneos. Has tenido suerte de haberlo podido llevar a término. Personalmente, creo que es una vergüenza. No te lo mereces.

—Pero…

Una descarga de dolor la dejó sin palabras. Se estremeció sobre la mesa de operaciones y apretó los dientes. Las contracciones le atenazaron todo el cuerpo.

—Empuja.

Y así lo hizo. Empujó con todas sus fuerzas, empujó hasta sentir la columna a punto de partirse. Algo se rompió en su interior. Pudo sentirlo, pese al dolor. La agonía aumentó más en intensidad hasta que la presión desapareció y, de pronto, Frankie se echó a llorar.

Frankie lloró pero el bebé, su bebé, no. No hizo ningún ruido. Intentó mover la cabeza, desesperada por saber qué había salido mal, pero la enfermera se llevó el bebé a toda prisa.

—Eh —gritó—, ¿adónde se lleva esa zorra a mi bebé?

El doctor le colocó la mano sobre la frente. El guante brillaba, cubierto de sangre.

—Tiene hambre. Va a darle de comer. Tú bebé es uno de los nuestros.

—¿Uno de quiénes?

La voz del médico cambió. La carne se cayó a pedazos de su cara en húmedas tiras. En la otra mano sujetaba una aguja hipodérmica.

—Uno de nosotros. Somos muchos. Más de los que puedes imaginar. Más que infinitos —siseó.

—No. Aparta eso de mí.

—Ahora, quietecita. No te va a doler nada. Te lo prometo.

Frankie forcejeó con las correas, tensando los músculos de sus brazos y cuello a medida que se acercaba la aguja, en cuya punta se formó una gota de líquido.

—¡Jim! ¡Martin! ¡Socorro! ¡Tienen a mi bebé!

—He dicho que quietecita —gruñó el médico zombi. Su hedor saturaba la habitación, sobreponiéndose al de los antisépticos, el látex y la sangre.

Frankie dio un tirón con el brazo y la correa que lo sujetaba se rompió. Arrancó la mascarilla del rostro de la criatura y se llevó los labios con ella, que se estiraron como chicle.

—Ahora sí que la has cagado —maldijo el zombi. Los labios de la criatura cayeron al suelo, revelando las encías ulceradas y la lengua gris.

—¡Devuélveme a mi bebé, hijo de puta!

Las tiras restantes se partieron cuando Frankie rodó sobre la mesa de operaciones y cayó al suelo, golpeándose la cabeza. La criatura se abalanzó sobre ella, blandiendo la aguja hipodérmica como si fuese una daga. Frankie se puso en pie de un salto y se colocó al otro lado de la mesa de operaciones.

—Esto no está pasando —dijo—. ¡No eres real! Mi bebé ya estaba muerto. Murió en Baltimore.

—Sí, murió. Y ahora estás sola. Pobre Frankie. Frankie la yonki. Frankie la puta. Completamente sola. Aún ansias un chute, aunque no quieras admitirlo. Te mueres por uno. Agonizas sola en un mundo muerto.

Corrió hacia la puerta con el zombi tras ella. Cuando llegaron al vestíbulo, Frankie le tiró una camilla, haciendo que el zombi cayese de espaldas sobre el suelo de linóleo de la sala de espera. Frankie atravesó el vestíbulo y corrió por los zigzagueantes pasillos.

Finalmente, se detuvo para coger aliento. Cruzó los brazos sobre su pecho, temblando: el hospital era frío, hasta el punto de que podía ver su aliento bajo las luces fluorescentes. Echó un vistazo alrededor, intentando orientarse. El pasillo estaba en silencio, salvo por unos pasos.

Se detuvo ante unas puertas dobles y deslizó los dedos sobre la placa que colgaba de la pared.

«Sala de maternidad».

Había estado allí antes.

—Solo es un sueño. No es más que otro jodido sueño. El predicador me despertará de un momento a otro.

Las puertas se abrieron. Accedió al interior y olfateó el aire: algo olía a podrido.

—Venga, Martin, ¡despiértame de una puta vez!

Miró a través del cristal de la sala de observación: al otro lado había docenas de pequeñas cunas, alineadas en perfectas filas. Todas estaban ocupadas y de ellas surgían puñitos que goleaban al aire y, de vez en cuando, una mata de pelo asomando por los bordes.

—Esto ya lo he visto antes —dijo en voz alta—. ¿Cuál es el mío? Enseñadme a mi bebé.

Su respuesta tuvo lugar cuando un par de brazos grises y moteados agarraron el lado de una cuna de la que emergió su bebé. El bebé se puso en pie sobre sus diminutas piernas y descendió por las patas de la cuna hasta el suelo. Después se dirigió al lecho más próximo y se coló en su interior, cayendo sobre su ocupante.

Los demás bebés empezaron a llorar.

Frankie podía oír los mordiscos por encima de los llantos de los bebés, por encima del grueso cristal que los separaba.

Por encima de los gritos.

—Solo es un sueño… solo es un sueño…

Los bocados sonaban cada vez más alto, hasta que su bebé empezó a hablar en un idioma que Frankie jamás había oído.

—Enga keeriost mathos du abapan rentare…

—Que alguien me despierte… ¡despertadme!

El bebé salió de la cuna y gateó hacia el cristal.

Empezó a entonar una palabra.

—Ob…Ob…Ob…

—¿Martin? —Frankie se alejó del cristal marcha atrás—. ¿Jim? ¡Que alguien me ayude!

El bebé cada vez se acercaba más. Su voz volvió a cambiar.

—¿Mamá? —sonaba igual que Danny. Oyó a Martin a lo lejos.

—Frankie, despierta.

Dolor. Después, oscuridad y más dolor.

—¿Papá?

Una voz. Pequeña y asustada. Incorpórea.

—¿Pa… papá? ¿Papá?

Angustia. La voz sonaba cada vez más alta.

—Papá, ¡vienen los monstruos! ¡Despierta!

Pánico. La voz de Danny.

—¡Papá! ¡Papá, por favor, tienes que despertar! ¿Por favor?

Recordó todo de golpe: el rescate, la persecución, la moto estrellándose contra ellos a propósito, y después… nada.

Jim abrió los ojos y lo vio todo rojo. No había ni rastro de Danny o de sus compañeros. De hecho, no había ni rastro de nada. No podía ver. Sobre el mundo había caído un telón escarlata.

—¿Papá, qué ocurre?

—Estoy… estoy ciego…

Recordó algo: la cabina de un aparcamiento…

—Ya están aquí, ¡venga!

Sintió cómo Danny tiraba de su brazo y escuchó su voz temblorosa. Oyó un gemido. ¿Martin? ¿De Santos? ¿Frankie?

Olió la gasolina.

Después los olió a ellos.

Zombis.

—¿Danny? No pasa nada, ya estoy despierto. Pero no puedo ver.

—Te has hecho daño, papá. Tienes sangre en los ojos.

El dolor volvió una vez más. Rojo. El mundo era rojo. Jim tanteó con indecisión su cara y su frente. Estaban pegajosas. Después se tocó la cabeza y gimió al sentir un intenso dolor.

—Danny, ¿dónde están los demás?

No hubo respuesta.

—¿Danny?

Jim oyó una respiración entrecortada y se dio cuenta de que era la de su hijo. La voz de Danny apenas era un susurro.

—Papá, ya están aquí…

—Eh, chaval, ¿quieres un caramelito? —gruñó un zombi.

Jim oyó abrirse la puerta del vehículo y Danny gritó.

—¡¡Papá!!

—¡Ven aquí, mierdecilla!

Jim se sacudió el estupor de encima, se quitó la sangre de los ojos, recuperando la vista, y gritó de rabia al ver un par de brazos moteados llevándose a Danny. Su hijo forcejeaba, pataleando y lanzando puñetazos hacia el zombi. Un par de manos acartonadas intentaban soltar el cinturón de seguridad.

Jim cogió la fría mano que tenía sujeto a su hijo. El agarre del zombi era como el de un cepo. Jim tiró de los dedos, apretando con todas sus fuerzas mientras la adrenalina corría por sus venas. El dedo se desprendió y la criatura se echó a reír. Jim tiró el dedo cercenado.

Desesperado, buscó el hacha. El interior del todoterreno era un desastre: mapas, latas de refresco, cápsulas de café, casquillos de bala, colillas y cristales rotos esparcidos por todas partes. Tras él, Frankie yacía inmóvil, enterrada bajo un montón de mantas, raquetas de tenis y una neverita. Delante, Don estaba tirado encima del volante, sobre un airbag blanco. Un fino hilo de sangre manaba de su boca. Tenía los ojos cerrados. Y Martin…

Martin no estaba. El airbag había saltado en su lado, pero no había ni rastro del anciano. Lo que sí había era un agujero en la luna del vehículo: los bordes estaban manchados de sangre, pelo y pedazos de carne rosa y brillante.

—¡Papá, ayúdame!

Jim le pegó un puñetazo totalmente inútil a la criatura.

—¡Suéltale! ¡Quítale las manos de encima a mi hijo!

Siguió pegando a los zombis, pero desde su posición, apenas podía imprimir fuerza en sus golpes. Su pulso se disparó cuando consiguieron soltar el cinturón de seguridad de Danny. Los zombis lo arrastraron al exterior.

—¡No!

—¡Sí!

Arrastraron a Danny hacia la oscuridad. Los gritos del niño se convirtieron en un alarido continuo y desgarrador cuando la boca descompuesta del zombi más grande se abalanzó sobre él. Desesperado, Jim cogió a Danny por las piernas y lo atrajo hacia sí. Los zombis tiraron con más fuerza.

—¿Qué cojones te pasa, colega? Suelta al chaval. Solo es un aperitivo: tú serás el primer plato.

Jim no podía hablar, tampoco pensar. Había olvidado el dolor de su cabeza y hombro. Había olvidado a Martin, y a Frankie, y a De Santos. Su mundo consistía en su hijo y sus dos atacantes no muertos. Gruñó, apoyó los pies contra la consola central del coche y tiró con fuerza. El zombi más pequeño, el que había soltado el cinturón, perdió el agarre y Danny se acercó unos centímetros más hacia Jim.

—A la mierda —gruñó—. Mata al mierdecilla para que podamos llegar al adulto, que es el que tiene más carne.

La otra criatura asintió y dirigió su boca hacia Danny una vez más.

—¡¡Papáaaaaaaaaaaaaaaaa!!

—¡Déjale en paz, hijo de perra!

Los dientes del zombi atravesaron la camiseta de Danny, justo entre su cuello y el hombro; después, aquellas poderosas mandíbulas se cerraron aún más, preparándose para asestar un nuevo mordisco que atravesase la piel, cuando Frankie se incorporó y hundió el hacha en la cabeza de la criatura, partiéndole el cráneo en dos. El sangriento contenido salpicó a Danny y a Jim.

—¡Comeos esa, hijos de puta! —gruñó Frankie.

Las putrefactas manos liberaron su agarre y el zombi cayó hacia atrás. Jim devolvió al aterrado niño al interior del vehículo.

—Tranquilo, chaval —dijo Frankie—. Te hemos salvado.

Y dicho esto, se desvaneció mientras sus párpados cerrados temblaban. No volvió a moverse.

—Mierda. Frankie, despierta. —Jim la zarandeó suavemente, temeroso de dañarla más de lo que ya estaba.

—¿Está muerta, papá?

—No lo creo, bichito. ¿Tú estás bien?

Danny asintió.

—¿Frankie? —Jim lo intentó de nuevo. Al ver que no respondía, zarandeó a De Santos.

—Don. ¡Don, despierta!

—¿Qué pasa…?

—Venga. Maldita sea, De Santos, ¡despierta!

—Cinco minutos más, Myrna.

El segundo zombi se inclinó hacia el interior del coche y cogió el hacha ensangrentada de la cabeza de su camarada caído. Llevaba puesta una camiseta de Bob Marley hecha andrajos, le faltaba una oreja y la mitad de una mejilla y de su cráneo colgaban sucias y enmarañadas rastas.

—¡Mirad lo que le habéis hecho a mi hermano! ¡Eso no ha estado nada bien!

Don se agitó.

—¿Jim?

—Arriba, Don. ¡Tenemos que irnos!

—¿Adónde te crees que vas? —gruñó el zombi.

Jim abrió la puerta del lado opuesto al zombi mientras sujetaba a su hijo y salió del Explorer, yendo a aterrizar sobre el frío asfalto. Soltó a Danny, se puso en pie, y abrió la puerta de Don, que salió a duras penas del vehículo.

—Dios, tengo el pecho…

—¿Puedes andar?

—Eso… eso creo. Pero… me cuesta… respirar…

El zombi accedió al asiento trasero desde el otro lado. Un grueso gusano blanco cayó desde su nariz y se revolvió sobre la alfombrilla del suelo. Jim sintió arcadas y Don tosió sangre por la nariz y a boca.

Jim le puso la mano en el hombro a Don para tranquilizarlo.

—¿Estás bien?

—El pecho… —gimió Don—. Me lo golpeé contra el volante. Los putos airbags no han servido para nada. Debería demandar al fabricante…

Jim se volvió hacia el vehículo accidentado.

—Tenemos que sacar a Frankie de ahí y encontrar a Martin.

El zombi se arrastró a través del asiento hacia ellos, acercándose a la puerta abierta. Jim la cerró en la cara de la criatura.

—Danny, quédate aquí con el señor De Santos.

—¡No, papá, quiero ir contigo!

—Tengo que sacar a Frankie de ahí, Danny. No tengo tiempo para discutir.

Se volvió hacia Don.

—Cuando te lo diga, abre esta puerta.

El cadáver le asestó un puñetazo a la ventana, dejando una huella ensangrentada. Después, se alejó de ellos.

—¿Que quieres que haga qué?

—Ya me has oído.

En el interior del Explorer, el zombi revolvió las mantas en busca de Frankie. Jim corrió hasta el otro lado del vehículo y cogió una piedra.

—¡Ahora, Don!

—Ponte detrás de mí, Danny. Creo que tu padre ha perdido la cabeza.

Don tragó saliva y abrió la puerta de atrás. Inmediatamente, el zombi se volvió hacia él y lanzó un tajo con el hacha ensangrentada.

Jim fue más rápido.

Cogió a la criatura por los pies y tiró de ella hasta sacarla del vehículo y arrojarla sobre el suelo. El hacha salió volando de su mano y el zombi intentó alcanzarla, pero Jim se colocó a horcajadas sobre su espalda, obligándolo a permanecer quieto. El zombi peleó por incorporarse, intentando quitárselo de encima.

Jim, lleno de rabia, golpeó al zombi en la cabeza con la piedra, acompañando cada golpe con un gruñido.

—¡Te… dije… que… dejases… en… paz… a… mi… hijo!

El cráneo se abrió con un grave crujido. De la herida manó un líquido rosa y hediondo. El zombi profirió un aullido y no volvió a moverse más. Jim siguió golpeándole con la piedra hasta que la cabeza quedó completamente destrozada.

Jadeante, cubierto de sangre y empapado de sudor, levantó la mirada y vio que Danny lo estaba observando. El chico parecía aterrorizado.

—Papá…

—No pasa nada, Danny. Ya no puede hacerte daño.

Su hijo siguió mirándolo con los ojos y la boca abiertos de par en par. Jim, que todavía tenía sujeta la piedra, se separó del cadáver y caminó hacia él, cubierto de sangre.

Don sacó a Frankie de la parte trasera del vehículo y le ayudó a mantenerse en pie.

—¿Adónde han ido los demás zombis? —Don miró alrededor, en busca del resto de sus perseguidores.

—No lo sé —respondió Jim—. Quizá les hayamos dado esquinazo. ¿Cómo está ella?

—Estoy bien —respondió Frankie, con debilidad—. No estoy muerta, que ya es algo.

—¿Puedes andar?

—Qué remedio. ¿Dónde está el predicador?

—Ay, Dios… ¡Martin!

Estaba tan preocupado por Danny que Jim se había olvidado por completo del anciano.

Corrió hasta la parte delantera del vehículo y buscó por la zona. Encontró el cuerpo de Martin hecho un ovillo en la base de un árbol. El predicador no se movía.

—No, no, no, no, no…

Corrió hacia su amigo y cuando llegó hasta él…

Jim deseó que Martin hubiese fallecido con una oración en los labios.

Miró hacia otro lado y vomitó.

—¿Papá?

—No mires, Danny. Quédate ahí.

Martin estaba boca abajo, pero la cabeza estaba completamente dada la vuelta. Los ojos saltones e inertes del anciano lo observaban. Su cara estaba surcada por profundos cortes y había perdido un brazo, arrancado entre el codo y el hombro.

—Oh, Martin…

Frankie ladeó la cabeza.

—¿Está…?

Jim tragó saliva.

—Sí. Sí, lo está.

—Maldita sea…

Jim se arrodilló y sujetó la piedra con tanta fuerza que su superficie rocosa le atravesó los callos de la mano.

—Lo siento, amigo mío. Lo siento mucho.

—¿Jim? —preguntó Don, incómodo.

—¿Qué?

—Ya… sabes lo que hay que hacer, ¿no?

Jim no respondió.

—Es lo que él hubiese querido. No… no querría acabar así. —Don hizo un gesto con la cabeza en dirección a los restos ensangrentados del zombi.

—Odio tener que decirlo, pero tiene razón —afirmó Frankie—. Tienes que rematarlo, Jim. No podemos dejar que esto le pase a Martin. Así no.

Jim cerró los ojos y suspiró.

—El hubiese querido que rezásemos primero —dijo—. Se lo debemos, eso como mínimo. ¿Nos queda tiempo?

—No oigo a ningún zombi —dijo Don—. Puede que hayamos dado esquinazo al resto.

Jim cerró los ojos del predicador. Después, introdujo la mano en su bolsillo y extrajo su Nuevo Testamento. Tras una breve pausa, se lo colocó sobre el corazón y agachó la cabeza. Un segundo después, Danny hizo lo mismo, seguido de Don. Frankie contempló el cuerpo.

—Señor —comenzó Jim—, todavía… todavía no entiendo por qué has permitido que ocurra todo esto, por qué nos has hecho esto, pero sé que Martin nunca dejó de creer en ti. Ni siquiera cuando peor estaban las cosas. Estaba convencido de que querías que me ayudase. Dijo que nos guiarías hasta Danny, y en eso reconozco que llevaba razón. Nos ayudó incluso cuando su propia vida peligraba, porque creía en ti. Dios, te pido…

Martin abrió los ojos.

—Dios no existe.

Jim le aplastó la cara con la piedra. El zombi tembló.

—Lo siento, Martin.

Golpeó de nuevo y algo se partió bajo el impacto.

Frankie y Don entrecerraron los ojos. Danny los cerró del todo.

Jim asestó un tercer golpe y el cadáver de Martin dejó de moverse. Entonces, metió la Biblia en el bolsillo trasero de su pantalón.

Sonó un claxon.

—¿Qué coño…?

Las luces de un coche los alcanzaron de lleno, convirtiendo la noche en día a medida que el Humvee atravesaba la colina y se dirigía rugiendo hacia ellos.

—¡Aquí vienen! —gritó Don.

—¡Corred! —Jim tiró la piedra a un lado, recogió a Danny y lo apretó contra su pecho—. ¿Puedes llevar a Frankie?

—Puedo intentarlo —respondió Don entre jadeos.

Intentó levantarla y se vino abajo entre gemidos.

Frankie ahogó un grito cuando el dolor le recorrió todo el cuerpo.

—No puedo —dijo Don, con dificultad—. El pecho…

Jim empujó a Danny hacia ellos.

—Dirigíos hacia el garaje. Yo los alejaré de aquí y luego volveré.

—Estás loco.

—¡Venga!

—¿Papá?

El Humvee se acercó hacia ellos. Tras él, otros vehículos atravesaban la colina. Jim oyó el susurro seco de una bandada de pájaros sobre sus cabezas.

—¡Papá!

—Te quiero, Danny.

Jim corrió hacia el Humvee.

—¡Papá, no! ¡Vuelve!

—Vamos, Danny —Don condujo al niño, que no paraba de llorar, hacia el garaje. Frankie renqueaba tras ellos mientras echaba un último vistazo, sobre el hombro, al cadáver destrozado que había sido el reverendo Thomas Martin.

—Descansa en paz, predicador.

—Venga, sacos de mierda, ¡por aquí!

Jim hizo señas sobre su cabeza mientras corría hacia los vehículos. Los zombis obedecieron encantados, girando hacia él y bañándolo con las luces. El motor del Humvee gruñó, hambriento.

Algo zumbó cerca de su oído. Jim sintió una punzada de dolor cuando un pico afilado le cortó en la palma de la mano. Lanzó un golpe, pero el pájaro se alejó con rapidez y se movió en torno a él. Miró rápidamente hacia arriba y vio a muchos más abalanzándose sobre él.

—¡Venid a por mí! ¡Es la hora de cenar!

El suelo que pisaba fue alcanzado por varias balas.

Siguió corriendo mientras rezaba para que De Santos y Frankie pudiesen poner a Danny a salvo, para que realmente existiese un lugar seguro. Un cuervo carroñero le picó en la mano. A lo lejos, por encima de los disparos, pudo oír un rugido. ¿Un trueno? ¿Un helicóptero? No lo sabía, pero tampoco le importaba.

Entonces, el cielo lloró.

Sabía cómo se sentía.

* * *

La entrada al aparcamiento se abría ante ellos como unas fauces hambrientas. El interior estaba oscuro como la boca del lobo y los tres se detuvieron antes de entrar. Danny, a quien Don tenía cogido de la mano, temblaba y llamaba a gritos a su padre, desesperado.

—Danny, para de una vez —dijo Frankie—. Vas a conducirlos hasta nosotros.

—No me importa. ¡Quiero estar con mi papá!

Don dio un paso adelante hacia la entrada y se detuvo.

—¿Crees que es seguro?

—No queda un lugar seguro en toda la Tierra —contestó Frankie.

Caminaron hacia el interior. El aparcamiento estaba en silencio. Frankie oyó a Don hurgar en su bolsillo y, un instante después, el característico chasquido de un mechero. La oscuridad parecía envolver a la llama, como si quisiese apagarla. Oyeron disparos y el rugido de los motores a lo lejos. Danny echó un vistazo hacia atrás.

Pese al dolor, Frankie se arrodilló y le miró a los ojos.

—Ya sé que quieres estar con tu padre, chaval. Yo también quiero que vuelva. Pero ahora mismo está haciendo algo muy valiente para ayudarnos a todos. Eso significa que tú también tienes que ser valiente, ¿de acuerdo?

—Pero no me siento muy valiente.

—No pasa nada —dijo Frankie, con un guiño—, yo tampoco. De hecho, me siento como si me hubiese atropellado un camión.

Se puso en pie y se atusó el pelo cuando, de improvisto, sus rodillas cedieron. Su visión se nubló. Extendió los brazos y consiguió sujetarse a los hombros de Don mientras su cabeza temblaba y su respiración se entrecortaba.

—¿Estás bien? —preguntó él, preocupado.

—Lo estaré. Creo que es por la pérdida de sangre y la conmoción. Estoy un poco mareada.

—Buscaremos un sitio para descansar.

Alzó el mechero y escudriñó la oscuridad.

—No veo un carajo —murmuró Don—, pero quizá eso signifique que ellos tampoco pueden vernos a nosotros.

—No cuentes con ello. Los he visto cazar en una alcantarilla en la que no se veía nada. No sé cómo lo hacen, quizá puedan olernos, o ver cosas que nosotros no. Nuestras auras, o algo así. Pero si están aquí, pueden vernos.

—Gracias. Es todo un consuelo.

—Oh, perdona. Tú sácanos de aquí y quizá entonces te cuente un cuento bonito. Por cierto, Danny, ¿cuál es tu cuento favorito?

—Pulgarcito —susurró, súbitamente avergonzado—. Papá solía leérmelo antes de acostarme, cuando le iba a visitar.

Frankie sonrió, perdida en uno de los pocos recuerdos de su infancia que la heroína no había borrado.

—¿Es en el que se esconde en una madriguera de ratón, no?

Danny sonrió.

—Sí, ese es.

Entonces, su sonrisa desapareció. Pese a los denodados esfuerzos de Frankie por distraerlo, Danny seguía aterrado por su padre. Volvió a mirar por encima del hombro al oír un disparo lejano procedente del exterior.

Se adentraron en el garaje. Don estuvo a punto de tropezar con un cono naranja de tráfico. Aquel lugar olía a aceite y gasolina, a polvo y orina. El silencio les rodeaba y el fantasma de sus pisadas les seguía. Un envoltorio vacío de comida rápida crujió bajo las suelas de Frankie. Avanzaron poco a poco, sintiéndose seguros bajo la titilante llama.

—Ahí está la escalera al tejado —señaló Frankie—. Vamos allá: nos esconderemos hasta que vuelva Jim.

—¿Y por qué no en el propio tejado?

—Por los pájaros.

—¿Los pájaros?

—Pájaros zombi —asintió.

—Oh. —Rió sin ganas—. Menuda tontería, ¿no?

—Lo parece, hasta que les ves desgarrar la carne de un cuerpo en minutos.

Don frunció el ceño.

Tras ellos, Danny repetía la línea del cuento infantil como un mantra.

—…y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero fue inútil…

Su voz temblaba, acompañada por un sollozo que heló el corazón de Frankie.

En la oscuridad, la puerta de un coche crujió al abrirse. —Y rebuscaron con sus bastones… —respondió una voz. Don perdió el agarre del mechero, que cayó al suelo, y la oscuridad los engulló.

* * *

Las ramas fustigaban el rostro y los brazos de Jim a medida que avanzaba a través de los arbustos. Un pájaro muerto le picoteó en la cabeza hasta hacerle sangrar. Otro se lanzó a por sus ojos: respondió dando un manotazo y el pájaro graznó, molesto.

Tras él, los vehículos se detuvieron. Las puertas se cerraron de golpe y los disparos acabaron con la quietud nocturna. Las balas volaron hacia él, impactando en el suelo que pisaba. Jadeando, Jim buscó un lugar en el que protegerse y corrió hacia una hilera de árboles entre el aparcamiento y un almacén. Los zombis lo persiguieron por tierra y aire.

Atravesó los árboles y se deslizó por un empinado terraplén. Abajo, una cañería vertía agua en un fino riachuelo. Jim lo cruzó, estremeciéndose de frío al sentir el agua helada a través de las botas. Vio un poste oxidado y lo cogió sin dejar de correr.

Las ramas de los árboles crujieron sobre su cabeza. Miró hacia arriba y vio algo pequeño, marrón y peludo descolgándose de las ramas: una ardilla muerta —a la que le faltaba la cola y una pata trasera— se lanzó hacia él. Jim dio un paso a un lado y trazó un arco con el poste como si fuese un bate, lanzando a la ardilla a la zanja.

Los zombis chillaron de alegría mientras bajaban el terraplén, tras él. Jim se dio cuenta entonces de que para ellos aquello era un juego, un deporte. Era la caza del zorro, y el zorro era él.

Se escondió entre dos enormes robles y corrió a través de la colina que llevaba a la parte trasera del aparcamiento. Del tejado pendía una escalera de incendios con puntos de acceso a la segunda y tercera planta. Jim se apoyó contra la pared para coger aire y después se aferró a la escalera con una mano. A su lado había un apestoso contenedor, pero Jim aún podía oler a los zombis, incluso estando cerca de la basura. Volvió a oír el rugido, pero en aquella ocasión era más cercano. No era un trueno.

Era un helicóptero.

—Dios mío… ¿los zombis tienen un helicóptero?

Cerró los ojos. ¿Qué opciones le quedaban? En las películas, los zombis eran lentos y tontos, pero en la vida real eran algo muy distinto. En la vida real, los zombis tenían helicópteros. Los muertos ya eran más que los vivos, y su número aumentaba cada día. Poseían a humanos, a animales. Ningún lugar era seguro, ni el extrarradio de Nueva Jersey ni las remotas montañas de Virginia Occidental.

Pensó en Danny.

Escuchó otro disparo. Jim tiró al suelo aquella maza casera y subió por la escalera.

Las balas impactaron contra el muro de cemento a medida que más criaturas se dirigían hacia él.

* * *

—Había una vez un pobre campesino…

Danny apretó la mano de Frankie mientras ella le conducía hacia la escalera. Se movían todo lo rápido que podían a la vez que intentaban no revelar su posición.

—… estaba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba a su lado…

Escucharon algo húmedo arrastrándose tras ellos. Algo más grande que Pulgarcito.

—¿Puedes verlo? —susurró Don a medida que oía al zombi acercarse.

—No —contestó Frankie—, pero puedo oler al muy hijo de puta.

En la puerta del aparcamiento aparecieron las luces de un vehículo. El motor de un Mazda rugió, resonando entre las columnas de cemento a medida que el coche recorría los pasillos, cazándolos.

Don cogió el mechero y lo encendió con torpeza.

—Guarda esa puta cosa —le dijo Frankie, alarmada—. ¿Pero a ti que te pasa?

La llama desapareció y la oscuridad volvió a engullirlos. El hedor a zombi se hizo más intenso.

—¡Vamos! —les apremió Frankie. Salieron de su refugio y corrieron como malamente podían hacia la puerta que conducía a la escalera.

Don la abrió y se hizo a un lado por si algo los estuviese esperando al otro lado, pero la escalera estaba desierta. Frankie renqueó al interior, llevándose a Danny consigo. Don los siguió rápidamente y cerró la puerta.

Las ruedas del Mazda chillaron. Don pudo ver a través de la ventana de la puerta al zombi que los estaba siguiendo, iluminado por las luces del coche: era una mujer a la que le faltaba el tren inferior.

—Subamos por las escaleras —susurró Frankie—. ¡Y no hagas ni un ruido!

Subieron a toda prisa, envueltos por la oscuridad y haciendo el menor ruido posible.

—¡Aquí! —chilló la criatura al otro lado de la puerta—. ¡Están en la segunda planta!

Las ruedas chillaron de nuevo y el coche subió por la rampa. Tras ellos, el zombi sin piernas arañaba la puerta. El ruido de más motores ahogó sus gritos y, por encima de estos, Frankie pudo oír un rugido distante.

—Escucha… ¿oyes eso?

—Es un helicóptero —dijo Don, indiferente—. ¿Eso es bueno o malo?

—Lo más seguro es que malo. Solo he visto pilotar un helicóptero a zombis y soldados.

Dio otro paso adelante.

—Y no me gustan ninguno de los dos.

Don jadeaba, exhausto.

—En las películas, la gente siempre huye de los zombis en helicóptero.

—Pero esto no es una película.

Cuando llegaron al rellano de la segunda planta, el Mazda ya se estaba dirigiendo hacia las escaleras. Debajo, oyeron abrirse la puerta.

—Y rebuscaron con sus bastones… —dijo el zombi, riendo.

—Ya te daré yo bastón, puta. —Don miró a Danny y, entre jadeo y jadeo, se disculpó.

—No pasa nada, señor De Santos.

—Quizá el tejado no sea tan mala idea, después de todo —murmuró Frankie.

—Pero, ¿y los pájaros? —preguntó Don.

Ella bajó la voz.

—A estas alturas, no creo que importe. Estamos jodidos hagamos lo que hagamos.

* * *

La bandada de pájaros podridos se lanzó hacia su presa como un solo ser.

Jim pasó por encima de la cornisa hasta llegar al tejado. Solo había unos cuantos coches, abandonados mucho tiempo atrás por sus dueños. Exhausto y sangrando de doce heridas diferentes, se tambaleó hacia delante, buscando al resto a la vez que huía de los pájaros.

«Los cuervos se reúnen para picotear carroña», pensó, «y eso es lo que va a haber… carroña…».

Ahuecó la mano en torno a su boca.

—¿Danny?

No había motivos para pensar que habrían subido hasta el tejado, pero en aquel momento no tenía nada que perder. Quizá sobreviviría el tiempo suficiente para explorar el garaje por ellos.

Un gorrión le picó en la mano, provocándole una herida.

El estruendo del helicóptero resonaba sobre el cemento. Jim miró al cielo y vio dos cosas: la primera fue el helicóptero que, con las luces apagadas, apenas era visible en la noche pese a encontrarse sobre él. La segunda eran los pájaros, que de pronto empezaron a caer como piedras, inmóviles.

En un instante, la temperatura cambió. Jim se sintió tibio, después, acalorado. El sudor perló su frente y las orejas se le coloraron. Sintió una fuerte presión desde el interior de su cráneo y empezó a dolerle la cabeza. Las orejas parecían a punto de explotar. Se sujetó la cabeza con las manos y gritó. Cuando pensó que no podría soportarlo más, la presión aumentó.

El helicóptero se acercó. Pájaros muertos, abatidos, caían sobre él. Volvió a sentir aquel dolor de cabeza y sintió un intenso calor en los ojos. Empezaron a sangrarle los oídos. Se los tapó con las manos y gritó de nuevo.

Jim siguió gritando incluso después de desplomarse.

* * *

La puerta se abrió de golpe y una horda de zombis corrió escaleras arriba. Frankie, Don y Danny apenas llegaron a oírlos por el rugido del helicóptero, al que tenían justo encima. El aparcamiento tembló, los muros de cemento vibraron y el techo resonó como si estuviese a punto de venirse abajo. El estruendo de los rotores aumentó, imposibilitando cualquier conversación.

Pese a aquella cacofonía, aún podían oír los gritos de Jim.

—¡Papá!

Danny se libró del agarre de Frankie, abrió la puerta de un empujón y corrió hacia el tejado. Inmediatamente, se sujetó la cabeza con sus pequeñas manos y se desplomó entre alaridos.

Frankie y Don corrieron tras él.

Los zombis iban tras ellos.

—¡Apágalo! —gritó Steve—. ¡Por el amor de Dios, Quinn, apágalo! ¡Los vas a matar!

—¿Cómo sabemos que no son zombis? —respondió el piloto—. Que no estén podridos no significa que no estén muertos.

—Los pájaros los estaban atacando, gilipollas. —Se calló de golpe, contemplando la escena horrorizado—. Dios mío, Quinn… es un niño. Venga, tío, apágalo de una vez.

—Vale, vale.

Quinn pulsó el interruptor y, al instante, el hombre y el niño dejaron de chillar. Después, una mujer negra y un hombre hispano de mediana edad aparecieron en el tejado, corriendo hasta llegar a su lado mientras contemplaban el helicóptero, aterrorizados. Era obvio que estaban heridos: cojeaban y sangraban.

Steve cogió el megáfono.

—¿Cómo funciona esto?

—Pulsa el puto botón. Joder, ¿es que los canadienses no sabéis hacer nada? ¿Por qué coño me ha tenido que juntar Bates contigo? ¿Por qué DiMassi ha tenido que ponerse enfermo?

—Estoy aquí porque soy piloto… por si tú no vuelves.

—Eres un piloto de aerolíneas, no de helicópteros.

El canadiense sonrió.

—Eh, tío, yo puedo volar con lo que sea. Además, creía que no te caía bien DiMassi.

—Y no me cae bien. Es un gordo de mierda y un vago de los cojones.

—Bates se cabreó de lo lindo con él, ¿eh?

—Sí, pero no le culpo. DiMassi cogió esta monada sin permiso: si llega a pasar algo, no tendríamos forma de salir.

Quinn se quedó callado y se concentró en aterrizar.

Steve se quitó los auriculares, encendió el megáfono y se lo llevó a los labios. Después de posicionarse, se inclinó a través de la puerta abierta.

—¡Atención, los del tejado! Todo va a ir bien. Agáchense todo lo que puedan y les llevaremos a un lugar seguro.

Miró consternado a Quinn.

—¿Por qué no me escuchan?

Quinn suspiró y negó con la cabeza.

—Creen que somos zombis. Pasa continuamente.

—Ve a ver a Jim —le dijo Frankie a Don mientras se inclinaba sobre Danny. El chico se había hecho un ovillo y tenía el rostro desfigurado de dolor. El helicóptero se acercó un poco más.

Don arrastró el cuerpo inerte de Jim lejos del centro del tejado, ante la posibilidad de que los zombis aterrizasen el helicóptero sobre su amigo, y lo llevó al lado de Danny. Apenas podía distinguir a los dos cuerpos que se encontraban en el interior de la cabina. El helicóptero estaba justo encima de ellos.

—¡Agáchense todo lo posible! —repitió la voz—. ¡Tenemos que darnos prisa!

Era imposible discernir si la voz del megáfono era de un vivo o de un muerto.

—¿Papá? —dijo Danny entre toses, recién despertado.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Frankie.

Don negó con la cabeza, no sabiendo qué responder.

—¿Papá?

—No pasa nada, cielo. No pasa nada. Descansa.

—Vamos dentro —dijo Don, arrastrando con dificultad a Jim hacia la escalera.

—¿Estás loco? —le gritó Frankie.

Don señaló al helicóptero.

—¿Cómo sabemos que los que lo pilotan no son zombis?

La puerta que conducía a las escaleras se abrió de golpe.

—No podemos saberlo —dijo Frankie, apretando los dientes—. Pero esos sí que lo son.

Don dio media vuelta a medida que de la escalera surgían zombis armados, exhibiendo amplias sonrisas en sus rostros pálidos y grisáceos. Entonces vieron el helicóptero y se detuvieron.

La voz del megáfono profirió un grito.

—¡Al suelo!

Frankie y Don se agacharon, escudando a Jim y Danny con sus cuerpos. Steve disparó, acribillando a los zombis a la altura de la cabeza. Sus cráneos explotaron como verduras podridas. Las criaturas que aún seguían en pie devolvieron algunos disparos y se refugiaron en la escalera.

—¡Eso demuestra que no son zombis! —gritó Frankie—. ¡Corre!

Tiró de Danny hasta el helicóptero mientras este aterrizaba sobre el tejado, levantando una nube de polvo. Don le siguió, cargando acarreando a Jim.

Los cuatro supervivientes estaban malheridos y sangrando, por lo que, por un momento, Steve pensó que podrían ser zombis. Pero entonces vio la mirada del niño hacia el hombre inconsciente y supo la verdad: solo un hijo miraría a su padre con tanto amor. Ayudó a los cuatro a subir y los ubicó en el interior del helicóptero.

Quinn levantó el vuelo en el instante en el que los zombis restantes disparaban una segunda andanada.

El rugido de las aspas del helicóptero resonó en el interior de la cabina. Don y Frankie miraron alrededor, confundidos.

—Abrochaos los cinturones —gritó Quinn, levantando su visor—. Va a haber meneo.

Se apartó de ellos y disparó. Las enormes balas hicieron trizas a los zombis del tejado.

—¿Quiénes sois? —preguntó Don.

—Me llamo Luke Skywalker. He venido a rescataros.

—¿Qué?

El pelirrojo y pecoso piloto rió hasta hacerse oír por encima de los disparos de su compañero y el estruendo de las hélices.

—Perdón, siempre he querido decir eso. Me llamo Quinn y este de aquí es Steve.

—¿De dónde sois? ¿Qué hacéis aquí?

—Yo soy de Brooklyn, él es de Canadá. Y como os decía, hemos venido a rescataros.

—Despejado —dijo Steve mientras se reclinaba en su asiento, exhausto. Se quitó el casco—. ¡Uf! Ha sido intenso.

Al no tener un altavoz, Don se vio obligado a gritar.

—No entiendo nada. ¿Cómo sabíais dónde encontrarnos?

—Y ya de paso —apuntó Frankie—, ¿cómo sabíais que estábamos en peligro?

—No lo sabíamos —respondió Steve mientras recargaba su fusil—. Pero esta mañana ha habido una gran batalla en torno a la frontera de Pennsylvania con Nueva Jersey. Cerca de Hellertown.

Frankie se estremeció en el asiento, alarmada, pero mantuvo la calma.

—Nos enviaron a buscar supervivientes. Ya estábamos de regreso cuando vimos a los zombis yendo hacia el aparcamiento. Con tanta actividad, supusimos que habría alguien vivo dentro. Tenéis suerte de que nos diese por investigar. Vosotros no participasteis en la batalla, ¿no?

Don negó con la cabeza. Frankie permaneció en silencio.

Steve extendió el brazo y le estrechó la mano a Don. Después, hizo lo mismo con Frankie.

—No te preocupes —le dijo Steve—. No vamos a hacerte daño.

—Ha tenido un mal día —dijo Don—, y necesita asistencia médica.

—Entiendo. —Sonrió a Danny—. ¿Y tú cómo te llamas, coleguita?

—Danny.

—Encantado de conocerte, Danny. Apuesto a que ese de ahí es tu padre, ¿eh?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Porque te pareces a él… y porque me recuerdas a mi hijo, que es de Montreal.

—¿Por qué no estás con él ahora? —le preguntó Danny.

—Estaba… estaba en Nueva York cuando todo esto ocurrió. En un viaje de negocios. No sé si está… —Dejó de hablar y negó con la cabeza.

—Deberías ir a buscarlo —dijo Danny—. Mi papá atravesó cinco estados hasta encontrarme.

—Cinco estados, ¿eh?

—Sí. —Danny los contó con los dedos—. Virginia Occidental, Virginia, Maryland, Pennsylvania y Nueva Jersey.

—Caray. —El rostro de Steve se ensombreció.

—Me duele la cabeza —dijo Danny mientras se frotaba las sienes.

—A mí también —dijo Don.

—Es culpa nuestra —señaló Quinn—. Lo siento. Parece que a tu padre lo dejamos frito.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Frankie.

—Mierda —dijo Don mientras señalaba hacia delante—. ¡Cuidado!

Una enorme bandada de pájaros muertos se dirigía hacia ellos.

Frankie se aferró al asiento con fuerza.

—Dios mío…

—Tranquilos —dijo Quinn, con una sonrisa—. Mirad.

Pulsó un interruptor y los pájaros empezaron a caer del cielo.

—¿Qué coño es eso? —susurró Don.

—Es el D.U.R.P., o Dispositivo Ultrasónico de Rechazo de Pájaros. No sé cómo funciona, pero me ha salvado el culo en más de una ocasión. Por eso os duele la cabeza. Pero seguro que a los zombis les duele todavía más.

—¿Qué les hace? —preguntó Frankie mientras se frotaba el cuero cabelludo.

—Será mejor que os lo explique el doctor Stern —dijo Steve—. Es el que se lo puso al helicóptero. Es médico, pero sabe un montón de cosas. Básicamente, les convierte el cerebrito en gelatina.

El aire helado silbaba por la cabina. Frankie tembló, por el frío y la conmoción.

Don extendió el brazo hacia ella y le estrechó la mano. Frankie sonrió débilmente y le devolvió el apretón.

Quinn cogió el equipo de radio.

—Caballo Pálido, Caballo Pálido, aquí Estrella Ajenjo, ¿me recibe? Cambio.

Primero se escuchó estática y después, una voz que respondió:

—Aquí Caballo Pálido. Adelante, Ajenjo. ¿Cuál es su situación? Cambio.

—Caballo Pálido, regresamos con cuatro supervivientes, repito, cuatro supervivientes. Llegaremos en quince minutos. Cambio.

—Recibido. Entendido, Ajenjo. Tendremos a los médicos listos. Corto.

—No entiendo nada —murmuró Don.

Los ojos de Jim temblaron.

—¿Danny? —musitó.

—Estoy aquí, papá.

Jim sonrió.

—Así que cinco estados —dijo Steve desde su asiento, volviéndose hacia ellos—. Parece que tenéis una buena historia que contar.

—Primero —replicó Frankie—, dinos adónde nos dirigimos.

Quinn miró hacia delante mientras contestaba.

—A Nueva York. A Manhattan, para ser precisos. Ocho millones de habitantes, de los cuales un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento son zombis. Quedamos unos pocos.

Miró hacia el panel de control.

—Y si hay que ser aún más precisos —continuó Steve—, vamos a la Torre Ramsey, el corazón de la ciudad… y puede que el último bastión de la humanidad.

Don frunció el ceño.

—Suena un poco melodramático, ¿no?

El canadiense se encogió de hombros.

—No suena muy seguro —dijo Frankie.

Steve agachó la cabeza mientras contestaba.

—Señorita, ya no quedan lugares seguros. Nos conformamos con seguir vivos un día más.