SEIS

El anciano sorbió un poco de vino en la oscuridad y contempló su ciudad. Se extendía a sus pies como una herida abierta hinchada por la infección, supurando pus gangrenoso, infestada de células cancerígenas que se multiplicaban hasta el infinito. Su ciudad, Nueva York, estaba muerta, pero aún vivía. No vivía en los patéticos insectos de debajo, sino en aquellos a quienes había salvado y acogido en la torre.

Su torre.

Su rebaño.

Una delicada brisa sopló a sus espaldas. La llama que bailaba en la punta de un candil titiló, revelando que alguien había entrado en la habitación. No se dio la vuelta, pues sabía lo orgulloso, imponente e inspirador que debía ser su aspecto en aquella posición, alzándose ante el decadente perfil de Nueva York. Había que cuidar la apariencia: la apariencia es una ilusión y el poder se construye sobre ilusiones.

Rodeado por el marco de la puerta, Bates se aclaró la garganta.

El anciano contempló el reflejo de su confidente en la ventana. Bates le había servido bien desde mucho antes de… aquello. Y seguiría haciéndolo mientras mantuviese aquella ilusión de control.

—¿Señor Ramsey? ¿Señor?

Ramsey se dio la vuelta con fingida sorpresa.

—Ah, Bates. Pase. No sabía que hubiese llegado.

—Así es, señor, pero parecía usted distraído.

—Hum, sí. Sí, supongo que lo estaba. Pensaba en estas criaturas. Le supongo al corriente de nuestras conclusiones, según las cuales se tratan de entidades que toman posesión de los cuerpos tras su muerte, reanimando los cadáveres, ¿correcto?

Bates asintió.

—Sí, señor, el doctor Maynard se explicó con toda claridad. Pero parece imposible, ¿no es cierto?

—Así es. Parece algo sacado de una de aquellas viejas revistas pulp. Pero es lo que está sucediendo. Si alguien necesita pruebas, le basta con salir al exterior de la torre.

—Creo que optaré por no hacerlo, señor.

—Oh, vamos —se burló Ramsey—. ¿Un hombre tan habilidoso como usted tiene miedo de rondar por las calles de la ciudad por culpa de los rateros?

—No son los rateros los que me dan miedo, señor, sino aquello en lo que se han convertido.

Ramsey rió y bebió otro sorbo de vino. Le ofreció un vaso a Bates, que declinó la oferta.

—Será mejor que no, señor. Todavía queda mucha noche por delante.

—Insisto. Será mejor que lo disfrute mientras dure. Pasará mucho tiempo antes de que volvamos a recibir importaciones francesas.

Su cálida risa eclipsó el débil son del violín tocando «Las cuatro estaciones», de Vivaldi. Llenó un segundo vaso y se lo extendió a su guardaespaldas. Bates aceptó, solícito, y bebió un sorbo.

—Gracias, señor. Es excelente.

Ramsey estudió al guardaespaldas. Vestido con un elegante traje a medida, con su coleta extendiéndose hasta la mitad de su espalda, Bates seguía siendo un enigma después de tanto tiempo. Dos periodos de servicio con la vigesimocuarta unidad anfibia de marines, seguidos de uno con los SEAL de la Armada. Después de reincorporarse a la vida civil, Bates fundó su propia firma privada de seguridad, que podía alardear de una clientela formada por las más acaudaladas y populares estrellas del rock, deportistas y actores. Después, firmó con Ramsey un contrato de exclusividad. Le había servido durante casi doce años. Todavía le servía entonces como jefe de seguridad, convirtiendo a inversores de banca, cocineros y secretarias en miembros del cuerpo con los que rellenar las plazas vacantes. Bates le era leal, y Ramsey confiaba en él, de forma implícita, hasta el último detalle de su imperio. Después de todo, su vida estaba en manos de Bates. Pero, por muy agradable y cortés que fuese, en algunas ocasiones Ramsey había tenido la impresión, al mirarle a los ojos, de que estos no eran los de un hombre sino los de una serpiente. Bates tenía esa mirada mientras bebía el vino y contemplaba el cielo nocturno.

—¿Un puro?

—No, gracias, señor.

—Muy bien, como prefiera. Pero tampoco creo que vayamos a recibir más envíos desde Cuba.

Ramsey prendió fuego al extremo e inhaló hasta que este brilló en la oscuridad. Después exhaló una densa nube de fragante humo.

—Así que —continuó—, sabemos que habitan los cuerpos de los muertos, pero no podemos determinar por qué las lesiones cerebrales parecen ser el único modo de destruirlos. ¿Por qué no otras lesiones, o cosas como el agua bendita y los crucifijos?

—¿En eso estaba meditando, señor?

—Sí. ¿Conoce la cultura nativa americana, Bates?

—No mucho, señor, a excepción de sus tácticas bélicas.

—¿Sabe que muchas tribus les cortaban la cabellera a sus enemigos, correcto?

Bates asintió.

—¿Sabe por qué?

—¿Cómo trofeos?

—En parte. Pero también porque creían que el espíritu de un hombre reside en su cerebro. No solo se llevaban el pelo, como sale en las películas: se llevaban la tapa de los sesos. Creían que el alma residía en la cabeza.

Aquellos ojos que parecían no pestañear le observaron, incomodando a Ramsey. Era esa mirada ofídica, otra vez. Por un instante, casi esperaba ver una lengua viperina asomando de entre los labios de Bates.

—La cabeza, Bates. ¿No lo ve? Quizá estas criaturas habitan la cabeza. O, más concretamente, el cerebro.

—Tendría sentido, señor —Bates se encogió de hombros—. Un disparo a la cabeza acaba con ellos de forma definitiva. También explicaría por qué el D.U.R.P. funciona tan bien con los pájaros.

Ramsey asintió, mostrando su acuerdo con la observación de Bates acerca del Dispositivo Ultrasónico de Rechazo de Pájaros, que había sido recuperado de una base aérea abandonada durante una patrulla de reconocimiento.

—También soy consciente de ello. Los pájaros son sensibles al sonido y, por ello, el mecanismo les provoca un daño físico. Encontrarlo fue todo un golpe de suerte. Las hipótesis del doctor Stern resultaron ser ciertas, según parece: si tuviesen las orejas en las alas, el dispositivo les sería tan inocuo como un concierto de rock & roll.

Apuró el vaso y se sirvió otro.

—¿Está usted familiarizado con la acupuntura, Bates?

—Sí, señor. Era muy popular cuando trabajaba en Hollywood.

—Me lo imaginaba. Los médicos orientales descubrieron que varias funciones físicas pueden verse influidas mediante la presión de ciertos puntos de la superficie corporal.

Bates dejó su vaso en el escritorio.

—Habla de los meridianos, ¿no es así? Los estudié durante mi formación en artes marciales.

—Correcto. Cada meridiano es un camino para ciertas energías… una de las cuales es la de la cabeza y el cerebro.

Bates asintió.

—Un camino energético. Entiendo.

—¿Sí? Al final, todo se reduce al cráneo… al cerebro —Ramsey sacó la abultada silla de cuero de detrás del escritorio y se sentó. Le hizo un gesto con la mano a Bates para que también tomase asiento—. Así pues, ¿cuál es nuestra situación?

Bates puso una silla delante del escritorio y comprobó su sujetapapeles.

—Hemos terminado de inventariar la armería. No creo que sea necesario saquear los arsenales de la Guardia Nacional o de la policía de Nueva York. El saqueo de la armería federal nos proporcionó más de cien fusiles de asalto M-16 y unas mil balas para cada uno, aproximadamente, además de los cargadores.

—Pensaba que no le gustaban los M-16.

Bates asintió.

—Y no me gustan. Personalmente, prefiero el MI Garand, pero «a buen hambre no hay pan duro». Las armas estaban limpias y operativas, así que deberían funcionar correctamente. No importa con qué nos defendamos siempre y cuando tengamos la posibilidad de hacerlo.

—Entiendo. Continúe.

—También hemos obtenido varias Tec-9 y otras armas de asalto, así como un cargamento de escopetas y pistolas que incluye una Kimber de 1911 muy interesante que me he quedado para mí. Tenemos seis ametralladoras M-60 con munición… Forrest se muere de ganas de probarlas. Hemos encontrado doce lanzagranadas M-203 que podemos instalar en los M-16, cinco lanzallamas y varias cajas de granadas. A eso habría que añadir el amplio surtido de armas que trae la comunidad con cada nueva incorporación y las armas que encontramos en el interior de los apartamentos: más pistolas y fusiles, cuchillos, ballestas, etcétera, y armas secundarias como bates y palos de escoba…

—¿Palos de escoba?

—Con ellos se pueden hacer lanzas y picas, señor.

—Ah.

—En resumen: deberíamos poder resistir cualquier asalto durante meses.

Ramsey sonrió.

—Nosotros podemos resistirlo, al igual que este edificio.

Cruzó sus huesudos dedos sobre el escritorio.

—Después de todo, yo lo construí.

Se levantó de la silla y caminó de vuelta a la ventana.

—Después de los múltiples ataques terroristas que sacudieron esta ciudad, construí un monumento a Nueva York… un monumento a América. Más de dos millones de metros cuadrados de oficinas, tiendas, instalaciones y viviendas sobre unos sólidos y profundos cimientos. Noventa y siete plantas de acero reforzado y cristales antibalas con columnas huecas rellenas de agua para enfriar el edificio en caso de incendio, aislante entre plantas y un sistema de bombeo presurizado en las escaleras que renueva el aire. Tenemos un suministro independiente de oxígeno, sistemas de filtrado de agua y nuestro propio generador. La Torre Ramsey es una fortaleza impenetrable… tal y como la diseñé. Puede resistir un terremoto, un tornado, un huracán, un ataque biológico o químico y, según los ingenieros, hasta el impacto directo de un avión.

Ramsey observó por la ventana. Bajo él, a mucha distancia, parpadeaban destellos de luz en la oscuridad.

—Mírelos. Acampados, dando vueltas al edificio día y noche sin poder acceder a su interior. Disparan a las ventanas de los niveles inferiores, e incluso envían a sus pájaros a atacar. ¿Recuerda cuando intentaron el asalto con el lanzagranadas?

Aunque Bates no respondió, Ramsey sabía que lo recordaba perfectamente. Había perdido a cuatro hombres en el ataque.

—Fracasó. Como todo lo que han intentado. Ratas desde las alcantarillas, arietes contra las puertas, escaleras, concentrar sus disparos en una zona… todo sus esfuerzos han sido en vano. Ellos no pueden entrar y nosotros no necesitamos salir.

Bates apuró su copa de vino.

—¿Y una explosión nuclear, señor?

—¿Qué?

—El edificio no podría sobrevivir a eso.

—¿A un misil nuclear? ¿Y cómo iban a conseguir uno? E incluso si lo hiciesen, sí, creo que podríamos resistirlo… a menos que detonase delante de nuestras narices. Pero mientras yo resista, también lo hará este edificio.

—¿Y un camión bomba, como el que utilizaron en Oklahoma hace unos años? Abriría una brecha en el exterior, como mínimo.

—Bromea usted, por supuesto.

Bates no respondió.

Ramsey apagó el puro en el cenicero de oro macizo que reposaba en una esquina del escritorio y volvió a su asiento.

—Entonces, ¿qué más tiene para mí?

Bates devolvió su atención al sujetapapeles.

—El equipo de mantenimiento tiene que apagar el aire acondicionado esta noche para llevar a cabo una reparación rutinaria. Está previsto para las tres de la madrugada y solo debería llevar media hora, pero imagino que el olor que llegará del exterior será muy desagradable durante ese periodo. Branson y Val se han mantenido en contacto con un grupo de supervivientes de East Village: están escondidos en la segunda planta del bar KGB, en la cuarta. Están bien armados y parece que tienen comida y agua para varias semanas. Por otra parte, hemos perdido el contacto con el grupo que se refugiaba en el interior de Penn Station, así que supondremos que ha tenido lugar el peor escenario posible.

—Lamento no haberlos podido salvar —suspiró Ramsey—. Debemos salvar a todos los que nos sea posible.

Bates volvió a mirar al sujetapapeles y continuó.

—El doctor Stern dice que la nueva familia que DiMassi trajo hace dos días tiene tuberculosis. Están en cuarentena, como siempre en estos casos, así que no hay peligro de que infecten al resto del edificio.

—¿Y DiMassi?

—Tuvo un contacto muy limitado con los demás: llegó con la familia y se dirigió directamente a su habitación, donde durmió doce horas seguidas. A él también lo hemos puesto en cuarentena, pero por ahora no tiene síntomas. Los médicos dicen que estará bien. Por supuesto, he mandado destruir sus sábanas y equipo y he hecho que descontaminen el helicóptero, para asegurarnos.

—Muy bien. ¿Ha vuelto a sufrir problemas de insubordinación por su parte?

—No, señor.

—Excelente. No podemos tener disidentes.

—Hablando del helicóptero, tenemos que encontrar y asegurar otra fuente de combustible. Quinn y DiMassi han estado aprovisionándolo en pistas de vuelo privadas en Trenton, Backard's Point y Head of Harbor, pero ahora las tres están llenos de zombis, así que es demasiado arriesgado volver. Además, el tamaño de la unidad que deberíamos desplegar para asegurar esas zonas una vez más sería excesivo para el helicóptero. Por lo tanto, deberíamos enviar a nuestros hombres por tierra, lo cual es, a todas luces, imposible. No podrían recorrer ni dos calles en estos momentos, mucho menos atravesar la ciudad.

—Ya veo —Ramsey juntó los dedos y frunció el ceño.

Bates se revolvió en la silla.

—¿Permiso para expresar mi opinión, señor?

—Por supuesto.

—Señor, quizá deberíamos considerar nuestra situación con más prudencia. Las cosas se han vuelto algo más precarias.

—Continúe.

—Bien, solo nos queda un helicóptero, y es nuestro único medio de salida. No podemos abandonar el edificio porque esas cosas nos tienen rodeados, y cada vez aparecen más. El tipo de la radio de Chatham nos dijo que los zombis han vuelto a poner en marcha el tren de Dover y que están enviando refuerzos a la ciudad a través de la línea que cubre Morris y Essex. ¿Qué les puede motivar a hacer algo así? Asúmalo, señor: estamos bajo asedio. Ahora mismo estamos en tablas, pero en caso de volverse más organizados… si contasen con un líder, las cosas podrían ponerse muy feas. Y si el D.U.R.P. deja de funcionar, o si perdemos un helicóptero por problemas mecánicos o por fuego enemigo, estaremos completamente atrapados.

—Pero no estamos atrapados, Bates. De hecho, estamos mucho más seguros que cualquiera de los que siguen vivos ahí fuera.

—Pero, ¿por cuánto tiempo, señor? Con todo respeto, señor Ramsey, no entiendo su insistencia en enviar patrullas regulares en busca de supervivientes. De acuerdo, ahora tenemos comida y agua, pero, ¿por cuánto tiempo? Cuanta más gente traemos, más suministros consumimos. No hay forma de calcular cuánto durará el asedio. Y cada vez que enviamos el helicóptero, corremos el riesgo de perderlo.

—Los traemos aquí porque puedo salvarlos.

Bates apretó los puños y continuó.

—Piense entonces en las amenazas biológicas. Estamos rodeados por miles de cuerpos muertos. Cadáveres. No soy médico, pero imagino que portarán toda clase de enfermedades, cosas como la peste bubónica y la hepatitis. Esos zombis son cultivos de virus andantes. Quizá deberíamos sopesar otras opciones.

—Entonces, ¿qué sugiere que haga?

—Deberíamos apagar las luces del tejado. Lo único que hacen es atraer a más de esas cosas.

—En ese caso, ¿cómo podrán encontrarnos los supervivientes si no les mostramos el camino?

—Pero los supervivientes no pueden llegar a pie hasta nosotros, señor. En vez de preocuparse por los demás, quizá deberíamos empezar a preocuparnos por nosotros. Tenemos que considerar la posibilidad de que, tarde o temprano, independientemente de lo bien armados que estemos, esas cosas acabarán por superar nuestras defensas.

Ramsey sonrió.

—Si eso ocurre, y no ocurrirá, tengo un plan de contingencia.

—Bien. No sabe lo mucho que me alivia saberlo, señor. ¿Puedo preguntar cuál es?

—No. Esa información solo puede proporcionarse en caso de necesidad, y francamente, en estos momentos usted no la necesita.

Bates se reclinó en la silla.

—Le ruego disculpas, señor Ramsey, pero, ¿cómo se supone que voy a proteger a los demás si no estoy al corriente del plan?

El anciano bebió otro sorbo de vino.

—Créame, Bates. Cuando llegue el momento, si es que llega, será el primero en enterarse. Bien, ¿y qué hay de ese asunto del sur de la que me habló antes? ¿Qué ha pasado?

—El centro de comunicaciones no ha dejado de monitorizar, señor: banda ciudadana, onda corta, todos los canales civiles, federales, locales, militares y marítimos, así como los móviles y otras frecuencias. Branson y Val me han dicho que se trata de un gran contingente, y que se está desplazando. Puede que sea parte de una unidad de la Guardia Nacional, a juzgar por las transmisiones que hemos interceptado. Pero llevamos horas sin oír nada.

—Desde que llegó a Hellertown, Pennsylvania, ¿no es así?

—Afirmativo: desde que llegó a unas instalaciones del gobierno. Quinn y Steve han salido: están sobrevolando la carretera de Garden State, las interestatales 95 y 78 y todas las grandes autopistas cercanas, por si los supervivientes han tomado esas rutas. Pero dudo que encuentren algo. ¿Quién sería tan tonto como para venir a Nueva York si no se encontrase ya aquí?

—Desde luego —rió Ramsey—. ¿Algo más?

—Tenemos que reconsiderar nuestro consumo energético. Mantener el edificio iluminado solo consigue provocar a los zombis y nos está dejando sin energía. Sugiero programar apagones. Tenemos que conservar…

—Eso está fuera de toda discusión. Se lo he dicho, tenemos que mantener el edificio encendido para que otros supervivientes nos encuentren. Las luces son una baliza hacia su seguridad. «Mientras esté en el mundo, seré su luz». Juan, capítulo nueve, versículo cinco. Debería leer la Biblia, es un libro fascinante.

Bates se esforzó por no dejar entrever su frustración.

—Como desee, señor.

—¿Eso es todo?

—Queda una cosa más. Antes, este mismo día, he descubierto que una de nuestras últimas incorporaciones, una niña de unos siete años, traía consigo una bolsa de ciruelas. Fue tan amable de compartir algunas conmigo, en agradecimiento.

—¿Ciruelas? —Ramsey salivó al pensar en ellas—. ¡Excelente!

—Haré que le envíen una, señor.

—No. —Ramsey hizo un gesto con la mano—. Antes, espere una hora. Primero, quiero masturbarme.

Bates hizo una pausa, tratando de mantener la compostura.

—Muy bien, señor. En ese caso, le dejo.

Dio media vuelta y se marchó. La puerta se cerró con un siseo tras él.

Darren Ramsey, industrial billonario y el hombre que encarnaba Nueva York, se soltó el cinturón de los pantalones, dejando que cayesen hasta los tobillos. Después se acercó a la ventana y presionó su miembro, cada vez más duro, contra el cristal.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró.

—«Mientras esté en el mundo, seré su luz».

Empezó a mover la mano arriba y abajo y contempló una vez más el horizonte.

«Si hay un Dios», pensó, «apuesto a que sus vistas no son tan buenas como estas…».

—Soy el salvador… —gimió.

Su edificio, la Torre Ramsey, que se alzaba sobre las doscientas calles de Madison Avenue y se extendía entre las calles 35 y 36, era su mundo. Y se encontraba en la cima de ese mundo, el soberano de todo cuanto contemplaba.

* * *

Catorce plantas por debajo, un torso sin brazos ni piernas atado a una mesa de operaciones gritaba maldiciones en sumerio antiguo.

Bates se quedó al otro lado de la puerta, escuchando.

—¿Bates?

Reaccionó con un respingo, llevando su mano a la pistola.

—¡Eh! —Forrest puso las manos en alto—. Que soy yo.

—¿Qué haces aquí? —gritó Bates—. Más te vale contar con el permiso necesario para estar en esta planta.

El grandullón miró al suelo.

—Me dijiste que te avisase si Steve y Quinn encontraban algo.

—¿Y bien?

—Han encontrado algo. Cuatro supervivientes. Deberían estar aquí en quince minutos.

—Fantástico. Justo lo que necesitábamos: más gente.

—Seguro que el señor Ramsey se alegrará de ello.

—Seguro que sí —dijo Bates—. Estará encantado.

Porque el viejo cabrón había perdido el juicio y tenía una especie de complejo mesiánico.

El hombre negro miró a la puerta, escuchando a los sonidos que se filtraban a través de ella.

—¿Qué hace ahí?

—Eso no te importa. —Bates se encendió un cigarrillo e inhaló profundamente—. ¿Le has dicho al doctor Stern que se prepare para las últimas incorporaciones?

—Estaba dormido, así que avisé al doctor Maynard. Pero estaba…

—¿Qué? —preguntó Bates.

—Es… estaba haciendo algo con uno de los zombis.

—¿Otro experimento?

—No…

—¿Entonces qué?

—Estaba… es una locura, pero estaba teniendo sexo con él.

—¿Qué?

—Lo tenía atado a una camilla y cuando entré en el laboratorio, me lo encontré con los pantalones bajados del todo… ¡y estaba tirándose a esa jodida cosa! Hablaba en un idioma que no he oído en mi vida.

Bates apretó los dientes.

—Pues despierta al doctor Stern. No quiero que Maynard se quede a solas con los civiles.

—Vamos a tener que hacer algo con él, Bates.

—Lo haremos. Que Stern se ocupe de los que van a llegar. Maynard puede echarle una mano, si se ve capaz. Después, lo arrestaremos.

Recorrieron el pasillo, juntos. Mientras esperaban al ascensor Bates sintió, una vez más, dolor de cabeza. Las sienes le palpitaron y le dolió la mandíbula.

—Estoy demasiado mayor para esta mierda. Va a pasar algo malo, Forrest. Puedo sentirlo.

El grandullón rio en voz baja.

—¿Algo peor que los muertos volviendo a la vida y comiéndose a la gente?

—Sí —asintió Bates—. Incluso peor que eso.

* * *

Ob despertó sentado en un sillón polvoriento, en el interior de un apartamento a oscuras. Las puertas y ventanas estaban cubiertas con chapa de madera. No había signos vitales en la habitación o en el pasillo, así que asumió que estaba solo.

Encontró un espejo y examinó su nuevo cuerpo. Estaba bien. Estaba muy bien. Un hombre caucásico, de veintitantos, desnudo. Sus brazos y pecho eran puro músculo cincelado. No tenía heridas visibles. Ob flexionó los músculos y sonrió. Rebuscó por la memoria de su huésped hasta descubrir que había sido un aficionado a las pesas llamado Gary que trabajaba como agente de policía. Se había atrincherado en su apartamento y murió de un ataque al corazón en la silla. Pese a su fuerza, tenía el corazón débil. La muerte le sobrevino unos minutos antes, mientras se masturbaba al recordar a una antigua novia. Ob miró la botella de loción infantil que había en el suelo y volvió a hurgar en la mente de su huésped. Había sido militar, recibió entrenamiento de combate y manejaba multitud de armas. Buscó más profundamente y rio a carcajadas: su huésped conocía la ubicación de varios arsenales de la policía y la Guardia Nacional.

—Oh, esto me gusta.

Posó un poco más ante el espejo, admirando la tonicidad y forma de los músculos. Miró hacia abajo y empezó a jugar con el pene, agitándolo ante el espejo. Aunque seguía flácido, estaba bien proporcionado. Quizá más tarde intentase aprender por qué los humanos encontraban tan interesante el acto de procrear, que tan interesados los tenía.

Rebuscó por el apartamento, todavía desnudo, para comprobar que no hubiese otros humanos. Decepcionado por la ausencia de presas, se dirigió a la puerta. Agarró una tabla con las dos manos, pero entonces se detuvo. El cuerpo estaba en perfectas condiciones: no tenía sentido dañarlo poco después de haberlo poseído. En lugar de arrancar la barricada con las manos desnudas, buscó un martillo. Después de dar con él, retiró los clavos y cruzó la puerta.

El pasillo estaba cubierto por varios pedazos de carne, montones coagulados de vísceras y extremidades esparcidas por todas partes. Caminó a través de la carnicería y a punto estuvo de patinar en un charco de sangre a medio secar, dejando huellas rojas a su paso.

Cerca del final, una cabeza dirigió los ojos hacia él. La lengua, seca y ennegrecida, pendía de la oscura y sucia boca como un pedazo de hígado, moviéndose para reclamar su atención.

—Hola, mi buen Yorrick. Te conocía…

Los labios de la cabeza se movieron, pero no formularon sonido alguno.

—No intentes hablar, hermano. Tu cuerpo carece de medios para ello. Te liberaré para que puedas volver a intentarlo.

Los ojos parpadearon y la boca articuló un silencioso agradecimiento.

—Ve y busca un nuevo cuerpo.

Ob estrelló la cabeza contra el muro, desprendiendo la capa de pintura que lo cubría. La golpeó una segunda vez: el cráneo se abrió y el cerebro se derramó por la abertura. Los labios dejaron de moverse.

Las puertas del vestíbulo estaban cerradas con cadenas. Se lo esperaba, gracias a los recuerdos de su huésped. Cogió el extintor de una de las paredes y lo utilizó para hacer pedazos las ventanas, después recogió los fragmentos de cristal para no dañar su nuevo cuerpo. Por último, salió al exterior. Era de noche.

La ciudad estaba repleta de muertos… era un hervidero. Eran como hormigas recorriendo las calles de la ciudad, sus callejones y edificios. Nueva York tuvo, en el pasado, más de ocho millones de habitantes. Ahora era el cementerio más grande del mundo. Los zombis se saludaban desde los balcones y salidas de incendios y tocaban el claxon de los coches y taxis al pasar. Humanos, ratas, palomas, gatos, perros… los no muertos habían tomado toda forma de vida de Nueva York. El aire estaba saturado con el hedor de los cadáveres putrefactos y los gritos de los que aún estaban vivos. La basura podrida cubría las calles y los escombros de la civilización estaban cubiertos de despojos y órganos internos. El muro de un edificio al otro lado de la calle estaba cubierto de grafitis previos y posteriores a la llegada de los Siqqus: «Jesús es el salvador» y «Peña del oeste» cerca de «Busco a mi mujer: Dawn Williams, estoy en tu apartamento» y la respuesta de los no muertos: «¡Tenemos a tu mujer, carne!».

En la calle, catorce humanos habían sido atados, completamente extendidos, a los capós de unos coches, mientras un grupo de zombis los desollaba lentamente con cuchillas de afeitar, cutters y cuchillos de carnicero. Otro humano colgaba de una farola mientras lo apaleaban como una piñata viviente, atizándole con palos hasta que se abrió de par en par, bañándolos con su sangriento contenido. Otros zombis participaban en actividades más mundanas como explorar los edificios, conducir coches y descansar en los porches. Varios de ellos utilizaban las ventanas de un complejo de viviendas para hacer prácticas de tiro y su algarabía llegaba a enmudecer los disparos. Otro grupo jugaba al fútbol americano… con una cabeza humana haciendo las veces de balón. Otros saltaban a la comba, reemplazando la cuerda con un intestino gris rosado. Una pitón muerta se deslizaba por la calle, con las vértebras asomando a través de su carne cubierta de escamas.

Cuando Ob apareció entre el barullo, cesó toda actividad. Los cadáveres que se encontraban allí reunidos le reconocieron inmediatamente y la atmósfera cambió.

Alzó los brazos.

—¡Hola, hermanos!

Una atronadora algarabía resonó a través de los cañones de cemento, escuchada y repetida por toda la ciudad en multitud de idiomas: inglés y chino, árabe y español, francés y alemán, hebreo e italiano. Fue trinada por picos, ladrada desde gargantas caninas, aullada desde hocicos felinos y siseada por lenguas viperinas. Pero las palabras eran las mismas.

—¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Ob ha llegado! ¡Engastrimathos du aba paren tares! ¡Alabado sea!

Corrieron hacia él y acariciaron su carne inmaculada mientras gritaban de alegría. Le hicieron ofrendas de tiras de carne cruda y sangrante y órganos todavía calientes, que Ob aceptó con agradecimiento. Comió y su mandíbula quedó cubierta de sangre, que se derramó sobre su pecho desnudo. Entonces, rodeado por la muchedumbre, Ob saltó sobre el capó de una furgoneta de reparto, trepó hasta el techo y levantó las manos para pedir silencio.

—¡Siqqus! ¿Quién soy?

—¡Ob! ¡Ob! ¡Ob! —rugieron las voces en la noche, haciendo temblar las ventanas de los edificios.

—Sí, lo soy. Lo soy.

Aquella afirmación provocó más gritos de alegría.

—Hermanos, habéis hecho un buen trabajo aquí. Esta será nuestra necrópolis. Una nueva Babilonia. ¿Cuántos humanos infestan todavía este lugar?

Un zombi ataviado con un traje de negocios dio un paso al frente, seguido por otro que presentaba quemaduras de tercer grado.

—No muchos, amo —dijo el que vestía de traje. La cuenca de su ojo derecho era una cavidad vacía—. Quedan unos pocos supervivientes. Hay un gran grupo, de unos cien, congregado en el edificio de acero que llaman rascacielos. Es parecido a la Babel de la antigüedad, lo llaman: Torre Ramsey.

Ob frunció el ceño.

—Sé lo que es un rascacielos, imbécil: mi huésped no nació ayer. Así que, decidme, ¿por qué, pese a ser tantos, no habéis tomado esta Nueva Babel?

El quemado se arrastró mientras hablaba.

—No podemos penetrarla, amo. El edificio está bien vigilado y sus defensas son inexpugnables. Carecemos de armamento…

—¿Dónde está el edificio?

—En una zona de la ciudad conocida como Manhattan, oh poderoso.

—Y según los recuerdos de mi huésped, estamos en el Bronx, ¿correcto? Aquí cerca hay una armería en la que los humanos guardaban sus armas. ¿Todavía no la habéis descubierto?

—No, amo.

—Entonces venid y os la mostraré. Tenemos mucho que hacer. Primero veremos qué secretos guarda esta armería. Después, con las armas que encontremos, derribaremos esta Nueva Babel, la reduciremos a polvo. Hay un ejército de los nuestros acampado a cuatro horas de aquí: los convocaré, ya sea por radio, por tierra o por aire. Entonces, mientras aprendemos a usar estas armas, esperaremos su llegada. Estudiaremos y planearemos. Y en el momento en que todo esté preparado, nos ocuparemos de esa torre.

Los zombis elevaron un nuevo grito de júbilo y Ob sonrió, sabiendo que llegaría a los mismos oídos del Creador. Deseó que sangrasen al escucharlo.

Bajó de un salto y cantó el fragmento de una canción de la memoria de su huésped.

—Difundid la noticia…[1]