—Ha muerto —susurró Jim.
—¿Estás seguro? —preguntó Martin.
—No la veo. Entre la oscuridad y el humo, no veo nada. No hay corriente. Pero deberíamos haberla escuchado, ¿no? Debería haber salido a coger aire. Podría haberse matado solo con la caída… o quizá se haya golpeado la cabeza contra el fondo. Y ya habéis visto a esa cosa del fondo…
Jim se asomó por la ventana, pero una ráfaga de disparos procedentes del suelo le hizo volver al interior.
—No tenemos tiempo para esto —les advirtió Don—. Esas cosas siguen ahí fuera.
Martin insistía.
—Tenemos que buscarla.
—No podemos hacer nada —dijo Jim—. Está muerta, Martin. Tenemos que aceptarlo.
—Pero…
—No tenemos forma de salir al exterior.
—Tienes razón —susurró Martin.
Don se dirigió hasta la puerta del ático, visiblemente nervioso, y animó al resto a seguirle.
Martin agachó la cabeza y rezó. Le costó dar con las palabras adecuadas pero, finalmente, las encontró.
—Señor, te rogamos que aceptes su alma en tu reino, donde vivirá en tu gloria. Amén.
—Miren —dijo Don—, siento mucho lo de su amiga, de verdad. Pero si no quieren unirse a ella, les sugiero que se pongan en marcha.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Jim—. Nos hemos quedado sin ideas.
—Y sin lugares donde escondernos —añadió Martin.
—Primero, a mi cuarto reforzado —Don abrió la puerta y escuchó—, tengo que recargar.
—Su cuarto reforzado ya no nos sirve —protestó Jim—. Ahora que saben que estamos aquí, encontrarán la forma de entrar. Y si no, le prenderán fuego a la casa.
—Exacto. Por eso no voy a quedarme mucho más por aquí. Ya no es seguro.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Todavía tengo el Explorer en el garaje. Entramos todos perfectamente.
—Con eso no basta —gruñó Jim—. Están por todas partes. ¡Les hemos visto abrir un todoterreno como si fuese una lata de atún!
—Ya que ayudarles ha afectado directamente a mi seguridad, optaré por mi plan.
Jim se enervó.
—Escucha, hijo de…
Danny se puso entre los dos y cogió a su padre de la mano.
—Gracias por ayudarnos, señor De Santos, pero, ¿podría no pelear con mi papá?
Los hombres se miraron el uno al otro durante un rato y se tranquilizaron.
—Lo siento, Danny —Don le dio un par de palmadas en la cabeza y devolvió la mirada a Jim—. Así que, ¿es usted su padre biológico?
—Así es.
—Creo que hablé con usted en una ocasión, un rato, cuando lo recogió para pasar el verano.
—Puede. No me acuerdo. No me resultaba fácil estar aquí con mi ex mujer y su nuevo marido, así que nunca me quedaba mucho tiempo. Además, el camino de vuelta a Virginia Occidental es largo.
—Así que Virginia Occidental. Pensaba que sería del sur —hizo un gesto con la cabeza en dirección a Martin—. Como usted. Se nota por el acento. Pero su amiga no lo era, ¿no?
—¿Frankie? No, era de Baltimore. Para ser franco, no sabíamos mucho de ella. Había perdido a su bebé hacía poco y nos ayudó a encontrar a Danny. Y ahora…
—Oh. Bueno, de verdad que lo siento. Pero, ¿puedo sugerir que nos pongamos en marcha? No deberíamos quedarnos a charlar por aquí. No tardarán en reagruparse.
Jim hizo una pausa.
—Sigo creyendo que salir es una insensatez, señor De Santos. Pero tampoco podemos quedarnos aquí dentro, así que acepto que la suya es la única opción.
—Por favor, llámame Don.
—Vale, Don. Yo soy Jim.
—Muy bien, Jim. Entonces, vamos al cuarto reforzado para que pueda recargar.
En cuanto empezaron a bajar las escaleras, una bala atravesó el marco de la ventana, rociándolos con astillas. Las burlas de los muertos llegaron transportadas por la brisa, junto con el humo procedente del infierno que se estaba desatando en la casa de al lado.
—¿Jim? —A Martin le temblaba la voz.
—Dime.
—¿Y si nos equivocamos? ¿Y si Frankie está viva?
Jim no contestó.
Una lágrima recorrió el rostro de Martin.
—Frankie…
* * *
Cuando la escalera se desplomó bajo sus pies, Frankie apenas tuvo un instante para coger aire antes de hundirse en la piscina. La escalera de aluminio cayó al agua poco después. El humo le quemaba en los pulmones mientras el agua, fría y estancada, la cubría por completo.
Se hundió como una piedra: medio metro, dos metros, tres metros… antes de que sus botas alcanzasen el fondo. Abrió los ojos, pero apenas pudo ver en aquella turbia oscuridad. Una ráfaga de balas atravesó el agua, trazando lentos arcos. Se hundió hasta extenderse sobre el suelo mientras las balas se acercaban cada vez más.
Estiró la mano hasta coger la correa del M-16 y acercó el arma hacia ella cuando vio algo moverse. Algo cercano. Era negro, moteado y podrido, pero aún podía moverse. Era el zombi sin brazos. Se había olvidado de él. Nadaba hacia ella, pataleando y relamiéndose, expectante. Desesperada, nadó hacia la superficie.
El patio y la piscina estaban a la vista, iluminados por los destellos de las llamas que consumían la casa. Frankie asomó la cabeza por el agua y tosió al coger aire a bocanadas. En ese momento, algo parecido a un enjambre de avispas furiosas zumbó sobre ella. Un instante después, oyó los disparos y volvió a zambullirse.
El agua le picaba en los ojos, pero los abrió de todas formas, buscando el modo de escapar. La hinchada criatura se dirigía hacia ella desde el fondo, ralentizada por el agua. Frankie se hizo a un lado rápidamente y le golpeó en la cabeza con la culata de su fusil. Aunque el agua también frenó el golpe, este bastó para abrir la cabeza de la criatura. Un segundo impacto la hizo pedazos. El zombi se hundió hasta el fondo, mientras los pedazos retorcidos y ennegrecidos de su cerebro flotaban hasta la superficie.
Le palpitaban las sienes y sentía los pulmones a punto de explotar. Nadó hasta uno de los laterales de la piscina, manteniéndose tan pegada al fondo como le era posible. Podía oír los gritos de las criaturas, distorsionados por el agua, sobre ella. Nadó hasta llegar a las escalerillas.
Frankie aprendió, gracias al entrenamiento a cargo de uno de los hombres de Schow, que el M-16 resistía bastante bien el agua, pero que funcionaba con un sistema de eyección a gas: el primer disparo no debería dar ningún problema. Pero el resto…
Bueno, si lo daba, estaba muerta. Así de sencillo. Pero claro, lo más probable es que no saliese de aquello de todas formas.
Apretó los dientes y sujetó firmemente el fusil. Asió las manos a la escalera, puso los pies en los peldaños y subió hacia la superficie.
* * *
Danny contempló aterrorizado el cadáver podrido y se tapó la nariz.
—Esa… ¿es…?
Don afirmó con la cabeza mientras metía munición en los cargadores vacíos deslizándola.
—Sí, Danny —respondió en voz baja—, es la señora De Santos.
Danny hizo una mueca de repulsión y se apartó. Abrazó la pierna de su padre y escondió la cara tras el muslo de Jim.
—Lamento tu pérdida —dijo Jim.
Don se encogió de hombros y siguió recargando.
—Después de… después de aquello —dijo mientras señalaba a los restos—, aseguré la casa. Clavé planchas de madera sobre las puertas y ventanas y la entrada del garaje está cerrada con cadenas. Me temo que no los detendrá, pero debería contenerlos el tiempo suficiente para que podamos equiparnos.
—¿Te quedaste en este cuarto? —le preguntó Jim.
—Sí, todo este tiempo. Por suerte, no sabían que estaba ahí. Y me temo que seguiría allí de no haberos oído.
Jim cogió a Danny en brazos y le dio un beso en la frente. Aquel hombre, Don De Santos, había vivido seguro y relativamente cómodo mientras su hijo pasaba noches enteras de terror, penurias y hambre, solo en el ático de la casa de al lado. Abrazó a Danny todavía más.
—Te he echado de menos, chaval. Te he echado mucho de menos.
—Y yo a ti, papá.
—¿Cuánto? —le hocicó Jim.
—¡Todo esto! —Danny le estrujó con fuerza.
—¿Cuánto es eso?
—¡Más que 'finito!
Ambos rieron y Martin se dio la vuelta para ocultar las lágrimas que manaban de sus ojos.
—Vale —dijo Don mientras guardaba los cargadores adicionales—. Estoy listo. Ojalá tuviese munición para vuestros fusiles, pero nunca me gustó mucho la caza.
Jim sonrió.
—Aunque te gustase, no creo que valiesen para unos M-16. No son fusiles de caza, exactamente.
—Ya te he dicho que soy un urbanita —Don se encogió de hombros—. Tenéis un cuchillo en la mesa, por si uno de los dos se lo quiere quedar.
—Me lo llevo —se ofreció Martin—. Así podrás llevar a Danny.
La idea pareció gustarles al padre y al hijo, a juzgar por el alivio que se dibujó en sus caras.
—Aunque tampoco es que vaya a servir de mucho, supongo —suspiró el predicador mientras recogía el cuchillo—. A menos que lo hunda profundamente en sus cráneos. —Se estremeció al recordar que había hecho exactamente eso aquel mismo día, defendiéndose no de un zombi, sino de un ser humano como él. Aquel momento parecía tan lejano…
—¿Por qué? —preguntó Don mientras metía botellas de agua en la mochila—. ¿Por qué hay que atravesarles el cráneo?
—Solo se les puede matar dañándoles el cerebro.
—Tiene sentido, supongo. Me lo imaginaba: es lo que hizo falta para acabar… con Myrna.
—Me caía bien —dijo Danny—. Siempre me dejaba jugar con Rocky y hacía de canguro cuando yo era más pequeño.
—Bueno —dijo Jim, con calma—, al menos alguien ha estado cuidando de ti.
—¿Qué quieres decir, papá?
—Nada, bichito. Es que no sé en qué tenían la cabeza tu madre y Rick: deberían haberte sacado de aquí en cuanto empezó todo esto.
El rostro de Danny se ensombreció.
—No quiero que hables mal de ellos. No me gusta.
Jim abrió la boca para responder, pero Martin le interrumpió.
—Danny, estoy seguro de que tendrás sed después de haber pasado por todo esto. ¿Por qué no le pides al señor De Santos que te abra una de esas botellas de agua?
Danny se encogió de hombros.
—Vale.
—Así me gusta.
—¿No deberíamos trazar un plan? —preguntó Jim—. Esas cosas saben que estamos aquí dentro.
—Estarán aquí de un momento a otro —afirmó Martin.
—Pues más vale que os deis prisa —dijo Don—, porque los refuerzos de madera no van a aguantar mucho más.
Jim dejó a Danny en el suelo y empezó a dar vueltas por la habitación. Martin le hizo un gesto para que le siguiese fuera del cuarto reforzado, hasta llegar al dormitorio.
Una vez allí, Jim le miró con una grave expresión en el rostro.
—¿Qué pasa?
El anciano susurró con firmeza.
—¿A qué ha venido eso, Jim?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a hablar de la madre y el padrastro del niño de ese modo.
—No me vengas con esas, Martin. No tienes ni idea de lo que me… de lo que nos han hecho pasar.
—Chicos —dijo Don, desde el cuarto reforzado—, este no es el momento para discusiones familiares. ¡Van a entrar!
Martin apoyó su mano en el hombro de Jim.
—Sé que se llevaron a tu hijo de tu lado, lo cual está mal. Muy mal. Pero le dieron un techo y ropa. Danny te quiere… puedo verlo cada vez que te mira. Pero a ellos también les quería. Y que digas eso precisamente ahora, después de todo por lo que ha pasado, está aún peor. Supongo que el pelo no empezó a volvérsele blanco hace dos meses. Ha visto a su madre, a su padrastro y a todos los que le rodean corrompidos por esas cosas. Todavía está conmocionado ante tu llegada, acompañado de un montón de extraños a los que no conoce. Y ahora su casa está ardiendo y acaba de salir de ella como por una cuerda floja a dos pisos de altura. El mero hecho de que esté sano y salvo tiene que ser obra de Dios. He recorrido toda la Costa Este para ayudarte a encontrarlo y hemos atravesado el infierno juntos. Pero lo hemos conseguido. Le hemos salvado. Así que déjate de gilipolleces ahora mismo y asegurémonos de que su rescate no ha sido en vano.
Jim dio un paso atrás, sorprendido.
—Vale, perdón. Me he pasado de la raya.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Martin con una sonrisa—. Me has hecho jurar.
Jim rio mientras regresaban a la habitación. Se acercó a Danny y volvió a cogerlo en brazos.
—Lo siento. Papá está cansado. No quería decir esas cosas sobre tu madre y Rick.
—Vale —Danny sonrió—. Ellos también decían cosas malas de ti, incluso antes de convertirse en monstruos.
—¿Vas a llevarlo? —le preguntó Don.
—Sí, claro.
—Entonces toma —le entregó un hacha pequeña—, será mejor que lleves esto. Puedes utilizarla con una sola mano.
Una vez más oyeron disparos, esta vez procedentes de la piscina.
—Creo que esa es la señal —apremió Don—, ¡será mejor que nos pongamos en marcha!
—Escuchad —dijo Jim mientras levantaba una mano—, eso suena como un M-16.
Don suspiró, frustrado.
—¡Se nos acaba el tiempo!
—¿Y si es Frankie? —preguntó Martin.
Jim negó con la cabeza.
—No es posible.
—Apenas le quedaba munición, pero puede que sea ella… de haber sobrevivido a la caída.
—Martin…
—Tiene que ser ella, Jim.
—¿Dices que está viva? —dijo Don sin dejar de moverse.
—¡En marcha! —gritó Martin.
—¡Eso mismo es lo que estaba diciendo! —exclamó Don.
Y echaron a correr hacia el garaje.
* * *
Frankie emergió del extremo menos profundo de la piscina y disparó ráfagas cortas, trazando arcos con el arma. Cuando vio que estaba rodeada se plantó firmemente sobre el suelo, apretó el gatillo y dejó que el retroceso del fusil la hiciese girar.
—¡Venid aquí, hijos de puta! —gritó—. ¡Tengo algo para vosotros!
Cuando soltó el gatillo, sonrió al ver los cuerpos que se apilaban a su alrededor… y volvió a empezar.
Algunas de las criaturas la provocaban a gritos, pero el rugido del M-16 ahogaba sus voces. Volvió a disparar en ráfagas cortas para poder apuntar. El infierno se desataba a escasos metros de distancia a medida que la casa de la ex mujer de Jim se veía reducida a cenizas. El calor del fuego le acarició la cara. Los ojos empezaron a llorarle y frunció el ceño. Los cartuchos de latón de las balas alfombraron el patio y el humo manaba del cañón. Siguió disparando, arrasando con todo lo que se encontraba en su camino: sabía que el arma podía estropearse de ese modo, pero no le importaba. Las cabezas explotaban, los miembros eran hechos trizas y despedazados. Todo cuanto sobrevivió a la primera ráfaga cayó durante la segunda. El fusil vibraba, haciendo que su cuerpo temblase, y calentaba sus manos.
Una niña pequeña, más baja que el resto de los zombis, esquivó las balas agachándose y se acercó hacia ella empuñando una maza de croquet. Frankie dio un paso atrás y la golpeó con la culata, destrozándole la cabeza. Con un rápido movimiento, empuñó el fusil una vez más.
—¡Venga! ¿Qué tenéis para mí, eh? ¿Qué tenéis? ¡No tenéis nada!
Algo le golpeó en la pierna. Con fuerza. Miró hacia abajo y vio sangre. Una segunda bala le alcanzó el brazo. Otra pasó a su lado hasta acertar en la ventana de la cocina de De Santos. Un zombi a su derecha le lanzó un ladrillo, que aterrizó sobre el césped después de fallar por poco. La pierna no dejaba de sangrar, empapando el interior de su zapato. La herida le quemaba.
—Mierda.
Algo —una piedra, pensó— le golpeó en la nuca, y gritó de dolor. Al caer al suelo comprobó que era una bola blanca de billar, cubierta de sangre.
Se preguntó cuánta munición le quedaba, pero decidió no pensar en ello: el cargador tenía capacidad para treinta balas pero, debido a la confusión, no había tenido tiempo para contar los disparos. Siguió disparando, a sabiendas de que si se paraba a comprobar las balas, la arrollarían. Sentía como si la pierna izquierda le ardiese. Los cuerpos decapitados por los disparos caían de bruces al suelo. El brazo derecho de un zombi colgaba de una fina tira de carne: su propietario la partió de un mordisco y siguió acercándose hacia la mujer, blandiendo la extremidad amputada como un arma.
—Doble mierda.
La cabeza empezó a palpitarle y la rodilla izquierda, cada vez más adormecida, le falló. Miró hacia abajo y comprobó que la pernera del pantalón estaba completamente teñida de rojo. El brazo amputado se estrelló contra su cara, sacudiéndole los dientes.
Un gorrión no muerto aterrizó en su pelo y le arrancó una tira de carne de la herida. Frankie gritó y golpeó a la criatura con la mano que tenía libre sin dejar de disparar. Los disparos acertaron al césped, esparciendo pedazos de tierra. Arqueó la espalda, recuperó la posición y agarró al pájaro para, inmediatamente después, tirarlo al suelo y aplastarlo bajo su bota ensangrentada.
Un pastor alemán tuerto y con tres patas se dirigió hacia ella mientras le enseñaba los colmillos. Otra piedra le golpeó entre los omoplatos. La pierna, el brazo y la cabeza le palpitaban. Su visión se tornó roja.
Frankie apuntó al perro y apretó el gatillo.
El cargador emitió un chasquido, indicando que estaba vacío.
—Triple mierda.
El círculo de zombis se cerró en torno a ella.
* * *
El bullicio del garaje era tal que tenían que gritar para poder oírse. Fuera, las criaturas aporreaban la puerta con palos, palanquetas y puños. Danny se aferró al hombro de Jim, haciendo que este gimiese de dolor: cuanto más apretaba Danny, más le palpitaba la herida, que se había vuelto a abrir.
—Dios mío —suspiró Martin—. ¡Nos tienen rodeados!
—Tenemos que ser rápidos —Don extrajo las llaves de su bolsillo—. Id entrando mientras abro la puerta del garaje. Y estad preparados.
—¿Quién conduce? —preguntó Jim.
—Yo —respondió Don—. Tú ve atrás con Danny.
—Si Frankie está viva… —empezó Martin.
Don le interrumpió.
—Incluso si hubiese sobrevivido a la caída, a estas alturas ya habrían acabado con ella.
—Eso no lo sabemos.
—Pero bueno, ¿sabes cuántas de esas cosas hay al otro lado de la puerta? Espabila, hombre. ¡No puedes estar seguro de que ella esté ahí fuera solo porque has oído un M-16!
—Tenemos que buscarla —insistió Martin—. Ella hubiese hecho lo mismo por nosotros.
Don suspiró.
—Vale. Cuando salgamos, me detendré si la veo. Pero vamos a dejar las cosas claras: si ayudar a tu amiga supone un peligro mortal para el resto, no voy a parar a recogerla.
—¡Y una mierda! —explotó Martin—. Desalmado hijo de…
—Vale, reverendo. Sal y ayúdala por tu cuenta. ¿Habéis viajado desde Virginia Occidental para ver cómo esas cosas matan a Danny?
Martin no respondió.
—No tenemos tiempo para discutir —dijo Don, apretando los dientes.
Jim se aclaró la garganta.
—Odio decir esto, Martin, pero tiene razón. No voy a sacrificar a Danny. Me sacrificaría yo mismo antes de permitir que esas cosas se hiciesen con él.
Martin se encogió de hombros.
—Claro. No podemos hacer eso. Es solo que…
—Lo sé. Es una mierda.
Don hizo tintinear las llaves.
—Muy bien, en marcha entonces.
Apretó el mando con el pulgar y la alarma del coche emitió dos quedos pitidos cuando las puertas se abrieron automáticamente. Don le lanzó las llaves a Martin y se acercó en silencio hacia la puerta del garaje.
—Todavía no lo pongas en marcha —le susurró Don a Martin—. No queremos llamar su atención.
El Explorer estaba al fondo del garaje. Jim dejó a Danny en el asiento trasero y le puso el cinturón antes de sentarse a su lado. Martin ocupó el asiento del copiloto, metió la llave en el contacto y miró a Don con nerviosismo.
Don introdujo la combinación girando cuidadosamente la rueda de la cerradura. Tenía la frente perlada de sudor, que le picaba en los ojos. En el garaje hacía un calor sofocante y el hedor de la carne putrefacta enmascaraba los habituales olores de aceite de motor, botes de pintura y hierba cortada. Al cabo de tres intentos, el cierre se abrió. Asintió en dirección a Martin y dejó caer las cadenas.
Martin tragó saliva y giró la llave. El vehículo volvió a la vida con un rugido en el momento en el que las pesadas cadenas de acero caían sobre el suelo del cemento.
—¡Están en el garaje! —gritó un zombi desde la calzada que conducía al recinto—. ¡Aquí! ¡Están aquí! ¡Aquí enfrente!
Don ocupó a toda prisa el asiento del conductor y cerró la puerta de golpe. La puerta del garaje tembló cuando los zombis empezaron a aporrearla.
—¿Listos, chicos?
Jim y Martin asintieron.
Don apretó un botón y las puertas del Explorer se cerraron, encerrándolos en el interior del vehículo. Oprimió un segundo botón y la puerta del garaje empezó a levantarse gracias a la electricidad suministrada por la batería del tejado. El humo de la casa de al lado empezó a aparecer por la abertura. A medida que la puerta se alzaba vieron varios pies, algunos cubiertos por deportivas y zapatos, otros descalzos y en distintas fases de descomposición. La puerta siguió abriéndose.
Don encendió las luces.
Una docena de zombis se extendía, hombro con hombro, ante la salida del garaje, bloqueándoles el paso. El que se encontraba en el medio apuntó con una escopeta de corredera Mossberg y disparó.
Danny gritó.
* * *
Empapada, congelada y temblorosa, dolorida y conmocionada, Frankie echó un vistazo alrededor, presa del pánico. El pastor alemán cojeaba hacia ella sobre sus tres patas. A su derecha, seis cadáveres humanos y un gato no muerto, se acercaban cada vez más. Uno de los zombis blandía un palo de golf, y otras dos criaturas, sendos cuchillos de carnicero. Por la izquierda se acercaba una criatura vestida con los desgarrados andrajos de lo que fue el uniforme de un paramédico y la piel ennegrecida cayéndosele a capas. Con su mano carbonizada sostenía una pequeña pistola del calibre 22. Tras aquel cadáver había otro, más reciente, que blandía un atizador. Frankie tenía miedo de mirar hacia atrás y ver qué había detrás de ella.
A medida que se acercaban el hedor se volvía más insoportable, así que contuvo la respiración. Los ojos le lloraban, irritados por el humo. Le retumbaba la cabeza y sentía su brazo y pierna heridos muy pesados, como si estuviesen hechos de plomo.
—Será más fácil si no te resistes —le dijo el zombi quemado. Su voz sonaba como el papel de lija—. No será tan divertido para nosotros, pero sí más fácil.
—Que te jodan —se atragantó al intentar sonar desafiante. Su voz no produjo en absoluto el resultado esperado.
Otro cadáver se acercó más. Frankie contempló, asqueada, como un grueso gusano se desprendía de su antebrazo.
—¿Cuántos humanos más van contigo?
Frankie retrocedió. El aliento de la criatura olía como una alcantarilla abierta.
El perro emitió un gruñido flemático cuyo tono amenazador no se había perdido en absoluto tras la muerte. De sus ojos y nariz manaba un fluido oscuro.
El zombi quemado la sujetó del brazo. Sus dedos eran como salchichas crudas muy frías.
—Hemos contado cuatro, más el de la otra casa. ¿Hay más?
Frankie le escupió en la cara. Respirar aquel espeso humo le resultaba tan tortuoso que aquel simple hecho bastó para dejarla sin aliento.
—Da igual —sonrió, revelando unos dientes ennegrecidos y rotos—. Ya los encontraremos tarde o temprano.
Le apretó todavía más el brazo y los zombis cerraron el cerco a su alrededor. Frankie tensó cada fibra de su cuerpo.
—Espero que pilléis herpes después de cogerme.
En ese instante lanzó la mano que tenía libre hacia la cara del zombi, hundiendo los dedos en sus ojos y cegándolo al instante. La criatura retrocedió, sorprendida, y Frankie se liberó de su agarre. Sin detenerse ni un instante, le golpeó en la cabeza con el fusil.
El perro saltó: sus blancos colmillos brillaban en la oscuridad. Frankie se echó al suelo y rodó, por lo que el perro cayó de bruces cerca de ella.
Frankie oyó encenderse un motor por encima de los gritos.
—¡Están dentro del garaje! ¡Aquí! ¡Están aquí! ¡Aquí enfrente!
El humo se volvió más espeso, oscureciéndolo todo a excepción de los zombis que la rodeaban. Frankie aprovechó la distracción y corrió hacia la humareda.
* * *
El primer disparo de la escopeta hizo añicos los faros del lado del copiloto. El zombi tiró de la corredera y Martin, paralizado, pudo ver el cartucho vacío flotando por el aire, como a cámara lenta.
—¡Dispárale, Martin! —gritó Jim.
—No —dijo Don, a la vez que le sujetaba la muñeca—. No gastes munición. No sabemos cuánto tardaremos en encontrar más.
La criatura disparó una vez más, destrozando el faro que quedaba. Los zombis restantes se desplegaron, bloqueando completamente el acceso.
—¡De Santos! —gritó Jim a la vez que le propinaba un puñetazo en el hombro desde el asiento trasero—. ¡Conduce!
Don estaba paralizado tras el volante, con los ojos abiertos de par en par. Había caído presa del pánico y no pensaba con claridad.
Danny gimió mientras se tapaba las orejas con las manos.
—Bueno, ¿qué se supone que vamos a hacer si no les disparamos? —preguntó Martin.
—Esto —respondió Don a la vez que salía de su embotamiento y pisaba el acelerador.
La carcajada del zombi se detuvo en seco cuando el todoterreno se precipitó hacia él. Los cadáveres más recientes se hicieron a un lado y los más lentos fueron arrollados. El impacto hizo botar al vehículo y Don rezó para que no saltasen los airbags. Al cabo de un par de baches más, estaban ganando velocidad sobre la calzada.
Un humo negro y espeso lo engullía todo y, al no tener luces, Don apenas podía ver unos metros por delante. Asustado y confundido, se paró en seco y echó un vistazo al espejo retrovisor. El zombi de la escopeta se puso en pie a duras penas.
—¡Agachaos!
Jim protegió a Danny con su cuerpo. Un instante después, el espejo retrovisor estallaba en pedazos, rociándolos con fragmentos de cristal roto. Danny volvió a gritar.
—¿Pero qué haces? —gritó Martin—. ¡Conduce!
Don subió las revoluciones del motor.
—¿Os han dado? —preguntó.
—No, no estamos heridos —dijo Jim antes de volverse hacia Danny—. Todo va a ir bien. Aguanta.
—Tengo miedo, papá. ¡Quiero ir a casa! ¡Quiero estar con mamá!
—Lo sé, bichito. Lo sé…
Don pisó a fondo para incorporarse a la carretera, donde el humo se volvía más espeso. Atropelló a otro zombi y sintió un satisfactorio subidón al notar cómo crujía bajo las ruedas.
—Como sigas haciendo eso, el vehículo no va a durar mucho —dijo Martin.
Don le ignoró y dio un volantazo para encararse hacia otra figura que emergía del humo.
—¡Quieto! —gritó Jim—. ¡Es Frankie!
La mujer atravesó el patio cojeando, con la ropa empapada de sangre y la cabeza ladeada. Levantó los brazos para hacerles una señal. Le perseguía una horda de criaturas.
—¡Mierda! —Don pisó el freno tan a fondo que perdió el control del Explorer, que se empotró contra el Humvee abandonado. Jim se golpeó en la cabeza contra la ventana.
Martin bajó la ventanilla y apuntó. Le temblaba la mano.
—¡Frankie, agáchate!
La mujer se desvaneció, quedando tendida sobre la hierba.
—Señor, guía mi mano.
Martin apretó el gatillo y abatió al zombi que iba en cabeza. Disparó una vez más contra el Pastor Alemán, pero el tiro le atravesó el pecho. Don detuvo el Explorer y bajó la ventanilla del conductor, sacó medio cuerpo y disparó por encima del techo del vehículo. El atronador rugido de su Colt calibre 45 ahogó los disparos de la pistola de Martin, más pequeña.
Jim miró alrededor. Los zombis se aproximaban desde todas las direcciones.
—¡Los tenemos casi encima!
Frankie se arrastró hacia ellos con la cara cubierta de sangre. Martin abrió la puerta del todo y corrió hacia ella.
—¡Martin! —gritó Jim—. ¿Qué haces?
Don regresó al interior del vehículo.
—No puedo apuntar en condiciones con el viejo en medio.
Martin dio dos pasos y disparó, tres más y volvió a disparar, recorriendo poco a poco la distancia que lo separaba de la mujer herida.
—¿Qué coño estás haciendo, predicador? —jadeó Frankie—. Vuelve al coche antes de que te cojan a ti también.
—No lo creo —dijo Martin—. Me rescataste en Hellertown, así que voy a devolverte el favor.
Don se subió al bordillo y atravesó el patio para acercarse a ellos. El viento ganó intensidad, disipando el humo de la calle y extendiendo las llamas anaranjadas, que empezaron a lamer el techo de su casa. Airado y entristecido, luchó por mantener la calma.
«Adiós, cariño», pensó. «Te quiero y lo siento. Lo siento mucho…»
Gruñendo a causa del esfuerzo, Martin puso en pie a Frankie y la sostuvo rodeándola con un brazo. Apuntó al perro una vez más y apretó el gatillo: un chasquido indicó que la pistola estaba vacía.
—¿Y ahora qué? —gruñó Frankie.
—Todavía tenemos esto —dijo mientras sacaba el cuchillo y la arrastraba a través del césped. Frankie apretó los dientes cuando Martin le rozó con el muslo, sin querer, la herida de la pierna.
Don se dirigía hacia ellos, al igual que el perro… pero el segundo era más rápido. Sus mandíbulas se cerraron en torno a la pierna herida. Su víctima chilló y le golpeó en la cabeza.
Los demás contemplaron horrorizados la escena. Don pensó en Rocky.
Martin apuñaló al animal con el cuchillo: el filo se hundió en el cráneo del perro, justo entre las orejas. Intentó extraerlo con fuerza, pero no había manera de sacarlo.
—¡Quítamelo! —gimió Frankie.
—Se le ha quedado el cuchillo atascado en el cráneo…
Una bala se hundió en el suelo, cerca de donde pisaban. Martin apretó sus dientes postizos y tiró del mango una vez más, pero el cuchillo no se movió.
—Due… duele —jadeó Frankie—. ¡Olvídate del cuchillo!
—Vamos.
Martin la condujo hacia el Explorer. El perro no soltó su mordisco ni muerto, por lo que lo llevaron a rastras con ellos.
Don disparó una vez más y los zombis retrocedieron, en busca de cobertura. De las casas emergieron todavía más criaturas.
Jim agarró la manilla de la puerta.
—Danny, quédate aquí.
Danny se estiró hacia él y le sujetó del brazo.
—¡Papá, no! ¡No salgas!
—Tengo que hacerlo. Están en peligro.
Jim agarró el hacha con fuerza, abrió la puerta y corrió hacia ellos. Le bastaron cuatro cortes precisos para cercenar la cabeza del perro. Frankie puso los ojos en blanco y se desmayó. Martin y Jim subieron con rapidez a la mujer inconsciente al maletero del todoterreno, con la cabeza del perro aún aferrada a su pierna como una garrapata.
Don regresó al interior del vehículo.
—¡No me quedan balas!
—Olvídalo —gritó Jim—, ¡limítate a conducir!
Se alejaron a toda velocidad hasta que los zombis desaparecieron del espejo retrovisor. El fuego se convirtió en un tenue brillo naranja que se desvaneció cuando Don giró hacia una calle paralela.
Martin suspiró aliviado.
—Lo hemos conseguido. Gracias, Señor.
—¿Alguna idea de adónde vamos? —preguntó Don.
—Lejos de aquí —dijo Jim. Hurgó entre los dientes del perro en busca de una apertura. La sangre de Frankie corría entre ellos. Abrió la mandíbula de par de par y, en cuanto la separó de la pierna, la cabeza lanzó una dentellada hacia él. Una lengua larga y oscura colgaba de la boca del perro.
—¡Dios mío, todavía se mueve!
—El cuchillo no debió alcanzarle el cerebro —dijo Martin.
Jim sujetó la cabeza por las orejas, bajó la ventanilla y la tiró a la carretera.
Frankie parpadeaba con rapidez y respiraba de forma entrecortada.
—¿Adónde va esa zorra con mi bebé? —gimió.
—¿Se va a poner bien, papá?
—No lo sé, Danny. No lo sé.
Pasaron ante otras casas ennegrecidas y un supermercado.
Don aminoró la velocidad.
—¿Qué haces? —le preguntó Martin.
—Estamos sin faros. Solo faltaba que nos estrellásemos contra algo.
—Eso es verdad.
—Siento el ataque de pánico que me ha dado en el garaje —se disculpó Don.
—No te preocupes —le tranquilizó Martin—. Cuesta acostumbrarse a estas cosas.
Don miró hacia el asiento trasero.
—¿Cómo está?
—Le han disparado en la pierna —dijo Jim—, y tiene un buen corte en la nuca. El perro le mordió justo encima de la herida y ha perdido un montón de sangre. Creo que ha sufrido una conmoción. ¿Tienes algún trapo limpio por aquí?
—Hay una manta debajo del asiento. Era de Rocky, pero supongo que estará limpia. Más que la ropa que lleva, al menos.
—¿Quién es Rocky?
—Nuestro… nuestro perro.
Jim abrió una botella de agua y le limpió las heridas. Después las vendó como mejor pudo con jirones arrancados de la manta.
A su izquierda, el perfil de Nueva York destacaba en la noche. Sus edificios parecían gigantescas lápidas. Don tembló: la ciudad tenía un aspecto lúgubre. Creció contemplando su silueta y vivió bajo su sombra durante toda su vida adulta. Salvo durante los apagones, nunca la había visto tan tétrica. Los enormes rascacielos estaban rodeados por la oscuridad.
Todos salvo uno.
Lo señaló.
—¿Os habéis fijado en eso?
La Torre Ramsey, el segundo edificio más alto de Nueva York, estaba encendido como un árbol de Navidad, y sus ventanas resplandecían de luz. Un estroboscopio azul y rojo brillaba de forma intermitente en el tejado, proyectando su haz hacia el cielo nocturno.
Jim silbó suavemente y, poco después, Danny le imitó. Se sonrieron el uno al otro.
—¿Podríamos llegar hasta allí?
—Hay formas más fáciles de suicidarse —dijo Don—. ¿Tienes la más remota idea de cuántos zombis tiene que haber en los cinco distritos? ¿Cuántos habitantes tenía Nueva York, ocho millones? No la evacuaron hasta que fue demasiado tarde, ¿y la gente que murió en los disturbios y el saqueo? Por no hablar de los animales: las palomas, ratas, gatos y perros.
—Eso son un montón de zombis —reconoció Jim.
—Además —dijo Don—, seguro que es una trampa.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Martin.
—Piénsalo, reverendo. Si estuvieses en un rascacielos, ¿encenderías todas las luces para que las criaturas supiesen dónde estás? Sería como tocar la campanilla de la hora de comer.
—Es verdad —Martin se frotó la barbilla—. Entonces, ¿qué crees que es?
—Ya te he dicho que creo que es una trampa. Algo leí acerca de lo autosuficiente que era ese edificio: se supone que puede resistirlo todo. Seguro que los zombis consiguieron poner en marcha la corriente y encendieron las luces para atraer a supervivientes como nosotros.
—Como polillas a una luz —dijo Jim desde el asiento trasero—. Oye, tenemos que conseguirle ayuda a Frankie. Será mejor que nos adentremos en el campo y nos alejemos de la civilización. Ni por esas estaremos a salvo, pero al menos no será como aquí.
—Hay un hospital cerca —dijo Don—. Lo terminaron de construir hace unos meses, así que podríamos conseguirle algo a Frankie. Quizá demos con algún médico vivo.
—¿Cuánta gente vivía por esa zona?
—Como por aquí. Pero quizá uno de nosotros pueda colarse y hacerse con algunos suministros.
Jim negó con la cabeza.
—Es demasiado arriesgado. Será mejor que vayamos al campo, puede que allí encontremos la consulta de un médico o algo así. ¿Qué hay de ese sitio del que no hago más que oír hablar, Pine Barrens? ¿A cuánto estamos de allí?
Don echó a reír.
—Está al sur. Si quieres campo, en Vine Barrens te vas a hartar. Tenemos el depósito medio lleno, así que podemos llegar, pero no sé cómo lo volveremos a llenar cuando lo dejemos vacío. Sin corriente, las gasolineras no funcionan.
—Dios proveerá —dijo Martin. Sonaba distraído, pues no dejaba de mirar al rascacielos.
—Si tú lo dices —replicó Don—. Pero no se puede decir que Dios haya hecho un buen trabajo hasta ahora.
—Bueno, estamos vivos, ¿no es así? —Martin apartó la mirada de la hipnótica luz del solitario rascacielos—. Nos ha guiado hasta aquí. No abandonará a sus fieles siervos ahora.
Don echó un vistazo al espejo retrovisor y lo que vio lo dejó petrificado.
—Oh, no…
—¿Y ahora qué? —suspiró Jim.
Don apenas llegó a susurrar.
—Os dejasteis las llaves puestas en el Humvee.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Martin—. Y además, ¿qué importa? Podemos encontrar otro.
—No hará falta: ya nos ha encontrado él a nosotros.
Jim y Martin echaron la vista hacia la ventana trasera.
El Humvee que habían abandonado se dirigía hacia ellos. Sus faros brillaban como los ojos de un dragón a la carga.
—Mierda, ¿quién lo conduce? —preguntó Don.
—¿Tú quién crees? —Jim se puso a buscar un arma—. ¡Los zombis!
Aparecieron más luces tras ellos a medida que coches, camiones y una moto se unían a la persecución.
Don se quitó el sudor de la frente.
—Nunca termina, ¿verdad? Nunca termina, joder.
—¿Pueden alcanzarnos? —preguntó Martin.
—Espero que no, por nuestro bien —Don pisó a fondo el acelerador y el Explorer salió disparado.
Un destello brilló en la oscuridad y oyeron un disparo a sus espaldas.
—Parece que han recargado —dijo Jim—. Será mejor que hagamos lo mismo.
—A mí no me quedan balas —gruñó Don.
Martin negó con la cabeza.
—A mí tampoco. Gasté las últimas salvando a Frankie.
Jim se estiró hacia atrás y cogió el M-16 de Frankie. Comprobó el cargador y se hundió en el asiento, frustrado.
—A ella tampoco.
El Explorer rebotó al pasar por encima de unos raíles y sus ocupantes dieron un respingo al oír otro disparo, que alcanzó al parachoques trasero con un chasquido.
—Todavía tenemos el hacha —dijo Don.
—Ah, estupendo. ¿Y qué vamos a hacer, tirársela?
Sus perseguidores cada vez estaban más cerca. Un Mazda rojo apareció a toda velocidad de detrás del Humvee hasta colocarse a su altura. Un zombi asomó por la ventana sosteniendo un bote de aerosol en una mano y un mechero en la otra.
Don lo contempló perplejo.
—¿Pero qué co…?
La criatura encendió el mechero y apretó el botón del bote. Una llamarada se extendió hacia ellos, lamiendo la ventana del conductor.
—Cristo —gritó Jim—, ¿pero ese quién es, McGiver?
Sobresaltado, Don dio un volantazo. El conductor del Mazda le siguió hasta que su vehículo chocó contra el todoterreno: se produjo un estruendo de metal chirriante, pero el Explorer consiguió distanciarse.
—¡Un lanzallamas casero! —gritó Don—. Ya sé que me advertisteis de que eran unos manitas, pero aún así…
Danny se puso a llorar. Jim le colocó el brazo sobre los hombros e intentó sujetarlo y consolarlo al mismo tiempo.
—Todo va a ir bien. Todo…
El Humvee emergió de la oscuridad, proyectando sus luces largas contra el espejo retrovisor del Explorer. El todoterreno tembló cuando el vehículo militar lo embistió desde atrás y una vez más cuando, después de acelerar, el Humvee lo golpeó de nuevo.
El impacto hizo que Martin le propinase un cabezazo accidental a la ventana. Su dentadura traqueteó y se estremeció al saborear sangre en su boca.
Don quitó una mano del volante para quitarse el sudor de los ojos.
—Como sigan así, ellos también van a dársela.
—¿Y qué más les da? —Jim abrazó a Danny un poco más fuerte—. Ya están muertos. No les importa que sus cuerpos acaben destruidos: les basta con conseguir unos nuevos.
El Humvee impactó contra ellos por tercera vez, desencajando el parachoques de su sitio. Don trató de controlar el vehículo y giró hacia una calle custodiada por grandes robles y olmos que ocultaban la luz de la luna.
—Esto no va bien —gruño—. No veo un carajo.
—Agárrate —Martin se aferró al salpicadero—, ¡aquí vienen!
Las lágrimas de Danny mojaron la camiseta de Jim. La luz de los faros bañó el interior del vehículo, cegándolos. Frankie gimió una vez más desde el maletero.
—Mi bebé… se llevaron a mi bebé… solo un pico más…
El Humvee chocó contra el Explorer como un ariete, lanzándolo hacia delante. Al mismo tiempo, el zombi de la moto aceleró hasta adelantarlos. Se colocó ante ellos y les hizo un corte de mangas mientras sonreía. Después, tiró la moto al suelo a propósito.
La moto y el conductor desaparecieron bajo las ruedas del Explorer: acero y carne podrida se encontraron con más acero y asfalto. Una lluvia de chispas salió disparada hacia el cielo. Perdieron el control. El Explorer dio un salto al pasar sobre el bordillo, alcanzó de refilón a un árbol y salió disparado contra la mampara acristalada de una cabina.
Don tuvo un instante para pensar: «es la cabina de un aparcamiento…».
Jim y Danny se abrazaron el uno al otro. Los labios de Martin formularon una oración.
—Hágase tu voluntad y líbranos del mal, Señor…
Se estrellaron contra la cabina y se hizo la oscuridad.