Ignoró los dos primeros disparos: eran débiles, aunque no supo si atribuirlo a la distancia o al grosor de las paredes que lo rodeaban. Se esforzó por oírlos sobre la Arabesque número dos de Claude Debussy, que flotaba delicadamente desde un equipo de música portátil a pilas. Un disparo (o algo parecido), seguido de un segundo. Lo más seguro es que se tratase de zombis cazando algo que llevarse a la boca… algún pobre desgraciado que hubiese tenido la mala suerte de adentrarse en el barrio, seguramente. Pensó en investigar, pero optó por no hacerlo.
Encendió otra vela y retomó la lectura de su libro, Los Arrabales de Cannery, de John Steinbeck. Lo había leído tres veces desde que atrancó la puerta. Era el único libro de la habitación, con la excepción de un viejo ejemplar de Entertainment Weekly, un thriller de Andrew Harper —era lo último que le apetecía leer, teniendo en cuenta lo que estaba pasando— y la colección de Sopa de Pollo de Myrna. Odiaba aquellos libros de Sopa de Pollo. Se preguntó si habría un libro de Sopa de Pollo para Cadáveres No Muertos. Lo más seguro es que no…
Los débiles disparos restallaron una vez más, pero en aquella ocasión no cesaron, sino que siguieron sonando ininterrumpidamente durante un minuto entero. Escuchó distintos disparos, lo que significaba que había varias armas implicadas en el tiroteo. Hubo una breve pausa y, después, más.
Don De Santos se levantó de un salto de la silla.
—¡Dios mío!
Le resultaba curioso oír su propia voz. Era la primera vez que hablaba en voz alta en casi cuatro semanas.
Escuchó lo que parecía una guerra y se preguntó qué estaría pasando.
Antes de que tuviese lugar el Alzamiento, Don De Santos había sido un exitoso agente de marketing, uno de tantos miles para los que Nueva Jersey no era más que una parada de cama y desayuno entre los viajes diarios a Manhattan. Tenía una esposa encantadora, Myrna, y un hijo, Mark, que acababa de empezar su primer año en la Universidad de California. Tenía una casa en el extrarradio, un perro llamado Rocky, un BMW plateado, un Ford Explorer negro, y dos motos Honda para él y ella. La vida le iba bien y su cartera de inversiones, aún mejor.
Todo aquello cambió cuando a Rocky le atropelló un coche. De haber ocurrido dos minutos después, él se encontraría de camino al tren y le hubiese tocado a Myrna solucionar la papeleta. Pero el destino tenía otros planes: estaba saliendo del garaje, sujetando el café entre las piernas mientras marcaba un número en el móvil con la mano libre, cuando de la calle provino el súbito chirrido de unas ruedas, seguido de un golpe atroz.
Rocky había salido corriendo del garaje hasta ir a parar a la carretera, yendo a encontrarse con el Chrysler del señor Schwartz. Sus tripas estaban desperdigadas por la calle. Al menos no sufrió.
Myrna cruzó el patio a toda velocidad, corriendo como una posesa mientras la bata abierta flotaba tras ella. Rocky levantó la cabeza entre jadeos, la miró y murió. Myrna se arrodilló cerca de él, llorando y agarrándole del pelo, mientras Schwartz se disculpaba una y otra vez.
—¡Dios! ¡Apareció de improvisto, Don! ¡No pude frenar a tiempo!
—No pasa nada. No pudiste evitarlo.
—Mi Rocky noooo… —se lamentaba Myrna.
La vieja sirena de la estación de bomberos sonó a lo lejos, alertando a los tres. Su gemido eclipsó al de Myrna.
Don le dijo a Schwartz que podía irse tranquilo, garantizándole que no le guardaba rencor y que no le demandaría. Después cogió una manta del armario y separó con delicadeza a Myrna del cadáver del perro. Envolvió a Rocky con la manta, arrugando la nariz cuando las entrañas del perro se derramaron de su cuerpo, y lo llevó al garaje, no sabiendo muy bien qué hacer a continuación. Plegó la manta en torno al perro mientras la sirena de incendios seguía sonando, impidiéndole concentrarse. Aquel continuo estrépito fue respondido por la que sería la primera de muchas sirenas de policía. Una ambulancia recorría la calle a toda velocidad… por un momento, Don llegó a pensar que iban a por Rocky. El vehículo pasó ante ellos.
—¿Qué estará pasando? —gimió Myrna.
—No lo sé. Entra en casa, cielo. Será mejor que llamemos a la residencia de estudiantes de Mark para contarle lo de Rocky.
—Allí todavía es demasiado pronto, acuérdate de que está en California.
—Pero también era su perro, y ya sabes lo mucho que le quería.
Ella volvió a llorar.
—¿Qué vamos a hacer con…?
—Ya me ocuparé de ello.
—Quiero incinerarlo —respondió—. Deja que me calme y lo llevaré al veterinario. Puedes… ¿puedes meterlo en el Explorer por mí?
Asintió y se arrodilló de nuevo para envolver al perro una vez más. Por alguna razón, la manta se había movido.
A la ambulancia le siguió un coche policial, seguido de otro. Don abrió la boca para decir algo, cuando Rocky le mordió.
Al perro no se le erizó el pelo. No avisó con un gruñido o emitió un ladrido de advertencia. En un minuto Rocky estaba muerto, con sus intestinos enfriándose sobre el suelo de cemento del garaje, y al siguiente estaba hundiendo sus dientes en la mano de Don, entre el pulgar y el índice. Don gritó e intentó sacar la mano, pero Rocky apretó más y movió la cabeza, desafiante. El perro miró hacia arriba hasta dejar los ojos en blanco.
—¡Joder! ¡Myrna, quítamelo de encima!
La mujer se puso a chillar y golpeó al perro, pero Rocky se negó a ceder. Tenía el hocico teñido de rojo por la sangre de Don y la suya.
—¿Qué está pasando, Don? ¿Qué es esto?
—¡No lo sé, joder! ¡Pero quítamelo de encima, coño! ¡Mi mano!
Myrna retrocedió, presa de un ataque de nervios. Desesperado, Don echó un vistazo en torno al garaje: sobre la mesa de herramientas había colgado un martillo, pero no podía alcanzarlo.
—¡Myrna! —los sollozos fueron la única respuesta—. ¡Myrna! ¡Maldita sea, mírame! ¡Por favor!
—No… no…
—¡Coge el martillo de la mesa de herramientas!
—No… no puedo…
—¡Cógelo! —bramó—. ¡Cógelo de una vez!
Ella echó a correr, moviendo los brazos torpemente, y volvió con el martillo. Los dientes del perro eran como una hilera de penetrantes agujas. Rocky lo contempló mientras mordía y, por un segundo, Don creyó ver algo reflejado en aquellos ojos muertos… algo oscuro. Entonces, el perro movió la cabeza de nuevo, hundiendo sus colmillos aún más. Don se encontraba más allá del dolor, más allá del miedo. No oía más que la sirena, que seguía gritando de fondo, mientras empezaba a sentir los efectos del shock.
Myrna le entregó el martillo. Él lo levantó sobre su cabeza despacio, con calma, y atizó al perro entre los ojos con fuerza. Un sonoro crujido acompañó al golpe. Después levantó el martillo una vez más e impactó de nuevo sobre Rocky, que dejó de morder. Inmediatamente después, las mandíbulas del perro se cerraron buscando la pierna de Don, que retrocedió de un salto.
Rocky se incorporó sobre sus patas, mirando a Don con evidente desprecio. Entonces, el perro abrió la boca e intentó hablar. Sus cuerdas vocales, que nunca antes habían formado palabras, empezaron a hacerlo. A ojos y oídos de Don, era como si algo que habitase en el interior del perro estuviese empleando sus cuerdas vocales para sus propios fines.
—¡Guuuaaaau! ¡Groooou!
—Dios…
Rocky parecía estar riendo.
Don lo golpeó una vez más, asqueado.
El martillo se hundió profundamente en la cabeza del perro, que dejó de moverse.
Rocky murió por segunda vez.
Así comenzó. Dejaron el cadáver ensangrentado del perro en el interior del garaje y más tarde, mientras Myrna se dirigía a la consulta del veterinario para disponer del cuerpo de Rocky, Don condujo hasta la sección de emergencias del hospital, por si necesitase (más valía prevenir…) puntos y una inyección. El hospital era un tumultuoso caos de pura anarquía. Los pacientes, heridos y a la espera, susurraban acerca de un posible ataque terrorista, biológico o químico, que volvía locas a las personas y los animales. Unos patos muertos atacaron en un parque al anciano que les daba de comer todas las mañanas. Un violador le cortó el cuello a una anciana: al cabo de unos minutos, mientras aún fornicaba con el cadáver, murió atravesado por su propio cuchillo. El conductor de un autobús sufrió un infarto al corazón mientras aún estaba al volante… después de morir, dirigió el vehículo hacia una multitud que se encontraba en la siguiente parada. Una mujer disparó a su marido durante una discusión doméstica: después, este le disparó a ella, a los policías que respondieron a su llamada y a los médicos que intentaban devolverlo a la vida.
Cuando le admitieron al cabo de muchas horas de espera, Don vio morir al paciente de la habitación de al lado, quien, minutos después, empezó a maldecir y a forcejear con el médico que intentaba contenerlo colocándose sobre él. El electrocardiograma no daba señal alguna de pulso, ni siquiera cuando el hombre se puso a morder al médico. Don se marchó del hospital poco después con unos antibióticos y una venda.
Myrna no regresó a casa aquella noche. La única contestación a sus llamadas a la consulta del veterinario era una señal de «ocupado», exactamente la misma que recibió al llamar a la residencia de estudiantes de Mark. Cuando Don decidió ir a buscar a su mujer, la policía estaba dando órdenes a la gente de que permaneciese en sus casas mientras la Guardia Nacional patrullaba las calles. La electricidad y las líneas telefónicas dejaron de funcionar poco después. Se preguntó cómo estaría Mark y deseó que la situación fuese más llevadera en California… pero ya entonces, en el fondo de su corazón, sabía que no sería así.
Comprobó que sus vecinos de al lado —Rick, Tammy y su hijo Danny— estaban bien. Los vecinos del otro lado, los Bouncher, estaban de vacaciones en Florida. Después de hablar con Rick, Tammy y Danny, Don volvió a su casa, llorando por su mujer mientras rezaba por su regreso, y se encerró en el cuarto reforzado.
Tras el cuarto ataque terrorista sobre Nueva York, Don contrató a una empresa de seguridad para convertir el armario empotrado de la entonces vacía habitación de Mark en un cuarto reforzado, empleando materiales capaces de resistir un intento de entrada desde el exterior, vendavales y hasta balas. No reparó en gastos: los muros, el suelo y el techo estaban reforzados con capas adicionales para una mayor resistencia y disponía de un sistema de alarma, un módem y un teléfono. El cierre electromagnético garantizaba «la máxima seguridad, capaz de soportar fuerzas de gran magnitud» (como rezaba el folleto) y no podía forzarse de ningún modo. La única forma de entrar era introducir una combinación —que solo él y Myrna conocían— en un teclado numérico electrónico con código propio. Una batería solar de refuerzo instalada en el techo le proporcionaría energía garantizada en caso de que se cortase la corriente y mantenía las alarmas, el teléfono y el teclado en funcionamiento.
Tenía agua embotellada y comida seca de sobre, pilas, cerillas, velas, una pistola, un cuchillo y un hacha para incendios. Podía esperar a que, fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo fuera, pasase.
Se quedó dormido hasta que Myrna regresó.
Le despertó el pitido del teclado: alguien se encontraba al otro lado del refugio, introduciendo la combinación. Escuchó un sonido mecánico y una corriente de aire entró en el habitáculo al abrirse la puerta. El dormitorio estaba oscuro, pero pudo ver la silueta de su esposa en el umbral.
—¡Myrna! ¡Dios mío, cariño, ¿dónde has estado?! ¿Estás bien?
—Estoy bien, Don.
Don calló. La voz de su mujer sonaba más apagada, de un modo extraño. Como distorsionada.
—Bueno, me alegra que estés en casa, he estado muy preocupado. Pensé que podías estar…
—¿Muerta?
—Sí. —Se levantó. Las articulaciones le dolían después de haber dormido en el suelo.
Myrna se adentró en el cuarto, hasta quedar bañada por el suave brillo de las velas.
—Pues me temo que sí, Don, está muerta. Como Rocky y Mark. Ahora la habito. Pero puedes unirte a ellos, si quieres. De hecho, ¡insisto en que lo hagas!
—¿Quién… quién eres…?
La criatura que moraba en el cuerpo de su mujer se abalanzó sobre él: tenía una pierna rota, que colgaba, y donde antes estaba la nariz ahora había un agujero rosa.
—¿Myrna?
—Te engañaba. Se abría de piernas para el señor Pabon, el dueño del restaurante mejicano, dos veces por semana o las noches que estabas fuera, de negocios. Tenía la polla más grande. Mucho más grande.
Parecía su mujer y la voz que lanzaba aquellas obscenidades era la suya. Conocía a su hijo y a sus vecinos… pero Don concluyó que aquella criatura no era Myrna.
—Mientes.
—No, en absoluto. Está aquí —el zombi golpeteó la cabeza de Myrna con su uña rota—, está todo aquí. Lo envolvía con sus piernas cuando se corría, algo que tú nunca fuiste capaz de provocarle.
—¡No sé quién eres, pero no eres mi mujer!
—¿Quieres saber quién soy realmente? Ven aquí y deja que te lo enseñe.
Don tragó saliva y corrió hacia la pistola, que reposaba sobre la mesa de cartas. Se trataba de una herencia familiar que perteneció a su abuelo, uno de los primeros soldados hispanos que sirvió en las Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial. Le legó un Colt del calibre 45, del gobierno, con un cargador de ocho balas. A su lado descansaba una caja de munición Cor-Bon.
El zombi se lanzó hacia él.
No se molestó en apuntar. No hacía falta. Tenía a Myrna prácticamente encima, arañándole la camisa. Ella le agarró el pezón izquierdo con los dedos, intentando arrancárselo con sus propias manos. Le colocó la pistola entre los pechos.
—Lo siento.
Don apretó el gatillo y Myrna retrocedió. Después, ella se echó a reír y volvió a retorcerle el pezón, tirando de él. Disparó una vez más, entre alaridos. La bala atravesó el hombro del zombi, que se detuvo un instante y volvió a la carga, arrastrando la pierna rota.
—Estás empezando a cabrearme, cariño —dijo la criatura.
Un quedo gemido escapó de los labios de Don.
Ella contestó lanzándole una dentellada mientras reía.
Don colocó la pistola contra la frente de la criatura y disparó de nuevo. El orificio de entrada era del tamaño de la huella de un pulgar, pero la nuca de su mujer salpicó el cuarto reforzado, esparciendo sangre, cerebro y fragmentos de hueso por todo el interior.
Desde entonces, no había vuelto a oír un disparo.
Don dejó a un lado sus recuerdos: fuera, las andanadas seguían tronando. Se preguntó quién sería. Quizá había llegado el ejército. ¡Quizá estaba salvado! ¡Quizá todo había terminado!
Sopesó los riesgos de abandonar el cuarto reforzado, pero el tiroteo continuaba y quiso saber qué estaba pasando. Se acercó al teclado y, tras un momento de pánico en el que creyó haber olvidado la combinación (lo que le condenaría a permanecer atrapado para siempre), la recordó y la introdujo. La puerta se abrió.
Olió inmediatamente el hedor. El hedor de la muerte.
Era arriesgado acercarse a las ventanas de la planta baja: corría el riesgo de ser visto, así que en lugar de eso, optó por subir las escaleras hasta el ático, desde donde tendría una perspectiva mejor.
Desde allí, Don contempló el infierno.
La casa de al lado, la de Rick y Tammy, estaba rodeada de zombis. Intentó contarlos, pero eran demasiados. La mayoría estaban armados con escopetas y pistolas, bates de béisbol y cuchillos de carnicero. Muchos eran sus vecinos: entre ellos se contaban Schwartz, el chico de los Padrone, que vivía calle abajo, y el señor Pabon.
Pabon…
«Te engañaba. Se abría de piernas para el señor Pabon».
Don esbozó una sonrisa macabra.
—Con que tirándote a mi mujer, ¿eh?
El cadáver de Pabon estaba atravesando el césped que separaba las casas. Aquel espacio estaba cercado por una valla y en el lado de Don había una piscina larga y estrecha, diseñada específicamente para nadar unos largos, más que para pasar el rato. En el fondo había una silueta negra, pero no estaba seguro de qué era. Tres años antes, Don entabló una batalla privada con la Comisión de Urbanismo en torno a la prohibición de piscinas en los patios traseros. Contrató a un abogado, recogió firmas entre sus vecinos y llevó a cabo todo el papeleo, pero el gobierno local se la prohibió. Finalmente, cayó en la cuenta de que no había leyes contra las piscinas en el césped que separaba las casas, así que se construyó una ahí, por joder. Rick y él se echaron unas buenas risas cuando lo hizo.
Pabon estaba al otro lado de la valla, en el patio de Rick y Tammy. Don abrió la ventana del ático con todo el sigilo posible y apuntó el Colt del 45 a la cabeza del dueño del restaurante. Sabía que estaba perdiendo la cordura que le quedaba. Sabía que con ese disparo alertaría a todas las criaturas, dando al traste con su precaución y seguridad. Pero ya no le importaba. Todo lo que le importaba en aquel momento era Pabon. Se movió para tener una mejor línea de visión y, en ese preciso instante, perdió de vista al zombi. Desesperado, Don echó un vistazo a la casa de sus vecinos.
Estuvo a punto de caérsele la pistola.
En la casa, a apenas ocho metros de distancia, un anciano negro ataviado con un alzacuellos de religioso lo contemplaba desde la ventana del ático de Rick y Tammy.
Martin señaló hacia la ventana.
—¡Jim, tienes que venir a ver esto!
—¡Maldita sea, Martin, apártate de ahí antes de que te peguen un tiro! —Se arrodilló y abrazó a su hijo para tranquilizarlo.
—No —insistió el predicador—, no lo entiendes. ¡Ahí hay un hombre! ¡Mira!
Sin dejar de proteger a Danny con su propio cuerpo, Jim miró hacia la ventana y la sorpresa le dejó petrificado.
—Hostia puta…
Era difícil discernir en la oscuridad, pero el predicador no parecía muerto. Después de señalarle se hizo a un lado y Don atisbó una nueva figura que le resultaba vagamente familiar. Un hombre blanco, de treintaytantos, con melena castaña. Le sangraba un hombro y tenía un aspecto bastante descuidado… como el de un zombi. Aunque, si eso era el caso, Don no entendía por qué no atacaba al predicador.
Cuando Danny apareció de detrás del hombre, alcanzó a ver a su vecino y se puso a dar saltos de alegría. Don ahogó un grito de sorpresa: el pelo del niño crecía blanco.
Independientemente de quiénes fueran, no eran zombis, esto estaba claro. Les hizo un gesto para que abriesen la ventana y, tras unos instantes de duda, el anciano obedeció.
—¡Hola! —El predicador tenía un acento sureño, y Don tuvo que esforzarse por entender qué decía por culpa del estruendo de la batalla. Los zombis hacían añicos las ventanas y trepaban hasta la cocina y el salón. Los fogonazos de los disparos brillaban en la noche y Don pudo oír disparos procedentes del interior de la casa.
—¿Quién… quién coño sois?
—Yo soy el reverendo Thomas Martin y este es Jim Thurmond. Danny nos ha dicho que es usted el señor De Santos.
Don negó con la cabeza, incrédulo.
—¿Qué hacéis ahí?
—Bueno, en este momento, estamos retirándonos a la desesperada. Nos tienen encerrados en esta casa, así que nos vendría bien una mano.
—Danny, ¿estás bien?
—¡Estoy bien, señor De Santos! ¿Puede ayudarnos, por favor?
—¡Vale, no os mováis! —Se apartó de la ventana y rebuscó por el ático. Cuando compraron la casa aún no estaba terminado y Myrna no hacía más que pedirle que se lo convirtiese en un cuarto de costura. Hasta entonces, solo había colocado las planchas de madera sobre el material aislante.
Tiró de una de las largas y pesadas planchas de madera, agradeciendo el no haberlas fijado con clavos, pero al mismo tiempo convencido de que no llegaría hasta la otra casa. Después se fijó en la escalera plegable de aluminio y la llevó, resoplando, hasta la ventana. Echó un vistazo a los zombis: la mayoría parecían concentrados en torno a la entrada de la otra casa y hasta entonces, no había aparecido ninguno con una escalera o una cuerda. Rápidamente, sacó la escalera por la ventana.
—Cogedla —gruñó—, esta maldita cosa pesa un montón.
Jim y Martin agarraron el otro extremo, asegurándose de que no cayese al patio o a la piscina. Apenas cubría la distancia, pero después de tirar de los respectivos extremos, la escalera alcanzó su máxima extensión.
—¡Vamos! —les alentó Don.
* * *
A Frankie le picaban los ojos. Le pitaban los oídos y sus manos y brazos estaban cada vez más entumecidos. Sin embargo, mantuvo su posición defensiva a base de disparos precisos y controlados. El salón y el final de la escalera estaban cubiertos de cuerpos, apilados en montones de entre tres y cuatro. Pero por cada criatura que abatía, dos más pasaban a ocupar su lugar. No dejaban de llegar, pese a sus esfuerzos. Y lo que era peor, el cargador estaba casi vacío.
Una bala pasó silbando, haciendo que cayese sobre ella una lluvia de virutas de yeso. Otros disparos alcanzaron el pasamano. Una flecha de aluminio, de las empleadas en tiro deportivo, rebotó sobre la escalera y se clavó en la pared, justo al lado de su cabeza. Se retiró unos escalones, se agazapó y siguió disparando. Abatió a tres más… y aparecieron seis a ocupar su lugar.
Sintió arcadas.
—Maldita sea, pero cómo apestáis.
El hedor de la carne putrefacta era abrumador. Hizo una mueca, hundió la nariz en su hombro y respiró profundamente, prefiriendo su propia peste a la de sus enemigos. Entonces olió algo más.
Gasolina.
Un resplandeciente destello naranja brilló en la cocina y los zombis se pusieron a vitorear. El aire empezó a calentarse y a lo lejos aparecieron llamas que se extendieron hasta el salón. El vello de sus brazos se erizó.
—Hijos de puta. ¡Pero qué hijos de puta!
—¿Frankie?
Jim apareció desde el final de las escaleras.
—Le han prendido fuego, Jim. ¡Le han prendido fuego a la puta casa!
—Venga, ¡nos vamos!
Echó a correr escaleras arriba con las primeras volutas de humo siguiéndola de cerca. En algún lugar del primer piso, un detector de humo empezó a chillar. Pudo oír a los zombis cantando en el exterior.
—¡El techo, el techo, el techo está ardiendo! ¡No queremos agua, que arda con la gente dentro!
Jim le llevaba la delantera.
—¡Al ático, tenemos una vía de escape!
—¡Arded, putos humanos! ¡Arded!
Frankie negó con la cabeza, incrédula.
—Si ahora se ponen a cantar a Doug E. Fresh, me rindo. Están tirando de los clásicos…
Jim se detuvo, sujetando el pomo de la puerta.
—¿Qué?
—Nada, olvídalo. Recuerdos de la infancia. Cosas de la vieja escuela.
La condujo hasta el ático. La ventana estaba abierta y un hombre les hacía señas desde la ventana de la casa de al lado invitándoles a acercarse. Una escalera les permitía cruzar el espacio que separaba las viviendas.
—¿Quién es ese? —preguntó Frankie.
—Don De Santos —le respondió Jim—, vive al lado.
—¿Qué?
—¿Cuántos más están con usted? —preguntó De Santos—. ¿Están Rick y Tammy?
El predicador titubeó.
—¿Qué es ese olor?
—Le han prendido fuego a la casa. Vamos, se nos acaba el tiempo.
Martin abrió los ojos de par en par y, con precaución, subió a la escalera. Se aferró a los peldaños y apoyó sus codos y rodillas mientras rezaba en silencio.
Había recorrido la mitad del trayecto cuando perdió el equilibrio, provocando gritos ahogados entre los espectadores, pero consiguió recorrer la distancia restante. Don tiró de él y lo condujo al interior de la casa.
Jim miró hacia abajo. Hasta entonces no habían llamado la atención de las criaturas: la mayoría estaban congregadas en torno a los patios frontal y trasero. La estrecha piscina y la pequeña franja de tierra que separaba las casas estaban desiertas… por el momento. Jim deseó que siguiese siendo así. Contempló el objeto negro que descansaba en el fondo de la piscina, pero este no se movía. Puede que fuesen hojas, o un hinchable desinflado. La oscuridad y las sombras proyectadas por las llamas le impedían confirmarlo.
—Danny, te toca.
—Tengo miedo, papá. ¡No quiero!
Jim se arrodilló ante él.
—Ya sé que no quieres, hijo, pero tienes que hacerlo. Martin también tenía miedo, pero ha cruzado sin problemas. Tú no mires abajo y listo. Frankie y yo nos quedaremos aquí y Martin y el señor De Santos estarán al otro lado. Estarás bien.
—Pero, ¿y si me caigo? ¿Y si se rompe la escalera? ¿Y si me ven los monstruos?
Jim escuchó a los zombis subiendo las escaleras de la casa. Cogió a Danny por los hombros.
—Danny, tienes que hacerlo. Tienes que confiar en mí, ¿vale? Ya sé que da miedo, pero si nos quedamos aquí, los monstruos nos atraparán.
Danny gimió y miró a través de la ventana. Martin y De Santos le apremiaban a cruzar. Volvió a mirar a su padre.
—No puedo. ¡Quiero que vengas conmigo!
—Danny, no sé si esa escalera soportará el peso de los dos. Necesito que seas valiente, ¿vale? Sé un chico grande.
De la puerta del ático no paraba de llegar humo, y el detector de la segunda planta chilló en armonía con el anterior.
Danny tragó saliva y se apoyó apenas unos centímetros en la temblorosa escalera. Echó la vista atrás, hacia Jim, con los ojos brillando con miedo. Jim le sonrió y asintió, animándolo a seguir. Danny volvió a mirar hacia Don y Martin, se agazapó y empezó a avanzar hacia ellos, apoyándose cautelosamente en cada peldaño.
—Eso es, Danny, eso es. No mires abajo. ¡Puedes hacerlo!
El humo cada vez era más denso. Frankie y Jim empezaron a toser y se subieron los cuellos de sus vestimentas hasta cubrirse la nariz y la boca.
A mitad de camino, Danny miró abajo y se detuvo.
—¡Papá, no puedo! ¡Tengo miedo!
Abrazó la escalera, envolviendo los escalones con brazos y piernas. Cerró los ojos y empezó a temblar.
—Venga, Danny —le urgió Martin—, ¡ya casi estás!
El niño negó con la cabeza sin abrir los ojos.
—Mierda —Frankie empujó a Jim hacia delante—. ¡Ve con él!
Una explosión sorda sacudió la planta baja, haciendo temblar la casa hasta los cimientos. La escalera traqueteó. El crepitar de las llamas cada vez era más intenso y la temperatura del ático no dejaba de subir.
—Danny —dijo Jim—, ¡aguanta bichito! ¡Voy contigo!
Se subió a la escalera, que protestó bajo su peso. Contuvo la respiración y avanzó todo lo rápido que podía hacia su petrificado hijo. Echó un vistazo hacia abajo y le tranquilizó comprobar que los zombis seguían congregados en torno a los otros lados de la casa. Las ventanas del piso inferior vomitaban humo.
Debajo, la figura oscura de la piscina se movió. Se distanció del fondo y nadó hasta la superficie: una cabeza emergió del agua y se quedó mirando hacia arriba, con una expresión de sorpresa. Era un zombi. Y, a juzgar por su estado, llevaba bastante tiempo bajo el agua. Entonces, Jim comprobó el porqué: no tenía brazos, por lo que no tenía forma de salir de la piscina.
Abrió la boca para dar la alarma y, antes de eructar sus palabras, agua e insectos se derramaron por aquella cavidad.
—¡Aquí! ¡Están aquí!
—¡Vamos! —gritó Frankie mientras sacaba un cargador nuevo del bolsillo y lo metía en su sitio.
—Venga, Jim —dijo Martin, extendiendo los brazos—, ¡date prisa!
El zombi de la piscina gritó una vez más y Frankie apuntó hacia él, pero se sumergió de nuevo antes de que pudiese disparar.
Jim sintió un nudo en el estómago cuando una de sus piernas se escurrió entre los peldaños. El pánico le hizo caer un poco más y se golpeó la espalda contra la estructura de aluminio. Se aferró a los escalones con medio cuerpo colgando y el corazón en un puño. Después, se incorporó y recuperó la postura, tomó aire y siguió avanzando.
A medida que se acercaba a Danny, las criaturas empezaron a rodear la casa, convergiendo hacia ellos.
—¡Danny, suelta los escalones!
El niño negó con la cabeza, aterrado. Una bala pasó por encima de ellos, seguida de una segunda.
—¡Danny! Haz lo que te he dicho. Estoy contigo.
Una bala colisionó contra la escalera, abriendo un agujero en el aluminio y haciendo que les zumbasen los oídos. Jim agarró a Danny por la cintura y la presencia de su padre tranquilizó al niño, que abrió los ojos y le miró. Los disparos seguían volando sobre sus cabezas.
Jim suspiró aliviado.
—Buen chico. Ahora mira hacia Martin y el señor De Santos. No mires abajo y avanza todo lo rápido que puedas.
Danny asintió y siguió adelante. Una ráfaga pasó cerca de él, pero Frankie devolvió el fuego.
Don cogió a Danny y lo condujo al interior. Jim llegó tras él. Después de adentrarse a través de la ventana, se volvió hacia Frankie.
—¡Venga!
Jim y De Santos dispararon fuego de cobertura indiscriminadamente, sin molestarse en apuntar, ocultándose tras el ático y asomándose solo para disparar. Los zombis también echaron a correr, agazapados, en busca de cobertura. De Santos disparaba con una sola mano para así poder ayudar a Martin a sostener la escalera y que Frankie pudiese cruzar.
Frankie no se molestó en gatear, sino que se puso en pie sobre la escalera y caminó con precaución pero con rapidez, de escalón en escalón, alineando los pies y concentrándose al máximo en la tarea.
—¡No me quedan balas! —gritó De Santos. Jim hurgó en sus bolsillos a toda prisa. —Mierda, ¡a mí tampoco! Martin, ¿tienes munición? El anciano negó con la cabeza.
—Solo lo que me queda en la pistola, que no es mucho. Jim se volvió hacia la ventana.
—¡Date prisa, Frankie!
El zombi de la piscina gritó una vez más y se volvió a hundir bajo la superficie del agua. Cada vez había más criaturas debajo de Frankie, apuntando hacia arriba y aullando. Una flecha de caza pasó silbando cerca de su pierna, fallando por apenas unos centímetros. Otra rebotó contra la escalera.
—A tomar por culo —susurró antes de echar a andar más deprisa—. Un pie delante del otro, un pie delante del…
Oyó un ruido metálico y la escalera tembló bajo sus pies. Frankie consiguió agarrar uno de los lados, pero se le escurrieron los dedos. La escalera y ella se precipitaron al vacío. Los demás solo pudieron contemplar, entre gritos, cómo caía a la piscina y se hundía en el agua. La oscuridad y las sombras proyectadas por el fuego les impedían ver.
Después, los chapoteos cesaron y el agua volvió a quedar en calma.
Frankie no salió.