El señor demoníaco Ob observó, entre carcajadas, a través de los ojos que antes pertenecieron a un científico llamado Baker.
Una bandada de pájaros carroñeros no muertos voló sobre él como una nube oscura, mezclándose con el cielo nocturno. Aquel precario grupo paramilitar había sido aniquilado, destruido por las superiores fuerzas de Ob. Los restos de tanques calcinados de los que solo quedaba el armazón y otros vehículos salpicaban el demacrado paisaje. De varios de ellos todavía brotaban remolinos de humo oleoso mientras sus ocupantes ardían en el interior. El suelo estaba alfombrado de zombis inmóviles, todos y cada uno de ellos con graves heridas en la cabeza. Docenas de ellos yacían en el barro con los miembros amputados, los cuerpos partidos por la mitad, destrozados… pero aún capaces de moverse. Hordas de zombis menos dañados recorrían el campo de batalla, dándose un atracón con los muertos y los humanos heridos.
No todos los humanos iban a morir: Ob ordenó reunir a varias docenas de ellos, despojarlos de sus armas y conducirlos al interior del complejo. Serían interrogados acerca de la ubicación de otros supervivientes y después, empleados como alimento… como ganado. Su especie no necesitaba comer… no en forma espiritual, al menos: se libraron de aquella tara eones atrás. Sin embargo, en su forma física necesitaban energía y cuando poseyeron los cuerpos de los humanos, la obtenían de la comida. Devorar a los vivos servía a tres propósitos: en primer lugar, era una afrenta ante Él, el Creador, quien los desterró al Vacío. Por otra parte, les permitía convertir la carne en energía mientras conservaban su forma humana, aún careciendo de sistema digestivo, dado que su especie procesaba la comida a otro nivel. Y, por último, servía para despojar a los humanos de su alma, matándolos y permitiendo que uno de los suyos tomase posesión de sus cuerpos.
Se echó a reír. Devorar a los humanos mientras gritaban era mucho más divertido que dispararles. Pero al final, los cautivos —tanto el ganado como el resto— acogerían a uno de los suyos.
Habían pasado horas desde que la batalla terminó y el estruendo del combate se había disipado con la luz del sol, reemplazado por algún grito ocasional procedente de los vivos. Los muertos habían heredado la Tierra, o al menos parte de ella. El resto no tardaría en caer. Si no era hoy, mañana, y si no pasado mañana, y si no, pronto. Al contrario que su especie, los humanos no eran inmortales. Al final, morirían, y con eso acabaría todo. Ob y sus hermanos habían esperado durante milenios para llevar a cabo su venganza: podían limitarse a esperar un poco más, de ser necesario. Así era menos divertido, pero era una opción factible.
Suspiró, exhalando un aire fétido de unos pulmones que ya no cumplían función alguna.
—«Y cuando Alejandro observó su reino, lloró, pues ya no había más mundo que conquistar». O algo así.
El zombi más próximo a él había tomado el cuerpo de una rolliza ama de casa. Los gases habían distendido su barriga hasta extremos grotescos y su abdomen era suave y brillante. Ob admiró aquella putrefacta belleza.
—¿Quién era Alejandro?
—Era un humano. Un señor de la guerra de su tiempo… conquistó una buena parte de este planeta. Le conocí cuando su alma pasó por el Vacío, de camino al infierno. En el campo de batalla era un gran guerrero, pero al final, solo era carne. Todos lo son. Nada más que carne. Ganado. Ganado que nos adoraba a nosotros hasta que Él, el Creador, se volvió celoso y limpió la Tierra con el Diluvio.
Se acercó a una pareja de cautivos, una mujer y un hombre capturados durante el asalto a las instalaciones de investigación del Gobierno. Los zombis los habían atado a unas farolas del aparcamiento. La mujer forcejeaba, pero el hombre se limitaba a observar con la mirada perdida: toda su cordura había sido erradicada por el miedo. Se había defecado encima. Volvió a hacerlo, sin darse cuenta, mientras Ob lo escrutaba.
—Hablando de carne… —se inclinó y hundió los dientes en el tembloroso cuello del hombre. Mordió profundamente y tiró la cabeza hacia atrás, desprendiendo carne, venas y gruesas tiras de músculo. Masticó, deleitándose en aquella atrocidad.
El hombre no hizo ningún ruido al morir. Ni gritó ni gimió. Tembló en un charco de su propia sangre, que se escapaba a borbotones por la herida del cuello, con la mirada perdida. La mujer gritó al verlo y sus alaridos resonaron sobre los chillidos de los condenados, vivos y muertos.
Ob tragó, mordió una vez más y tragó de nuevo. Después se apartó, permitiendo que otros zombis se llevasen un pedazo. Todas las criaturas vivas tenían un aura: la de este hombre estaba desapareciendo, lo que significaba que su alma había partido. En cuestión de minutos, un habitante del Vacío ocuparía aquella carcasa de piel y tejido.
Ob observó su nuevo cuerpo, el del científico llamado Baker. La carne estaba ennegrecida por las quemaduras y su torso presentaba una cavidad hueca, un agujero sanguinolento y carbonizado fruto de una ráfaga de ametralladora a quemarropa. La carne que acababa de comer cayó a sus pies. Sus miembros aún se encontraban en buen estado, pero aún así, aquel cuerpo no le duraría mucho. Hubiese preferido martirizarlo que poseerlo.
Ob sonrió. Resultaba irónico que fuese la mano de Baker la que hubiese abierto el portal al Vacío, rompiendo las barreras entre mundos y permitiendo a los Siqqus habitar el mundo.
Se arrastró hasta la mujer. Tenía el pelo rubio con matices castaños y una bonita figura. Era hermosa, para ser humana, y su belleza se veía acentuada por el miedo. Su brillo vital, común a todos los humanos y señal de que seguían vivos, era intenso. Poco antes, había encontrado a dos humanos que intentaron pasar desapercibidos a ojos de los zombis y escapar cubriéndose de sangre y entrañas, inconscientes de que el brillo de sus almas revelaba su posición.
Sonrió a la mujer, que seguía chillando, y le cubrió la boca con la mano. Ella continuó profiriendo alaridos, con los ojos abiertos como platos.
—¡Deja de mugir, vaca!
—¿Podemos comérnosla a ella también? —uno de los zombis paladeó repetidamente, con voraz expectación.
Ob consideró la solicitud.
—Todavía no —acercó su cara a la de la mujer, como si quisiese besarla, provocándole arcadas—. Voy a retirar la mano porque quiero hablar contigo. Me divierte. No obstante, si sigues gritando, si insistes en aullar, dejaré que mis hermanos te rajen la barriga, te saquen los intestinos y te devoren de dentro a fuera. ¿Te gustaría eso?
Profirió un gemido enmudecido.
—Entonces, a callar —retiró la mano.
La humana jadeó y miró en todas direcciones con rapidez. Abrió la boca de par en par e inhaló, haciendo que su pecho presionase las ataduras. Antes de que pudiese gritar, Ob levantó un dedo. El zombi que se encontraba a su lado apoyó un cuchillo sobre su estómago. Se contuvo y se apoyó contra el poste.
—Muy bien. Estás aprendiendo. Puede que tu especie sea capaz de aprender trucos, como los canes y felinos que domesticáis. ¿Cómo te llamas?
—¿Cómo me… qué?
—¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde eres?
—Li… Lisa. Me llamo Lisa. Soy de Virginia… —las lágrimas viajaron por su sucio rostro.
—Liiiiissssaaa —dijo, exagerando la palabra, saboreándola en su boca—. ¿Sabes quién soy, Lisa?
—Sí. Creo… creo que sí. Eres el científico. Una de las chicas del Picadero me habló de ti. T-te vi cuando salías de Gettysburg.
Ob le dio una bofetada en plena cara. Ella gimió pero no llegó a gritar, ya que todavía podía sentir el cuchillo sobre su barriga.
—Te equivocas, Lisa. Habito su cuerpo, pero no soy el científico. Se llamaba Baker. Yo me llamo Ob. Ob el Obot. ¿Conoces mi nombre?
Lisa tosió. La marca carmesí de una mano cubría su mejilla.
—¿Conoces mi nombre?
—No… no…
Le atizó un puñetazo en la boca. Varias gotas de sangre surcaron el aire y en aquella ocasión no pudo contener un grito. Volvió a golpearla. Cuando retiró su puño ennegrecido, tenía uno de los dientes hundidos en el nudillo.
—¡¡Ob!! ¿¡No conoces mi nombre!? ¡¡Ob!! ¡¡Ob!! ¡¡Ob!!
—N-no —sollozó—, ¡no lo conozco! ¡Por favor, no me pegues más!
Ob dejó caer los hombros y se dirigió hacia el resto.
—No me conoce. No nos conoce. Como todos los demás, hasta ahora. Nos han olvidado. Somos rumores, leyendas. Cuentos de hadas. Nos utilizaban para que sus hijos se quedasen en la cama, para entretenerse a nuestra costa en la televisión, en las películas y en la literatura.
Se volvió hacia ella.
—Somos los Siqqus, que significa «abominaciones que hablan desde el interior», en el lenguaje hebreo. Creíais que no éramos más que los espíritus de los muertos, pero somos mucho más que eso. Los sumerios y los asirios conocían nuestro verdadero origen. Tu especie nos llamaba demonios. Djinns. Monstruos. Somos el origen de vuestras leyendas… la razón por la que aún teméis a la oscuridad en esta era de luz. Existimos desde mucho antes de que Miguel y Lucifer escogiesen bando con sus «ángeles». No eran más que una versión menor de nosotros. Se nos desterró hace tiempo, al Vacío, por Él, el cruel, a quien vuestra especie todavía adora. Perdimos su favor, pues os amaba a vosotros: su creación definitiva.
Uno de los órganos de Baker se desprendió del abdomen hueco hasta colgar de una hebra de cartílago. Ob lo separó como si nada, se lo entregó a otro zombi para que lo devorase y continuó.
—¿Tenéis la menor idea de cuánto tiempo hemos esperado allí? No podéis ni imaginarlo. El Vacio es frío, tan, tan frío… No es ni el cielo ni el infierno. Existe entre ellos y no existe en absoluto. Vagamos allí, atrapados hace eones con nuestros hermanos, los Elil y los Terafines. ¡Él nos envió allí! Nos desterró a los yermos helados. Observamos mientras rondabais como hormigas, multiplicándoos y reproduciéndoos, regodeándoos en su frígido amor. Aguardamos, pues somos pacientes. Merodeamos en el umbral, siempre atentos, esperando al Oberim, lo que vosotros llamáis «el Alzamiento». El Oberim es el momento en el que podemos cruzar la frontera que separa este mundo y el Vacío, y vuestros científicos nos lo proporcionaron. Sus experimentos abrieron la puerta, derribando las barreras dimensionales. Por fin, fuimos libres para recorrer la Tierra una vez más, como hicimos tiempo atrás, antes de vuestra llegada. Es la ofensa definitiva ante Él: os reemplazamos a medida que vuestra especie muere. Residimos en vuestros cerebros. ¡Somos los gusanos que moran en sus creaciones, estos sacos de sangre y tejido, esta bola de agua y tierra! Y Él no puede hacer nada al respecto, pues fuisteis vosotros quienes lo provocasteis. ¡Vuestros cuerpos nos pertenecen! Controlamos vuestra carne. Hemos esperado mucho tiempo para habitaros. Muchos de nosotros ya están aquí, pero aún quedan más por cruzar, ¡pues somos más numerosos que las estrellas! ¡Somos más que infinitos! ¡Y Él solo puede mirar! ¡Mirar y llorar!
Un moco se deslizó por su cara.
—En… entonces, ¿hacéis esto para… para vengaros de Dios?
Ob hizo una mueca de desprecio con los labios de Baker.
—Así es. Por eso… y por nuestro propio interés. Ansiábamos ser libres del Vacío, cómo no.
Interrumpió sus pensamientos mientras Lisa se revolvía en el poste. El cuerpo muerto de su compañero empezó a moverse de nuevo. La miró y sonrió. Los suyos le soltaron las ataduras.
—Bienvenido, hermano —dijo Ob.
—Gracias, amo. Me alegro de ser libre.
Ob se dirigió hacia la mujer.
—Así que, si disculpas mi melodrama, dime, Lisa: ¿sabes ya quienes somos? ¿Lo comprendes? ¿Te enseñaron estas cosas tus ancianos durante la catequesis?
Su única respuesta fue un gemido. Ob hizo un ademán de desesperación.
—¡Se me menciona diecisiete veces en el Antiguo Testamento! ¡Diecisiete! ¡Soy Ob el Obot! Soy el líder de los Siqqus, como Ab es el de los Elil y Api de los Terafines. ¡Yiddeoni! ¡Soy Ob! ¡Aquel que habla desde el interior! ¡Engastrimathos du aba paren tares!
Apartó al zombi del cuchillo entre maldiciones, haciendo que Lisa se relajase un poco. Ob cogió una pistola de uno de los zombis y la colocó entre sus pechos.
Lisa se estremeció.
—Si no nos conoces, si no conoces el Vacío, el cielo o el infierno, ¡entonces te los enseñaré personalmente!
Ella gritó.
—¡Te dije que dejases de mugir, vaca!
Apretó el gatillo una, y otra, y otra vez. Y otra vez más. Así hasta que el cargador quedó vacío, momento en el que soltó el arma, que repiqueteó contra el asfalto.
—Desatadla para que quien la habite pueda moverse.
Empezó a alejarse cuando sintió algo desgarrándose en su interior y un líquido oscuro y hediondo empezó a fluir de la cavidad hueca de abdomen hasta mojarle los pies. El cuerpo de Baker estaba desintegrándose más rápido de lo que había previsto.
Cuando empezó El Alzamiento, el huésped original de Ob fue un labrador negro llamado Sadie, propiedad de una viuda anciana de Bodega Bay, California. Incapaz de dirigir a los Siqqus desde una forma de vida tan limitada, buscó la destrucción de aquel cuerpo a la desesperada, hasta encontrarla horas después a manos de un pescador que le descerrajó varios tiros a la cabeza después de que Ob arrancase las gargantas de su mujer e hijos.
Como líder de los Siqqus, Ob retornó al reino de los vivos antes que los suyos; le gustaba pensar en ello como un privilegio propio de su rango. También podía reanimar cuerpos antes que los demás, de forma casi inmediata. Su segundo cuerpo perteneció a un analista de sistemas de Gardner, Illinois, que le sirvió bien: el huésped estaba en muy buena forma física y murió asfixiado, dejando el cuerpo en buenas condiciones. Ob todavía lamentaba la pérdida de aquel, que tuvo lugar cuando un humano prendió fuego al pueblo entero. Ob quedó atrapado en aquel infierno mientras se arrastraba por el interior de un conducto de ventilación, persiguiendo a una presa.
Su tercer cuerpo fue un vagabundo en Coober Pedy, Australia. El hombre estaba pudriéndose desde antes de que la muerte lo reclamase. Ob solo lo habitó durante un día antes de que un humano le clavase un pico en la cabeza por la espalda.
Su cuarto cuerpo fue el del Dr. Timothy Powell, uno de los responsables directos de liberar a los suyos. Aquel cuerpo había sido destruido durante la batalla, pasando Ob a habitar el del superior de Powell, el profesor Baker. El señor demoníaco no pasó por alto aquella ironía y llegó a preguntarse si el hecho de haber poseído a dos de los responsables de su liberación no sería obra de algún poder superior.
Rebuscó por los recuerdos de Baker como si hurgase entre los ficheros de un archivador: vio la fuga del científico y su posterior huida, su captura a manos de las fuerzas de Schow y el interrogatorio que tuvo lugar a continuación. Conoció a los compañeros de Baker: Jim, el padre que buscaba a su hijo, y Martin, el anciano religioso.
Aquellos dos, el padre y el predicador, no estaban con ellos. No se contaban entre los zombis a los que había ordenado saquear las armas y pastorear a los humanos que quedaban vivos. Tampoco los había visto en el complejo. Contempló la posibilidad de que dos compañeros de su enemigo hubiesen logrado huir… no le gustaban los cabos sueltos, sobre todo si podían llegar a alertar a otros del poder de su ejército.
Escudriñó el horizonte. ¿Y si estaban ahí, ocultos en la noche, entre las colinas y los árboles? Qué delicioso, qué poético sería hacerlos pedazos vistiendo el cuerpo de su amigo.
No obstante, aquello no tenía importancia: de haber sobrevivido ya se habían ido, o les estarían dando caza, o estarían muertos. Moribundos, quizá. A la humanidad se le había acabado el tiempo: su número era limitado, no así el de los Siqqus. Y cuando se acabasen los cuerpos de aquel mundo había más, una multitud de seres vivos a los que violar. Jamás retornarían al Vacío y, al final, se cobrarían su venganza sobre Él, aquel que los envió allí. Ob lideraría la corrupción de la carne a cargo de los Siqqus. Cuando el último pedazo de carne hubiese sido conquistado, su hermano Ab sería libre para reunir a sus propias fuerzas, los Elil, que llevarían a cabo la destrucción de las plantas y los insectos del planeta, poseyéndolos del mismo modo que los Siqqus poseían la carne. Finalmente, cuando toda vida hubiese quedado extinta, partirían a otros planetas, mientras su hermano Api prendía fuego a la Tierra hasta reducirla a cenizas con sus hermanos, los Terafines.
Pero corromper a los amados frutos del Creador solo era el primer paso. El siguiente sería llegar en tromba a las puertas de su reino y que Ob, personalmente, lo arrancase de su trono.
Ob fue a inspeccionar a su ejército y a hacer planes mientras sonreía ante sus perspectivas. Había mucho que hacer, pero antes tenía que amasar un ejército y prepararse para la llegada de sus hermanos, Ab y Api. Cuando hubiese despejado su camino, destruirían hasta el último organismo vivo del planeta, destruirían el planeta entero, y todo cuanto el Creador amaba. Solo entonces, una vez alcanzada la victoria, estarían satisfechos. Y ese sería solo el comienzo…
* * *
—¡Joder, cómo apestan! —dijo Ron entre toses.
—¡Cállate, idiota! —le susurró Kevin—. Vas a hacer que nos descubran.
—No puedo soportar… el olor…
—Tiene razón —dijo Mike, contrayendo la frente—. Hace un calor de cojones, llevamos horas aquí. Tengo las piernas hechas polvo.
—¡Callaos los dos!
—Vete a la mierda. En cuanto salgamos de aquí, eres hombre muerto, Kev.
Kevin apretó los dientes, conteniendo la rabia. Nunca, ni en un millón de años, hubiese llegado a imaginar que pasaría el apocalipsis escondido en la parte trasera de una camioneta Chevrolet con los infames hermanos Lancaster, Ron y Mikey. Los tres se encontraban bajo una lona negra que cubría aquella sección del vehículo y les ocultaba de los zombis, pero que también restringía su movimiento y hacía que el sol cayese sobre ellos como una losa. Con el paso de las horas, el acero cada vez estaba más caliente, e incluso cuando el sol se había ocultado en el horizonte, aquel espacio seguía siendo un horno en el que aún se respiraba el calor del día. Habían oído a las criaturas rondando por los alrededores de la camioneta; cuando estas permanecían en silencio, era el olor el que revelaba su presencia.
Antes de que tuviese lugar El Alzamiento, Ron, Mikey y Kevin llevaban las apuestas para una de las familias criminales de York, Pennsylvania. Cuando todo se fue a la mierda, York no solo se vio azotada por los zombis, sino también por las rivalidades entre bandas: los bangers de Baltimore y Filadelfia, los cabezas rapadas de Red Lion, los supervivencialistas del sur del condado y el norte de Maryland… se enfrentaron los unos a los otros. Así que Ron, Mikey y Kevin se largaron.
Después de llegar a Gettysburg y de demostrar cierta habilidad con las armas, así como una extraordinaria falta de conciencia, se les permitió formar parte de las fuerzas paramilitares del coronel Schow, siendo asignados a los escuadrones de crucifixión. No era un mal trabajo: respiraban aire puro y tenían la oportunidad de formar parte de un grupo cuyo número les proporcionaba seguridad. Su fuerte instinto de conservación les permitió justificar hasta los actos más atroces, incluyendo el clavar a otros humanos a cruces y contemplar, desde una posición segura, cómo los muertos los hacían pedazos.
Cuando los mandos decidieron poner rumbo hacia las instalaciones del gobierno, los tres se ocuparon de una de las camionetas. Mientras el convoy se dirigía hacia el norte, mataron el rato bebiendo cervezas tibias y disparando a los zombis. Mikey había vaciado su cargador y los dos de repuesto antes de llegar a Harrisburg. Ron tardó aún menos.
Cuando el convoy llegó a su destino, estaban tirando del 30.06 de Kevin y el indicador de combustible se encontraba firmemente plantado en «vacío». Cuando tuvo lugar la batalla bajaron de un salto de la cabina, se encaramaron a la parte trasera y se cubrieron con la lona. Habían permanecido allí desde entonces.
—Joder, me encantaría ir a por una hamburguesa —dijo Ron, jadeando.
—Que le den a la hamburguesa —dijo Mikey—, yo quiero una cerveza fría.
—Cerrad la puta boca —susurró Kevin.
Mikey y Ron volvieron a callarse y Kevin intentó pensar. ¿Cuánto tiempo aguantarían ahí dentro, atrapados e incapaces de moverse? Sopesó la posibilidad de otear el exterior, pero en seguida cambió de idea: el hedor de la podredumbre y la descomposición todavía era muy intenso, lo que significaba que aún había varias criaturas cerca.
Cada vez sentía una presión más intensa en la pelvis. No quería oír ni medio lloriqueo de Ron acerca del olor o de Mikey acerca de sus piernas: llevaba cuatro horas con ganas de mear y no había protestado. Todavía.
«¡Piensa, piensa! ¡Piensa en cualquier cosa que no sea mear!»
Hizo un repaso mental. Armas: el fusil y un cuchillo de caza. Comida: nada. Agua: «nanai» (y estaba empezando a tener mucha sed). Ubicación: ni puta idea. En algún sitio cerca de la frontera de Pennsylvania con Nueva Jersey. Perspectivas: bastante jodidas. Quizá pudiese empujar la lona, saltar los cierres y, cuando los zombis se les echasen encima, salir corriendo mientras Ron y Mikey servían de cebo.
Su vejiga cada vez estaba más insistente. Apretó la punta de su pene a través de los vaqueros, oculto en la oscuridad.
—Juro por Dios que voy a potar —gimió Ron—. Esas cosas apestan.
—¡Cállate! —susurraron Mikey y Kevin al unísono.
Fuera, oyeron el ruido de pasos sobre la gravilla. Los tres contuvieron el aliento a medida que los pasos se acercaban hasta detenerse cerca de la camioneta. Después, una voz, como si alguien estuviese haciendo gárgaras con cristales.
—¿Alguno de vuestros cuerpos sabe cómo manejar uno de estos? El mío es muy joven.
—El mío, pero va a necesitar una llave. Mira dentro, debería estar en la columna de dirección.
Oyeron la puerta abrirse y la camioneta se movió levemente cuando un cuerpo accedió al interior. Aún estando separados por acero y cristal, el hedor era insoportable. Kevin quiso gritar y se apretó el pene con fuerza.
—No tiene llave —la voz sonaba enmudecida—, ¿qué hacemos?
—Encontraremos a un hermano que sepa cómo hacerle un puente y si no, la llevaremos de vuelta a las instalaciones con la grúa.
La camioneta se movió una vez más cuando cerraron la puerta. Los pasos se alejaron y, al rato, el olor se disipó.
Esperaron cinco minutos más.
—Creo que se han ido —susurró Ron.
—Joder, eso espero —suspiró Mikey mientras estiraba las piernas. Sus articulaciones chasquearon en la oscuridad—. Kevin, ¿estás bien?
—No —dijo, apretando los dientes—, no estoy nada bien, coño. Tengo que mear.
—Vamos a intentarlo —dijo Ron—, ¡vamos a largarnos antes de que vuelvan!
El olor regresó una vez más, como una respuesta a aquellas palabras. Segundos después, los pasos.
—Puedo ponerlo en marcha. Es un modelo viejo, de los setenta.
—Bien. Llévalo al complejo, con el resto: Ob quiere una flota, así que todos los vehículos operativos tienen que estar preparados y listos para el transporte.
Esperaron, escuchando cómo el zombi cruzaba los cables del vehículo mientras canturreaba. Al cabo de un rato, Kevin reconoció la melodía: era «Children of the Damned», de Iron Maiden. Ahogó una carcajada, lo que aumentó la presión sobre su vejiga: se mordió el labio y gimió a medida que la urgencia se convertía en dolor.
El motor del vehículo se puso en marcha.
—Apenas queda gasolina —dijo el zombi—. Igual tengo que remolcarlo hasta la colina.
—Vale. El complejo tiene varias estaciones en las que repostar. Te acompañaremos.
La puerta del copiloto se abrió y la camioneta descendió un poco más con cada nuevo ocupante. Después, se puso en marcha.
—Chicos —jadeó Kevin, tan bajo que sus compañeros tuvieron que aguzar el oído para poder escuchar lo que decía—, lo siento mucho, pero no puedo aguantar más.
No se contuvo más e, inmediatamente, un líquido templado se extendió por sus vaqueros, corriendo pierna abajo hasta desparramarse por la parte trasera de la camioneta, extendiéndose hasta alcanzar a sus compañeros. El hedor, combinado con el de los pasajeros del vehículo, era insoportable.
—Oh… —Kevin se estremeció a medida que la presión se desvanecía. Suspiró, tan aliviado que dolía.
La camioneta cogió velocidad colina abajo y la orina, siguiendo la ley de la gravedad, cayó hacia los tres.
—¡Oh, joder! —gritó Mickey—. ¡Kevin, para! ¡Para de una puta vez!
—¿Habéis oído algo? —preguntó alguien desde la cabina.
Los tres compañeros sintieron sendos nudos en la garganta.
—¿Qué?
—No lo sé. Creo que he oído a un humano.
—A tu cuerpo le fallan las orejas: mira a tu alrededor. No veo ningún brillo vital.
—Ahí está Ob: vamos a enseñarle nuestro premio. Quizá nos recompense.
La camioneta se detuvo y Kevin apuró las últimas gotas. Los tres hombres permanecieron en la oscuridad, húmedos, fríos y asustados.
Ob comprobó la línea de vehículos que llegaba a las instalaciones mientras uno de sus soldados no muertos la dirigía: cuatro por cuatros, la unidad de recuperación de un tanque M-88, varios todoterrenos, media docena de Humvees, una moto y unos cuantos remolques. Sus ojos se abrieron de par en par al ver los dos cañones Howitzer motorizados modelo Paladín. Varios camiones lanzamisiles atravesaban la colina. Los vehículos que no habían sido destruidos, pero que estaban dañados o habían dejado de funcionar, eran conducidos al interior de las instalaciones, para que los muertos los reparasen.
—Bien. Muy bien. Lo habéis hecho pero que muy bien —estaba a punto de darse la vuelta cuando una camioneta destartalada se dirigió hacia él, hasta detenerse muy cerca.
En la parte trasera, enterrado bajo la lona, Ron giró el cuello, intentando librarse de un dolor agónico. Su cara acabó en un charco de orina de Kevin.
—¿De dónde habéis sacado este montón de chatarra? —pregunto Ob.
Ron sintió arcadas. Kevin y Mikey se tensaron como cables.
—En la colina, señor. Solo necesita un poco de gasolina y estará como nueva.
Ron cada vez sentía una mayor urgencia. Su nariz y barbilla goteaban orina de Kevin.
—Hum… entonces ponedla con el resto.
Ron consiguió aplacar la sensación y permaneció en silencio, a la escucha.
—Esperad —dijo Ob—, ¿por qué huele a orina humana?
Ron tosió a pleno pulmón en dos ocasiones, moviendo la lona que los cubría.
—¡Atrás! ¡Están atrás!
—¡Mierda! —gritó Mikey—. ¿Qué cojones hacemos ahora?
Kevin tanteó a ciegas, buscando su fusil. Sus dedos se cerraron en torno al frío cañón y lo acercó hacia sí, golpeando a Mikey en la cabeza. Este, sorprendido y dolorido, gritó.
Una docena de criaturas rodearon el vehículo y rasgaron la lona: algunos habían sido niños u oficinistas. Uno de ellos parecía un científico, o quizá un médico. Otros eran mercenarios, como ellos, muertos durante la batalla y combatiendo ahora para el enemigo.
Dos pares de manos ajadas sujetaron a Ron y lo sacaron de la parte trasera. Se retorció hasta liberarse y cayó al suelo, rompiéndose el tobillo. Inmediatamente, las criaturas se abalanzaron sobre él, clavándole cuchillos, atizándole con rocas y arañando su piel con dedos muertos.
Otro cadáver fue a por Mikey, dirigiendo los dientes hacia la blanda carne de su temblorosa garganta. El hombre sujetó la cabeza del zombi y tiró hacia atrás. Sus dedos se colaron en la boca de la criatura y tiró hacia abajo con fuerza en un intento por romperle la mandíbula: en lugar de eso, la criatura cerró las mandíbulas a cal y canto, cercenándole la primera falange de los dedos. La sangre brotó de las heridas y los gritos de Mikey se apagaron cuando su boca se encontró con la de la criatura. Después de unirse a él en un repugnante beso, el zombi lo apartó de su lado desgarrándole la lengua, que quedó colgando de entre sus labios. Mikey se desplomó y sus alaridos se vieron reemplazados por agudas gárgaras, mientras la sangre manaba de su boca destrozada. Otro zombi se le echó encima y le propinó una descarga con un táser.
Ob se inclinó sobre el borde de la parte trasera del Chevrolet, apoyando los codos, y contempló a Kevin.
—¡Hola, carne! ¿Qué tenemos aquí? ¿Un arma? ¿Vas a cazar ciervos?
—Mierda, mierda, mierda… —Kevin retrocedió hasta pegar la espalda contra la cabina. Los zombis rodearon la camioneta. Echó un vistazo a su alrededor, buscando a los hermanos Lancaster con la mirada: Mikey estaba muerto y sus ojos fueron perdiendo el brillo mientras un zombi no paraba de aplicarle el táser. Ron se retorcía en el suelo entre gemidos: su pecho y abdomen eran una herida abierta. Kevin vio las rocas y cuchillos subir y luego bajar. Y subir. Y bajar. Hasta que los gritos de Ron se apagaron.
Kevin miró hacia delante, aterrado, mientras Ob se inclinaba cada vez más para agarrarlo.
—¡Ven aquí!
Otro zombi abrió la portezuela y varios no muertos se encaramaron a por él.
—Mierdamierdamierdamierda…
—¡Dame eso! —Ob sujetó el 30.06.
Kevin forcejeó, tirando del fusil en todas direcciones. Las criaturas que rodeaban la camioneta le sujetaron de las piernas y tiraron de él. El cañón del fusil acabó apoyándose en la mandíbula de Ob, sorprendiendo al líder zombi.
—Mierda.
Kevin empezó a temblar entre alaridos. Sus dedos apretaron el gatillo.
La cabeza de Baker se desintegró en una erupción de carne, sangre y hueso.
Ob desapareció con ella.