Un autor de novelas policíacas, en virtud de este arte tan poco agradable, tiene la obligación de crear por lo menos un personaje de características censurables en cada uno de sus libros y tal vez sea inevitable que de vez en cuando sus malas acciones sanguinarias salpiquen las moradas de los justos. Un escritor cuyos personajes han decidido desarrollar su tragicomedia en una antigua ciudad universitaria debe enfrentarse a especiales dificultades. Naturalmente, puede llamar a esa ciudad Oxbridge, inventarse colegios con nombres de santos inexistentes y enviar a sus personajes a pasear en barca por el río Cámesis, pero esta tímida solución sólo sirve para confundir a los personajes, a los lectores y también al propio autor, con el resultado de que nadie sabe con exactitud dónde se encuentra, y así ofrece a dos comunidades, en vez de a una, la ocasión de sentirse ofendidas.
La mayor parte de esta historia se sitúa, sin que nos arrepintamos de ello, en Cambridge, ciudad en la que no puede negarse que vivan y trabajen policías, científicos e incluso, qué duda cabe, mayores retirados. Ninguno de ellos, que yo sepa, guarda la más ligera semejanza con su homólogo en este libro. Todos los personajes, hasta los más desagradables, son ficticios; la ciudad, por fortuna para todos, no lo es.
P. D. James